sábado, 2 de marzo de 2013

Parque del Retiro

Los Jardines del Buen Retiro, popularmente conocidos como El Retiro, es un parque de 118 hectáreas situado en Madrid. Es uno de los lugares más significativos de la capital española.


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Historia

Parque del Buen Retiro
Los Jardines tienen su origen entre los años 1630 y 1640, cuando el Conde-Duque de Olivares (Don Gaspar de Guzmán y Pimentel), valido de Felipe IV (1621 - 1665), le regaló al rey unos terrenos para el recreo de la Corte en torno al Monasterio de los Jerónimos de Madrid. Así, con la reforma del Cuarto Real que había junto al Monasterio, se inició la construcción del Palacio del Buen Retiro. Contaba entonces con unas 145 hectáreas. Aunque esta segunda residencia real iba a estar en lo que en aquellos tiempos eran las afueras de la villa de Madrid, no estaba excesivamente lejos del alcázar y resultó ser un lugar muy agradable por estar en una zona muy boscosa y fresca.
Bajo la dirección de los arquitectos Giovani Batista Crecenzi y Alonso Carbonell se construyeron diversos edificios, entre ellos el teatro del Buen Retiro que acogió representaciones teatrales de los grandes del Siglo de Oro, Calderón de la Barca y Lope de Vega. Perduran aún el Casón del Buen Retiro, antiguo Salón de Baile, el Museo del Ejército, antaño Salón de Reinos con sus paredes decoradas con pinturas de Velázquez, Zurbarán y frescos de Lucas Jordán y los jardines.
Éstos se levantaron al mismo tiempo que el palacio, trabajando en ellos, entre otros, Cosme Lotti, escenógrafo del Gran Duque de Toscana, y edificándose una leonera para la exhibición de animales salvajes y una pajarera para aves exóticas. El estanque grande, escenario de naumáquias y espectáculos acuáticos, el estanque ochavado o de las campanillas y la ría chica pertenecen a este período inicial.
A lo largo de la historia, en este conjunto se han ido efectuando modificaciones, no siempre planificadas, que cambiaron la fisonomía del jardín, como el Parterre diseñado durante el reinado de Felipe V, la Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro en tiempos de Carlos III) o el Observatorio Astronómico, obra de Juan de Villanueva, reinando Carlos IV. El rey Carlos III fue el primero en permitir el acceso de los ciudadanos al recinto, siempre que cumpliesen con la condición de ir bien aseados y vestidos.
Durante la invasión francesa, en 1808, los jardines quedaron parcialmente destruidos al ser utilizados como fortificación por las tropas de Napoleón. El palacio es totalmente destruido, menos la parte de Casón del Buen Retiro.


Tras la Guerra de la Independencia, Fernando VII) inició su reconstrucción y abrió una parte del jardín al pueblo, como ya hiciera Carlos III. El monarca se reservó una zona, entre las calles de O'Donnell y Menéndez Pelayo, donde construyó una serie de edificios de recreo siguiendo la moda paisajística de la época, conservándose aún a (principios del siglo XXI) la casa del pescador, la casa del contrabandista y la Montaña Artificial.
Reinando Isabel II se abrió la calle de Granada, calle que más tarde se llamaría de Alfonso XII, vendiéndose al estado los terrenos comprendidos entre ésta y el Paseo del Prado que fueron urbanizados por particulares.


Tras la revolución de 1868, la Gloriosa, los jardines pasan a se propiedad municipal y sus puertas se abrieron a todos los ciudadanos, comenzando una época en la cual, la ría grande y el estanque de San Antonio de los Portugueses se transformaron en Paseo de Coches. Se colocaron las fuentes de los Galápagos y de la Alcachofa, realizándose la fuente del Ángel Caído, obra de Ricardo Bellver. En el Campo Grande se edificaron el Palacio de Cristal y el Palacio de Velázquez, obra de Ricardo Velázquez Bosco.
De gran importancia para el estado actual del Retiro fue el Jardinero Mayor del Ayuntamiento fue Cecilio Rodríguez.

