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miércoles, 12 de junio de 2013
TUICO ESCRITOS DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
I. No se comprende muy bien por qué La guerra (1936-1937) [1], último libro publicado en vida de Antonio Machado, no ha sido incluido hasta hoy como libro unitario dentro de las diversas ediciones de la obra completa machadiana. Lo más fácil es achacar el lapsus libri a que los diversos artículos y poemas que componen el mencionado volumen —siete en total— aparecieron con anterioridad en periódicos y revistas durante los dos primeros años de la guerra civil, forzando a los editores a fagocitar dichos textos —y por extensión la idea unitaria de libro— en beneficio de antologías fragmentarias o del doble marco genérico de la prosa y la poesía del período 1936-1939. Justificación insuficiente, habida cuenta, como apunta Aurora de Albornoz, que «también fueron artículos periodísticos cada uno de los capítulos que en 1936 se convirtieron en el primer libro en prosa de Antonio Machado: Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo» [2]. Tampoco parecen justificables los prejuicios que otorgan al volumen un carácter misceláneo o antológico. Porque, por encima de cualquier actitud disolutoria respecto a la entidad global de La guerra, está —supuesto ineludible— la voluntad de su autor, Antonio Machado, de constituir un libro con características propias. Hacia esta idea restitutiva de La guerra como conjunto unitario se encamina el objeto de nuestro estudio.
La guerra se abre con «Los milicianos de 1936» y se cierra con el «Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas», dos textos en prosa cuyas características no son ajenas a la estructura unitaria del libro. El primero afronta la esencial compostura del héroe anónimo desde el vestigio activo del rostro de los milicianos; el segundo, colocado por Machado a modo de cierre en clave del volumen, quiere ser un desideratum porvenirista dirigido a la juventud que, «a la altura de las circunstancias», vela por la defensa de esa España amenazada por la vuelta al pasado más oscuro de nuestra historia. En este doble concierto reflexivo, inicio y final de una andadura ahondada por otras dos prosas intermedias —«Apuntes» en boca de Juan de Mairena, y «Carta a David Vigodsky»— se sustenta la voluntad unitaria de La guerra. Tres muestras líricas, una totalmente en verso —«El crimen fue en Granada (A Federico García Lorca)»—, y las otras dos en verso y prosa —«Al escultor Emiliano Barral» y «Meditación del día»—, completan la herida temporal de una de las preocupaciones fundamentales del último libro de Machado: la muerte como inminencia y como trascendencia, como signo y como símbolo del «ser-en-libertad» para la muerte. En esta íntima doblez, que aúna a un mismo tiempo lo terrenal y lo metafísico, La guerra compone un friso indisoluble. Lo corrobora asimismo ese mesurado arte del contrapunto con que Machado ordena las siete partes del volumen, alternando sucesivamente las voces líricas o elegíacas del verso con la inflexible voz meditativa de su prosa.
Ninguno de los textos mencionados se sustrae, total o parcialmente, a las líneas temáticas [3] que prefiguran la intencionalidad sociopolítica del libro: a) la muerte: como vestigio próximo y como «quididad» metafísica; b) la juventud: meditación que combina la paradoja entre lo físico y lo espiritual, proclamando la confianza de Machado en la España joven de la República; c) el pueblo, no la masa: clave antiorteguiana de la ética y la cultura popular, del alma y la esencia españolas; d) el compromiso del intelectual en la causa del pueblo: antítesis de esa mentalidad abstencionista que es estar au-dessous de la mêlée; y f) la dignidad del hombre: defensa democrática del gobierno legítimo de la República y de las clases trabajadoras ante la traición interior y exterior.
