Leer fragmento - Siruela
La isla del tesoro - Biblioteca Virtual Universal
Homero, La Odisea
Homero,
Odisea I, 1 ss.
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Háblame, Musa, de
aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de
Troya, anduvo
peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de
muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación
por el ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a
la patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por
sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas de Helios, hijo de
Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa,
hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.
Ya en aquel tiempo los que
habían podido escapar de una muerte horrorosa estaban en sus hogares, salvos de
los peligros de la guerra y del mar; y solamente Odiseo, que tan gran necesidad
sentía de restituirse a su patria y ver a su consorte, hallábase detenido en
hueca gruta por Calipso, la ninfa veneranda, la divina entre las deidades, que
anhelaba tomarlo por esposo.
La ira de Posidón
Con
el transcurso de los años llegó por fin la época en que los dioses habían
decretado que volviese a su patria, a, aunque no por eso debía poner fin a sus
trabajos, ni siquiera después de juntarse con los suyos. Y todos los dioses le
compadecían, a excepción de Poseidón, que permaneció constantemente irritado
contra el divinal Odiseo hasta que el héroe no arribó a su tierra.
Mas entonces habíase ido
aquél al lejano pueblo de los
etíopes -los cuales son
los postreros de los hombres y forman dos grupos, que habitan respectivamente
hacia el ocaso y hacia el orto de Hiperión- para asistir a una hecatombe de
toros y de cordero. Mientras aquel se deleitaba presenciando el festín,
congregáronse las otras deidades en el palacio de Zeus Olímpico.
Calipso
por Bruegel & DeClerck
v. 48 ss. (Habla Atenea)
Pero se me parte el
corazón a causa del prudente y desgraciado Odiseo, que, mucho tiempo ha, padece
penas lejos de los suyos, en una isla azotada por las olas, en el centro del
mar; isla poblada de árboles, en la cual tiene su mansión una diosa, la hija del
terrible Atlante de aquel que conoce todas las profundidades del ponto y
sostiene las grandes columnas que separan la tierra y el cielo. La hija de este
dios retiene al infortunado y afligido Odiseo, no cejando en su propósito de
embelesarlo con tiernas y seductoras palabras para que olvide a Itaca; mas
Odiseo, que está deseoso de ver el humo de su país natal, ya de morir siente
anhelos, ¿Y a ti, Zeus Olímpico? ¿No se te conmueve el corazón? ¿No te era grato
Odiseo cuando sacrificaba junto a las naves de los argivos? ¿Por que así te has
airado contra él, Zeus?
Contestóle Zeus, que
amontona las nubes:
—¡Hija mía! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes? ¿ Cómo quieres que ponga en olvido al divinal Odiseo, que por su inteligencia se señala sobre los demás mortales y siempre ofreció muchos sacrificios a los inmortales dioses que poseen el anchuroso cielo? Pero Poseidón, que ciñe la tierra, le guarda vivo y constante rencor porque cegó al ciclope, al deiforme Polifemo; que es el más fuerte de todos los ciclopes y nació de la ninfa Toosa, hija de Forcis, que impera en el mar estéril, después que esta se unió con Poseidón en honda cueva. Desde entonces Poseidón, que sacude la tierra, si bien no intenta matar a Odiseo, hace que vaya errante lejos de su patria. Mas ¡ea! tratemos todos nosotros de la vuelta del mismo y del modo como haya de llegar a su patria; y Poseidón depondrá la cólera, que no le fuera posible contender, solo y contra la voluntad de los dioses, con los inmortales todos.
—¡Hija mía! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes? ¿ Cómo quieres que ponga en olvido al divinal Odiseo, que por su inteligencia se señala sobre los demás mortales y siempre ofreció muchos sacrificios a los inmortales dioses que poseen el anchuroso cielo? Pero Poseidón, que ciñe la tierra, le guarda vivo y constante rencor porque cegó al ciclope, al deiforme Polifemo; que es el más fuerte de todos los ciclopes y nació de la ninfa Toosa, hija de Forcis, que impera en el mar estéril, después que esta se unió con Poseidón en honda cueva. Desde entonces Poseidón, que sacude la tierra, si bien no intenta matar a Odiseo, hace que vaya errante lejos de su patria. Mas ¡ea! tratemos todos nosotros de la vuelta del mismo y del modo como haya de llegar a su patria; y Poseidón depondrá la cólera, que no le fuera posible contender, solo y contra la voluntad de los dioses, con los inmortales todos.
Respondióle en seguida
Atenea, la deidad de ojos de lechuza:
—¡Padre nuestro, cronida, el más excelso de los que imperan! Si les place a los bienaventurados dioses que el prudente Odiseo vuelva a su casa, mandemos en seguida a Hermes, el mensajero Argifontes, a la isla; y manifieste cuanto antes a la ninfa de hermosas trenzas la verdadera resolución que hemos tomado sobre la vuelta del paciente Odiseo, para que el héroe se ponga en camino. Yo, en tanto, yéndome a Itaca, instigaré vivamente a su hijo y le infundiré valor en el pecho para que llame al ágora a los melenudos aqueos, y prohiba la entrada en su casa a todos los pretendientes, que de continuo le degüellan muchísimas ovejas y flexípedes bueyes de retorcidos cuernos. Y le llevaré después a la arenosa Pilos para que, preguntando y viendo si puede adquirir noticias de su padre, consiga ganar honrosa fama entre los hombres.
—¡Padre nuestro, cronida, el más excelso de los que imperan! Si les place a los bienaventurados dioses que el prudente Odiseo vuelva a su casa, mandemos en seguida a Hermes, el mensajero Argifontes, a la isla; y manifieste cuanto antes a la ninfa de hermosas trenzas la verdadera resolución que hemos tomado sobre la vuelta del paciente Odiseo, para que el héroe se ponga en camino. Yo, en tanto, yéndome a Itaca, instigaré vivamente a su hijo y le infundiré valor en el pecho para que llame al ágora a los melenudos aqueos, y prohiba la entrada en su casa a todos los pretendientes, que de continuo le degüellan muchísimas ovejas y flexípedes bueyes de retorcidos cuernos. Y le llevaré después a la arenosa Pilos para que, preguntando y viendo si puede adquirir noticias de su padre, consiga ganar honrosa fama entre los hombres.
Penélope acosada por los Pretendientes por Waterhouse
Homero,
Odisea II, 84 ss.
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Antínoo... respondió
diciendo:
—¡Telémaco altilocuo,
incapaz de moderar tus ímpetus! ¿Qué has dicho para ultrajarnos? Tu deseas
cubrirnos de baldón. Mas la culpa no la tienen los aqueos que pretenden a tu
madre, sino ella que sabe proceder con gran astucia. Tres años van con éste, y
pronto llegará el cuarto. que contrista el ánimo que los argivos tienen en su
pecho. A todos les da esperanzas, y a cada uno en particular le hace promesas y
le envía mensajes: pero son muy diferentes los pensamientos que en su
inteligencia revuelve. Y aun discurrió su espíritu este otro engaño: se puso a
tejer en palacio una gran tela sutil e interminable y a la hora nos habló de
esta guisa. "¡Jóvenes, pretendientes míos ¿Ya que ha muerto el divinal Odiseo,
aguardad, para instar mis bodas, que acabe este lienzo (no sea que se me pierdan
inútilmente los hilos), a fin de que tenga sudario el héroe de Laertes cuando le
sorprenda la Moira de la aterradora muerte. ¡No se me vaya a indignar alguna de
las aqueas del pueblo, si ve enterrar sin mortaja a un hombre que ha poseído
tantos bienes!"
Penélope por Bassano
Así dijo, y nuestro ánimo
generoso se dejó persuadir. Desde aquel instante pasaba el día labrando la gran
tela, y por la noche, tan luego como se alumbraba con las antorchas, deshacía lo
tejido. De esta suerte logró ocultar el engaño y que sus palabras fueran creídas
por los aqueos durante un trienio; mas, así que vino el cuarto año y volvieron a
sucederse las estaciones, nos lo revelo una de las mujeres, que conocía muy bien
lo que pasaba, y sorprendímosla cuando destejía la espléndida tela. Así fue
como, mal de su grado, se vio en la necesidad de acabarla.
Oye, pues, lo que te
responden los pretendientes, para que lo alcance tu ingenio y lo sepan también
los
aqueos todos. Haz que tu
madre vuelva a su casa, y ordénale que tome por esposo a quien su padre le
aconseje y a ella le plazca. Y si atormentare largo tiempo a los aqueos,
confiando en las dotes que Atenea le otorgó en tal abundancia (ser diestra en
labores primorosas, gozar de buen juicio y valerse de astucias que jamás hemos
oído decir que conocieran las anteriores aqueas Tiro, Alcmena y Micene, la de
hermosa diadema, pues ninguna concibió pensamientos semejantes a los de
Penelopea), no se habrá decidido por lo más conveniente, ya que tus bienes y
riquezas serán devorados mientras siga con las trazas que los dioses le
infundieron en el pecho. Ella ganará ciertamente mucha fama, pero a ti te
quedará tan sólo la añoranza de los copiosos bienes que hayas poseído: y
nosotros ni volveremos a nuestros negocios, ni nos llevaremos a otra parte,
hasta que Penelopea no se haya casado con alguno de los aqueos.
Penélope por Spencer
Contestóle el prudente
Telémaco:
—¡Antínoo! No es razón de que eche de mi casa, contra su voluntad, a la que me dio el ser y me ha criado. Mi padre quizás este vivo en otra tierra, quizás haya muerto; pero me será gravoso haber de restituir a Icario muchísimas cosas si voluntariamente le envió mi madre. Y entonces no sólo padeceré infortunios a causa de la ausencia de mi padre, sino que los dioses me causarán otros; pues mi madre, al salir de la casa, imprecará las odiosas Erinies y caerá sobre mi la indignación de los hombres. Jamás, por consiguiente, daré yo semejante orden. Si os indigna el ánimo de lo que ocurre, salid del palacio, disponed otros festines y comeos vuestros bienes, convidándoos sucesiva y recíprocamente en vuestras casas. Pero si os parece mejor y más acertado destruir impunemente los bienes de un solo hombre, seguid consumiéndolos; que yo invocaré a los sempiternos dioses por si algún día nos concede Zeus que vuestras obras sean castigadas, y quizás muráis en este palacio sin que nadie os vengue.
—¡Antínoo! No es razón de que eche de mi casa, contra su voluntad, a la que me dio el ser y me ha criado. Mi padre quizás este vivo en otra tierra, quizás haya muerto; pero me será gravoso haber de restituir a Icario muchísimas cosas si voluntariamente le envió mi madre. Y entonces no sólo padeceré infortunios a causa de la ausencia de mi padre, sino que los dioses me causarán otros; pues mi madre, al salir de la casa, imprecará las odiosas Erinies y caerá sobre mi la indignación de los hombres. Jamás, por consiguiente, daré yo semejante orden. Si os indigna el ánimo de lo que ocurre, salid del palacio, disponed otros festines y comeos vuestros bienes, convidándoos sucesiva y recíprocamente en vuestras casas. Pero si os parece mejor y más acertado destruir impunemente los bienes de un solo hombre, seguid consumiéndolos; que yo invocaré a los sempiternos dioses por si algún día nos concede Zeus que vuestras obras sean castigadas, y quizás muráis en este palacio sin que nadie os vengue.
Así habló Telémaco; y el
largovidente Zeus envióle dos águilas que echaron a volar desde la cumbre de un
monte. Ambas volaban muy juntas, con las alas extendidas, y tan rápidas como el
viento; y al hallarse en medio de la ruidosa ágora anduvieron volteando ligeras,
batiendo las tupidas alas; miráronles a todos a la cabeza como presagio de
muerte, desgarráronse con las uñas la cabeza y el cuello, y se lanzaron hacia la
derecha por cima de las casas y a través de la ciudad. Quedáronse todos los
presentes muy admirados de ver con sus propios ojos las susodichas aves y
pensaban en sus adentros que fuera lo que tenía que suceder; cuando el anciano
héroe Haliterses Mastórida, el único que se señalaba entre los de su edad en
conocer los augurios y explicar las cosas fatales, les arengó con benevolencia,
diciendo:
—Oíd, itacenses lo que os
voy a decir, aunque he de referirme de un modo especial a los pretendientes.