Puntos de interés



A. Puerta de España
B. Rosaleda
C. Monumento a Alfonso XII
D. Fuente de la Alcachofa E. Fuente de los Galápagos

El Buen Retiro por Ramón Mesonero Romanos

Más allá del límite oriental de Madrid, hasta bien entrado el siglo XVII, que era, como queda expresado en su capítulo, el romántico Prado de San Jerónimo no existía edificio que aquel antiguo monasterio y el de Atocha; la entrada de Madrid por aquel lado, como por todos, era abierta y franca, sin cerca que la limitase ni puerta que la sirviera de ingreso; pues hasta la misma mezquina de Alcalá, que estuvo primero más cercana al arranque de aquella calle, no fue construida hasta el año de 1599, en ocasión de la entrada solemne de la reina D.ª Margarita, esposa del rey Felipe III. -Hasta entonces el camino de Valnegral (Abroñigal) venía por donde ahora está el Retiro, hasta frente de la Carrera de San Jerónimo, que era la verdadera entrada de Madrid. Así lo vemos expresado en los libros de la época, y detalladamente en un rarísimo plano de Madrid (anterior al grande de Amberes tantas veces citado) y que tenemos a la vista.
Mírase en él, en su sitio, el monasterio de San Jerónimo y su extendida huerta, y unido a él el cuarto o habitación Real, adonde Felipe II, su hijo y nieto solían retirarse a pasar el tiempo santo o con ocasión de las muertes o tribulaciones en su casa. También acostumbraban recibir en él, para preparar su entrada solemne en la corte, a las reinas, sus esposas, o los príncipes que solían venir a visitarlos, y a los legados y embajadores de las naciones extranjeras; con que empezaba a preludiar aquel aposentamiento la futura importancia del Sitio Real que había de sucederle.
En 31 de marzo de 1621 murió Felipe III, y su hijo y sucesor Felipe IV, joven a la sazón de diez y siete años, subió al trono de Castilla en una época en que no se había desmembrado todavía parte alguna del colosal imperio de Carlos V y Felipe II. Madrid era, pues, entonces la capital más importante del mundo; el cetro español, que en su mano había de quedar tan menguado, pasaba aún entero a las del joven nieto del fundador del Escorial. Cómo en su dilatado reinado de cerca de medio siglo vino a operarse la decadencia política de la España y el desmoronamiento de su extenso poderío, es lo que largamente ha consignado la Historia, imputando con imparcialidad a los antecesores de Felipe la parte que les cabe en aquella necesaria ruina de imperio tan colosal y temerario, y al mismo Felipe (el Grande, el Cuarto Planeta, como le llamaban sus lisonjeros cortesanos), la grave responsabilidad que pesa fatalmente sobre la triste memoria del rey poeta.
Felipe IV, galán y bizarro en las justas y torneos, discreto en las academias y fiestas palacianas, liviano en sus placeres, ciego adorador de las artes y la hermosura, de corazón bueno, de intención magnánima, de inteligencia despejada; pero débil, vacilante y descuidado en los altos deberes, en la inmensa exigencia de su elevado puesto, era un gran señor, discreto, amable, magnífico y liberal, que hubiera formado en un rango inferior al trono las delicias de la corte y de la sociedad; un niño, en cuyas manos indiscretas la preciosa y complicada máquina del Gobierno se convertía en un pasatiempo, en un dije precioso, cuyos misteriosos resortes no acertaba a comprender ni manejar. Este niño coronado, esta alma disipada por los placeres sensuales, pródiga y activa para los goces del ingenio, indolente para la gobernación y los negocios graves, necesitaba absolutamente descargar el peso del Gobierno en otra superior inteligencia, en otros hombros más fuertes, en otras manos más diestras y robustas. El cielo, que quiso ofrecer a los Reyes Católicos y a Carlos V hombres dignos de ellos, un Cardenal Cisneros), un Gonzalo de Córdoba; que había dado a Felipe II generales y hombres de estado como su hermano D. Juan de Austria y el Duque de Alba; que había regalado a su padre Felipe III un Duque de Lerma y un D. Rodrigo Calderón, ambiciosos y petulantes, colocó al lado del joven Monarca a otro personaje aun más funesto (que le absorbió en la escena política), al conde-duque de Olivares, D. Gaspar de Guzmán, al paso que adornaba el pedestal de la estatua del rey poeta con los admirables frutos del ingenio de los Lopes y Calderones, Moretos y Tirsos, Quevedos, Rojas y Alarcones, e inmortalizaba [164] acciones del rey caballero, del rey artista y galán, con los admirables pinceles de Murillo y de Velázquez.