Los tres poemas inscritos en La guerra son otros tantos espejos donde el poeta proyecta su figura entre melancólica y desasosegada. La «agria melancolía» —como dice el poema «Al escultor Emiliano Barral» (1922), rescatado ex profeso de Nuevas canciones para acompañar la nota que recuerda al amigo caído en el frente— interioriza la «soñada grandeza, que es lo español» [4]. El busto en piedra que Barral hiciera del poeta, nos retrotrae al sueño perenne, cavado en roca dura, que arraiga en la intrahistoria del pueblo y en el destino individual [5]. Un sueño que, a lo largo de toda la guerra, ya no podrá sustraerse al imperativo de las circunstancias. En este desasosiego, el «pensar auténtico» privará por encima de la impronta estética. No es extraño, pues, a tenor de tal coyuntura, que un año después de escribir «El crimen fue en Granada» Machado encuentre en aquellos versos «la expresión estéticamente poco elaborada de un pensar auténtico, y además, por influjo de lo subconsciente sine qua non de toda poesía, un sentimiento de amarga queja, que implica una acusación a Granada», símbolo onomástico de esos reductos ciudadanos españoles entontecidos «por su aislamiento y por la influencia de su aristocracia degradada y ociosa, de su burguesía irremediablemente provinciana» («Carta a David Vigodsky»).
II. En «Los milicianos de 1936», Machado repara en la condición humana de la muerte. Los rostros de los milicianos se le aparecen como el eco de los estigmas de la guerra. Es el signo de una donación que se desindividualiza para hacerse sujeto y objeto de la fraternidad humana. La muerte —dirá Octavio Paz a este respecto— «nos realiza cuando, lejos de morir nuestra muerte, morimos con otros, por otros y para otros» [6]. El «noble señorío» del rostro de los milicianos es el trasunto simbólico de lo que Machado señalará en «Apuntes», y ahora con voz heideggeriana y al hilo de Juan de Mairena, como «ser consagrado a la muerte (Sein zum Tode)». Tanto es así que, «vistos a la luz de la metafísica heideggeriana, es fácil advertir en estos rostros una expresión de angustia, dominada por una decisión suprema, el signo de resignación y triunfo de aquella libertad para la muerte (Freiheit zum Tode) a que alude el ilustre filósofo de Friburgo».
En oposición a la grandeza del miliciano, a ese señorío encarnado en la causa del pueblo y en su condición moral frente a la muerte, se yergue la figura del señorito y el postular reaccionario del señoritismo. Dicha dicotomía, señorío/señoritismo, de presencia obsesiva en los escritos de guerra de Machado, es motivo de reflexión primordial en «Los milicianos de 1936» y «Carta a David Vigodsky». El señorito representa la fisonomía del interés individual y de clase, la «hombría degradada» versus «la causa del hombre universal». Lo caracteriológico del señoritismo —sentencia Machado en «Los milicianos de 1936»— «es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede encontrarse, acaso, en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y —digámoslo con orgullo— perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie —signos de clases, hábitos e indumentaria— a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos». Nótese que la concepción machadiana del «señoritismo», eminentemente antiburguesa, no es sino la vertiente contrapuesta de su «ética de lo popular», acuñada en lo social en el adagio castellano de «nadie es más que nadie». A un lado, el del señorío, sitúa Machado el emblema histórico y personal del Cid; en el otro, impelida por la cobardía, la vanidad y la venganza —lacras que colacionan la catadura moral de los facciosos rebeldes—, la «aristocracia encanallada» de los Infantes de Carrión. Por encima de este sistema de fuerzas contrapuestas, el poeta mantiene incólume la confianza en el triunfo de los mejores. Es un inflexible término moral cuya razón ética no tiene para Machado almoneda de cambio posible: «en el juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán los mejores. O habrá que faltarle el respeto [exclama Machado con orgullo nietzscheano] a la mismísima divinidad» («Los milicianos de 1936»). A despecho de la muerte física, el significado espiritual de la muerte como expiación fraterna adquiere en La guerra una clara dimensión simbólica. Se trata de un acto de amor que consuma un eros pánico, total. Lo es todo menos un eros pasivo. Dios y fraternidad humana coinciden en la fundamental enseñanza de Cristo. No cree en Dios quien no ama en alteridad. «He aquí —dirá Mairena— el objeto erótico, trascendente, la idea cordial que funda, para siempre, la fraternidad humana» [7]. Su acción arranca como en la muerte de Unamuno («Apuntes», «Carta a David Vigodsky»), de una radical nota antisenequista, aintiestoica [8]. Frente a la resignación a la fatalidad de morirse, está la dignidad del hombre, del miliciano que sabe «mirar a la muerte cara a cara», o del inocente, como Lorca («El crimen fue en Granada»), que expía el desafuero de la venganza [9].
