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por encima del índice medio de deflación.
Teniendo en cuenta, por otro lado, la tendencia a la autarquía de la economía española durante los decenios anteriores, que había llevado a que las barreras arancelarias fueran, según un cálculo de la Sociedad de Naciones, unas de las más elevadas del mundo, y también a un sensible descenso de la importancia del comercio exterior respecto a la renta nacional, los matizados efectos de la depresión sobre aquél tuvieron escasas repercusiones para el conjunto de la economía.
Las dificultades por las que atravesaran las distintas actividades ligadas a la exportación no fueron, sin embargo, los únicos problemas de la economía española en aquellos años. Ni tampoco los más importantes. En la agricultura, y al margen de las conocidas tensiones que provocó la reforma agraria, Josep Fontana ha mostrado como las extraordinarias cosechas de trigo de 1932 y 1934 provocaron un empeoramiento sustancial de las condiciones de vida de los pequeños campesinos de la submeseta norte, quienes, defraudados por la escasa atención de los gobernantes republicanos a sus peticiones, comenzaron a prestar oídos a los planteamientos falangistas, que les hablaban de la superioridad moral del campesino frente a los ciudadanos.
Y el sector siderúrgico y, en general, las industrias de bienes de inversión, fuertemente vinculadas al capital financiero, sufrieron una profunda recesión que superó en su gravedad a la de la mayor parte de los países europeos. Su origen fue, sin embargo, el resultado de los estrangulamientos generados por el tipo de crecimiento profundamente desequilibrado impulsado en los decenios anteriores por los grupos económicos dominantes; no las repercusiones de la situación mundial.
La crisis industrial
A diferencia del modelo de crecimiento industrial que podríamos denominar clásico, en el cual el Estado mantiene una actitud relativamente neutral en el fomento de la demanda, en España el crecimiento de la producción en los sectores de bienes de inversión durante los primeros decenios del siglo XX se realizó, en gran parte, a través de un aumento progresivo del intervencionismo del sector público.
La. etapa culminante de este proceso tendría lugar, precisamente, en los años inmediatamente anteriores al inicio de la depresión. A través de una compleja y confusa maraña en la que se entrecruzaban Presupuestos Generales del Estado, ordinarios y extraordinarios, emisiones de deuda pública de organismos autónomos como la Caja Ferroviaria o las Confederaciones Hidrográficas, presupuestos extraordinarios de la Administración local y crédito de la banca oficial, el sector público aumentó de forma espectacular su inversión durante los años de la dictadura de Primo de Rivera. A cambio de generar fuertes tensiones financieras, los intereses y amortización de la deuda pública suponía, en 1930, una cuarta parte del gasto total presupuestado, el crecimiento del déficit permitió el incremento de las ganancias en los sectores de bienes de inversión especialmente beneficiados de los efectos multiplicadores de la inversión pública concentrada en los ferrocarriles y las obras hidráulicas,
La caída del régimen dictatorial, en enero de 1930, supuso un giro de 180 grados en la política del gasto público; una ruptura radical con las directrices expansivas seguidas en los años anteriores. Desde la llegada de Argüelles al Ministerio de Hacienda, hasta 1936, los diferentes ministros de este departamento intentarían por todos los medios a su alcance el reestablecimiento del equilibrio presupuestario, a través de la reducción del gasto, principio básico de lo que entonces se entendía por una honesta gestión de las finanzas públicas. Como consecuencia, las industrias de inversión orientadas, como años después recordaría Indalecio Prieto, casi exclusivamente al abastecimiento de las necesidades de los ferrocarriles, verían desaparecer uno de los componentes básicos de su demanda, entrando en una profunda etapa recesiva.
A las repercusiones de este giro en la política del gasto, se añadiría el cambio, no menos fundamental, de la situación política. La retirada del apoyo a la monarquía por parte de los dirigentes de los partidos políticos tradicionales, el paso de éstos al frente republicano, la ausencia de un programa de estabilización política en los distintos gobiernos formados durante la llamada dictablanda y el aumento de las reivindicaciones sindicales, repercutieron negativamente sobre la confianza en el futuro de un empresariado acostumbrado a poder ejercer un rígido control sobre las exigencias del movimiento obrero.
En este contexto, el impacto de la proclamación de la Segunda República española fue de una importancia extraordinaria. La retirada de fondos de las cuentas bancarias hasta un importe próximo a los mil millones de pesetas -cerca del 15 % de los recursos ajenos de la banca privada- sería la respuesta inmediata de la clase dominante al cambio de régimen. El progresivo endurecimiento de las reivindicaciones de los sindicatos, ante el boicot a toda transformación por parte de la derecha agraria y la timidez de la coalición republicano-socialista a la hora de poner en práctica sus promesas, unidas a su falta de atención, o mejor de comprensión, de las graves dificultades de la industria siderúrgica que intentó conseguir, sin éxito, la continuación, a un ritmo menor, de los planes de obras públicas de la dictadura, provocaron la caída de la inversión, de los beneficios y de la producción.