Grande es el infortunio que a estos les amenaza, porque Odiseo no estará mucho
tiempo alejado de los suyos, sino que ya quizás se halla cerca y les apareja a
todos la muerte y el destino; y también les ha de venir daño a muchos de los que
moran en Itaca que se ve de lejos. Antes de que así ocurra, pensemos cómo les
haríamos cesar de sus demasías, o cesen espontáneamente, que fuera lo más
provechoso para ellos mismos. Pues no lo vaticino sin saberlo, sino muy
enterado; y os aseguro que al héroe se le ha cumplido todo lo que yo le declaré,
cuando los argivos se embarcaron para Ilión y fuese con ellos el ingenioso
Odiseo. "Díjele entonces que, después de pasar muchos males y de perder sus
compañeros tornaría a su patria en el vigésimo año sin que nadie le conociera";
y ahora todo se va cumpliendo.
Homero,
Odisea V, 1 ss.
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Eos se levantaba del
lecho, dejando al ilustre Titonio, para llevar la luz a los inmortales y a los
mortales, cuando los dioses se reunieron en junta, sin que faltara Zeus
altitonante cuyo poder es grandísimo. Y Atenea, trayendo a la memoria los muchos
infortunios de Odiseo, los refirió a las deidades; interesándose por el héroe,
que se hallaba entonces en el palacio de la ninfa:
—¡Padre Zeus,
bienaventurados y sempiternos dioses! Ningún rey, que empuñe cetro, sea benigno,
ni blando, ni suave, ni emplee el entendimiento en cosas justas, antes, por el
contrario, proceda siempre con crueldad y lleve al cabo acciones nefandas; ya
que nadie se acuerda del divino Odiseo, entre los ciudadanos sobre los cuales
remaba con blandura de padre. Hállase en una isla atormentado por fuertes
pesares: en el palacio de la ninfa Calipso, que le detiene por fuerza; y no le
es posible llegar a su patria porque le faltan naves provistas de remos y
compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar. Y ahora quieren matarle
el hijo amado así que torne a su casa, pues ha ido a la sagrada Pilos y a la
divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre.
Respondióle Zeus, que
amontona las nubes:
—¡Hija mía! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes! ¿No formaste tú misma ese proyecto: que Odiseo, al tornar a su tierra, se vengaría de aquéllos? Pues acompaña con discreción a Telémaco, ya que puedes hacerlo, a fin de que se restituya incólumne a su patria y los pretendientes que están en la nave tengan que volverse.
—¡Hija mía! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes! ¿No formaste tú misma ese proyecto: que Odiseo, al tornar a su tierra, se vengaría de aquéllos? Pues acompaña con discreción a Telémaco, ya que puedes hacerlo, a fin de que se restituya incólumne a su patria y los pretendientes que están en la nave tengan que volverse.
Dijo, y dirigiéndose a
Hermes, su hijo amado, hablóle de esta suerte:
—¡Hermes! Ya que en lo demás eres tú el mensajero, ve a decir a la ninfa de hermosas trenzas nuestra firme resolución -que el paciente Odiseo torne a su patria- para que el héroe emprenda el regreso sin ir acompañado ni por los dioses ni por los mortales hombres: navegando en una balsa hecha con gran número de ataduras, llegará en veinte días y padeciendo trabajos a la fértil Esqueria, a la tierra de los feacios, que por su linaje son cercanos a los dioses; y ellos le honrarán cordialmente como a una deidad, y le enviarán en un bajel a su patria tierra, después de regalarle bronce, oro en abundancia, vestidos, y tantas cosas como jamás sacara de Troja si llegase indemne y habiendo obtenido la parte de botín que le correspondiese. Dispuesto está por la Moira que Odiseo vea a sus amigos y llegue a su casa de alto techo y a su patria.
—¡Hermes! Ya que en lo demás eres tú el mensajero, ve a decir a la ninfa de hermosas trenzas nuestra firme resolución -que el paciente Odiseo torne a su patria- para que el héroe emprenda el regreso sin ir acompañado ni por los dioses ni por los mortales hombres: navegando en una balsa hecha con gran número de ataduras, llegará en veinte días y padeciendo trabajos a la fértil Esqueria, a la tierra de los feacios, que por su linaje son cercanos a los dioses; y ellos le honrarán cordialmente como a una deidad, y le enviarán en un bajel a su patria tierra, después de regalarle bronce, oro en abundancia, vestidos, y tantas cosas como jamás sacara de Troja si llegase indemne y habiendo obtenido la parte de botín que le correspondiese. Dispuesto está por la Moira que Odiseo vea a sus amigos y llegue a su casa de alto techo y a su patria.
v.
55 ss.
Cuando hubo arribado a
aquella isla tan lejana, salió del violáceo ponto, saltó en tierra, prosiguió su
camino hacia la vasta gruta donde moraba la ninfa de hermosas trenzas, y hallóla
dentro. Ardía en el hogar un gran fuego, y el olor del hendible cedro y de la
tuya, que en él se quemaban, difundíase por la isla hasta muy lejos; mientras
ella, cantando con voz hermosa, tejía en el interior con lanzadera de oro.
Rodeando la gruta, había crecido una verde selva de chopos, álamos y cipreses
olorosos donde anidaban aves de luengas alas: búhos, gavilanes y cornejas
marinas, de ancha lengua, que se ocupaban en cosas del mar.
Allí mismo, junto a la
honda cueva, extendíase una viña floreciente, cargada de uvas; y cuatro fuentes
manaban muy cerca la una de la otra, dejando correr en varias direcciones sus
aguas cristalinas. Veíanse en contorno verdes y amenos prados de violetas y
apio; y, al llegar allí, hasta un inmortal se hubiese admirado, sintiendo que se
le alegraba el corazón.
Detúvose el Argifontes a
contemplar aquello; y después de admirarlo, penetró en la ancha gruta, y fue
conocido por Calipso, la divina entre las diosas, desde que a ella se presentó
-que los dioses inmortales se reconocen mutuamente aunque vivan apartados-; pero
no halló al magnánimo Odiseo, que estaba llorando en la ribera, donde tantas
veces, consumiendo su ánimo con lágrimas, suspiros y dolores, fijaba los ojos en
el ponto estéril y derramaba copioso llanto. Y Calipso, la divina entre las
diosas, hizo sentar a Hermes en espléndido y magnífico sitial, y preguntóle de
esta suerte:
—¿ Por qué, oh Hermes, el
de la áurea vara, venerable y caro, vienes a mi morada? Antes no solías
frecuentarla. Di que deseas, pues mi ánimo me impulsa a ejecutarlo si de mí
depende y es ello posible. Pero sígueme, a fin de que te ofrezca los dones de la
hospitalidad.
Habiendo hablado de
semejante modo, la diosa púsole delante una mesa, que había llenado de ambrosía
y mezcló el rojo néctar. Allí bebió y comió el mensajero de Argifontes. Y cuando
hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida, respondió a Calipso con estas
palabras:
—Me preguntas, oh diosa, a
mi, que soy dios, por qué he venido. Voy a decírtelo con sinceridad, ya que así
lo mandas. Zeus me ordenó que viniese, sin que yo lo deseara: ¿quién pasaría de
buen grado tanta agua salada que ni decirse puede, mayormente no habiendo por
ahí ninguna ciudad en que los mortales hagan sacrificios a los dioses y les
inmolen selectas hecatombes? Mas no le es posible a ningún dios ni traspasar ni
dejar sin efecto la voluntad de Zeus, que lleva la égida. Dice que está contigo
un varón, que es el más infortunado de cuantos combatieron alrededor de la
ciudad de Príamo durante nueve años y, en el décimo, habiéndola: destruido,
tornaron a sus casas; pero en la vuelta ofendieron a Atenea, y la diosa hizo que
se levantara un viento desfavorable e hinchadas olas. En estas hallaron la
muerte sus esforzados compañeros; y a él trajéronlo acá el viento y el oleaje. Y
Zeus te manda que a tal varón le permitas que se vaya cuanto antes: porque no es
su destino morir lejos de los suyos, sino que la Moira tiene dispuesto que los
vuelva a ver, llegando a su casa de elevada techumbre y a su patria tierra.
Así dijo.
Estremecióse Calipso, la divina entre las diosas, y respondió con estas aladas
palabras:
—Sois, oh dioses, malignos
y celosos como nadie, pues sentís envidia de las diosas que no se recatan de
dormir con el hombre a quien han tomado por esposo. Así, cuando Eos de rosáceos
dedos arrebató a Orión le tuvisteis envidia vosotros los dioses, que vivís sin
cuidados, hasta que la casta Artemis, la de trono de oro, lo mató en
Ortigia
alcanzándole con sus dulces flechas. Asimismo, cuando Deméter, la de hermosas
trenzas. Cediendo a los impulsos de su corazón, juntóse en amor y cama con
Yasión en una tierra noval labrada tres veces, Zeus, que no tardó en saberlo,
mató al héroe hiriéndole con el ardiente rayo, y así también me tenéis envidia,
oh dioses, porque está conmigo un hombre mortal; a quien salvé cuando bogaba
solo y montado en una quilla, después que Zeus le hendió la nave, en medio del
vinoso ponto, arrojando contra la misma el ardiente rayo. Allí acabaron la vida
sus fuertes compañeros; mas a él trajéronlo acá el viento y el oleaje. Y le
acogí amigablemente, le mantuve y díjele a menudo que le haría inmortal y libre
de la vejez por siempre jamás. Pero, ya que no le es posible a ningún dios ni
transgredir ni dejar sin efecto la voluntad de Zeus, que lleva la égida, váyase
aquél por el mar estéril, si ése le incita y se lo manda; que yo no le he de
despedir -pues no dispongo de naves provistas de remos, ni puedo darle
compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar-, aunque le aconsejaré de
muy buena voluntad, sin ocultarle nada, para que llegue sano y salvo a su patria
tierra.
Replicóle el mensajero
Argifontes:
—Despídele pronto y teme la cólera de Zeus; no sea que este dios, irritándose, se ensañe contra ti en lo sucesivo.
—Despídele pronto y teme la cólera de Zeus; no sea que este dios, irritándose, se ensañe contra ti en lo sucesivo.
Calipso
por
A. Böcklin, ca. 1883
En diciendo esto, partió
el poderoso Argifontes; y la veneranda ninfa, oído el mensaje de Zeus, fuese a
buscar al magnánimo Odiseo. Hallóle sentado en la playa, que allí se estaba, sin
que sus ojos se secasen del continuo llanto, y consumía su dulce vida suspirando
por el regreso; pues la ninfa ya no le era grata. Obligado a pernoctar en la
profunda cueva, durmiendo con la ninfa que le quería sin que él la quisiese,
pasaba el día sentado en las rocas de la ribera del mar y consumiendo su ánimo
en lágrimas, suspiros y dolores, clavaba los ojos en el ponto estéril y
derramaba copioso llanto. Y, pasándose cerca de él, díjole de esta suerte la
divina entre las diosas:
—¡Desdichado! No llores
más ni consumas tu vida pues de muy buen grado dejaré que partas. Ea, corta
maderos grandes: y, ensamblándolos con el bronce, forma una extensa balsa y
cúbrela con piso de tablas, para que te lleve por el obscuro ponto. Yo pondré en
ella pan, agua y el rojo vino, regocijador del ánimo, que te librarán de padecer
hambre; te daré vestidos y te mandaré próspero viento, a fin de que llegues sano
y salvo a tu patria tierra si lo quieren los dioses que habitan el anchuroso
cielo; los cuales me aventajan, así en trazar designios como en llevarlos a
término.
Así dijo. Estremecióse el
paciente divinal Odiseo y respondió con estas aladas palabras:
—Algo revuelves en tu
pensamiento, oh diosa, y no por cierto mi partida, al ordenarme que atraviese en
una balsa el gran abismo del mar, tan terrible y peligroso que no lo pasarán
fácilmente naves de buenas proporciones, veleras, animadas por un viento
favorable que les enviara Zeus. Yo no subiría en la balsa, mal de tu grado, si
no te resolvieras a prestarme firme juramento de que no maquinarás causarme
ningún otro pernicioso daño.
