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Y llovieron bombas como lágrimas |
11.04.15 - ALEXIA SALAS |
Cuando a deshoras sonaban las sirenas de la base aérea de Los Alcázares, todos sabían que se acercaba una de esas lluvias de muerte que dejaron un rastro de dolor durante la Guerra Civil española. Aquel terror atávico que se expandía por la población, tenía las raíces hundidas en los peores sueños: esos que reducen al ser humano a la dimensión de una hormiga, que desde abajo nada puede hacer para escapar de la amenaza que cae del cielo. |
Ese
rombo de contorno irregular que es el mapa de la región de Murcia fue
uno de los 10 lugares más bombardeados de España durante la contienda,
sobre todo Cartagena, cuya resistencia republicana le valió un machaqueo
constante de proyectiles aéreos en los últimos seis meses del
conflicto. Basta saber que Los Alcázares, con la primera base de
hidroaviones de España, figuró como objetivo militar número 17 en los
informes de la Aviazione Legionaria italiana que manejaban las fuerzas
de apoyo a la sublevación franquista. Su principal interés radicaba en
que el aeródromo del Mar Menor contaba con ingenieros y mecánicos
especializados, tanto rusos como españoles, y bajo sus hangares se
montaban los aviones Katiuskas soviéticos, cuyas piezas llegaban en
cajas al puerto de Cartagena. Por eso colocaban la mercancía de forma
dispersa, para evitar que fueran un blanco fácil. Aún así, en uno de los
primeros ataques, el 27 de octubre de 1936, una pasada de un escuadrón
de 'Zapatones', los alemanes Heinkel He 59, que despegaron de Pollença
(Mallorca), logró dañar parte del material republicano y, de paso, se
llevaron por delante la vida del soldado Victoriano López López, según
la investigación que ha realizado el historiador Miguel Puchol. No es difícil intuir que la dársena cartagenera se convirtió en un imán para las bombas fascistas, como puerta de entrada que era de material de guerra y refugio de destructores, submarinos y acorazados como el explosionado Jaime I (Acorazado Jaime I: El Potemkim español. Memorias de un tripulante superviviente, por Manuel Gantes García). «Cinco lugares de la Región registraron bombardeos bélicos: Cartagena, el Mar Menor, Murcia y, en menor medida Águilas y Mazarrón», explica Puchol. Enero negro en Murcia Las embestidas aéreas en Murcia se concentraron en solo 10 días de enero de 1937. Un amargo regalo navideño para los habitantes de Javalí Viejo, La Ñora y el entorno de la Fábrica de la Pólvora, objetivo militar a destruir por los aviones germanos. Al mediodía de uno de esos domingos murcianos luminosos en que parece imposible que nada pueda afear el mundo, los niños que jugaban al sol oyeron silbar las bombas y, a continuación, los estampidos. En sus oídos se mezclaron los disparos de las ametralladoras antiaéreas del monasterio de Los Jerónimos. Algunos testigos contaron que el solitario Heinkel alemán volaba de costado hacia los nidos de defensa y descargó toda su carga explosiva en la Fábrica de la Pólvora: 6 bombas incendiarias de 50 kilos, de las que dos no explotaron. Aún así, la deflagración se alzó como un coloso negro, vigorizado por la pólvora que impreganaba la factoría. En este tiro al blanco murió el obrero Alfonso Manzanera Ruiz, mientras el terror hizo a la gente del pueblo correr espantada hacia las cuevas. No había sido una operación fácil, ya que la fábrica contaba con un sistema de camuflaje natural en la arboleda, por eso algunas bombas cayeron en plena huerta. Otro bombardero 10 días después, el 13 de enero hacia las dos de la tarde, con el mismo itinerario, se encontró con un nido de ametralladoras oculto entre limoneros, junto a la Torre del Jaro. Los antiaéreos apuntaron bien e hirieron a un tripulante del 'Rayo' alemán, cuya baja dolió especialmente al general Queipo de Llano, quien se lamentó de la pérdida de su mejor observador. El avión alemán soltó, desorientado, cuatro bombas sin tino sobre un almacén de moler, así que, previsiblemente cabreado de regreso, dejó caer la otra parte de su carga destructora sobre la estación del Carmen, en Murcia, aunque una cayó sobre unas casas fuera del recinto y la otra en un huerto. Fueron las únicas lluvias bélicas sobre Murcia, pero aún quedan quienes las recuerdan como un golpe helado a la apacible vida en la huerta. Terror al cielo El verdadero terror al cielo lo conocieron los habitantes de Cartagena, diana