Bajo este último punto de vista, la esplendorosa corte de Felipe IV, haciendo abstracción de la profunda gangrena que la minaba sordamente, era deslumbrante y fascinadora, y tiene muchos puntos de contacto con el aspecto que años después presentó la del monarca francés que dio nombre al siguiente siglo; pero Luis XIV, además de un gentil hombre, valiente, caballeresco e ilustrado, aunque demasiado dado a los placeres y galanteos, era un gran monarca político y guerrero; y Felipe IV, que brillaba con aquellas cualidades del caballero y del ingenio, carecía del todo de las que como rey engrandecían al monarca francés; por eso éste, con su gran tacto político, halló para compartir los trabajos de la gobernación y de la guerra ministros como Richellieu y generales como Turena y Condé, al paso que Felipe halló su medida en la menguada inteligencia y en la intriga cortesana de don Gaspar de Guzmán. -Aquel monarca dejó reflejada también su grandeza y su gusto literario en las inmortales obras de Racine, de Molière, y de Corneille, y sus magníficos extravíos en la página de su historia que se llama «Versalles»; Felipe IV dejó eterna la memoria de su corte disipada, caballeresca y poética, en las heroicas farsas de Calderón, de Mendoza y de Solís; la de la funesta privanza de su favorito, en la que plugo a éste escribir con el título de «El Buen Retiro».
Obra exclusiva este Real Sitio de aquel refinado cortesano, quiso desplegar en él, para fascinar al joven Monarca, todos los recursos que la adulación y la lisonja le inspiraban; todo el poderío que ponía en sus manos su inmenso valimiento y los tesoros del Estado, de que sin limitación podía disponer, llegando a improvisar en pocos años una nueva residencia Real y una mansión fantástica [165] de placer y de holganza, que oscurecía y hacía olvidar las de los bosques, jardines y palacios antiguos del Pardo y Casa de Campo, que habían formado las delicias de los Felipes II y III. Allegó para ello todos los terrenos y posesiones inmediatas al monasterio y convento Real de San Jerónimo, hasta una extensión asombrosa; emprendió obras colosales para su desmonte, plantío y proveimiento de aguas; alzó un vistoso palacio; rodeole de extensos jardines, bosques, estanques, ermitas y caserío, y dispuso para asombrosas fiestas aquel espléndido teatro de su elevación y su fortuna.
La fundación de este Real Sitio empezó en 1631 por una casa de aves extrañas, a que llamaban el Gallinero, arrimada a la huerta de San Jerónimo; varios jardines y el estanque grande, y ya en la noche de San Juan de aquel mismo año pudo estrenarse aquella risueña mansión con un festín. Al año siguiente ya se hallaba concluida la plaza y cuerpo principal del palacio, y el 1.º de Octubre de 1632, al presentarse Felipe IV para visitarle y ver los preparativos de la fiesta que en él había de hacerse para celebrar el nacimiento del príncipe D. Fernando, hijo de la emperatriz doña María, su hermana, el Conde-Duque de Olivares, como alcaide honorario que era de esta nueva residencia Real salió a la puerta de ella, y en una fuente de plata presentó al Rey las llaves, que recibió con agrado volviéndoselas a entregar; hubo pues con tal ocasión un suntuoso sarao, y para las damas, bolsillos de ámbar llenos de escudos, y ricos cortes de vestidos. Las fiestas se celebraron el día 5 de aquel mes y siguientes, empezando con un gran juego de cañas, en que corrió el Rey el primero, acompañado de su indispensable favorito, y luego la villa de Madrid, el Condestable de Castilla, el Almirante y demás grandes señores llevándose la gala siempre, S. M., «no como rey, sino como caballero más galán y más diestro»; cuya fiesta celebró la delicada lira de Lope, en la Vega del Parnaso, en aquellos versos que llevan la dedicatoria: A la primera fiesta del palacio nuevo; otro día se corrieron toros, y otros se tuvieron lanzas sortijas con grandes premios, consistentes en fuentes de plata dorada, que, por supuesto, ganó el Rey, enviándolas en obsequio a la Reina y al Príncipe.