III. En las páginas de La guerra queda asimismo patente esa dualidad existencial que, en términos literarios, tanto preocupa a Machado a lo largo de los últimos años de su vida: nos referimos al proceso humanizador que la contienda tuvo en la visión del escritor. Ya ha sido notado más arriba que la clave ética reside para Machado en que el intelectual no puede (ni debe) mantenerse au-dessous de la mêlée [10]. De la misma manera, política y arte poética, aun no siendo intercambiables o sustituibles, pueden ser perfectamente compatibles. Las prosas de La guerra pueden pasar por un buen ejemplo de ello. «Documento no es arte» [11] —precisa Machado—, o como nos recuerda el Mairena de 1936:
Vosotros debéis hacer política, aunque otra cosa os digan los que pretenden hacerla sin vosotros, y, naturalmente, contra vosotros. Sólo me atrevo a aconsejaros que la hagáis a cara descubierta; en el peor caso con máscara política, sin disfraz de otra cosa; por ejemplo: de literatura, de filosofía, de religión. Porque de otro modo contribuiréis a degradar actividades tan excelentes, por lo menos, como la política, y a enturbiar la política de tal suerte que ya no podamos nunca entendernos [12].
En el mismo sentido, la opción machadiana aboga en La guerra por el trueque de espectador en actor político. A veces, impelida por las circunstancias —advierte en carta a Juan José Domenchina—, «la verdad se come al arte» [13]. Tal disyuntiva queda perfectamente ilustrada por el poema «Meditación del día», fechado en Valencia (febrero de 1937). Ahí, toda la primera parte del poema se ciñe al estro contemplativo del paisaje y las resonancias impresionistas de la huerta valenciana. Sin embargo, el discurso poético, de ciertos tonos crepusculares, viene a quebrarse bruscamente en su mitad, conmovida la voz por los ecos de la guerra [14]. La confrontación es evidente: el «ver» se posa mansamente en la tarde apacible, hasta que el «pensamiento de la guerra» —especialmente la meditación sobre la España traicionada, tema central del texto en prosa que se encabalga al poema— devuelve a la realidad el ánima contemplativa. Espectador y actor, ver y pensar confluyen así en comunión solidaria, a la manera de ese amor a la naturaleza de raigambre institucionista, krausista, donde —como sugiere Manuel Alvar— metafísica y ética trascienden para fundirse en «lo inmutable y lo temporal, lo accidental y lo absoluto» [15]:
Meditación del día
Frente a la palma de fuego
que deja el sol que se va,
en la tarde silenciosa
y en este jardín de paz,
mientras Valencia florida
se bebe el Guadalaviar
—Valencia de finas torres,
en el lírico cielo de Ausias March,
trocando su río en rosas
antes que llegue a la mar—,
pienso en la guerra. La guerra
viene como un huracán
por los páramos del alto Duero,
por las llanuras de pan llevar,
desde la fértil Extremadura
a estos jardines de limonar,
desde los grises cielos astures
a las marismas de luz y sal.
Pienso en España vendida toda
de río a río, de monte a monte,
de mar a mar.