Las estrechas relaciones de la banca privada, especialmente de las seis mayores entidades, con los sectores más afectados por la crisis, hicieron que su actividad también se viese afectada por este proceso.
La política monetaria restrictiva seguida en aquellos años bajo el control del Ministerio de Hacienda influyó, sin duda, en ello. Pero, la causa principal de la contracción de su actividad hay que buscarla en las consecuencias de la situación política general en sus expectativas. De hecho, los bancos no exigieron una disminución del tipo de interés del Banco de España, mientras que, por el contrario, insistieron en sus memorias una y otra vez en su falta de confianza ante el futuro. Como señalaría una importante entidad, al comentar en 1933 el aumento experimentado por sus recursos ajenos, «en con traste con este síntoma favorable, nos hemos visto frente a la dificultad de darle empleo adecuado y remunerador, por la inactividad manifiesta de la industria, del comercio y de los negocios en general». Dificultad para garantizar la rentabilidad de sus operaciones provocada, en opinión de los distintos representantes del bloque industrial, por la ausencia del principio de autoridad en la actuación gubernamental.
Frente a estos diagnósticos, las declaraciones de Prieto sobre su incapacidad para estar al frente del Ministerio de Hacienda, o su propuesta de solucionar la crisis siderúrgica «facilitando la emigración de los obreros sin trabajo a Fernando Poo», pagándoles el viaje no harían sino empeorar la situación.
La estabilidad de la renta nacional
A pesar de la gravedad de la crisis esbozada en las líneas anteriores, la estimación más fiable de la evolución de la renta nacional refleja una ligera tendencia expansiva de 1930 a 193 5. La causa de este comportamiento general de la economía española, claramente atípico en relación con el contexto europeo, fue la política salarial impulsada, no sin graves contradicciones, por los diferentes Gobiernos republicanos entre 1931 y 1933, que debido a la fuerza de las organizaciones sindicales no fue contrarrestada en los dos años siguientes cuando los partidos políticos de la derecha controlaron el poder ejecutivo.
La elevación de los salarios reales entre un 20%-30%, según los sectores, tras la proclamación del régimen democrático, hizo posible, dada la situación de la mayor parte de los trabajadores, un sensible aumento de la demanda de bienes de consumo, especialmente alimentos, calzado y textiles. El crecimiento de la producción de cereales, que tantos problemas causó a los pequeños cultivadores, y de otros productos agrarios, junto a la expansión de las industrias del textil y del calzado en estos años constituye una buena prueba de ello. De esta forma, la recesión de las actividades, que ya he señalado, fue compensada, en términos globales, por la coyuntura ligeramente expansiva del sector agrario y de bienes de consumo, que seguían siendo los más importantes en la atrasada economía española de los años treinta.
Las consecuencias de los aumentos salariales, sin embargo, no serían exclusivamente positivas. Al no ir acompañados de un crecimiento paralelo de la productividad, sus efectos sobre los costes redujeron las tasas de beneficios, descapitalizando las empresas o, en todo caso, provocaron un enfrentamiento de los empresarios con el Gobierno que los había pernÍtido y al cual habían apoyado en un principio. La expansión del consumo durante aquellos años, que hizo posible que el conjunto de la economía creciera en términos reales, se hizo, por tanto, a costa de crear graves tensiones a medio plazo al limitar las posibilidades de inversión en el conjunto de los sectores productivos, algunos de los más importantes estaban sufriendo, además, las negativas consecuencias del descenso de la ayuda gubernamental. La ligera disminución de la producción en la industria textil, a principios de 1934, indica, muy probablemente, que el cambio en el modelo de crecimiento inaugurado con la caída de la dictadura comenzaba a afectar de forma visible, también, a este sector. La estabilidad de la renta nacional no supuso, por tanto, la inexistencia de graves tensiones económicas. Por el contrario, todo lo señalado hasta aquí viene a poner de manif-lesto los importantes problemas económicos de España durante los años de la depresión. La negativa de los empresarios a afrontar la necesaria y urgente reestructuración de sus empresas, la falta de decisión de los gobernantes a la hora de plantear soluciones a las dificultades de la economía y la demagógica actitud de algunos de los más destacados dirigentes del sindicalismo socialista, llevarían al fracaso del régimen republicano, la responsabilidad del cual hay que atribuirla, por consiguiente, a la incapacidad de los dos sectores sociales fundamentales en encontrar una alternativa civil que superara las contradicciones y no a las repercusiones de la grave situación económica exterior.
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