—Así habló. Sonrióse
Calipso, la divina entre las diosas; y, acariciándole con la mano, le dijo estas
palabras:
—Eres en verdad injusto,
aunque no sueles pensar cosas livianas, cuando tales palabras te has atrevido a
proferir. Sépalo ahora la Tierra y desde arriba el anchuroso Cielo y el agua
corriente de la Estix -que es el juramento mayor y más terrible para los
bienaventurados dioses-: no maquinaré contra ti ningún pernicioso daño, y pienso
y he de aconsejarte cuanto para mi misma discurriera si en tan grande necesidad
me viese. Mi intención es justa, y en mi pecho no se encierra un ánimo férreo
sino compasivo.
Cuando así hubo
hablado, la divina entre las diosas echó a andar aceleradamente y Odiseo fue
siguiendo las pisadas de la deidad. Llegaron a la profunda cueva la diosa y el
varón, éste se acomodó en la silla de donde se había levantado Hermes, y la
ninfa sirvióle toda clase de alimentos, así comestibles como bebidas, de los que
se mantienen los mortales hombres. Luego sentóse ella enfrente del divino Odiseo,
y sirviéronle las criadas ambrosía y néctar. Cada uno echó mano a las viandas
que tenía delante; y, apenas se hubieron saciado de comer y de beber, Calipso,
la divina entre las diosas, rompió el silencio y dijo:
—¡Laertíada del linaje de
Zeus! ¡Odiseo fecundo en ardides! Así, pues, deseas irte en seguida a tu casa y
a tu patria tierra? Sé, esto no obstante, dichoso. Pero si tu inteligencia
conociese los males que habrás de padecer fatalmente antes de llegar a tu
patria, te quedarás conmigo, custodiando esta morada, y fueras inmortal, aunque
estés deseoso de ver a tu esposa, de la que padeces soledad todos los días. Yo
me jacto de no serle inferior ni en el cuerpo ni en el natural, que no pueden
las mortales competir con las diosas ni por su cuerpo ni por su belleza.
Calipso por Burroughs, 1928
Respondióle el ingenioso
Odiseo:
—¡No te enojes conmigo, veneranda deidad! Conozco muy bien que la prudente Penelopea te es inferior en belleza y en estatura; siendo ella mortal y tú inmortal y exenta de la vejez. Esto no obstante, deseo y anhelo continuamente irme a mi casa y ver lucir el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso ponto, lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho y tan paciente es para los dolores; pues he padecido mucho así en el mar como en la guerra, y venga este mal tras de los otros.
—¡No te enojes conmigo, veneranda deidad! Conozco muy bien que la prudente Penelopea te es inferior en belleza y en estatura; siendo ella mortal y tú inmortal y exenta de la vejez. Esto no obstante, deseo y anhelo continuamente irme a mi casa y ver lucir el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso ponto, lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho y tan paciente es para los dolores; pues he padecido mucho así en el mar como en la guerra, y venga este mal tras de los otros.
Así habló. Púsose el sol y
sobrevino la obscuridad. Retiráronse entonces a lo más hondo de la profunda
cueva; y allí muy juntos hallaron en el amor contentamiento.
v. 262 ss.
Al cuarto día ya todo
estaba terminado, y al quinto despidióle de la isla la divina Calipso, después
de lavarlo y vestirle perfumadas vestiduras. Entrególe la diosa un pellejo de
negro vino, otro grande de agua, un saco de provisiones y muchos manjares gratos
al ánimo; y mandóle favorable y plácido viento.
Gozoso desplegó las velas
el divinal 0diseo y sentándose, comenzó a regir hábilmente la balsa con el
timón, sin que el sueño cayese en sus párpados, mientras contemplaba las
Pléyades, el Bootes, que se pone muy tarde, y la Osa, llamada el Carro por
sobrenombre, la cual gira siempre en el mismo lugar, acecha Orión y es la única
que no se baña en el Océano; pues habíale ordenado Calipso, la divina entre las
diosas, que tuviera la Osa a la mano izquierda durante la travesía. Diecisiete
días navegó, atravesando el mar, y al décimoctavo pudo ver los umbrosos montes
del país de los feacios en la parte más cercana, apareciéndosele como un escudo
en medio del sombrío ponto.
La balsa
de Odiseo. Wyeth, ca. 1900
El poderoso
Poseidón, que sacude la tierra, regresaba entonces del país de los etíopes y vio
a Odiseo de lejos, desde los montes Solimos, pues se le apareció navegando por
el ponto. Encendióse en ira la deidad y, sacudiendo la cabeza, habló entre sí de
semejante modo:
—¡Oh dioses! Sin duda
cambiaron las deidades sus propósitos en orden a Odiseo, mientras yo me hallaba
entre los etíopes. Ya está junto a la tierra de los feacios, donde es fatal que
se libre del cúmulo de desgracias que le han alcanzado. Creo, no obstante, que
aún habrán de cargar sobre él no pocos males.
Dijo; y, echando mano al
tridente, congregó las nube, y turbó el mar; suscitó grandes torbellinos de toda
clase de vientos; cubrió de nubes la tierra y el ponto, y la noche cayó del
cielo. Soplaron a la vez el Euro, el Noto, el impetuoso Céfiro y el Bóreas que,
nacido en el éter, levanta grandes olas. Entonces desfallecieron las rodillas y
el corazón de Odiseo; y el héroe, gimiendo, a su magnánimo espíritu, así le
hablaba:
—¡Ay de mi, desdichado;
¿qué es lo que, por fin, me va a suceder? Temo que salgan verídicas las
predicciones de la diosa la cual me aseguraba que había de pasar grandes
trabajos en el ponto antes de volver a la patria tierra, pues ahora todo se está
cumpliendo.
v. 319 ss.
Mucho tiempo permaneció
Odiseo sumergido, que no pudo salir a flote inmediatamente por el gran ímpetu de
las olas y porque le pesaban los vestidos que le había entregado la divinal
Calipso. Sobrenadó, por fin, despidiendo de la boca el agua amarga que asimismo
le corría de la cabeza en sonoros chorros. Mas aunque fatigado, no perdía de
vista la balsa; sino que, moviéndose con vigor por entre las olas, la asió y se
sentó en medio de ella para evitar la muerte.
El gran oleaje llevaba la
balsa de acá para allá, según la corriente. Del mismo modo que el otoño al
Bóreas arrastra por la llanura unos vilanos, que entre sí se entretejen espesos;
así los vientos conducían la balsa por el Piélago, de acá para allá: unas veces
el Noto la arrojaba al Bóreas, para que se la llevase, y en otras ocasiones el
Euro la cedía al Céfiro a fin de que este la persiguiera.
Pero vióle Ino Leucotea,
hija de Cadmo, la de pies hermosos, que antes había sido mortal dotada de voz, y
entonces, residiendo en lo hondo del mar, disfrutaba de honores divinos. Y como
se apiadara de Odiseo, al contemplarle errabundo y abrumado por la fatiga,
transfigurose en mergo, salió volando del abismo del mar y, posándose en la
balsa construida con muchas ataduras, díjole estas palabras:
—¡Desdichado! ¿Porqué
Poseidón, que sacude la tierra, se airó tan fieramente contigo y te está
suscitando multitud de males? No logrará anonadarte por mucho que lo anhele. Haz
lo que voy a decir, pues me figuro que no te falta prudencia: quítate esos
vestidos, deja la balsa para que los vientos se la lleven y, nadando con las
manos, procura llegar a la tierra de los feacios, donde la Moira ha dispuesto
que te salves. Toma, extiende este velo inmortal debajo de tu pecho y no temas
padecer, ni morir tampoco. Y así que toques con tus manos la tierra firme,
quítatelo y arrójalo en el vinoso ponto, muy lejos del continente, volviéndote a
otro lado.
Dichas estas palabras, la
diosa le entregó el velo, y transfigurada en mergo, tornó a sumergirse en el
undoso ponto y las negruzcas olas la cubrieron.
Boreas por
Waterhouse
v. 370 ss.
...Pero Odiseo asió una de las tablas y se puso a caballo en ella; desnudóse los
vestidos que la divinal Calipso le había regalado, extendió prestamente el velo
debajo de su pecho y se dejó caer en el agua boca abajo, con los brazos
abiertos, deseoso de nadar. Vióle el poderoso dios que sacude la tierra y,
moviendo la cabeza, habló de semejante modo:
—Ahora que has padecido tantos males, vaga por el ponto hasta que llegues a
juntarte con esos hombres, alumnos de Zeus. Se me figura que ni aun así te
parecerán pocas tus desgracias.
Dicho esto, picó con el látigo a los corceles de hermosas crines y se fue a
Egas, donde posee ínclita morada.
Entonces Atenea, hija de Zeus, ordenó otra cosa. Cerró el camino a los vientos,
y les mandó que se sosegaran y durmieran; y, haciendo soplar el rápido Bóreas,
quebró las olas hasta que Odiseo, del linaje de Zeus, librándose de la muerte y
de las Moiras, llegase a los feacios, amantes de manejar los remos.
v. 451 ss.
...En seguida suspendió el
río su corriente, apaciguó las olas, mandó la calma delante de sí y salvó a
Odiseo en la desembocadura. El héroe dobló entonces las rodillas y los fuertes
brazos, pues su corazón estaba fatigado de luchar con el mar. Tenía Odiseo todo
el cuerpo hinchado, de su boca y de su nariz manaba en abundancia el agua del
mar y, falto de aliento y de voz, quedóse tendido y sin fuerzas porque el
terrible cansancio le abrumaba.
Cuando ya respiró y
recobró el ánimo en su corazón, desató el velo de la diosa y arrojólo en el río,
que corría hacia el mar: llevóse el velo una ola grande en la dirección de la
corriente y pronto Ino lo tuvo en sus manos. Odiseo se apartó del río, echóse al
pie de unos juncos, besó la fértil tierra y, gimiendo, a su magnánimo espíritu
así le hablaba:
—¡Ay de mi! ¿Qué no
padezco? ¿Qué es lo que al fin me va a suceder? Si paso la molesta noche junto
al río, quizás la dañosa helada y el fresco rocío me acaben y exhale yo el
último aliento a causa de mi debilidad; y una brisa glacial viene del río antes
de rayar el alba. Y si subo al collado y me duermo entre los espesos arbustos de
la selva umbría, como me dejen el frío y el cansancio y me venga dulce sueño,
temo ser presa y pasto de las fieras.
Después de meditarlo, se
le ofreció como mejor el último lance. Fuese, pues, a la selva que halló cerca
del agua, en un altozano, y metióse debajo de dos arbustos que habían nacido en
un mismo lugar y eran un acebuche y un olivo. Ni el húmedo soplo de los vientos
pasaba por entre ambos, ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la
lluvia los penetraba del todo: tan espesos y entrelazados habían crecido. Debajo
de ellos se introdujo Odiseo y al instante aparejóse con sus manos ancha cama,
pues había tal abundancia de serojas que bastaran para abrigar a dos o tres
hombres en lo más fuerte del invierno por riguroso que fuese. Mucho holgó de
verlas el paciente divinal Odiseo, que se acostó en medio y se cubrió con
multitud de ellas.
Homero,
Odisea VI, 1 ss.
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Mientras así dormía el
paciente y divinal Odiseo, rendido del sueño y del cansancio, Atenea se fue al
pueblo y a la ciudad de los feacios, los cuales habitaron antiguamente en la
espaciosa Hiperea, junto a los Ciclopes, varones soberbios que les causaban daño
porque eran más robustos. De allí los sacó Nausítoo, semejante a un dios:
condújolos a Esqueria, lejos de los hombres industriosos, donde hicieron morada;
construyó un muro alrededor de la ciudad, edificó casas, erigió templos a las
divinidades y repartió los campos. Mas ya entonces, vencido por la Moira, había
bajado al Hades y reinaba Alcínoo cuyos consejos eran inspirados por los propios
dioses; y al palacio de éste enderezó Atenea, la deidad de ojos de lechuza,
pensando en la vuelta del magnánimo Odiseo. Penetró la diosa en la estancia
labrada con gran primor en que dormía una doncella parecida a las inmortales por
su natural y por su hermosura: Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo; junto a
ella, a uno y otro lado de la entrada, hallábanse dos esclavas a quienes las
Cárites habían dotado de belleza, y las magníficas hojas de la puerta estaban
entornadas. Atenea se lanzó, como un soplo de viento, a la cama de la joven;
púsose sobre su cabeza y empezó a hablarle, tomando el aspecto de la hija de
Diamante, el célebre marino, que tenía la edad de Nausícaa y érale muy grata. De
tal suerte transfigurada, dijo Atenea, la de ojos de lechuza:
—¡Nausícaa! ¿Por qué tu
madre te parió tan floja? Tienes descuidadas las espléndidas vestiduras y está
cercano tu casamiento en el cual has de llevar lindas ropas, dando parte también
a los que te conduzcan; que así se consigue gran fama entre los hombres y se
huelgan el padre y la veneranda madre. Vayamos, pues, a lavar tan luego como
despunte la aurora, y te acompañaré y ayudaré para que en seguida lo tengas
aparejado todo; que no ha de prolongarse mucho tu doncellez, puesto que ya te
pretenden los mejores de todos los feacios, cuyo linaje es también el tuyo. Ea,
insta a tu ilustre padre para que mande prevenir antes de rayar el alba las
mulas y el carro en que llevarás los cíngalos, los peplos y los espléndidos
cobertores. Para ti misma es mejor ir de este modo que no a pie, pues los
lavaderos se hallan a gran distancia de la ciudad.