Pero por muy amena que pudo ser esta primera fiesta y otras celebradas en los años inmediatos, no tienen comparación con la larga serie de ellas celebradas en 1637, en aquel mismo Real Sitio, con motivo de la elevación al imperio de romanos del Rey de Hungría, cuñado de Felipe, y por ser tan señaladas, parécenos del caso ofrecer a nuestros lectores una relación de ellas, no la que inserta León Pinelo en sus Anales, sino otra de un manuscrito distinto que poseemos, y que nos parece curiosa por extremo. Esta relación se hallará en el Apéndice.
Un tomo extenso no nos bastaría si pretendiéramos emprender la narración de tantas fiestas casi diarias en aquella mansión de los placeres, ni las intrigas cortesanas y amorosas que forman la romántica historia del palacio del Buen Retiro, y pueden verse apuntadas en los Anales de Pellicer y en otras relaciones de la época, impresas y manuscritas. Algunas de aquellas fiestas no pasaron, sin embargo, tranquilas y bonancibles, ni faltaron en ellas contratiempos que dejaran señalada su memoria. -Por ejemplo, en la de la noche de San Juan de 1639, cuando se encaminaban los reyes a sentarse en el balcón o estrado preparado para que pudiesen presenciar las danzas y músicas, se rompió un estanque que estaba detrás y en el altura, y arrojó tanta agua sobre el dicho balcón, que lo inundó y destrozó; lo que hubiera ocasionado una catástrofe a ocurrir algunos momentos después. -En igual noche del año siguiente, 1640, habíase dispuesto un teatro en la isleta que campeaba en medio del estanque grande, y multitud de barcas para contener la orquesta y los espectadores (que eran toda la corte), y se representaba una suntuosa fiesta dramático-mitológica, cuando en medio de la fiesta se levantó tan recio torbellino de viento, que apagó las luces, arrastró los toldos del tablado y las máquinas teatrales, dispersando las barcas, cuya aristocrática tripulación estuvo a pique de perecer en aquel improvisado golfo. -No fue esta sola calamidad la acontecida al Real Sitio por aquellos días, sino que poco después, en las carnestolendas del año 1641, se prendió fuego al palacio, quemándose las dos torres principales y todo un lienzo del lado que miraba a Madrid, con gran pérdida de cuadros, muebles y alhajas. -De suerte que estas tres calamidades, ocurridas en el espacio de pocos meses al nuevo Real Sitio, dieron pábulo a los comentarios del vulgo malicioso, el cual, aludiendo a ellas y a la privanza de el odiado Conde-Duque, se dejó decir que su fundador, «en la primera ocasión había dado en agua, en la segunda en aire, en la tercera en fuego, y que a la cuarta daría en tierra», como así sucedió efectivamente de allí a poco, en enero de 1643, en que cayó de su alto valimiento con Felipe, y salió desterrado a Loeches, y después a la ciudad de Toro, donde falleció en 21 de julio de 1645.
El coliseo que se extendía en una de las alas del palacio era principalmente el sitio de las fiestas animadas en que lucían las altas dotes de su ingenio Calderón y Mendoza, Solís y Candamo. En el mes de Mayo de 1652, y con ocasión del cumpleaños de la Reina, se presentó con un aparato y decoraciones nunca vistas la comedia mitológica de D. Pedro Calderón de la Barca, Las Fierezas de Anaxarte y el Amor correspondido, que duraba siete [168] horas, y en algunas de sus mudanzas desaparecían los telones, dejando ver originales los jardines y bosques del Real Sitio profusamente iluminados. -Esta regia y espléndida función se dio el primer día a la corte, el segundo a los Consejos, el tercero a la villa de Madrid, y después se ejecutó treinta y siete noches consecutivas para el pueblo en general.
