PATRIMONIO CULTURAL DE LA TAUROMAQUIA II
TOROS Y PINTURA
UTILICE EL RATÓN PARA MANEJAR LA
PRESENTACIÓN
Toros (pintura), pinturas que toman como motivo el toro
como animal, el arte de torear o sus principales protagonistas.
La imagen del toro aparece con las culturas más antiguas de
la humanidad y revestida siempre de una compleja simbología: origen de la vida,
signo de la fertilidad, potencia genésica engendradora del hombre, animal
celestial que convoca el rayo, entre otras. Las representaciones de toros más
antiguas que conocemos se encuentran en las grutas y cuevas del Paleolítico
Superior (Cueva de Altamira) y, en expresiones más concretas, que
incluyen, además, al hombre, en las Neolíticas del levante español.
El juego con el toro, germen del toreo, las primeras
escenas que recogen literalmente hazañas de hombres y mujeres —danzantes, que no
luchadores o matadores— son las famosas pinturas del palacio de Cnosos, en
Creta. Pero, por todo el Mediterráneo se difundieron, en el transcurso de la
antigüedad clásica, costumbres y motivos que ligan Europa al toro: el Minotauro,
los toros de Gerión o los trabajos de Hércules. En España, la figura del toro
tiene los antecedentes prehistóricos ya mencionados y, además, una rica
formulación escultórica que se desarrolla en la época clásica.
Muchos de los detalles que hoy se conocen sobre el correr
los toros y los rudimentos de la lidia durante la edad media y el renacimiento
proceden de la rica documentación que nos proporcionan los pintores y miniadores
de esos periodos. Así, por ejemplo, las pinturas de San Clemente de Tahull, de
1123 —en cuyos toros ve el historiador Gabriel Jackson un antecedente de los del
Guernica, de Pablo Picasso— la decoración del Panteón de Reyes de la Colegiata
de San Isidoro de León, fechada entre 1181 y 1188; y, más detalladamente, en las
ilustraciones miniadas de las Cantigas de Santa María, de Alfonso X, cuyos
números XXXI, XLVIII y XCIV recogen sendos milagros protagonizados por toros, la
última de ellas, uno ocurrido precisamente en el transcurso de una corrida. Son
muy frecuentes las representaciones de suertes taurinas allí donde más
habituales son las escenas profanas: en las sillerías de los coros de iglesias y
catedrales, más generalizadamente en aquellas situadas en las zonas geográficas
tradicionales de cría de bravo: Salamanca, Cáceres, Pamplona, Sevilla y
Andalucía occidental.
Igualmente importante y muy frecuente es la aparición de
estos temas, y su organización y rudimentaria reglamentación, en las
ilustraciones de libros de montería, así en la célebre de Argote de Molina, que
recoge específicamente un capítulo sobre la “Montería de toros cimarrones en las
Indias Occidentales”.
Curioso es, sin embargo, como han señalado los
especialistas, que durante el siglo de oro de la pintura española, el siglo XVII,
en pleno barroco, los grandes artistas de la época —Velázquez, Murillo, Carreño,
Claudio Coello— no recogieran en sus lienzos ni el más mínimo motivo de las muy
abundantes fiestas y celebraciones taurinas tanto populares como regias y
cortesanas. Se conserva, eso sí, una prolija documentación gráfica de artistas
menores y, también, de grabadores e ilustradores.
No será hasta el siglo XVIII —curiosamente en el periodo en
que la corrida adquiere sus primeros rasgos modernos— cuando, al hilo y con el
populismo que se adueña de la alta cultura, surjan los también primeros cuadros
de asunto estrictamente taurino y, más profusamente cartones para tapices.
Pintores como Ramón Bayeu, Luis Paret y Alcázar y Antonio Carnicero surtieron a
la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara de motivos iguales o parecidos, como
es el caso de La diversión de los vecinos de Carabanchel de arriba (1777, Museo
del Prado, Madrid), Plaza de toros (El Escorial) o Chicos jugando al toro (Museo
del Prado, Madrid), de Bayeu; Corrida regia en la Plaza Mayor, una acuarela de
Luis Paret y Alcázar (Museo Municipal, Madrid), realizada hacia 1790.