Ulises en el País de los Feacios
por Rubens
v. 85 ss.
Tan pronto como llegaron a
la bellísima corriente del río, donde había unos lavaderos perennes con agua
abundante y cristalina para lavar hasta lo más sucio, desuncieron las mulas y
echáronlas hacia el vorticoso río a pacer la dulce grama. Tomaron del carro los
vestidos, lleváronlos al agua profunda y los pisotearon en las pilas,
compitiendo unas con otras en hacerlo con presteza. Después que los hubieron
limpiado quitándoles toda la inmundicia, tendiéronlos con orden en los guijarros
de la costa, que el mar lavaba con gran frecuencia. Acto continuo se bañaron, se
ungieron con pingüe aceite y se pusieron a comer a orillas del río, mientras las
vestiduras se secaban a los rayos del sol.
Apenas las esclavas
y Nausícaa se hubieron saciado de comida, quitáronse los velos y jugaron a la
pelota; y entre ellas Nausícaa, la de los níveos brazos, comenzó a cantar. Cual
Artemis, que se complace en tirar flechas, va por el altísimo monte
Taigeto o por el
Erimanto, donde se
deleita en perseguir a los jabalíes o a los veloces ciervos, y en sus juegos
tienen parte las ninfas agrestes, hijas de Zeus que lleva la égida, holgándose
Leto de contemplarlo; y aquella levanta su cabeza y su frente por encima de los
demás y es fácil distinguirla, aunque todas son hermosas: de igual suerte la
doncella, libre aún, sobresalía entre las esclavas.
Odiseo sorprende a Nausícaa
Mas cuando ya
estaba a punto de volver a su morada, unciendo las mulas y plegando los hermosos
vestidos, Atenea, la deidad de ojos de lechuza, ordenó otra cosa para que Odiseo
recordara del sueño y viese a aquella doncella de lindos ojos, que debía
llevarlo a la ciudad de los feacios. La princesa arrojó la pelota a una de las
esclavas y erró el tiro, echándola en un hondo remolino; y todas gritaron muy
recio. Despertó entonces el divinal Odiseo y, sentándose, revolvía en su mente y
en su corazón estos pensamientos:
—¡Ay de mí! ¿Qué hombres
deben de habitar esta tierra a que he llegado? ¿Serán violentos, salvajes e
injustos, u hospitalarios y temerosos de los dioses? Desde aquí se oyó la
femenil gritería de jóvenes ninfas que residen en las altas cumbres de las
montañas, en las fuentes de los ríos y en los prados cubiertos de hierbas. ¿Me
hallo, por ventura, cerca de hombres de voz articulada? Ea, yo mismo probaré a
salir e intentaré verlo.
Hablando así, el divinal
Odiseo salió de entre los arbustos y en la poblada selva desgajó con su fornida
mano una rama frondosa con que pudiera cubrirse las partes verendas. Púsose en
camino de igual manera que un montaraz león, confiado en sus fuerzas, sigue
andando a pesar de la lluvia o del viento, y le arden los ojos, y se echa sobre
los bueyes, las ojevas o las agrestes ciervas, pues el vientre le incita que
vaya a una sólida casa e intente acometer al ganado; de tal modo había de
presentarse Odiseo a las doncellas de hermosas trenzas, aunque estaba desnudo,
pues la necesidad le obligaba. Y se les apareció horrible, aleado por el sarro
del mar; y todas huyeron, dispersándose por las orillas prominentes. Pero se
quedó sola e inmóvil la hija de Alcínoo, porque Atenea diole ánimo a su corazón
y libró del temor a sus miembros. Siguió, pues, delante del héroe sin huir; y
Odiseo meditaba si convendría rogar a la doncella de lindos ojos, abrazándola
por las rodillas, o suplicarle, desde lejos y con dulces palabras, que le
mostrara la ciudad y le diera con qué vestirse. Pensándolo bien, le pareció que
lo mejor sería rogarle desde lejos con suaves voces, no fuese a irritarse la
doncella si le abrazaba las rodillas. Y entonces pronunció estas dulces e
insinuantes palabras:
Odiseo sorprende a Nausícaa.
Detalle
—¡Yo te imploro,
oh reina, seas diosa o mortal! Si eres una de las deidades que poseen el
anchuroso cielo te hallo muy parecida a Artemis, hija del gran Zeus, por tu
hermosura, por tu grandeza y por tu natural y si naciste de los hombres que
moran en la tierra, dichosos mil veces tu padre, tu veneranda madre y tus
hermanos, pues su alma debe de alegrarse a todas horas intensamente cuando ven a
tal retoño salir a las danzas. Y dichosísimo en su corazón, más que otro alguno,
quien consiga, descollando por la esplendidez de sus donaciones nupciales,
llevarte a su casa por esposa.
Que nunca se ofreció a mis
ojos un mortal semejante, ni hombre ni mujer, y me he quedado atónito al
contemplarte. Solamente una vez vi algo que se te pudiera comparar en un joven
retoño de palmera, que creció en
Delos, junto al ara de
Apolo -estuve allí con numeroso pueblo, en aquel viaje del cual habían de
seguirme funestos males-; de la suerte que a la vista del retoño quedéme
estupefacto mucho tiempo, pues jamás había brotado de la tierra un vástago como
aquél; de la misma manera te contemplo con admiración, oh mujer y me tienes
absorto y me infunde miedo abrazar tus rodillas, aunque estoy abrumado por un
pesar muy grande. Ayer pude salir del vinoso ponto, después de veinte días de
permanencia en el mar, en el cual me vi a merced de las olas y de los veloces
torbellinos desde que desamparé la isla
Ogigia; y algún numen me
ha echado acá, para que padezca nuevas desgracias, que no espero que éstas se
hayan acabado, antes los dioses deben prepararme otras muchas todavía.
Pero
tú, oh reina, apiádate de mi, ya que eres la primera persona a quien me acerco
después de soportar tantos males y me son desconocidos los hombres que viven en
la ciudad y en esta comarca. Muéstrame la población y dame un trapo para
atármelo alrededor del cuerpo, si al venir trajiste alguno para envolver la
ropa. Y los dioses te concedan cuanto en tu corazón anheles: marido, familia y
feliz concordia: pues no hay nada mejor ni mas útil que el que gobiernen su casa
el marido y la mujer con ánimo concorde, lo cual produce gran pena a sus
enemigos y alegría a los que los quieren, y son ellos los que más aprecian sus
ventajas.
Respondió Nausícaa, la de
los níveos brazos:
—¡Forastero! Ya que no me pareces ni vil ni insensato, sabe que el mismo Zeus Olímpico distribuye la felicidad a los buenos y a los malos, y si te envió esas penas debes sufrirlas pacientemente; mas ahora, que has llegado a nuestra ciudad y a nuestra tierra, no carecerás de vestido ni de ninguna de las cosas que por decoro ha de alcanzar un mísero suplicante. Te mostraré la población y te diré el nombre de sus habitantes: los feacios poseen la ciudad y la comarca y yo soy la hija del magnánimo Alcínoo, cuyo es el imperio y el poder entre los feacios.
—¡Forastero! Ya que no me pareces ni vil ni insensato, sabe que el mismo Zeus Olímpico distribuye la felicidad a los buenos y a los malos, y si te envió esas penas debes sufrirlas pacientemente; mas ahora, que has llegado a nuestra ciudad y a nuestra tierra, no carecerás de vestido ni de ninguna de las cosas que por decoro ha de alcanzar un mísero suplicante. Te mostraré la población y te diré el nombre de sus habitantes: los feacios poseen la ciudad y la comarca y yo soy la hija del magnánimo Alcínoo, cuyo es el imperio y el poder entre los feacios.
Dijo, y dio esta orden a
las esclavas, de hermosas trenzas:
—¡Deteneos, esclavas! ¿Adónde huís, por ver a un hombre? ¿Pensáis acaso que sea un enemigo? No hay ni habrá nunca un mortal terrible que venga a hostilizar la tierra de los feacios pues a éstos los quieren mucho los inmortales. Vivimos separadamente y nos circunda el mar alborotado; somos los últimos de los hombres, y ningún otro mortal tiene comercio con nosotros. Este es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerle, pues todos los forasteros y pobres son de Zeus y un exiguo don que se les haga les es grato. Así, pues, esclavas, dadle de comer y de beber al forastero, y lavadle en el río, en un lugar que esté resguardado del viento.
—¡Deteneos, esclavas! ¿Adónde huís, por ver a un hombre? ¿Pensáis acaso que sea un enemigo? No hay ni habrá nunca un mortal terrible que venga a hostilizar la tierra de los feacios pues a éstos los quieren mucho los inmortales. Vivimos separadamente y nos circunda el mar alborotado; somos los últimos de los hombres, y ningún otro mortal tiene comercio con nosotros. Este es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerle, pues todos los forasteros y pobres son de Zeus y un exiguo don que se les haga les es grato. Así, pues, esclavas, dadle de comer y de beber al forastero, y lavadle en el río, en un lugar que esté resguardado del viento.
v. 224 ss.
Entre tanto el divinal
Odiseo se lavaba en el río quitando de su cuerpo el sarro del mar que le cubría
la espalda y los anchurosos hombros, y se limpiaba la cabeza de la espuma que en
ella había dejado el mar estéril. Mas después que, ya lavado, se ungió con el
pingüe aceite y se puso los vestidos que la doncella, libre aún, le había dado,
Atenea, hija de Zeus, hizo que pareciere más alto y más grueso, y que de su
cabeza colgaran ensortijados cabellos que a flores de jacinto semejaban. Y así
como el hombre experto, a quien Hefesto y Palas Atenea enseñaron artes de toda
especie, cerca de oro, la plata y hace lindos trabajos, de semejante modo Atenea
difundió la gracia por la cabeza y por los hombros de Odiseo. Este, apartándose
un poco, se sentó en la ribera del mar y resplandecía por su gracia y hermosura.
Admiróse la doncella y dijo a las esclavas de hermosas trenzas:
—Oid, esclavas de níveos
brazos, lo que os voy a decir: no sin la voluntad de los dioses que habitan en
el Olimpo, viene ese hombre a los deiformes feacios. Al principio se me ofreció
como un fulano despreciable, pero ahora se asemeja a los dioses que poseen el
anchuroso cielo. ¡Ojalá a tal varón pudiera llamársele marido, viviendo acá:
ojalá le pluguiere quedarse con nosotros! Mas, oh esclavas, dadle de comer y de
beber al forastero.
Odiseo sigue a Nausícaa en su
carro, V. Seroy, 1910.
v. 252 ss.