Como es fácil colegir de lo dicho hasta aquí, no son ajenas a este plano meditativo —y más concretamente al compromiso del intelectual— las continuadas objeciones de Machado a la joven poesía española, en términos refractarios a la vanguardia y al poetizar neobarroco. Aunque los antecedentes más inmediatos de esta postura se remontan a sus ensayos de Los complementarios sobre la poesía de José Moreno Villa y Vicente Huidobro, y culminan en un texto de 1925 («Reflexiones sobre la lírica. El libro Colección del poeta andaluz José Moreno Villa») [16], no hay que olvidar que ya en 1904, en un artículo publicado en El País, Machado tomaba posición frente al «subjetivismo soñador y romántico» [17] del Juan Ramón Jiménez de Arias tristes. «Afortunadamente [decía ahí con hiriente ironía], Juan Ramón Jiménez no sabe lo que es tristeza.» Y agregaba:
Porque yo no puedo aceptar que el poeta sea un hombre estéril que huya de la vida para forjarse quiméricamente una vida mejor en que gozar de la contemplación de sí mismo. Y he añadido: ¿no seríamos capaces de soñar con los ojos abiertos en la vida activa, en la vida militante? [18]
La actitud del poeta es la misma que, treinta y cinco años más tarde, se ha trasvasado, desde el mirador de la guerra, a los versos valencianos de «Meditación del día»: ver y pensar, soñar con los ojos abiertos, devienen un mismo quehacer activo y militante; o, como subraya José M.ª Valverde contrastando el dictum de la edición inicial de Campos de Castilla (1912), la visión del poeta se desdobla en dos orientaciones, a la larga destinadas a entrar en compleja interacción dialéctica: la contemplación del paisaje —ya no sólo como proyección de un estado de ánimo personal, sino también como expresión de una realidad nacional e histórica—, y la reflexión teórica sobre la vida, la muerte, la humanidad, la poesía y otros grandes temas» [19].
IV. Una de las preocupaciones fundamentales de La guerra, contrapartida de la entidad que en el libro tiene el tema de la muerte, se coliga al destino de la juventud española. Tampoco aquí —véase la «Carta a David Vigodsky» y el «Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas»— el ya cansado poeta se mantiene al margen de su designio ético [20]. Aunque su carta al hispanista soviético David Vigodsky, escrita en Rocafort (20 de febrero de 1937), refleja las secuelas de un estado físico más bien perentorio, salud y juventud de espíritu superan con creces al Machado «viejo y enfermo», a ese español que se resiste a la «ruina fisiológica». Lo que le mantiene vivo es la plena confianza en la «España joven y sana» que lucha «al lado del pueblo». Machado pone en guardia a las Juventudes Socialistas Unificadas de los peligros que la acechan: el señoritismo, la indisciplina, la vejez prematura de las «juventudes viejas». Su grito de alerta se dirige en una doble dirección: es tanto una prevención del caos anarquista, como una condena de la acomodaticia y mansa disciplina de la vejez. Sin duda el poeta no olvida algunos ejemplos personales de su generación, dejándose arrebatar por actitudes facciosas. De ahí su invocación última: ser joven es mantenerse fiel a la temporalidad nacida de la causa popular, sometiendo el sacrificio individual «a las normas colectivas que el ideal impone».
La meditación sobre la «juventud» constituye una actitud recursiva en el Machado último. No cabe duda que la inmediatez de la guerra otorga a la meditación un carácter prioritariamente existencial, en clara prevención de posibles falacias historicistas o estéticas. Puesto que lo que está reclamando el poeta a los jóvenes es una actitud preventiva respecto a lo que él denomina «la plasticidad del pasado», «uno de los muchos ardides a que recurre la vana rebelión del hombre contra la irreversibilidad del tiempo» [21], contra el fugit irreparabile tempus. A la luz de este supuesto exclusivo, se agranda aún más la firme voluntad del Machado copartícipe de la guerra, y el tema de la «juventud» se nos aparece como personificación ética del «yo» machadiano en tres dramatis personae: protagonista, deuteragonista y antagonista; triple señuelo crítico de un pensamiento que hace del sujeto de convicción individual el constante tamiz del objeto de dimensión colectiva [22]. Tal actitud será siempre equilibradamente escéptica, contrapesada, desde el presente, en el pasado y en el futuro. Contra el prestigio desmesurado del pasado —advierte el Mairena de «Apuntes» a sus alumnos— «hemos de estar en guardia y esgrimir todas las armas de nuestro escepticismo [...]. Y no menos en guardia hemos de colocarnos contra el futurismo radical, tan reductible al absurdo como el futurismo extremado».
V. Detengámonos en ese quehacer del hombre «en guardia», tantas y tantas veces reclamado por Machado a lo largo de los textos en prosa de La guerra. Observaremos que su urdimbre se genera desde la misma intrahistoria del pueblo:
El hombre lleva la historia —cuando la lleva— dentro de sí; ella se le revela como deseo y esperanza, como temor, a veces, mas siempre complicada con el futuro. Un pueblo es una muchedumbre de hombres que temen, desean y esperan aproximadamente las mismas cosas («Apuntes»).