En 1654, restablecida la Reina de su enfermedad, se dispuso otra función en el mismo coliseo, y escribió para ella el mismo Calderón la de La Fábula de Perseo, con no menos aparato y lucimiento; y en 1658, con motivo del parto de la Reina, se puso en escena la de Psiquis y Cupido, de D. Antonio Solís, que dejó memoria duradera por su gala poética, aparato magnifico y grandeza de accesorios, siendo durante largos días el embeleso de la corte y de la villa. De D. Antonio Mendoza, conocido por el dictado del discreto de Palacio, también se representaron varios dramas, y así estos y otros ingenios cortesanos continuaron enriqueciendo aquel coliseo, que por su importancia y novedad absorbía, puede decirse, la existencia del palacio del Buen Retiro. En algunas ocasiones las meninas y damas de la Reina, los grandes y cortesanos, y hasta las mismas personas Reales se convertían en actores de aquellos magníficos dramas; llamaban otras, para representarlos, a, los más acreditados comediantes de las compañías de dentro y fuera de la corte; los arquitectos, pintores y escultores nacionales y extranjeros competían en adornarlos con toda la magia del arte, y las músicas y danzas más animadas los embellecían a porfía. En otras, reducida su representación a las mismas cámaras Reales, servían éstas de escena a animadas y discretas improvisaciones, en que el mismo Felipe IV alternaba airosamente con los ingenios más esclarecidos de la época, con Lope y Calderón, con Montalbán, Moreto y Vélez de Guevara, Coello y Villaizán, ya en discretas y en cultas escenas de los dramas conocidos, ya en donosas y livianas improvisaciones, parodias de aquéllos, llenas de ingenio y agudeza. A éstas solían asistir las damas de la corte detrás de una cortina, para no privar a los poetas de la desmedida libertad que les daba Felipe en producirse, a las veces con sobrada desenvoltura.
La corte del Buen Retiro presentó, pues, durante el reinado de Felipe IV, el aspecto más halagüeño. Suntuosos y dilatados bosques, bellos y primorosos jardines, regios palacios, magníficos salones, teatros, templos, cuarteles y caserío para los magnates de la corte y su numerosa servidumbre, nada faltaba para dar al Retiro la importancia de una ciudad. -La general disposición del mismo por aquel tiempo (según vemos minuciosamente detallado en el plano de Amberes) era variada y pintoresca, y comprendía, ya poco más o menos la misma dimensión que en el día, que pasa de diez y siete millones de pies superficiales, aunque entonces no estaba todo cercado. -A su entrada principal, frente a la Carrera de San Jerónimo, existía, desde 1637, la plaza cuadrada, que quedó en nuestros días por única de las construcciones antiguas, y era llamada entonces de la Pelota, por hallarse el juego en el edificio en que después estuvo la iglesia o parroquia provisional. A su costado derecho se levantaba y existe el suntuoso salón llamado de los Reinos, donde se juntaron las Cortes, hasta las de 1789 inclusive, que declararon la abolición de la ley sálica. -Este magnífico salón, cuya extensión, anchura, excelentes luces y riqueza de decoración eran correspondientes a tan alto objeto, excita todavía gran interés histórico y artístico por su rico artesón, recamado de oro, en que aún brillan las armas y blasones de los muchos y extendidos reinos que en aquel siglo componían la corona de España, colocados por este orden: Castilla, León, Aragón, Toledo, Córdoba, Granada, Vizcaya, Cataluña, Nápoles, Milán, Austria, Perú, Brabante, Cerdeña, Méjico, Borgoña, Flandes, Sevilla, Sicilia, Valencia, Jaén, Murcia, Galicia, Portugal y Navarra. Había además, colocados en los lienzos de este espléndido salón, muchos de los grandes cuadros históricos que hoy brillan en el Real Museo, el de la Rendición de Breda, el del Desembarco de los ingleses cerca de Cádiz, y otros; hoy aparecen desnudas sus paredes, si bien el salón está dignamente ocupado por el precioso Museo de Artillería, uno de los establecimientos que más honran a la época actual. A su puerta se ven las dos estatuas de Felipe IV, fundador del Real Sitio, y de Luis I, que nació en él. Al final de este lienzo es donde se formó la sala principal del teatro, aunque creemos que fue reconstruida muy posteriormente en el reinado de Fernando VI; en tiempo de Felipe IV parece eran varias las destinadas a este espectáculo.