de 120 bombardeos, objetivo militar nivel uno,que se metió entre ceja y ceja de los mandos fascistas por su lealtad republicana. Los más tempraneros, en otoño de 1936, emplearon un arma casi más poderosa que las bombas: el efecto sorpresa. Las escuadrillas de los 'Pedros' y los 'Pablos', los Junkers 52 alemanes, despertaron a los cartageneros el 18 de octubre a las 6,15 de la mañana. En su vuelo de sur a norte a unos 1.500 metros de altura, con respuesta de las baterías antiaéreas, dejaron en el puerto 10 bombas de 250 kilos, y se metieron después en la ciudad. Edificios destruidos en las calles más céntricas y víctimas en las calles Mayor y Jabonerías hicieron trabajar a las ambulancias, pero sobre todo despertaron la conciencia entre los ciudadanos de que ya no estaban a salvo, a pesar de la confianza que tenían en las piezas Vickers que frenaban a los pájaros enemigos. La ofensiva aérea sobre la ciudad histórica ya no tendría fin. El asedio se intensificó como el lazo en el cuello de un ahorcado, ya que así pretendía la fuerza sublevada cortar el flujo de entrada de material bélico por la dársena, que seguía incesante. Las visitas de los trimotores franquistas aumentaron al mismo ritmo que el miedo de la población, que fue convirtiendo la ciudad en un grotesco decorado solo con vida diurna, ya que al anochecer se marchaban a dormir a las casas de familiares de La Unión y alrededores, en busca de una retaguardia que les permitiera despertar vivos al día siguiente. Los cartageneros se mantuvieron sin embargo firmes, la mayoría al frente de sus trabajos y muchos acondicionaron cuevas, grutas y cabezos. Por la mañana, acudían de nuevo al centro y los barrios para descubrir los destrozos o, en el peor de los casos, sus casas convertidas en ruinas. Masacre por San Gonzalo A final de octubre, un vuelo combinado entre Savoias italianos y Junkers alemanes apuntaron al puerto, casi sin daños, y a la estación de ferrocarril. No fue más que un escarceo, para lo que las fuerzas sublevadas tenían preparado a los cartageneros: el recordado bombardeo de las cuatro horas, el 25 de noviembre de 1936, cuando los trimotores alemanes de la Legión Cóndor cubrieron la ciudad con una manta de bombas. «Fue el primer ataque de España que se hizo para causar temor», apunta el historiador Puchol. Queipo de Llano amenazó a la población civil unos días antes desde una emisora de radio en Sevilla: «Cartageneros, os acordaréis de mi nombre; será tan duro el castigo que correréis como conejos hacia vuestras madrigueras». Efectivamente, el aristócrata militar eligió para su siniestro plan el día de su onomástica, San Gonzalo. Desde las 5,30 a las 9,30 de la noche, 20 junkers alemanes sobrevolaron sin cesar la ciudad bimilenaria, vomitando en las primeras pasadas las bombas más dañinas, de 250 kilos, hasta las incendiarias de un kilo hacia el final. El muelle, el arsenal, la estación y los cuarteles fueron los primeros puntos rojos, pero después la misión incluía causar incendios por toda la zona. Un reguero de destrucción con 90 muertos y cientos de heridos, casas destruidas y miles de pequeñas historias sepultadas. Un proyectil cayó incluso en el hospital de la Muralla del Mar, sumando nuevas bajas. La plaza del Ayuntamiento y los barrios Peral y San Antón fueron escenarios de una barbarie que aumentó aún más el éxodo a los campos en las llamadas 'columnas del miedo'. Queipo no doblegó la voluntad de la ciudad mediterránea, plaza de tantas batallas, con sus 'peladillas' aéreas. A la actividad febril durante el día para mantener con vida los servicios mínimos, le sucedía una noche de desértico silencio entre calles fantasma. Construyeron una red de refugios, alguno con capacidad para acoger más de cinco mil almas temblorosas, otros con espacio para quirofanillos de emergencia. En lo alto del castillo de la Concepción, una potente sirena avisaba de las idas y venidas de los bombarderos enemigos. Los otros sonidos de la guerra eran los silbidos de los proyectiles, el ruido de cascotes, el castañetear de dientes en el refugio. El hijo de Mussolini Una metrópoli que ha visto las derivas de los hombres a lo largo de los siglos no se vino abajo ni cuando el hijo del mismísimo Mussolini planeó a los mandos de un Savoia el 14 de octubre de 1937. De su vientre metálico cayeron tres bombas de 250 kilos a unos 5.200 metros de altura en otra dura embestida, aunque ya no pillaba