El reiterado «señorío de lo popular» no es otra cosa que la raíz del alma del pueblo: identidad basada en la causa de la libertad y la justicia, de la cultura y el trabajo. En definitiva, se es pueblo, no masa [23], como tan a menudo sugerirá Mairena al amparo de su Escuela Popular de Sabiduría Superior:
Existe un hombre del pueblo que es, en España al menos, el hombre elemental y fundamental, y el que está más cerca del hombre universal y eterno. El hombre masa no existe; las masas humanas son una invención de la burguesía, una degradación de las muchedumbres de hombres basada en una descalificación del hombre, que pretende dejarle reducido a aquello que el hombre tiene de común con los objetos del mundo físico: la propiedad de poder ser medido con relación a unidad volumen. [24]
En estas coordenadas reposa su idea anticasticista del folklore, y también el arraigo humanizador —nada abstracto por cierto— del concepto machadiano de patria, ya que «no es patria —nos recuerda— el suelo que se pisa, sino el suelo que se labra» [25]. La comunicación cordial entre hombre y patria se desliga así de su carácter contingente y adquiere criterios fraternales y humanizadores.
En este campo ideológico, el socialismo —como se hace patente en su «Discurso a las Juventudes Socialistas»— representa para Machado «la gran experiencia de nuestros días», en cuanto «supone una manera de convivencia humana, basada en el trabajo, en la igualdad de los medios concedidos a todos para realizarlo, y en la abolición de los privilegios de clase». Dicha opción, sin embargo, no impide el desapego machadiano respecto a lo que él considera «la idea central del marxismo»: «el factor económico» como supuesto «esencial de la vida humana» y «gran motor de la historia». Porque lo que en realidad anhela Machado —anhelo plausible en la «Carta a David Vigodsky»— es el marco universal de un socialismo larvado en el cristianismo evangélico. Cristo, hombre entre los hombres, se convierte en ejemplar ofrenda amorosa que abraza coyunturalmente, como ya postulara en «Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia» (1934) [26], los destinos del alma rusa y el alma española. Lo esencial para Machado es el mensaje fraternal del amor, a despecho del poder terrenal de la Iglesia católica y de la idea y el sentimiento de inmortalidad. Un mensaje que en la cristología machadiana tiene indudable carácter heterodoxo, por cuanto a Cristo no se le considera hijo de Dios, sino que se hace hijo de Dios en la tierra por la pura consumación de su amor. El ejemplo proviene de la figura crística del Nuevo Testamento. Jerarquía, pues, que lejos de proceder a divinis [27], instaurada en la demiurgia del poder divino, se eleva a los cielos como acto ganancial del hombre entre los hombres. La idea abstracta de Dios es sustituida por el sentido fraternal del amor. En este punto instaura Machado el hermanamiento, trascendido en lo evangélico, de las almas rusa y española:
Como maestra de cristianismo [precisa en la «Carta a David Vigodsky»], el alma rusa, que ha sabido captar lo específicamente cristiano —el sentido fraterno del amor, emancipado de los vínculos de la sangre— encontrará un eco profundo en el alma española, no en la calderoniana, barroca y eclesiástica, sino en la cervantina, la de nuestro generoso hidalgo Don Quijote, que es, a mi juicio, la genuinamente popular, nada católica, en el sentido sectario de la palabra, sino humana y universalmente cristiana. [28]
VI. Visto a la luz claroscura de la guerra, en la que se yuxtaponen lo ético, lo religioso, lo social y lo político, no cabe duda que el último libro de Machado redimensiona el compromiso del intelectual. Para Machado no hay otra razón inmediata que la eticidad nacida de la causa justa del pueblo: Constitución, República y gobierno de la legalidad. La dignidad del hombre machadiano pasa por su fidelidad republicana, antimonárquica, para encastarse en un ideario humanista que abraza nacionalismo progresista, cristianismo evangélico y compromiso social, como salvaguarda ante la traición interna y externa. Éstos y no otros son los valores del pueblo. De ahí que La guerra enraice su mensaje —como nos recuerda en «Los milicianos de 1936»— en la cultura popular como «humano tesoro de conciencia vigilante».