A la derecha de esta plaza estaba el palacio Real, que con el teatro y las casas de oficios formaban un gran cuadro, con sendas torrecillas en sus cuatro ángulos, y dejando en el centro una hermosa plaza-jardín; uníase al palacio, por un paso, el elegante edificio que aún existe, llamado el Casón del Buen Retiro, y fue destinado a sala de bailes, y decorado con preciosas pinturas de manos de Lucas Jordan, que representaban la institución de la Orden del Toison de Oro y los trabajos de Hércules, bárbaramente borradas en 1834 cuando se destinó este salón para la reunión del estamento de Próceres. En medio de la gran plaza cerrada, formada por el palacio, teatro y casas de oficio, se alzaba la estatua ecuestre de Felipe IV, obra del célebre escultor florentino Pedro Tacci, que hoy campea en el centro de los jardines de la plaza de Oriente; y más adelante, la bella fuente de Narciso, que hoy creemos está en los jardines de Aranjuez; continuaba después el caserío, con otra plaza y edificios llamados de la Grandeza, de la Dispensa, etc., hasta tocar con monasterio de San Jerónimo, que comunicaba y venía a formar como una parte del sitio Real.A éste se entraba también por una puerta muy curiosa, llamada del Ángel, que no carece de elegancia, y que muy oportunamente se ha conservado y colocado en la nueva entrada que se ha dado al sitio por aquel lado.
Por detrás, y a los lados de palacio y demás caserío, se extendían los inmensos bosques, interpolados con lindos jardines: por ejemplo; en donde ahora está el precioso parterre, había uno, en cuya plaza central, llamada el Ochavado, venían a confluir otras tantas calles cubiertas de enramadas, más arriba estaba la ermita de San Bruno, que sirvió después de parroquia del Real sitio, cerca de donde ahora el estanque llamado de las Campanillas. El otro estanque grande y principal que hoy vemos, brillaba desde el principio por su asombrosa extensión de 1.006 pies de largo por 443 de ancho, o sea una superficie de 445.658, que equivale a tres veces y tercia la de la Plaza Mayor. A sus márgenes se alzaban hasta cuatro embarcaderos y varias norias, y tenía en su centro una isleta oval con árboles, en la cual, en varias ocasiones, solía, como queda dicho, alzarse un teatro, por disposición del Conde-Duque de Olivares, para obsequiar con representaciones escénicas al Monarca y su corte; y aun transformada a veces con suntuoso aparato en la mitológica mansión de la hechicera Circe, servía de escena a cumplidas y brillantísimas farsas navales y terrestres.
Desde el mismo estanque arrancaba un canal, llamado el Mallo, que siguiendo en dirección de donde hoy está la Casa de las Fieras, daba luego vuelta a los confines del Retiro, e iba a desembocar en otro grande estanque situado donde después se alzó la fábrica de porcelana de China (volada por los ingleses en 1812), en cuyo centro se elevaba entonces una elegante iglesia o ermita, llamada de San Antonio de los Portugueses. -Los nuevos jardines, a espaldas del estanque y a su costado izquierdo, eran entonces frondosas alamedas y bosques, que se llamaban el Cazadero de las liebres y las Atarazanas, hacia donde hoy la Casa de las Fieras. -Hacia la puerta de Alcalá estaba la huerta del Rey, con una ermita de la Magdalena, el cebadero de aves, y otro canal, llamado río chico. No existía la entrada de la Glorieta, ni el enverjado de hierro (obra de Carlos III), pero si los frondosos bosques entre ésta y la de San Jerónimo, y donde luego estuvo la casa-palacio de San Juan estaba el jardín de primavera y otra ermita, dedicada al mismo santo.
Lo demás del extendido recinto de este Real sitio, y que ya en el siglo XVII venía a tener los mismos límites que en el día, aunque sin la fuerte cerca que hizo construir Carlos III, y que comprende más de la cuarta parte de la general de Madrid o casi tres cuartos de legua, fue con el tiempo cubriéndose de bosques y plantíos con algunas otras ermitas y huertas, de San Pablo, de San Isidro, y otras, e interpoladas con ellas, varias quintas, templetes y descansos para la dirección de las Reales cacerías.
Muerto Felipe IV en 1665, y quedando la gobernación del reino, durante la menor edad de Carlos II, en manos de su madre D. Mariana de Austria, el palacio del Retiro compartió en aquella época turbulenta con el Real Alcázar la ingrata misión de servir de escena a las intrigas y desvanecimientos de la privanza de D. Fernando Valenzuela, que dotado de ingenio poético y de carácter caballeresco, intentó reproducir cerca de Mariana las espléndidas excentricidades del Conde-Duque. Sin embargo, la Reina viuda daba la preferencia al Alcázar, y el teatro del Retiro no resonaba sino de tarde en tarde con los fantásticos dramas de D. Francisco de Bances Candamo o con los hoy desconocidos del mismo favorito Valenzuela.