Nausícaa... puso en el
hermoso carro la ropa bien doblada, unció las mulas de fuertes cascos, montó
ella misma y, llamando a Odiseo, exhortóle de semejante modo:
—Levántate ya, oh
forastero, y partamos para la población; a fin de que te guíe a la casa de mi
discreto padre, donde te puedo asegurar que verás a los más ilustres de todos
los feacios. Pero procede de esta manera, ya que no me pareces falto de juicio:
mientras vayamos por el campo, por terrenos cultivados por el hombre, anda
ligeramente con las esclavas detrás de las mulas y el carro, y yo te enseñaré el
camino por donde se sube a la ciudad que está cercada por alto y torreado muro y
tiene a uno y otro lado un hermoso puerto de boca estrecha adonde son conducidas
las corvas embarcaciones, pues hay estancias seguras para todas. Junto a un
magnífico templo de Poseidón se halla el ágora, labrada con piedras de acarreo
profundamente hundidas: allí guardan los aparejos de las negras naves, las
gúmenas y los cables, y aguzan los remos; pues los feacios no se cuidan de arcos
ni de aljabas, sino de mástiles y de remos de navío, bien proporcionados con los
cuales atraviesan alegres el espumoso mar. Ahora quiero evitar sus amargos
dichos; no sea que alguien me censure después -que hay en la población hombres
insolentísimos- u otro peor hable así al encontrarnos:
"¿Quién es ese forastero
tan alto y tan hermoso que sigue a Nausícaa? ¿Donde lo halló? Debe de ser su
esposo. Quizá haya recogido a un hombre de lejanas tierras que iría errante por
haberse extraviado de su nave, puesto que no los hay en estos contornos; o por
ventura es un dios que, accediendo a sus repetidas instancias, descendió del
cielo y lo tendrá consigo todos los días. Tanto mejor si ella fue a buscar
marido en otra parte y menosprecia el pueblo de los feacios, en el cual la
pretenden muchos e ilustres varones."
Nausícaa por F. Leighton
Así dirán y tendré que
sufrir tamaños ultrajes. Y también yo me indignaría contra la que tal hiciera;
contra la que, a despecho de su padre y de su madre todavía vivos, se juntara
con hombres antes de haber contraído público matrimonio.
Oh forastero, entiende
bien lo que voy a decir, para que pronto logres de mi padre que te dé compañeros
y te haga conducir a tu patria. Hallarás junto al camino un hermoso bosque de
álamos, consagrado a Atenea, en el cual mana una fuente y a su alrededor se
extiende un prado: allí tiene mi padre un campo y una viña floreciente, tan
cerca de la ciudad que puede oírse el grito que en ésta se de. Siéntate en aquel
lugar y aguarda que nosotras, entrando en la población lleguemos al palacio de
mi padre. Y cuando juzgues que ya habremos de estar en casa, encamínate también
a la ciudad de los feacios y pregunta por la morada de mi padre, del magnánimo
Alcínoo; la cual es fácil de conocer y a ella te guiará hasta un niño, pues las
demás casas de los feacios son muy diferentes de la del héroe Alcínoo.
Después que entrares en el
palacio y en el patio del mismo, atravesarás la sala rápidamente hasta que
llegues adonde mi madre, sentada al resplandor del fuego del hogar, de espaldas
a una columna, hila lana purpúrea, cosa admirable de ver, y tiene detrás de ella
a las esclavas. Allí también, cerca del hogar, se levanta el trono en que mi
padre se sienta y bebe vino como un inmortal. Pasa por delante de él y tiende
los brazos a las rodillas de mi madre, para que pronto amanezca el alegre día de
tu regreso a la patria por lejos que ésta se halle. Pues si mi madre te fuere
benévola, puedes concebir la esperanza de ver a tus amigos y de llegar a tu casa
bien labrada y a tu patria tierra.
Homero,
Odisea VII, 1 ss.
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
En aquel punto levantábase
Odiseo, para ir a la ciudad; y Atenea, que le quería bien, envolvióle en copiosa
nube: no fuera que alguno de los magnánimos feacios, saliéndole al camino, le
zahiriese con palabras y le preguntase quién era. Mas, al entrar el héroe en la
agradable población, se le hizo encontradiza Atenea, la deidad de ojos de
lechuza, transfigurada en joven doncella que llevaba un cántaro, y se detuvo
delante de él. Y el divinal Odiseo le dirigió esta pregunta:
—¡Oh hija! ¿No Podrías
llevarme al palacio de Alcínoo que reina sobre estos hombres? Soy un forastero
que, después de padecer mucho, he llegado acá, viniendo de lejos, de una tierra
apartada; y no conozco a ninguno de los hombres que habitan esta ciudad y estos
campos.
Respondióle Atenea, la
deidad de ojos de lechuza:
—Yo te mostraré, oh forastero venerable, el palacio de que hablas, pues esta cerca de la mansión de mi eximio padre. Anda sin desplegar los labios, y te guiaré en el camino; pero no mires a los hombres ni les hagas preguntas, que ni son muy sufridos con los forasteros ni acogen amistosamente al que viene de otro país. Aquéllos, fiando en sus rápidos bajeles, atraviesan el gran abismo del mar por concesión de Poseidón, que sacude la tierra; y sus embarcaciones son tan ligeras como las alas o el pensamiento.
—Yo te mostraré, oh forastero venerable, el palacio de que hablas, pues esta cerca de la mansión de mi eximio padre. Anda sin desplegar los labios, y te guiaré en el camino; pero no mires a los hombres ni les hagas preguntas, que ni son muy sufridos con los forasteros ni acogen amistosamente al que viene de otro país. Aquéllos, fiando en sus rápidos bajeles, atraviesan el gran abismo del mar por concesión de Poseidón, que sacude la tierra; y sus embarcaciones son tan ligeras como las alas o el pensamiento.
Cuando así hubo dicho,
Palas Atenea caminó a buen paso y Odiseo fue siguiendo las pisadas de la diosa.
Y los feacios ínclitos navegantes, no cayeron en la cuenta de que anduviese por
la ciudad y entre ellos porque no lo permitió Atenea, la terrible deidad de
hermosas trenzas, la cual, usando de benevolencia cubrióle con una niebla
divina. Atónito contemplaba Odiseo los puertos, las naves bien proporcionadas,
las ágoras de aquellos héroes y los muros grandes, altos, provistos de
empalizadas, que era cosa admirable de ver. Pero, no bien llegaron al magnífico
palacio del rey, Atenea, la deidad de ojos de lechuza, comenzó a hablarle de
esta guisa:
—Este
es, padre huésped, el palacio que me pediste te mostrara. Hallarás en él a los
reyes alumnos de Zeus, celebrando un banquete; pero vete adentro y no se turbe
tu ánimo, que el hombre, si es audaz, es más afortunado en lo que emprende,
aunque haya venido de otra tierra. Entrado en la sala, hallarás primero a la
reina, cuyo nombre es Arete, y procede de los mismos ascendientes que
engendraron al rey Alcínoo. En un principio, engendraron a Nausítoo el dios
Poseidón, que sacude la tierra, y Peribea, la más hermosa de las mujeres, hija
menor del magnánimo Eurimedonte, el cual había reinado en otro tiempo sobre los
orgullosos
Gigantes.Pero éste perdió
a su pueblo malvado y pereció él mismo; y Poseidón tuvo en aquélla un hijo, el
magnánimo Nausítoo, que luego imperó sobre los feacios. Nausítoo engendró a
Rexénor y a Alcínoo; mas, estando el primero recién casado y sin hijos varones,
fue muerto por Apolo, el del arco de plata, y dejó en el palacio una sola hija,
Arete, a quien Alcínoo tomó por consorte y se ve honrada por él como ninguna de
las mujeres de la tierra que gobiernan una casa y viven sometidas a sus esposos.
Así, tan cordialmente, ha sido y es honrada de sus hijos, del mismo Alcínoo y de
los ciudadanos que la contemplan como a una diosa y la saludan con cariñosas
palabras cuando anda por la ciudad. No carece de buen entendimiento y dirime los
litigios de aquellos, para los cuales siente benevolencia, aunque sean hombres.
Si ella te fuere benévola, ten esperanza de ver a tus amigos y de llegar a tu
casa de elevado techo y a tu patria tierra.
Sala del Trono
en Cnoso y otros frescos reconstruidos
Cuando Atenea, la de ojos
de lechuza, hubo dicho esto, se fue por cima del mar; y, saliendo de la
encantadora Esqueria llegó a Maratón, la de anchas calles, y entróse en la tan
sólidamente construida morada de Erecteo. Ya Odiseo enderezaba sus pasos a la
ínclita casa de Alcínoo y, antes de llegar frente al broncíneo umbral, meditó en
su ánimo muchas cosas; pues la mansión excelsa del magnánimo Alcínoo
resplandecía con el brillo del sol o de la luna. A derecha e izquierda corrían
sendos muros de bronce desde el umbral al fondo en lo alto de ello, extendíase
una cornisa de lapislázuli; puertas de oro cerraban por dentro la cara
sólidamente construida, las dos jambas eran de plata y arrancaban del broncíneo
umbral, apoyábase en ellas argénteo dintel, y el anillo de la puerta era de oro.
Estaban en ambos lados unos perros de plata y oro, inmortales y exentos para
siempre de la vejez, que Hefesto había fabricado con sabia inteligencia para que
guardaran la casa del magnánimo Alcínoo. Había sillones arrimados a la una y a
la otra de las paredes, cuya serie llegaba sin interrupción desde el umbral a lo
más hondo, y cubrían los delicados tapices hábilmente tejidos, obra de las
mujeres. Sentábanse allí los príncipes feacios a beber y a comer, pues de
continuo celebraban banquetes. Sobre pedestales muy bien hechos hallábanse de
pie unos niños de oro, los cuales alumbraban de noche, con hachas encendidas en
las manos, a los convidados que hubiera en la casa.
Cincuenta
esclavas tiene Alcínoo en su palacio; unas quebraban con la muela el rubio
trigo; otras tejen telas y, sentadas, hacen voltear los husos, moviendo las
manos cual si fuesen hojas de excelso plátano, y las bien labradas telas relucen
como si destilaran aceite líquido.
Cuanto los feacios son
expertos sobre todos los hombres en conducir una velera nave por el ponto, así
sobresalen grandemente las mujeres en fabricar lienzos, pues Atenea les ha
concedido que sepan hacer bellísimas labores y posean excelente ingenio. En el
exterior del patio, cabe a las puertas, hay un gran jardín de cuatro yugadas, y
alrededor del mismo se extiende un seto por entrambos lados.
Allí han crecido grandes y
florecientes árboles: perales, granados, manzanos de espléndidas pomas, dulces
higueras y verdes olivos. Los frutos de estos árboles no se pierden ni faltan,
ni en invierno ni en verano: son perennes; y el Céfiro, soplando constantemente,
a un mismo tiempo produce unos y madura otros. La pera envejece sobre la pera,
la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y el higo sobre el higo. Allí
han plantado una viña muy fructífera y parte de sus uvas se secan al sol en un
lugar abrigado y llano, a otras las vendimian, a otras las pisan, y están
delante las verdes, que dejan caer la flor, y las que empiezan a negrear. Allí
en el fondo del huerto, crecían liños de legumbres de toda clase, siempre
lozanas. Hay en él dos fuentes: una corre por todo el huerto; la otra va hacia
la excelsa morada y sale debajo del umbral, adonde acuden por agua los
ciudadanos. Tales eran los espléndidos presentes de los dioses en el palacio de
Alcínoo.
Detuvose el paciente
divinal Odiseo a contemplar todo aquello; y, después de admirarlo, pasó
rápidamente el umbral, entró en la casa y halló a los caudillos y príncipes de
los feacios ofreciendo con las copas libaciones al vigilante Argifontes, que era
el último a quien las hacían cuando ya determinaban acostarse; mas el paciente
divinal Odiseo anduvo por el palacio, envuelto en la espesa nube con que lo
cubrió Atenea, hasta llegar adonde estaban Arete y el rey Alcínoo.
Entonces
tendió Odiseo sus brazos a las rodillas de Arete, disipóse la divinal niebla,
enmudecieron todos los de la casa al reparar en aquel hombre a quien
contemplaban admirados, y Odiseo comenzó su ruego de esta manera:
—¡Arete, hija de Rexénor,
que parecía un dios! Después de sufrir mucho, vengo a tu esposo, a tus rodillas
y a estos convidados, a quienes permitan los dioses vivir felizmente y entregar
su herencia a los hijos que dejen en sus palacios, así como también los honores
que el pueblo les haya conferido. Mas aprestadme hombres que me conduzcan, para
que muy pronto vuelva a la patria; pues hace mucho tiempo que ando lejos de los
amigos, padeciendo infortunios.