En adecuado perfil con esta «conciencia vigilante», el estilo de la prosa, eminentemente documental y didáctica —recordemos de nuevo: «documento no es arte»— combina en La guerra la meditación y la exposición filosófica tan característica en Machado. Siempre, sin embargo, la nota humanística, el correlato social, superan la indudable vena del profesor escéptico. Machado no evita el reclamo de la en aquellos momentos necesaria confianza en el futuro, aunque su compostura esté lejos del optimismo desmesurado o triunfalista. Sutil y fluido en el pensar dialogante al estilo de su querido Juan de Mairena, se nos mostrará decididamente virulento cuando se trata de condenar a los enemigos de la patria. El resultado de esta unidad de «palabra en el tiempo» es un libro que ya María Zambrano, desde las páginas de Hora de España (diciembre de 1937), saludaba en su día como «ofrenda de un poeta a su pueblo» [29]; «ofrenda [precisará Aurora de Albornoz treinta y ocho años más tarde] que va, desde la exaltación del hombre anónimo, hasta el compromiso con el presente y con el futuro —claramente manifestado en las páginas finales del “Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas”— pasando por la meditación sobre la vida y sobre la muerte; sobre la historia; sobre algunos muertos queridos: Lorca, Unamuno, Barral». En esta encrucijada, «la muerte es la gran presencia de La guerra, por eso se asoma a todas las páginas del libro. A todas excepto a las finales [...]: en ellas, la esperanza en el futuro de una juventud “realmente joven”, “abierta a todas las posibilidades del porvenir” es, en cierta forma, una afirmación de la vida sobre la muerte» [30].
Que La guerra, como libro unitario e indiviso, sea restituido al corpus machadiano, parece un obligado acto de justicia para con Machado y, por supuesto, sus «obras completas». Desde ese vínculo único que es el libro La guerra, no pocos aspectos del pensamiento del Machado último adquieren su real dimensión totalizadora. No se puede dispersar o deshacer lo que su autor conjugó con tanto esmero. De lo contrario, «La guerra, con su enorme carga emocional y simbólica», continuará «siendo un libro desconocido para la inmensa mayoría de los lectores de Antonio Machado» [31].
Notas
1. Antonio Machado, La guerra (1936-1937), Madrid, Espasa-Calpe, 1937 (115 páginas). De tipografía muy cuidada, el libro va ilustrado con 48 dibujos de José Machado, hermano del poeta: 42 retratos (el general Miaja, Federico García Lorca, Emiliano Barral y 39 milicianos anónimos) y seis paisajes de Rocafort. Los textos incluidos en La guerra, y por este orden, son los siguientes:
• «Los milicianos de 1936» (fechado en Madrid, agosto de 1936), pp. 7-21. Fue publicado anteriormente en Hora de España (Valencia), n.º VIII, agosto de 1937; con el título de «¡Madrid!» apareció en Servicio Español de Información, n.º 280, 7 de noviembre de 1937; e incorporado asimismo a «Sobre la difusión de la cultura», discurso leído por Machado en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas (Valencia, julio de 1937).
• «El crimen fue en Granada», pp. 25-29. Escrito a los pocos días de la muerte del poeta granadino, se publicó en Ayuda (Madrid, n.º 22, 17 de octubre de 1936), El Mono Azul (Madrid, n.º 9, 22 de octubre de 1936), El Liberal (Murcia, 23 de octubre de 1936) y en los volúmenes Poetas en la España leal (Valencia, Ediciones Españolas, 1937) y Homenaje al poeta Federico García Lorca (Valencia, Ediciones Españolas, 1937), entre otros lugares donde fue reproducido. El poema fue leído por Machado en Valencia, con motivo de la inauguración de la plaza Emilio Castelar, el 10 de diciembre de 1936.
