martes, 5 de marzo de 2013

MUY BUENO

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PINTURA TAURINA
PATRIMONIO CULTURAL DE LA TAUROMAQUIA II
TOROS Y PINTURA
UTILICE EL RATÓN PARA MANEJAR LA PRESENTACIÓN
Toros (pintura), pinturas que toman como motivo el toro como animal, el arte de torear o sus principales protagonistas.
La imagen del toro aparece con las culturas más antiguas de la humanidad y revestida siempre de una compleja simbología: origen de la vida, signo de la fertilidad, potencia genésica engendradora del hombre, animal celestial que convoca el rayo, entre otras. Las representaciones de toros más antiguas que conocemos se encuentran en las grutas y cuevas del Paleolítico Superior (Cueva de Altamira) y, en expresiones más concretas, que incluyen, además, al hombre, en las Neolíticas del levante español.
El juego con el toro, germen del toreo, las primeras escenas que recogen literalmente hazañas de hombres y mujeres —danzantes, que no luchadores o matadores— son las famosas pinturas del palacio de Cnosos, en Creta. Pero, por todo el Mediterráneo se difundieron, en el transcurso de la antigüedad clásica, costumbres y motivos que ligan Europa al toro: el Minotauro, los toros de Gerión o los trabajos de Hércules. En España, la figura del toro tiene los antecedentes prehistóricos ya mencionados y, además, una rica formulación escultórica que se desarrolla en la época clásica.
Muchos de los detalles que hoy se conocen sobre el correr los toros y los rudimentos de la lidia durante la edad media y el renacimiento proceden de la rica documentación que nos proporcionan los pintores y miniadores de esos periodos. Así, por ejemplo, las pinturas de San Clemente de Tahull, de 1123 —en cuyos toros ve el historiador Gabriel Jackson un antecedente de los del Guernica, de Pablo Picasso— la decoración del Panteón de Reyes de la Colegiata de San Isidoro de León, fechada entre 1181 y 1188; y, más detalladamente, en las ilustraciones miniadas de las Cantigas de Santa María, de Alfonso X, cuyos números XXXI, XLVIII y XCIV recogen sendos milagros protagonizados por toros, la última de ellas, uno ocurrido precisamente en el transcurso de una corrida. Son muy frecuentes las representaciones de suertes taurinas allí donde más habituales son las escenas profanas: en las sillerías de los coros de iglesias y catedrales, más generalizadamente en aquellas situadas en las zonas geográficas tradicionales de cría de bravo: Salamanca, Cáceres, Pamplona, Sevilla y Andalucía occidental.
Igualmente importante y muy frecuente es la aparición de estos temas, y su organización y rudimentaria reglamentación, en las ilustraciones de libros de montería, así en la célebre de Argote de Molina, que recoge específicamente un capítulo sobre la “Montería de toros cimarrones en las Indias Occidentales”.
Curioso es, sin embargo, como han señalado los especialistas, que durante el siglo de oro de la pintura española, el siglo XVII, en pleno barroco, los grandes artistas de la época —Velázquez, Murillo, Carreño, Claudio Coello— no recogieran en sus lienzos ni el más mínimo motivo de las muy abundantes fiestas y celebraciones taurinas tanto populares como regias y cortesanas. Se conserva, eso sí, una prolija documentación gráfica de artistas menores y, también, de grabadores e ilustradores.
No será hasta el siglo XVIII —curiosamente en el periodo en que la corrida adquiere sus primeros rasgos modernos— cuando, al hilo y con el populismo que se adueña de la alta cultura, surjan los también primeros cuadros de asunto estrictamente taurino y, más profusamente cartones para tapices. Pintores como Ramón Bayeu, Luis Paret y Alcázar y Antonio Carnicero surtieron a la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara de motivos iguales o parecidos, como es el caso de La diversión de los vecinos de Carabanchel de arriba (1777, Museo del Prado, Madrid), Plaza de toros (El Escorial) o Chicos jugando al toro (Museo del Prado, Madrid), de Bayeu; Corrida regia en la Plaza Mayor, una acuarela de Luis Paret y Alcázar (Museo Municipal, Madrid), realizada hacia 1790.