Dicho esto, sentóse junto
a la lumbre del hogar, en la ceniza; y todos enmudecieron y quedaron
silenciosos. Pero, al fin, el anciano héroe Equeneo, que era el de más edad
entre los varones feacios y descollaba por su elocuencia, sabiendo muchas y muy
antiguas cosas, les arengó benévolamente y les dijo:
Ch. Gleyre, La Reina Arete y los Feacios
—¡Alcínoo! No es bueno ni decoroso para ti que el huésped esté sentado en tierra, sobre la ceniza del hogar; y éstos se hallan cohibidos, esperando que hables. Ea, pues, levántale, hazle sentar en una silla de clavazón de plata, y manda a los heraldos que mezclen vino para ofrecer libaciones a Zeus, que se huelga con el rayo, dios que acompaña a los venerandos suplicantes. Y tráigale de cenar la despensera, de aquellas viandas que allá dentro se guardan.
Cuando esto oyó la sacra
potestad de Alcínoo, asiendo por la mano al prudente y sagaz Odiseo, alzóle de
junto al fuego e hízolo sentar en una silla espléndida, mandando que se la
cediese un hijo suyo, el valeroso Laodomante, que se sentaba a su lado y érale
muy querido. Una esclava dióle aguamanos, que traía en magnífico jarro de oro y
vertió en fuente de plata, y puso delante de Odiseo una pulimentada mesa. La
veneranda despensera trájole pan y dejó en la mesa buen número de manjares,
obsequiándole con los que tenía guardados.
v. 184 ss.
Y cuando hubieron hecho la
libación y bebido cuanto plugo a su ánimo, Alcínoo les arengó diciéndoles de
esta suerte:
—¡Oíd, caudillos y
príncipes de los feacios, y os diré lo que en el pecho mi corazón me dicta!
Ahora, que habéis cenado, idos a acostar en vuestras casas, mañana, así que
rompa el día, llamaremos a un número mayor de ancianos, trataremos al forastero
como a huésped en el palacio, ofreceremos a las deidades hermosos sacrificios, y
hablaremos de su acompañamiento para que pueda, sin fatigas ni molestias y
acompañándole nosotros, llegar rápida y alegremente a su patria tierra, aunque
esté muy lejos, y no haya de padecer mal ni daño alguno antes de tornar a su
país; que, ya en su casa, padecerá lo que el hado y las graves Hilanderas
dispusieron al hilar el hilo cuando su madre lo dio a luz. Y si fuere uno de los
inmortales, que ha bajado del cielo, algo nos preparan los dioses; pues hasta
aquí siempre se nos han aparecido claramente cuando les ofrecemos magníficas
hecatombes, y comen, sentados con nosotros, donde comemos los demás. Y si algún
solitario caminante se encuentra con ellos, no se le ocultan; porque estamos tan
cercanos a los mismos por nuestro linaje como los Ciclopes y la salvaje raza de
los Gigantes.
v. 228 ss.
Hechas las libaciones y
habiendo bebido todos cuanto les plugo, fueron a recogerse en sus respectivas
moradas; pero el divinal Odiseo se quedó en el palacio y a par de él sentáronse
Arete y el deiforme Alcínoo, mientras las esclavas retiraban lo que había
servido para el banquete. Arete, la de los níveos brazos, fue la primera en
hablar, pues, contemplando los hermosos vestidos de Odiseo, reconoció el manto y
la túnica que había labrado con sus siervas. Y en seguida habló al héroe con
estas aladas palabras:
—¡Huésped! Primeramente
quiero preguntarte yo misma: ¿Quién eres y de que país procedes? ¿Quién te dio
esos vestidos? ¿No dices que llegaste vagando por el ponto?
Respondióle el ingenioso
Odiseo:
—Difícil sería, oh reina, contar menudamente mis infortunios, pues me los enviaron en gran abundancia los dioses celestiales; mas te hablaré de aquello de lo que me preguntas e interrogas. Hay en el mar una isla lejana, Ogigia, donde mora la hija de Atlante, la dolosa Calipso, de lindas trenzas, deidad poderosa que no se comunica con ninguno de los dioses ni de los mortales hombres; pero a mi, oh desdichado, me llevó a su hogar algún numen después que Zeus hendió con el ardiente rayo mi veloz nave en medio del vinoso ponto. Perecieron mis esforzados compañeros, mas yo me abracé a la quilla del corvo bajel, anduve errante nueve días y en la décima y obscura noche lleváronme los dioses a la isla Ogigia, donde mora Calipso, de lindas trenzas, terrible diosa; ésta me recogió me trato solicita y amorosamente me mantuvo y díjome a menudo que me haría inmortal y exento de la senectud para siempre, sin que jamás lograra llevar la persuasión a mi ánimo. Allí estuve detenido siete años y regué incesantemente con lágrimas las divinales vestiduras que me dio Calipso. Pero cuando vino el año octavo, me exhortó y me invito a partir; sea a causa de algún mensaje de Zeus, sea porque su mismo pensamiento hubiese variado. Envióme en una balsa hecha con buen número de ataduras, me dio abundante pan y dulce vino, me puso vestidos divinales y me mandó favorable y plácido viento.
—Difícil sería, oh reina, contar menudamente mis infortunios, pues me los enviaron en gran abundancia los dioses celestiales; mas te hablaré de aquello de lo que me preguntas e interrogas. Hay en el mar una isla lejana, Ogigia, donde mora la hija de Atlante, la dolosa Calipso, de lindas trenzas, deidad poderosa que no se comunica con ninguno de los dioses ni de los mortales hombres; pero a mi, oh desdichado, me llevó a su hogar algún numen después que Zeus hendió con el ardiente rayo mi veloz nave en medio del vinoso ponto. Perecieron mis esforzados compañeros, mas yo me abracé a la quilla del corvo bajel, anduve errante nueve días y en la décima y obscura noche lleváronme los dioses a la isla Ogigia, donde mora Calipso, de lindas trenzas, terrible diosa; ésta me recogió me trato solicita y amorosamente me mantuvo y díjome a menudo que me haría inmortal y exento de la senectud para siempre, sin que jamás lograra llevar la persuasión a mi ánimo. Allí estuve detenido siete años y regué incesantemente con lágrimas las divinales vestiduras que me dio Calipso. Pero cuando vino el año octavo, me exhortó y me invito a partir; sea a causa de algún mensaje de Zeus, sea porque su mismo pensamiento hubiese variado. Envióme en una balsa hecha con buen número de ataduras, me dio abundante pan y dulce vino, me puso vestidos divinales y me mandó favorable y plácido viento.
Diecisiete
días navegué, atravesando el ponto; al décimoctavo pude divisar los umbrosos
montes de vuestra tierra y a mi, oh infeliz, se me alegró el corazón. Mas aún
había de encontrarme con grandes trabajos que me suscitaría Poseidón, que sacude
la tierra: el dios levantó vientos contrarios, impidiéndome el camino, y
conmovió el mar inmenso; de suerte que las olas no me permitían a mi, que daba
profundos suspiros, ir en la balsa, y ésta fue desbaratada muy pronto por la
tempestad. Entonces nadé, atravesando el abismo, hasta que el viento y el agua
me acercaron a vuestro país. Al salir del mar, la ola me hubiese estrellado
contra la tierra firme, arrojándome a unos peñascos y a un lugar funesto; pero
retrocedí nadando y llegué a un río, paraje que me pareció muy oportuno por
carecer de rocas y formar como un reparo contra los vientos. Me dejé caer sobre
la tierra cobrando aliento; pero sobrevino la divinal noche y me alejé del río,
que las celestiales lluvias alimentan, me eché a dormir entre unos arbustos,
después de haber amontonado serojas a mi alrededor, e infundióme un dios
profundísimo sueño. Allí, entre las hojas y con el corazón triste, dormí toda la
noche, toda la mañana y el mediodía; y al ponerse el sol dejóme el dulce sueño.
Vi entonces a las siervas de tu hija jugando en la playa junto con ella, que
parecía una diosa. La imploré y no le faltó buen juicio, como no era de esperar
que demostrase en sus actos una persona joven que se hallara en tal trance,
porque los mozos siempre se portan inconsiderablemente. Dióme abundante pan y
vino tinto, mandó que me lavaran en el río y me entregó estas vestiduras. Tal es
lo que, aunque angustiado, deseaba contarte, conforme a la verdad de lo
ocurrido.
Respondióle Alcínoo diciendo
:
—¡Huésped! En verdad que mi hija no tomó el acuerdo más conveniente; ya que no te trajo a nuestro palacio, con las esclavas habiendo sido la primera persona a quien suplicaste.
—¡Huésped! En verdad que mi hija no tomó el acuerdo más conveniente; ya que no te trajo a nuestro palacio, con las esclavas habiendo sido la primera persona a quien suplicaste.
Contestóle el ingenioso
Odiseo:
—¡Oh héroe! No por eso reprendas a tan eximia doncella, que ya me invitó a seguirla con las esclavas; mas yo no quise por temor y respeto: no fuera que mi vista te irritara, pues somos muy suspicaces los hombres que vivimos en la tierra.
—¡Oh héroe! No por eso reprendas a tan eximia doncella, que ya me invitó a seguirla con las esclavas; mas yo no quise por temor y respeto: no fuera que mi vista te irritara, pues somos muy suspicaces los hombres que vivimos en la tierra.
Respondióle Alcínoo
diciendo:
—¡Huésped! No encierra mi pecho corazón de tal índole que se irrite sin motivo, y lo mejor es siempre lo más justo. Ojalá, ¡por el padre Zeus, Atenea y Apolo!, que siendo cual eres y pensando como yo pienso, tomases a mi hija por mujer y fueras llamado yerno mío, permaneciendo con nosotros. Diérate casa y riquezas, si de buen grado te quedaras; que contra tu voluntad ningún feacio te ha de detener, pues eso disgustaría al padre Zeus. Y desde ahora decido, para que lo sepas bien, que tu viaje se haga mañana: en durmiéndote, vencido del sueño, los compañeros remarán por el mar en calma hasta que llegues a tu patria y a tu casa, o adonde te fuere grato, aunque esté mucho más lejos que Eubea; la cual dicen que se halla muy distante los ciudadanos que la vieron cuando llevaron al rubio, Radamantis a visitar a Titio, hijo de Gea: fueron allá y en un solo día y sin cansarse terminaron el viaje y se restituyeron a sus casas. Tú mismo apreciarás cuán excelentes son mis naves y cuán hábiles los jóvenes en batir el mar con los remos.
—¡Huésped! No encierra mi pecho corazón de tal índole que se irrite sin motivo, y lo mejor es siempre lo más justo. Ojalá, ¡por el padre Zeus, Atenea y Apolo!, que siendo cual eres y pensando como yo pienso, tomases a mi hija por mujer y fueras llamado yerno mío, permaneciendo con nosotros. Diérate casa y riquezas, si de buen grado te quedaras; que contra tu voluntad ningún feacio te ha de detener, pues eso disgustaría al padre Zeus. Y desde ahora decido, para que lo sepas bien, que tu viaje se haga mañana: en durmiéndote, vencido del sueño, los compañeros remarán por el mar en calma hasta que llegues a tu patria y a tu casa, o adonde te fuere grato, aunque esté mucho más lejos que Eubea; la cual dicen que se halla muy distante los ciudadanos que la vieron cuando llevaron al rubio, Radamantis a visitar a Titio, hijo de Gea: fueron allá y en un solo día y sin cansarse terminaron el viaje y se restituyeron a sus casas. Tú mismo apreciarás cuán excelentes son mis naves y cuán hábiles los jóvenes en batir el mar con los remos.
Homero,
Odisea VIII, 1 ss.
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
No bien se descubrió la
hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, levantáronse de la cama la sacra
potestad de Alcínoo y Odiseo, del linaje de Zeus, asolador de ciudades. La sacra
potestad de Alcínoo se puso al frente de los demás, y juntos se encaminaron al
ágora que los feacios habían construido cerca de las naves. Tan luego como
llegaron, sentáronse en unas piedras pulidas, los unos al lado de los otros;
mientras Palas Atenea, transfigurada en heraldo del prudente Alcínoo, recorría
la ciudad y pensaba en la vuelta del magnánimo Odiseo a su patria...
v. 59 ss.
Para ellos inmoló Alcínoo
doce ovejas, ocho puercos de albos dientes y dos flexípedes bueyes: todos fueron
desollados y preparados, y aparejóse una agradable comida.