De entonces son, también, los primeros retratos de toreros,
ataviados con sus trajes de faena, así el de Francisco Romero (Museo Taurino,
Madrid), obra del ya citado Antonio Carnicero o el de Joaquín Rodríguez
Costillares, obra de Juan de la Cruz. Se publican, además, las primeras
tauromaquias, algunas de ellas bellamente ilustradas, como la segunda edición de
la de Pepe-Hillo, editada por José de la Tixera en 1804, que incluye las 12
estampas, que junto a una portada, grabó Antonio Carnicero en 1790 bajo el lema
Colección de las principales suertes de una corrida de toros.
2 GOYA Y LOS TOROS
La primera gran figura de la pintura de tema taurino, y uno
de los grandes de la pintura de todos los tiempos es Francisco de Goya y
Lucientes (1746-1828) —existe, además, constancia de su inveterada afición y
concurrencia a las corridas— quien, al igual que sus contemporáneos, se inició
en el tema diseñando cartones para tapices y la hizo pronto motivo autónomo de
sus pinturas y grabados.
Sin embargo, su aportación más importante a la iconografía
e historia taurinas son las estampas de su célebre Tauromaquia, cuya primera
tirada se efectuó en 1816 y, dos años antes de su muerte, las cuatro litografías
de los Toros de Burdeos. La Tauromaquia, cuyo título más popular, el de la
segunda edición, reza Colección de las diferentes suertes y actitudes del arte
de lidiar los toros. Inventadas y grabadas al aguafuerte por Goya. Madrid 1855,
y que reúne en su versión final oficial las 33 estampas de 1816 y otras 11
posteriores que la completan, las dividía en tres partes diferenciadas el
historiador José Camón Aznar; las 12 primeras eran ilustración literal de
algunos de los datos e informaciones que su amigo Leandro Fernández de Moratín
había recogido en su Carta histórica sobre el origen y progresos de la fiesta de
toros en España, publicada en 1777. Otras doce que recogen algunas de las
suertes o costumbres vigentes en su época y las veinte restantes que conmemoran
hazañas y muertes trágicas de toreros, de algunas de las cuales el propio Goya
fue espectador y testigo, como la de Pepe-Hillo. Nada de extrañar, pues como
escribiera en su epistolario el ya citado Moratín: “Goya dice que él ha toreado
en su tiempo y que, con la espada en la mano, a nadie teme”. Quizás por eso
firmaba como “Goya, el de los toros”.
3 EL SIGLO XIX
La pintura española del siglo XIX, no sólo en el tema
taurino, sino con un carácter generalizado, se entregó a un costumbrismo que
afectó a casi todas sus personalidades y que privilegió, en cierto modo, el
material taurino que fue contemplado desde todos los ángulos; no sólo limitado a
lo que acontece en el ruedo o los retratos de las figuras más señeras, sino
también escenas camperas, tipos populares, paisajes de las dehesas.
De este modo, merece destacarse la Escuela Sevillana,
encabezada por José Domínguez Bécquer —padre de Valeriano Bécquer, también
pintor y del poeta Gustavo Adolfo Bécquer, el mayor, con Espronceda, de los
poetas románticos españoles y dibujante él mismo— su obra maestra es una vista
de La Plaza de la Real Maestranza de Sevilla, pintada en 1855. Otros artistas de
interés fueron Antonio María Esquivel, Antonio Cabral Bejarano, Manuel Rodríguez
de Guzmán y, aunque no el mejor ni el más dotado, pero sí el que supo crear un
cierto estereotipo de la escena taurina que ha sobrevivido, Joaquín Fernández
Cruzado.
Más relevancia tuvieron los pintores románticos del reinado
de Isabel II, entre ellos Jenaro Pérez Villamil, Francisco Lameyer y, sobre
todo, Leonardo Alenza —uno de los artistas más interesantes del último tercio de
siglo, cuya pintura, y más aún el dibujo, poco o nada tienen que ver con los
tópicos españoles— y Eugenio Lucas Velázquez. La obra de este último, que fue
objeto durante años de los estudios de Enrique Lafuente Ferrari, fue durante
décadas o bien confundida con la de Francisco de Goya o bien considerada,
únicamente, una mala copia del maestro aragonés. Los análisis del ya citado
Lafuente Ferrari, y después los de Juan Antonio Gaya Nuño han situado al pintor
en el lugar que le corresponde, no sólo un epígono avanzado de Goya, sino
también un introductor de los modos que conducirán, poco después, al
impresionismo.