• «Apuntes», pp. 33-43. Meditaciones de Juan de Mairena aparecidas, con el título de «Notas de actualidad», en Madrid. Cuadernos de la Casa de la Cultura (Valencia), n.º 1, febrero de 1937.
• «Meditación del día» (Valencia, febrero de 1937), pp. 47-55. Se publicó por primera vez en La guerra. Reúne un poema del mismo título y una prosa que se encabalga sobre el motivo con el que termina el poema: «España vendida a la codicia extranjera».
• «Carta a David Vigodsky» (Valencia, 20 de febrero de 1937), pp. 59-85. Publicada anteriormente en Hora de España, n.º IV, abril de 1937.
• «Al escultor Emiliano Barral» (Madrid, 1936), pp. 89-91. Recoge el poema del mismo título, escrito en 1922 (Madrid), e incluido en Nuevas canciones (1924), seguido en La guerra de unas breves y emocionadas palabras en memoria del amigo caído en el frente de Madrid, el escultor segoviano Emiliano Barral.
• «Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas» (Valencia, 1 de mayo de 1937), pp. 95-112. La lectura del discurso tuvo lugar en Valencia, en el local de las Juventudes Socialistas Unificadas, el 1 de mayo de 1937 (cf. Aurora de Albornoz, «Antonio Machado. Un miliciano más... (entre otras cosas)», La Calle, n.º 56, 17 de abril de 1979, p. 42; y Monique Alonso, Antonio Machado. Poeta en el exilio, Barcelona, Anthropos, 1985, pp. 54-57). Se confunden Bernard Sesé (Antonio Machado, 1875-1939, Madrid, Gredos, 1980, vol. II, p. 819) y Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero (Antonio Machado. La guerra. Escritos: 1936-1939, Madrid, Emiliano Escolar, 1983, pp. 392-93), al situar el lugar de lectura, a tenor de un testimonio gráfico, en la valenciana plaza de Emilio Castelar, puesto que lo que allí leyó Machado fue «El crimen fue en Granada», en acto celebrado el 10 de diciembre de 1936, a las cuatro y media de la tarde. Intervinieron, junto a Machado, según testimonio de José Moreno Villa, León Felipe, que leyó un romance, y el ministro de Instrucción Pública (cf. Monique Alonso, op. cit., p. 57).
2. Aurora de Albornoz, «El libro último de Antonio Machado», Informaciones de las Artes y las Letras (Madrid), 24 de julio de 1975. En idéntico sentido se manifiesta Gonzalo Santonja, «El último libro», Historia 16 (Madrid), n.º 11, marzo de 1977, y «Las últimas soledades de Antonio Machado», El País (Madrid), 10 de enero de 1982.
3. Véase A. Sánchez Barbudo, «Machado en los años de la guerra civil», en José Ángeles (ed.), Estudios sobre Antonio Machado, Barcelona, Ariel, 1977, pp. 259-96; Bernard Sesé, op. cit., vol. II, pp. 807-73.
4. Véase A. Sánchez Barbudo, op. cit., pp. 290 ss.
5. Sobre el simbolismo de la «piedra» en Antonio Machado, véase Ángel González, Aproximaciones a Antonio Machado, México, UNAM, 1982, pp. 51 ss.
6. Octavio Paz, «Antonio Machado», en Ricardo Gullón y Allen W. Phillips (eds.), Antonio Machado, Madrid, Taurus, 1973, p. 62.
7. Véase A. Sánchez Barbudo, «Ideas filosóficas de Antonio Machado», en Ricardo Gullón y Allen W. Phillips (eds.), op. cit., pp. 189 ss.
8. Las palabras dedicadas a Unamuno proceden de «Apuntes» y son reproducidas íntegramente por Machado en su «Carta a David Vigodsky». Sobre las influencias entre Unamuno y Machado, véase Aurora de Albornoz, La presencia de Miguel de Unamuno en Antonio Machado, Madrid, Gredos, 1968.
9. Para un comentario crítico del poema, véase Leopoldo de Luis, Antonio Machado (Ejemplo y lección), Madrid, Fundación Banco Exterior, 1988, pp. 211-13; y B. Sesé, op. cit., vol. II, pp. 847-51.
