Ni tampoco callan. Por más que lleven medio siglo haciendo suya la patria de los escenarios; por más que anuncien que se retiran de las giras y los vicios, y lo celebren con un concierto monumental ante miles de personas que gritan “Goodbye” con lágrimas en los ojos. Siempre queda una historia, un lamento, una carcajada. Algo que contar. Si no en la partitura, en un libro. Y, todavía, todo a pulmón.
ESCRIBE: SANTIAGO BULLARD
Hace un par de años, me quedé a un par de llamadas de conseguir una de mis entrevistas soñadas. Estaba de visita en España, y un amigo me puso en contacto con el guitarrista que tenía el honor de hacerle el ruido de fondo a Miguel Ríos. Que, aunque muchos lo recuerden solo por sus versiones de “Santa Lucía” o “El himno a la alegría”, es en realidad un rockero de pura cepa y vieja escuela, el hombre que levantó los pilares del rock en España en plena transición, allá por la década del 70’, poniéndole lengua y alma a ese estremecimiento artístico y callejero con aires de revolcón que se llamó ‘la Movida’. Su historia, sin embargo, es más larga. Y todavía no ha tocado el punto final.
MEMORIAS DE LA CARRETERA
Fueron los tiempos en que, muerto Franco, se reinstauró la democracia en España. Los mismos en que se abrieron las puertas a la experimentación más descarnada, a las grandes bandas inglesas, a las drogas duras y crudas, a los trajes y peinados de colores, a las noches que duraban más de tres madrugadas. En los cines, Almodóvar; en la radio, rock en español. Pero ni Alaska, ni la Orquesta Mondragón y su ‘Rock n’ roll Circus’, ni Rosendo (santo patrón del ‘heavy’ de Carabanchel) pusieron la primera piedra. Antes, casi al final de los años 60, el que alguna vez fue conocido como “Mike Ríos, el rey del twist” marcó la pauta al recuperar su nombre y salir en sus primeras giras rockeras, con un repertorio que iba desde Elvis a los Teen Tops de México, y con dos o tres lecciones bien aprendidas de Charly García, su compadre porteño. En otras palabras, Miguel Ríos fue el primer rockero español. O, como me lo resumió una vez un amigo madrileño, “él fue el primero en salir al escenario con pantalones de cuero y marcando paquete”.
Lo demás es una historia larga, que pasa por discos que reflejan un mundo carcomido y salvaje, conciertos que marcaron época y giras que parecían eternas. Algunas de sus canciones, como “Un caballo llamado muerte”, dibujan un retrato del lado amargo de los años de la Movida. Otras, como “El río” o “Vuelvo a Granada”, revelan un pasado más personal y poético. Y “Amor por computadora”, escuchada en estos tiempos, sólo puede parecer profética: es decir, ¿a quién se le iba a ocurrir cantar, en el ochenta y pico, algo como “seremos la pareja cibernética”? Pero la historia parece haber llegado a su fin hace tres años, cuando el cantante granadino anunció su retiro, que celebró con una última gira: “Bye bye Ríos: Rock hasta el final”. O eso quería hacernos creer, al menos hasta este año, mientras preparaba su libro de memorias: Cosas que siempre quise contarte.
Después de medio siglo sobre la ruta y los escenarios, Miguel Ríos se retiró de las giras con una que lo llevó a recorrer España y buena parte de Latinoamérica.
EL OJO DEL HURACÁN
“Hay gente que hace una profesión paralela con sus excesos, pero una de las máximas en mi vida siempre ha sido la discreción”, nos cuenta el viejo rockero en la presentación del libro. Y no: en estas palabras no hay impostura ni mentira. Mientras artistas como Joaquín Sabina y Javier Gurruchaga hacían leyenda por sus demenciales correrías de trasnoche, Miguel Ríos siempre mantuvo sus rutinas de delirio fuera del márgen de su vida pública. Pasadas de raya, esnifadas y canutos, rollos de faldas y sábanas empapadas: un anecdotario completo que ha quedado en entredicho, cosas que quedaron por contar.
Pero si algo se le ha dado bien a Ríos, siempre, eso es romper el silencio. Recuerdo un guiño de Sabina, en la versión que hizo de “Raquel es un burdel” en el disco homenaje al rockero de Granada, cuando en pleno coro le lanza un “estírate Miguel, / tú tienes dinero. / Sí puedespagar”. Ahora es el propio Ríos el que toma la batuta y nos revela todas esas historias pendientes. Al ritmo del ‘rock n’ roll’ más irreverente, siguiendo el compás del sonido de la ciudad. Porque a él siempre le gustó estar cerca de la calle, de la gente, del corazón mismo de cada historia.
Cosas que siempre he querido contarte es su primera incursión literaria-autobiográfica.
ROCANROL BUMERANG
Cosas que siempre quise contarte arranca y cierra con el recuerdo de una noche particular: el último concierto del artista, en Guanajuato, México (donde tocó, dicho sea de paso, con El Tri). Obviamente, es una excusa más para evocar los muchos años en la ruta que, a la larga, lo pusieron esa noche en ese escenario. En las páginas del libro está ese Miguel Ríos que todos conocemos, pero que ninguno ha tenido el gusto de saludar: el que nos habla de sus mujeres, el hombre que siempre quiso “pertenecer al tiempo que le correspondía”, el cantante que confiesa nunca haber abusado de la coca para no joderse la voz. El que nos narra, también, su paso por la cárcel de Carabanchel, detenido por posesión de marihuana. En pocas palabras, un Miguel Ríos lo bastante maduro como para contarnos su vida sin cortarse.
“Me gusta la sensación de tener horizontes escarpados y que bajes y subas”, dijo el rockero, ya retirado, en una entrevista: “Esa ha sido un poco la metáfora de mi propia vida, la montaña rusa”. A poco de cumplir los 70 años, y tras medio siglo de rock n’ roll, Miguel Ríos sigue fresco, dispuesto a plantarle cara a la vida y a seguir en el juego. En el ruedo. En la encrucijada.
Volviendo a mi historia, sólo les contaré que la cosa quedó en nada. Aunque yo estaba dispuesto a sacrificar buena parte de mi ya reducida bolsa de viaje para viajar a Granada (y eso que acababa de estar en Sevilla) o al rincón de España que fuera, al final no hubo forma de dar con él, así que no tuve más opción que volver a Lima, a seguir tarareando el mismo viejo blues del autobús y esperar que el futuro trajera otra ocasión y vientos más favorables. Porque el rock no tiene la culpa. Jamás.
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