por sorpresa a los ciudadanos, que huían de noche y, durante el día, tenían bastante con esquivar los daños colaterales de la contienda: el racionamiento, los registros, las redadas, las recogidas de alhajas, la miseria. Se popularizaron las «píldoras de resistencia del doctor Negrín', que no era más que el reparto de lentejas. Las ofensivas aéreas fueron asestando golpe tras golpe a una ciudad que caía piedra a piedra. La meta fascista era someter el Mediterráneo, así que no dudaron en señalar el Domingo de Resurrección de 1938 para una de las misiones de castigo sobre Cartagena y Almería. La Operación Neptuno, con 40 aviones de la Legión Cóndor -nunca habían reunido tantos bimotores- dejó caer por la tarde el doble de bombas que en el ataque de las cuatro horas. Cuatro aviones alemanes sufrieron daños por las baterías antiaéreas y el ataque de tres 'chatos' (polikarpov I-15), y un quinto fue derribado, pero la ofensiva causó nuevos destrozos y numerosas víctimas en tierra. La visita más devastadora de la Aviación italiana fue del 12 de julio, que dejó 50 muertos entre la población civil y más de cien heridos. Los vuelos del terror se intensificaban. En octubre de 1938, la 8ª División italiana recibe órdenes de masacrar Cartagena. Más de 300 edificios fueron destruidos por las bombas, sobre todo los próximos al Arsenal y al muelle comercial, pero los sublevados seguían sin poder dar el golpe mortal al puerto gracias a las potentes defensas antiaéreas. Los aviones extranjeros siguieron machacando la ciudad, donde cada vez quedaba menos población civil. Entre las lluvias de proyectiles más erráticas, Puchol señala la del 3 de agosto de 1938 sobre Águilas, donde la vista de un paisaje ennegrecido por las carboneras desorientó a los pilotos, que soltaron 40 bombas y ninguna de ellas en el objetivo. A final de mes volverían y, en esta ocasión, acertaron sobre un grupo de personas que esperaba un tren en la estación. En el Mar Menor dejaron también bajas. «Me queda la espina de no haberlas podido honrar a todas indentificándolas», asegura el historiador, que ha realizado sobre los bombardeos más de 300 entrevistas durante 15 años de investigación. El mecánico Pascual Lucas, con su hija, que llevaba en brazos; el joven Pedro Sánchez y su hermana de 10 años. «El parte de bajas señala cuatro fallecidos y 10 heridos en Los Alcázares», confirma Puchol. No se le olvida a Alejandro Evlampiev, hijo del piloto ruso del mismo nombre que dirigía los talleres mecánicos del aeródromo alcazareño, que para evitar los bombardeos «de noche nos íbamos a dormir a La Puebla. Nos llevaban en una tartana, con la cena preparada y por la mañana volvíamos». «No tuve algo de temor a la muerte hasta que supe del fallecimiento de la niña que venía a una escuela de Los Alcázares, a causa de la bomba que tiró un avión que venía de vuelta de un ataque a Cartagena», cuenta Evlampiev de su recuerdo a los 10 años. «A los alemanes les preocupaba que hubiera tantas bases militares en el Mar Menor y estaban obsesionados con bombardear el zepelín de La Ribera, aunque hacía años que no funcionaba», explica Puchol. A diferencia de las embestidas contra Cartagena, en Los Alcázares y La Ribera no se cebaron con las zonas habitadas. Algunos testigos de las pasadas de los aviones franquistas aún recuerdan que los pilotos españoles tenían familiares e incluso novias en Santiago de la Ribera y se ceñían solo a los recintos militares de la costa. El peligro latente Más de 70 años después de aquel sembrado de proyectiles, aún queda latente aunque silenciosa, una rémora del viejo pavor: las bombas ocultas bajo tierra o en el mar que nunca llegaron a detonar. Duermen en silencio, con su capacidad intacta para destruir, tan solo a la espera de un despertar fortuito. «Las víctimas de la Guerra Civil aún no se han acabado», afirma el historiador. En los dos últimos meses, la Guardia Civil ha localizado y neutralizado dos proyectiles más, uno en el mar, a 250 metros de la orilla de la base aérea de Los Alcázares y otro en un monte de La Unión. Otras siguen ahí, camufladas como trampas, o más bien como un lastre, imposible de soltar, de una masacre fraticida. Un recordatorio del horror.
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Registro Mercantil de Murcia, Tomo 2.626, Libro 0, Folio 24, Hoja nº MU866, Inscripción 45. C.I.F.: A78865433.
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