Emancipado Carlos II de la tutela maternal al cumplir la edad de quince años, el día 14 de Enero de 1677, en que salió del Alcázar y se fue al Retiro, dejando a su madre retraída en aquél, volvió éste a tomar cierta importancia política, especialmente durante el primer matrimonio del Rey con María Luisa de Orleans; pero después, sus enfermedades, sus temores, sus hechizos, le hicieron encerrarse con frecuencia en las sombrías salas del Alcázar, donde, entre parasismos y conjuros, terminó su mísera existencia en 1 de noviembre de 1700.
La nueva dinastía de Borbón no fue, en un principio, tan favorable al Retiro como su antecesora; pero habiendo desaparecido el Real Alcázar en el incendio de 1734, Felipe V se vio en la necesidad de ocupar el del Retiro todo el resto de su reinado, y lo mismo su hijo y sucesor Fernando VI, que hizo de él su corte permanente, le amplió y decoró con profusión, y construyó, a lo que creemos, el bello teatro, en que introdujeron las óperas italianas el celebérrimo Carlos Broschi (Farinelli) y los primeros compositores y cantantes de Europa.
En esta época volvió a adquirir el Retiro su primera importancia y animación; y aunque no tanta, en el reinado de Carlos III, que pasó ya a ocupar el nuevo palacio Real, todavía hemos alcanzado a escuchar de boca de algunos ancianos la narración de las pomposas fiestas en aquellos regios salones, cuando campeaban en ellos las casacas bordadas y los empolvados pelticones que sustituyeron a las capas y ferreruelos. Todavía hemos oído, contar a nuestros padres la asistencia que de grado o por fuerza hubieron de hacer a las comedias que a principios del siglo hacía representar María Luisa en aquel coliseo, y para las cuales, necesitando mayor concurrencia que la ordinaria de la corte, hacía destacar a los guardias de Corps para que fuesen a reclutarla a los paseos inmediatos del Prado.
Pero este Real sitio dejó de existir como tal cuando, ocupado Madrid, en 1808, por las tropas francesas, convertido por ellas en una imponente ciudadela con que tener en respeto a la arrogante población. Sus regias habitaciones, demolidas o trocadas en baterías, cuarteles y establos; sus jardines en terraplenes y campos de maniobras, y los escasos árboles, que aún daban testimonio de sus antiguos bosques, viéronse regados con la sangre de las víctimas madrileñas. Honor era y deber del Monarca español, restituido al trono de sus mayores, borrar aquel testimonio de desdichas, y tornar a la capital del reino su primer adorno y solaz.
No quedaron, pues, defraudadas las esperanzas de los habitantes de Madrid; pues Fernando VII, consagrando grandes sumas a la reparación de este Real sitio, alcanzó en pocos años a ponerle en un estado de brillantez y lozanía que iguala, si no excede, al que pudo tener en los reinados anteriores. Hizo más, y fue que, reservándose sólo una parte de sus jardines, entregó el resto al público, la más extensa y principal; y de sitio Real, privilegiado y exclusivo, le convirtió en el primer paseo de Madrid. Pero el palacio, teatro, y edificios contiguos, destruidos por los franceses (que, si hemos de creer a los que aun los han conocido, valían poco bajo el aspecto artístico), no han vuelto a levantarse; concluyéronse, sí, otros edificios en diversos puntos del Real sitio, como la Casa palacio de San Juan, la nueva Casa de Fieras, la Pajarera, la Faisanera, el Salón oriental, el Mirador, los Embarcaderos, la Casa del Pescador, y otras; plantáronse nuevos bosques, paseos, jardines y laberintos, y especialmente en la parte reservada a S. M., que comprende desde la Casa de Fieras hasta la montaña artificial, se pusieron en planta varios primores, que si no indican el mayor gusto ni grandeza de ideas en los encargados de ejecutarlos, prueban, por lo menos, la solicitud del monarca hacia su sitio favorito. -Hoy, su augusta hija doña Isabel II, dando mayor importancia todavía a la parte pública de estos espléndidos jardines, los ha enriquecido y decorado de un modo digno de la capital del reino, proporcionando a sus habitantes un gran desahogo y comodidad


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