El realismo costumbrista tiene sus nombres mejores en José
Casado del Alisal y, por su bagaje informativo e histórico, en Manuel
Castellanos, que entre otras obras dejó más de 350 dibujos que recogen todos los
aspectos de una corrida de toros exactamente tal cual se celebraban entonces.
El preciosismo de Mariano Fortuny —cuya vinculación a
Meissonier no debe hacer olvidar que es uno de los mayores artistas españoles
del silo XIX— influyó en pintores como José Jiménez Aranda y Joaquín Agrasot.
A finales de siglo, incluso hay pintores extranjeros, que
atraídos unas veces por la pintura clásica española y otras, quizás, por los
relatos de los viajeros románticos se asoman a un país que creen exótico y
recogen de él sus aspectos más desusados. Así, por ejemplo, Édouard Manet, que
desde 1860 aborda temas y tipos taurinos en su obra.
La pintura entre dos siglos, que mezcla costumbrismo,
impresionismo y, en los más osados, algunas de las vertientes neoimpresionistas
que se desarrollan en París o cierto simbolismo, procedente de tierras más al
norte, reúne los nombres de Joaquín Sorolla, Ignacio Pinazo, Gonzalo Bilbao,
Ricardo Canals, Francisco Iturrino, Darío de Regoyos y el singular simbolista
cordobés Julio Romero de Torres, que sin distinguirse por las escenas de lidia o
de campo, sí introdujo en su pintura toda la morbosidad erótica entre torero y
mujer o entre mujer y copla.
4 EL SIGLO XX
Aunque por edad pertenece a la pintura del siglo XX, lo
cierto es que, el pintor Roberto Domingo —seguramente el que ha constituido por
sí mismo toda una iconografía de la tauromaquia y, más allá, de todo cuanto en
el campo y las dehesas tiene que ver con el sentimiento del toro—, por su
personal interpretación, impresionista, y reducida a la representación pura,
cierra los conceptos esgrimidos por el siglo XIX para la pintura taurina. En su
caso, además la extraordinaria divulgación de su obra se debe a su trabajo como
cartelista.
La segunda estrella en verdad rutilante en la que el toro y
lo taurino conforman elementos simbólicos significativos de su producción,
conduciéndolos más allá de sus aspectos etnológicos o folclóricos, es Pablo
Picasso. Interesado desde niño por el espectáculo, como certifican sus dibujos
infantiles conservados en el Museo Picasso de Barcelona y en su madurez y vejez
asiduo concurrente a las plazas de toros del sur de Francia, Picasso hace de la
relación del toro y el caballo uno de los soportes arguméntales de su obra más
célebre, Guernica (1937, Museo Nacional Reina Sofía), en la que la agresividad
del toro con el caballo en la suerte de varas se empareja con la de los
culpables del conflicto civil y, en una ambigüedad que preside todo su trabajo,
la belleza del cornúpeta se asocia a la esperanza del pueblo de España.
El toro o las imágenes y símbolos del mismo intervienen en
otras muchas de sus obras, ya bajo la forma del Minotauro, ya bajo la de la
mujer torera o, con mayor sentido lúdico, en la mera representación de la gracia
y potencia del animal. Es además autor, en esas contiendas con los grandes
maestros del pasado que define muchas de sus obras, de una Tauromaquia, si no
tan famosa sí de calidad pareja a la de su antecesor Goya.
Otros artistas españoles que en el siglo XX se han
interesado por el tema taurino son, de entre los mejores, Daniel Vázquez Díaz,
José Gutiérrez Solana, Ignacio Zuloaga y Antonio Saura, creador de una peculiar
Sauromaquia.
Una mención especial merece la obra del colombiano Fernando
Botero que con su ironía, aparente ingenuidad y figuras exageradamente gordas ha
realizado una costumbrista tauromaquia que él recoge con el nombre de La
corrida. De entre los extranjeros destacan el francés André Masson y el
británico Francis Bacon.
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