De entonces son, también, los primeros retratos de toreros, ataviados con sus trajes de faena, así el de Francisco Romero (Museo Taurino, Madrid), obra del ya citado Antonio Carnicero o el de Joaquín Rodríguez Costillares, obra de Juan de la Cruz. Se publican, además, las primeras tauromaquias, algunas de ellas bellamente ilustradas, como la segunda edición de la de Pepe-Hillo, editada por José de la Tixera en 1804, que incluye las 12 estampas, que junto a una portada, grabó Antonio Carnicero en 1790 bajo el lema Colección de las principales suertes de una corrida de toros.
2    GOYA Y LOS TOROS
La primera gran figura de la pintura de tema taurino, y uno de los grandes de la pintura de todos los tiempos es Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828) —existe, además, constancia de su inveterada afición y concurrencia a las corridas— quien, al igual que sus contemporáneos, se inició en el tema diseñando cartones para tapices y la hizo pronto motivo autónomo de sus pinturas y grabados.
Sin embargo, su aportación más importante a la iconografía e historia taurinas son las estampas de su célebre Tauromaquia, cuya primera tirada se efectuó en 1816 y, dos años antes de su muerte, las cuatro litografías de los Toros de Burdeos. La Tauromaquia, cuyo título más popular, el de la segunda edición, reza Colección de las diferentes suertes y actitudes del arte de lidiar los toros. Inventadas y grabadas al aguafuerte por Goya. Madrid 1855, y que reúne en su versión final oficial las 33 estampas de 1816 y otras 11 posteriores que la completan, las dividía en tres partes diferenciadas el historiador José Camón Aznar; las 12 primeras eran ilustración literal de algunos de los datos e informaciones que su amigo Leandro Fernández de Moratín había recogido en su Carta histórica sobre el origen y progresos de la fiesta de toros en España, publicada en 1777. Otras doce que recogen algunas de las suertes o costumbres vigentes en su época y las veinte restantes que conmemoran hazañas y muertes trágicas de toreros, de algunas de las cuales el propio Goya fue espectador y testigo, como la de Pepe-Hillo. Nada de extrañar, pues como escribiera en su epistolario el ya citado Moratín: “Goya dice que él ha toreado en su tiempo y que, con la espada en la mano, a nadie teme”. Quizás por eso firmaba como “Goya, el de los toros”.
3    EL SIGLO XIX
La pintura española del siglo XIX, no sólo en el tema taurino, sino con un carácter generalizado, se entregó a un costumbrismo que afectó a casi todas sus personalidades y que privilegió, en cierto modo, el material taurino que fue contemplado desde todos los ángulos; no sólo limitado a lo que acontece en el ruedo o los retratos de las figuras más señeras, sino también escenas camperas, tipos populares, paisajes de las dehesas.
De este modo, merece destacarse la Escuela Sevillana, encabezada por José Domínguez Bécquer —padre de Valeriano Bécquer, también pintor y del poeta Gustavo Adolfo Bécquer, el mayor, con Espronceda, de los poetas románticos españoles y dibujante él mismo— su obra maestra es una vista de La Plaza de la Real Maestranza de Sevilla, pintada en 1855. Otros artistas de interés fueron Antonio María Esquivel, Antonio Cabral Bejarano, Manuel Rodríguez de Guzmán y, aunque no el mejor ni el más dotado, pero sí el que supo crear un cierto estereotipo de la escena taurina que ha sobrevivido, Joaquín Fernández Cruzado.
Más relevancia tuvieron los pintores románticos del reinado de Isabel II, entre ellos Jenaro Pérez Villamil, Francisco Lameyer y, sobre todo, Leonardo Alenza —uno de los artistas más interesantes del último tercio de siglo, cuya pintura, y más aún el dibujo, poco o nada tienen que ver con los tópicos españoles— y Eugenio Lucas Velázquez. La obra de este último, que fue objeto durante años de los estudios de Enrique Lafuente Ferrari, fue durante décadas o bien confundida con la de Francisco de Goya o bien considerada, únicamente, una mala copia del maestro aragonés. Los análisis del ya citado Lafuente Ferrari, y después los de Juan Antonio Gaya Nuño han situado al pintor en el lugar que le corresponde, no sólo un epígono avanzado de Goya, sino también un introductor de los modos que conducirán, poco después, al impresionismo.
