En un pequeño pueblo italiano llamado Borgo San Lorenzo, a finales de la década de 1930, vivía un joven de nombre Luigi que adoptó y crió un perro mestizo bautizado como “Fido”.
Luigi trabajaba en una carpintería de un pueblo cercano y, al igual que hacía el fiel perro Hachiko, su pequeño perro Fido le acompañaba a la estación cada mañana y regresaba cada día de nuevo por la tarde a buscarlo a las 5,30 cuando regresaba del trabajo.
Después de expresar con brincos y ladridos la alegría del encuentro con su amo, Fido daba unas carreritas y saltaba en el monte todo contento, hasta llegar a casa. Esa rutina diaria fue interrumpida bruscamente cuando Luigi fue reclutado en el ejército y enviado al frente ruso en 1943. La interrupción fue para Luigi pero no para Fido quien ya no iba en las mañanas pero si se presentaba puntualmente todas las tardes en la estación del tren ,esperando el regreso de su querido amo.
Fido oía de lejos apenas perceptible, el ruido de la locomotora. Todo tenso y esperanzado veía al tren pararse en la estación. Entonces iba de vagón en vagón, moviendo su colita y husmeando las escaleras y los pasajeros que bajaban para identificar alguna huella de su amo. El tren se marchaba y la gente también. Después de esperar un rato más, Fido, triste y abatido con la cabeza baja y la cola entre las piernas ,regresaba solitario a su casa donde los padres de Luigi aún albergaban una chispa de esperanza de volver a ver vivo a su hijo amado. Sin embargo Luigi nunca volvió. Fue una víctima más de la Segunda Guerra Mundial y falleció sin poder regresar a casa.
Los meses y años pasaban. A principios de los 50, Fido tenía ya muchas dificultades para desplazarse; no pudo escapar a los achaques de la vejez; tenía artritis. Sin embargo, Fido no perdía esperanzas. A pesar de los dificultades para movilizarse y las fuerzas que mermaban cada vez mas, él seguía con su rutina convencido del regreso de su amo. El trecho de camino que antes hacía con ligereza en 15 minutos, ahora le llevaba más de 2 horas, llegando a casa completamente agotado. Fue una tarde de invierno con fuerte viento y nevada cuando Fido dio sus últimos pasos sobre el blanco camino y su noble corazón dejó de latir mientras intentaba llegar a la estación.
Al día siguiente encontraron su viejo cuerpo congelado y cubierto de nieve. Fido no se rindió ni se tumbó a descansar o a dejarse morir, como habríamos hecho nosotros, sino que quedó literalmente petrificado mientras caminaba. Fido peleó hasta que el frío literalmente heló sus músculos en su último paso.
Todo el pueblo conocía a Fido, todos lo lloraron, todos lo vieron hacer sus caminatas infructuosas y sabían lo que Fido buscaba desesperadamente. No fue difícil convencer a esa gente modesta y buena, de colaborar para construir una estatua dedicada a la memoria de Fido, situada hoy en día al lado de la misma estación de ferrocarril de Borgo San Lorenzo que Fido visitaba a diario, día tras día por el resto de su vida.
Su epitafio: “A Fido. Ejemplo de Fidelidad“.
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