Presentóse el heraldo con
el amable aedo a quien la Musa quería extremadamente y le había dado un bien y
un mal: privóle de la vista, pero le concedió el dulce canto. Pontónoo le puso
en medio de los convidados una silla de clavazón de plata, arrimándola a excelsa
columna; y el heraldo le colgó de un clavo la melodiosa cítara más arriba de la
cabeza, enseñóle a tomarla con las manos y le acercó un canastillo, una linda
mesa y una copa de vino para que bebiese siempre que su ánimo se lo aconsejara.
Todos echaron mano a las viandas que tenían delante.
Y
apenas saciado el deseo de comer y de beber, la Musa excitó al aedo a que
celebrase la gloria de los guerreros con un cantar cuya fama llegaba entonces al
anchuroso cielo: la disputa de Odiseo y del Pelida Aquileo, quienes en el
suntuoso banquete en honor de los dioses contendieron con horribles palabras,
mientras el rey de los hombres Agamemnón se regocijaba en su ánimo al ver que
reñían los mejores de los aqueos; pues Febo Apolo se lo había pronosticado en la
divina Pito, cuando el héroe pasó el umbral de piedra y fue a consultarle,
diciéndole que desde aquel punto comenzaría a desarrollarse la calamidad entre
teucros y dánaos por la decisión del gran Zeus.
Tal era lo que cantaba el
ínclito aedo. Odiseo tomó con sus robustas manos el gran manto de color de
púrpura y se lo echó por encima de la cabeza, cubriendo su faz hermosa, pues
dábale vergüenza que brotaran lágrimas de sus ojos delante de los feacios; y así
que el divinal aedo dejó de cantar, enjugóse las lágrimas, se quitó el manto de
la cabeza y, asiendo una copa doble, hizo libaciones a las deidades. Pero,
cuando aquel volvió a comenzar -habiéndole pedido los más nobles feacios que
cantase, porque se deleitaban con sus relatos- Odiseo se cubrió nuevamente la
cabeza y tornó a llorar. A todos les pasó inadvertido que derramara lágrimas
menos a Alcínoo; el cual, sentado junto a él, lo reparó y notó, oyendo asimismo
que suspiraba profundamente. Y entonces dijo el rey a los feacios, amantes de
manejar los remos:
—¡Oídme, caudillos y
príncipes de los feacios! Como ya hemos gozado del común banquete y de la
cítara, que es la compañera del festín espléndido, salgamos a probar toda clase
de juegos; para que el huésped participe a sus amigos, después que se haya
restituido a la patria, cuánto superamos a los demás hombres en el pugilato,
lucha, salto y carrera.
v. 143 ss.
Apenas lo oyó, adelantóse
el buen hijo de Alcínoo, púsose en medio de todos y dijo a Odiseo:
—Ea, padre huésped, ven tú
también a probar la mano en los juegos, si aprendiste alguno; y debes de
conocerlos, que no hay gloria más ilustre para el varón en esta vida, que la de
campear por las obras de sus pies o de sus manos. Ea pues, ven a ejercitarte y
echa del alma las penas, pues tu viaje no se diferirá mucho: ya la nave ha sido
botada y los que te han de acompañar están prestos.
Respondióle el ingenioso
Odiseo:
—¡Laodamante! ¿Por qué me ordenáis tales cosas para hacerme burla? Más que en los juegos ocúpase mi alma en sus penas, que son muchísimas las que he padecido y arrostrado. Y ahora, anhelando volver a la patria, me siento en vuestra ágora, para suplicar al rey y a todo el pueblo.
—¡Laodamante! ¿Por qué me ordenáis tales cosas para hacerme burla? Más que en los juegos ocúpase mi alma en sus penas, que son muchísimas las que he padecido y arrostrado. Y ahora, anhelando volver a la patria, me siento en vuestra ágora, para suplicar al rey y a todo el pueblo.
Mas Euríalo le contestó,
echándole en cara este baldón:
—¡Huésped! No creo, en verdad, que seas varón instruido en los muchos juegos que se usan entre los hombres; antes pareces capitán de marineros traficantes, sepultado asiduamente en la nave de muchos bancos para cuidar de la carga y vigilar las mercancías y el lucro debido a las rapiñas. No, no tienes traza de atleta.
—¡Huésped! No creo, en verdad, que seas varón instruido en los muchos juegos que se usan entre los hombres; antes pareces capitán de marineros traficantes, sepultado asiduamente en la nave de muchos bancos para cuidar de la carga y vigilar las mercancías y el lucro debido a las rapiñas. No, no tienes traza de atleta.
Mirándole con torva faz,
le repuso el ingenioso Odiseo:
¡Huésped! Mal hablaste y me pareces un insensato.... No soy ignorante en los juegos, como tu afirmas, antes pienso que me podían contar entre los primeros mientras tuve confianza en mi juventud y en mis manos. Ahora me hallo agobiado por la desgracia y las fatigas, pues he tenido que sufrir mucho, ya combatiendo con los hombres, ya surcando las temibles olas. Pero aun así, siquiera haya padecido gran copia de males, probaré la mano en los juegos: tus palabras fueron mordaces y me incitaste al proferirlas.
¡Huésped! Mal hablaste y me pareces un insensato.... No soy ignorante en los juegos, como tu afirmas, antes pienso que me podían contar entre los primeros mientras tuve confianza en mi juventud y en mis manos. Ahora me hallo agobiado por la desgracia y las fatigas, pues he tenido que sufrir mucho, ya combatiendo con los hombres, ya surcando las temibles olas. Pero aun así, siquiera haya padecido gran copia de males, probaré la mano en los juegos: tus palabras fueron mordaces y me incitaste al proferirlas.
Dijo; y, levantándose
impetuosamente sin dejar el manto, tomó un disco mayor, más grueso y mucho más
pesado que el que solían tirar los feacios. Hízole dar algunas vueltas,
despidiólo del robusto brazo, y la piedra partió silbando y con tal ímpetu que
los feacios, ilustres navegantes que usan largos remos se inclinaron al suelo.
El disco, corriendo veloz desde que lo soltó la mano, pasó las señales de todos
los tiros. Y Atenea, transfigurada en varón, puso la conveniente señal y así les
dijo:
—Hasta un ciego, oh
huésped, distinguiría a tientas la señal de tu golpe, porque no está mezclada
con la multitud de las otras, sino mucho más allá. En ese juego puedes estar
tranquilo que ninguno de los feacios llegará a tu golpe y mucho menos logrará
pasarlo...
—Llegad a esta señal, oh
jóvenes, y espero que pronto enviaré otro disco o tan lejos o más aun. Y en los
restantes juegos, aquel a quien le impulse el corazón y el ánimo a probarse
conmigo, venga acá -ya que me habéis encolerizado fuertemente-, pues en el
pugilato, la lucha o la carrera, a nadie rehuso de entre todos los feacios a
excepción del mismo Laodamante, que es mi huésped: ¿quien lucharía con el que le
acoge amistosamente? Insensato y miserable es el que provoca en los juegos al
que le ha recibido como huésped en tierra extraña, pues con ello a sí mismo se
perjudica.
De los demás a ninguno
rechazo ni desprecio, sino que mi ánimo es conocerlos y probarme con todos
frente a frente; pues no soy completamente inepto para cuantos juegos se hallan
en uso entre los hombres. Sé manejar bien el pulido arco, y sería quien primero
hiriese a un hombre, si lo disparara contra una turba de enemigos, aunque gran
número de compañeros estuviesen a mi lado, tirándoles flechas. El único que
lograba vencerme, cuando los aqueos nos servíamos del arco allá en el pueblo de
los troyanos, era Filoctetes; mas yo os aseguro que les llevo gran ventaja a
todos los demás, a cuantos mortales viven actualmente y comen pan en el mundo,
pues no me atreviera a competir con los antiguos varones -ni con Heracles, ni
con Eurito ecaliense- que hasta con los inmortales contendían con el arco. Por
ello murió el gran Eurito en edad temprana y no pudo llegar a viejo en su
palacio: lo mató Apolo, irritado de que le desafiase a tirar con el arco. Tan
sólo en el correr temería que alguno de los feacios me superara, pues me
quebrantaron de deplorable manera muchísimas olas, no siempre tuve provisiones
en la nave, y mis miembros están desfallecidos.
Así habló. Todos
enmudecieron y quedaron silenciosos. Y solamente Alcínoo le contestó diciendo:
—¡Huésped! No nos
desplacieron tus palabras, ya que con ellas te propusiste mostrar el valor que
tienes, enojado de que ese hombre te increpase dentro del circo, siendo así que
ningún mortal que pensara razonablemente pondría tacha a tu bravura. Mas ahora,
presta atención a mis palabras, para que, cuando estés en tu casa y comiendo con
tu esposa y tus hijos te acuerdes de nuestra destreza, puedas referir a algún
otro héroe que obras nos asignó Zeus desde nuestros antepasados. No somos
irreprensibles púgiles ni luchadores, sino muy ligeros en el correr y excelentes
en gobernar las naves; y siempre nos placen los convites, la cítara, los bailes,
las vestiduras limpias, los baños calientes y la cama.
Pero,
ea danzadores feacios, salid los más hábiles a bailar; para que el huésped diga
a sus amigos, al volver a su morada, cuánto sobrepujamos a los demás hombres en
la navegación, la carrera, el baile y el canto. Y vaya alguno en busca de la
cítara, que quedó en nuestro palacio, y tráigala presto a Demódoco.
Así dijo el deiforme
Alcínoo. Levantóse el heraldo y fue a traer del palacio del rey la hueca cítara.
Alzáronse también nueve jueces, que habían sido elegidos entre los ciudadanos y
cuidaban de todo lo relativo a los juegos; y al instante allanaron el piso y
formaron un ancho y hermoso corro. Volvió el heraldo y trajo la melodiosa cítara
a Demódoco; éste se puso en medio, y los adolescentes hábiles en la danza,
habiéndose colocado a su alrededor, hirieron con los pies el divinal circo. Y
Odiseo contemplaba con gran admiración los rápidos y deslumbradores movimientos
que con los pies hacían.
Mas el aedo,
pulsando la cítara, empezó a cantar hermosamente los
amores de
Ares y Afrodita,
la de bella corona: cómo se unieron a hurto y por vez primera en casa de
Hefesto, y cómo aquel hizo muchos regalos e infamó el lecho marital del soberano
dios. Helios, que vio el amoroso acceso, fue en seguida a contárselo a
Hefesto...
v.
367 ss.
Tal era lo que cantaba el
ínclito aedo, y holgábase de oírlo Odiseo y los feacios, que usan largos remos y
son ilustres navegantes.
Alcínoo mandó entonces que
Halio y Laodamante bailaran solos, pues con ellos no competía nadie. Al momento
tomaron en sus manos una linda pelota de color de púrpura, que les había hecho
el habilidoso Pólibo; y el uno, echándose hacia atrás, la arrojaba a las
sombrías nubes, y el otro, dando un salto, la cogía fácilmente antes de volver a
tocar con sus pies el suelo. Tan pronto como se probaron en tirar la pelota
rectamente, pusiéronse a bailar en la fértil tierra, alternando con frecuencia.
Aplaudieron los demás jóvenes que estaban en el circo, y se promovió una recia
gritería. Y entonces el divinal Odiseo habló a Alcínoo de esta manera:
—¡Rey Alcínoo, el más
esclarecido de todos los ciudadanos! Prometiste demostrar que vuestros
danzadores son excelentes y lo has cumplido. Atónito me quedo al contemplarlos.
Así
dijo. Alegróse la sacra potestad de Alcínoo y al punto habló así a los feacios,
amantes de manejar los remos:
—¡Oíd, caudillos y
príncipes de los feacios! Paréceme el huésped muy sensato. Ea, pues ofrezcámosle
los dones de la hospitalidad, que esto es lo que cumple. Doce preclaros reyes
gobernáis como príncipes la población y yo soy el treceno: traiga cada uno un
manto bien lavado, una túnica y un talento de precioso oro; y vayamos todos
juntos a llevárselo al huésped para que, al verlo en sus manos, asista a la cena
con el corazón alegre. Y apacígüelo Euríalo con palabras y un regalo, porque no
habló de conveniente modo.
Homero,
Odisea VIII, 454 ss.