10. Sobre el estar au-dessous de la mêlée, véase J. Rodríguez Puértolas y G. Pérez Herrero (eds.), op. cit., p. 394.
11. Ibídem, p. 23.
12. Antonio Machado, Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1936), ed. de José M.ª Valverde, Madrid, Castalia, 1972, p. 109.
13. Carta a Juan José Domenchina, en J. Rodríguez Puértolas y G. Pérez Herrero (eds.), op. cit., p. 333.
14. Cf. B. Sesé, op. cit., vol. II, p. 852.
15. Antonio Machado, Poesías completas, ed. de Manuel Alvar, Madrid, Espasa-Calpe, 1988 (13.ª ed.), p. 28.
16. Cf. José M.ª Valverde, Antonio Machado, Madrid, Siglo XXI, 1975, pp. 178-79.
17. Antonio Machado, «Arias tristes, de Juan R. Jiménez», El País, n.º 6.068, 14 de marzo de 1904, p. 2; cf. ibídem, p. 74.
18. Ibídem.
19. José M.ª Valverde, op. cit., p. 93.
20. El tema de la «juventud» es parte esencial de La guerra y de los escritos machadianos del período 1936-1939: «Declaración al diario madrileño Ahora» (14 de enero de 1937); «Sigue hablando Juan de Mairena a sus alumnos» (2 de febrero de 1937); «A los estudiantes» (1 de mayo de 1937); «El influjo de la guerra sobre la poesía joven española» (junio de 1938); «La miseria de la juventud» (junio de 1938). Cf. J. Rodríguez Puértolas y G. Pérez Herrero (eds.), op. cit., pp. 387 ss.
21. Sobre este aspecto y la visión de la juventud española en Machado, véase mi artículo «La juventud como tema en los escritos de guerra de Antonio Machado», en AA. VV., Antonio Machado: el poeta y su doble, Barcelona, Universidad de Barcelona, 1989, pp. 195-206.
22. Ibídem, p. 44.
23. Véase José M.ª Valverde, «Masa, no: pueblo», La Calle, n.º 56, 17 de abril de 1979; Manuel Alvar (ed.), op. cit., p. 26; José Ramón Ripoll, «El poeta y la sabiduría popular», Hacia el Socialismo, n.º 1, enero de 1979; Manuel Tuñón de Lara, Antonio Machado, poeta del pueblo, Barcelona, Laia, 1981 (4.ª ed.).
24. Cit. Manuel Alvar (ed.), op. cit., p. 26.
25. Antonio Machado, «Nuestro patriotismo y la marcha de Cádiz», en La Prensa de Soria al 2 de Mayo de 1808, Soria, 1908.
26. Antonio Machado, «Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia», Octubre, n.º 6, abril de 1934.
27. Véase Armand F. Baker, El pensamiento religioso y filosófico de Antonio Machado, Sevilla, Servicio de Publicaciones del Ayuntamiento de Sevilla, 1985.
28. La oposición Cervantes/Calderón es claro correlato de la dicotomía machadiana señorío/señoritismo. De otro lado, las resonancias evangélicas del libro La guerra son muchas y variadas. Así, en la prosa «Meditación del día», se trasladan a la visión alegórica del binomio Cristo/Judas, trasunto de la traición de los militares rebeldes españoles:
¿por qué esos militares rebeldes volvieron contra el pueblo las mismas armas que el pueblo había puesto en sus manos para la defensa de la nación? ¿Por qué, no contentos con esto, abrieron las fronteras y los puertos de España a los anhelos imperialistas de las potencias extranjeras? Yo os contestaría: en primer lugar, por los treinta dineros de Judas, quiero decir por las míseras ventajas que obtendrían ellos, los pobres traidores de España, en el caso de una plena victoria de las armas de Italia y Alemania en nuestro suelo.
29. María Zambrano, «La guerra de Antonio Machado», Hora de España, XII, diciembre de 1937, pp. 68-74.
30. Aurora de Albornoz, «El libro último de Antonio Machado», cit.
31. Gonzalo Santonja, «Las últimas soledades de Antonio Machado», El País (Madrid), 10 de enero de 1982.
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