El realismo costumbrista tiene sus nombres mejores en José Casado del Alisal y, por su bagaje informativo e histórico, en Manuel Castellanos, que entre otras obras dejó más de 350 dibujos que recogen todos los aspectos de una corrida de toros exactamente tal cual se celebraban entonces.
El preciosismo de Mariano Fortuny —cuya vinculación a Meissonier no debe hacer olvidar que es uno de los mayores artistas españoles del silo XIX— influyó en pintores como José Jiménez Aranda y Joaquín Agrasot.
A finales de siglo, incluso hay pintores extranjeros, que atraídos unas veces por la pintura clásica española y otras, quizás, por los relatos de los viajeros románticos se asoman a un país que creen exótico y recogen de él sus aspectos más desusados. Así, por ejemplo, Édouard Manet, que desde 1860 aborda temas y tipos taurinos en su obra.
La pintura entre dos siglos, que mezcla costumbrismo, impresionismo y, en los más osados, algunas de las vertientes neoimpresionistas que se desarrollan en París o cierto simbolismo, procedente de tierras más al norte, reúne los nombres de Joaquín Sorolla, Ignacio Pinazo, Gonzalo Bilbao, Ricardo Canals, Francisco Iturrino, Darío de Regoyos y el singular simbolista cordobés Julio Romero de Torres, que sin distinguirse por las escenas de lidia o de campo, sí introdujo en su pintura toda la morbosidad erótica entre torero y mujer o entre mujer y copla.
4    EL SIGLO XX
Aunque por edad pertenece a la pintura del siglo XX, lo cierto es que, el pintor Roberto Domingo —seguramente el que ha constituido por sí mismo toda una iconografía de la tauromaquia y, más allá, de todo cuanto en el campo y las dehesas tiene que ver con el sentimiento del toro—, por su personal interpretación, impresionista, y reducida a la representación pura, cierra los conceptos esgrimidos por el siglo XIX para la pintura taurina. En su caso, además la extraordinaria divulgación de su obra se debe a su trabajo como cartelista.
La segunda estrella en verdad rutilante en la que el toro y lo taurino conforman elementos simbólicos significativos de su producción, conduciéndolos más allá de sus aspectos etnológicos o folclóricos, es Pablo Picasso. Interesado desde niño por el espectáculo, como certifican sus dibujos infantiles conservados en el Museo Picasso de Barcelona y en su madurez y vejez asiduo concurrente a las plazas de toros del sur de Francia, Picasso hace de la relación del toro y el caballo uno de los soportes arguméntales de su obra más célebre, Guernica (1937, Museo Nacional Reina Sofía), en la que la agresividad del toro con el caballo en la suerte de varas se empareja con la de los culpables del conflicto civil y, en una ambigüedad que preside todo su trabajo, la belleza del cornúpeta se asocia a la esperanza del pueblo de España.
El toro o las imágenes y símbolos del mismo intervienen en otras muchas de sus obras, ya bajo la forma del Minotauro, ya bajo la de la mujer torera o, con mayor sentido lúdico, en la mera representación de la gracia y potencia del animal. Es además autor, en esas contiendas con los grandes maestros del pasado que define muchas de sus obras, de una Tauromaquia, si no tan famosa sí de calidad pareja a la de su antecesor Goya.
Otros artistas españoles que en el siglo XX se han interesado por el tema taurino son, de entre los mejores, Daniel Vázquez Díaz, José Gutiérrez Solana, Ignacio Zuloaga y Antonio Saura, creador de una peculiar Sauromaquia.
Una mención especial merece la obra del colombiano Fernando Botero que con su ironía, aparente ingenuidad y figuras exageradamente gordas ha realizado una costumbrista tauromaquia que él recoge con el nombre de La corrida. De entre los extranjeros destacan el francés André Masson y el británico Francis Bacon.


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