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Y lavado ya (Odiseo) y
ungido con aceite por las esclavas, que le pusieron una túnica y un hermoso
manto, salió y fuese hacia los hombres, bebedores de vino, que allí estaban,
pero Nausícaa, a quien las deidades habían dotado de belleza, paróse ante la
columna que sostenía el techo sólidamente construido, se admiró al clavar los
ojos en Odiseo y le dijo estas aladas palabras:
—Salve, huésped, para que
en alguna ocasión, cuando estés de vuelta en tu patria, te acuerdes de mi; que
me debes antes que a nadie el rescate de tu vida.
Respondióle el ingenioso
Odiseo:
—¡Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo! Concédame Zeus, el tonante esposo de Hera, que llegue a mi casa y vea el día de mi regreso; que allí te invocaré todos los días, como a una diosa, porque fuiste tú, oh doncella, quien me salvó la vida.
—¡Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo! Concédame Zeus, el tonante esposo de Hera, que llegue a mi casa y vea el día de mi regreso; que allí te invocaré todos los días, como a una diosa, porque fuiste tú, oh doncella, quien me salvó la vida.
Dijo, y fue a sentarse
junto al rey Alcínoo, cuando ya se distribuían las porciones y se mezclaba el
vino. Presentóse el heraldo con el amable aedo Demódoco, tan honrado por la
gente, y le hizo sentar en medio de los convidados, arrimándolo a excelsa
columna. Y entonces el ingenioso Odiseo, cortando una tajada del espinazo de un
puerco de blancos dientes, del cual quedaba aún la mayor parte y estaba cubierto
de abundante grasa, habló al heraldo de esta manera:
—¡Heraldo! Toma, llévale
esta carne a Demódoco para que coma y así le obsequiaré, aunque estoy afligido;
que a los aedos por doquier les tributan honor y reverencia los hombres
terrestres, porque la Musa les ha enseñado el canto y los ama a todos.
Así dijo; y el heraldo
puso la carne en las manos del héroe Demódoco, quien, al recibirla, sintió que
se le alegraba el alma. Todos echaron mano a las viandas que tenían delante. Y
cuando hubieron satisfecho las ganas de beber y de comer, el ingenioso Odiseo
habló a Demódoco de esta manera:
—¡Demódoco! Yo te
alabo más que a otro mortal cualquiera, pues deben de haberte enseñado la Musa,
hijo de Zeus, o el mismo Apolo, a juzgar por lo primorosamente que cantas el
azar de los aqueos y todo lo que llevaron a cabo, padecieron y soportaron como
si tú en persona lo hubieras visto o se lo hubieses oído referir a alguno de
ellos. Mas, ea, pasa a otro asunto y canta como estaba dispuesto el
caballo de madera construido por
Epeo
con la ayuda de Atenea...
v. 521 ss.
Tal fue lo que cantó el
eximio aedo; y en tanto consumíase Odiseo, y las lágrimas manaban de sus
párpados y le regaban las mejillas...
A todos les pasó
inadvertido que vertiera lágrimas, menos a Alcínoo: el cual, sentado junto a él,
lo advirtió y notó, oyendo asimismo que suspiraba profundamente. Y en seguida
dijo a los feacios, amantes de manejar los remos:
v. 572 ss.
Ea, habla y cuéntame
sinceramente por dónde anduviste perdido y a qué regiones llegaste especificando
qué gentes y que ciudades bien pobladas había en ellas; así como también cuáles
hombres eran crueles, salvajes e injustos, y cuáles hospitalarios y temerosos de
los dioses. Dime por qué lloras y te lamentas en tu ánimo cuando oyes referir el
azar de los argivos, de los dánaos y de Ilión. Diéronselo las deidades, que
decretaron la muerte de aquellos hombres para que sirvieran a los venideros de
asunto para sus cantos. ¿Acaso perdiste delante de Ilión algún deudo como tu
yerno ilustre o tu suegro, que son las personas más queridas después de las
ligadas con nosotros por la sangre y el linaje? ¿O fue, por ventura, un
esforzado y agradable compañero, ya que no es inferior a un hermano el compañero
dotado de prudencia?
Homero,
Odisea IX, 1 ss.
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Respondióle el
ingenioso Odiseo:((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
—¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! En verdad que es linda cosa oír a un aedo como este, cuya voz se asemeja a la de un numen. No creo que haya cosa tan agradable como ver que la alegría reina en todo el pueblo y que los convidados, sentados ordenadamente en el palacio ante las mesas, abastecidas de pan y de carnes, escuchan al aedo, mientras el escanciador saca vino de la cratera y lo va echando en las copas. Tal espectáculo me parece bellísimo. Pero te movió el ánimo a desear que te cuente mis luctuosas desdichas, para que llore aún más y prorrumpa en gemidos. ¿Cuál cosa relataré en primer término, cuál en último lugar, siendo tantos los infortunios que me enviaron los celestiales dioses? Lo primero, quiero deciros mi nombre para que lo sepáis, y en adelante, después que me haya librado del día cruel, sea yo vuestro huésped, a pesar de vivir en una casa que esta muy lejos.
Soy Odiseo Laertíada, tan conocido de los hombres por mis astucias de toda clase; y mi gloria llega hasta el cielo. Habito en Itaca que se ve a distancia... es áspera, pero buena criadora de mancebos, y yo no puedo hallar cosa alguna que sea más dulce que mi patria. Calipso, la divina entre las deidades, me detuvo allá, en huecas grutas, anhelando que fuese su esposo; y de la misma suerte la dolosa Circe de Eea me acogió anteriormente en su palacio, deseando también tomarme por marido; ni aquélla ni ésta consiguieron infundir convicción a mi ánimo. No hay cosa más dulce que la patria y los padres, aunque se habite en una casa opulenta, pero lejana, en país extraño, apartada de aquellos. Pero voy a contarte mi vuelta, llena de trabajos, la cual me ordenó Zeus desde que salí de Troya.
Véanse otros mapas interactivos
v. 39 ss.
Habiendo partido de Ilión,
llevóme el viento al país de los cícones, a
Ismaro: entré a saco la
ciudad, maté a sus hombres y, tomando las mujeres y las abundantes riquezas, nos
lo repartimos todo para que nadie se fuera sin su parte de botín. Exhorté a mi
gente a que nos retiráramos con pie ligero, y los muy simples no se dejaron
persuadir. Bebieron mucho vino y, mientras degollaban en la playa gran número de
ovejas y de flexípedes bueyes de retorcidos cuernos, los cícones fueron a llamar
a otros cícones vecinos suyos; los cuales eran más en número y más fuertes,
habitaban el interior del país y sabían pelear a caballo con los hombres y aun a
pie donde fuese preciso. Vinieron por la mañana tantos, cuantas son las hojas y
flores que en la primavera nacen; y ya se nos presentó a nosotros, ¡oh
infelices! el funesto destino que nos había ordenado Zeus a fin de que
padeciéramos multitud de males. Formáronse nos presentaron batalla junto a las
veloces naves, y nos heríamos recíprocamente con las broncíneas lanzas. Mientras
duró la mañana y fuese aumentando la luz del sagrado día, pudimos resistir su
arremetida, aunque eran en superior número. Mas luego, cuando el sol se encaminó
al ocaso, los cícones derrotaron a los aqueos, poniéndolos en fuga. Perecieron
seis compañeros, de hermosas grebas, de cada embarcación, y los restantes nos
libramos de la muerte y del destino.
v.
79 ss.
Y habría llegado incólume
a la tierra patria, si la corriente de las olas y el Bóreas, que me desviaron al
doblar el cabo de Malea no me hubieran obligado a vagar lejos de Citera.
Desde allí dañosos
vientos lleváronme nueve días por el ponto, abundante en peces, y al décimo
arribamos a la tierra de los
lotófagos, que se
alimentan con un florido manjar. Saltamos en tierra, hicimos aguada, y pronto
los compañeros empezaron a comer junto a las veleras naves.
Y después que hubimos
gustado los alimentos y la bebida, envié algunos compañeros -dos varones a
quienes escogí e hice acompañar por un tercero que fue un heraldo- para que
averiguaran cuáles hombres comían el pan en aquella tierra. Fuéronse pronto y
juntáronse con los lotófagos, que no tramaron ciertamente la perdición de
nuestros amigos; pero les dieron a comer loto, y cuantos probaron este fruto,
dulce como la miel, ya no querían llevar noticias ni volverse; antes deseaban
permanecer con los lotófagos, comiendo loto, sin acordarse de volver a la
patria. Mas yo los llevé por fuerza a las cóncavas naves y, aunque lloraban, los
arrastré e hice atar debajo de los bancos. Y mandé que los restantes fieles
compañeros entrasen luego en las veloces embarcaciones: no fuera que alguno
comiese loto y no pensara en la vuelta. Hiciéronlo en seguida y, sentándose por
orden en los bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar.
v.
105 ss.
Desde allí continuamos la
navegación con ánimo afligido, y llegamos a la tierra de los ciclopes soberbios
y sin ley; quienes, confiados en los dioses inmortales, no plantan árboles, ni
labran los campos, sino que todo les nace sin semilla y sin arada -trigo, cebada
y vides, que producen vino de unos grandes racimos- y se lo hace crecer la
lluvia enviada por Zeus.
No tienen ágoras donde se
reúnan para deliberar, ni leyes tampoco, sino que viven en las cumbres de los
altos montes, dentro de excavadas cuevas; cada cual impera sobre sus hijos y
mujeres y no se entrometen los unos con los otros.
Delante del puerto, no muy
cercana ni a gran distancia tampoco de la región de los ciclopes, hay una isleta
poblada de bosque, con una infinidad de cabras monteses, pues no las ahuyenta el
paso de hombre alguno ni van allá los cazadores, que se fatigan recorriendo las
selvas en las cumbres de las montañas. No se ven en ella ni rebaños ni
labradíos, sino que el terreno está siempre sin sembrar y sin arar, carece de
hombres, y cría bastantes cabras. Pues los ciclopes no tienen naves de rojas
proas, ni poseen artífices que se las construyan de muchos bancos -como las que
transportan mercancías a distintas poblaciones en los frecuentes viajes que los
hombres efectúan por mar, yendo los unos en busca de los otros-, los cuales
hubieran podido hacer que fuese muy poblada aquella isla, que no es mala y daría
a su tiempo frutos de toda especie, porque tiene junto al espumoso mar prados
húmedos y tiernos y allí la vid jamás se perdiera.
Algunas de las aventuras de Odiseo a cargo de
Tibaldi, s. XVI:
Abajo en el centro, la tempestad provocada
por Posidón.
Abajo a la izquierda, Eolo, el rey de lo viento.
Arriba a la derecha, Odiseo en el palacio de
Circe.
Arriba a la izquierda, Odiseo ciega al Cíclope.
Abajo a la derecha, el Cíclope clama venganza a
su padre, Posidón, señor de los terremotos, mares y tempestades, que rige el
destino de Odiseo abajo en el centro del cuadro.
v. 152 ss.
No bien se descubrió la
hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, anduvimos por la isla muy admirados.
En esto las ninfas, prole de Zeus que lleva la égida, levantaron montaraces
cabras para que comieran mis compañeros. Al instante tomamos de los bajeles los
corvos arcos y los venablos de larga punta, nos distribuimos en tres grupos,
tiramos, y muy presto una deidad nos facilitó abundante caza. Doce eran las
naves que me seguían y a cada una le correspondieron nueve cabras, apartándose
diez para mí solo. Y ya todo el día hasta la puesta del sol, estuvimos sentados,
comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino; que el rojo licor aun no
faltaba en las naves, pues habíamos hecho gran provisión de ánforas al tomar la
sagrada ciudad de los cícones. Estando allí echábamos la vista a la tierra de
los ciclopes, que se hallaban cerca, y divisábamos el humo y oíamos las voces
que ellos daban, y los balidos de las ovejas y de las cabras. Cuando el sol se
puso y sobrevino la obscuridad, nos acostamos en la orilla del mar.
Mas, así que se descubrió
la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, los llamé a junta y les dije estas
razones:
—Quedaos aquí, mis fieles
amigos, y yo con mi nave y mis compañeros iré allá y procuraré averiguar qué
hombres son aquéllos; si son violentos, salvajes e injustos, u hospitalarios y
temerosos de las deidades.
Cuando así hube hablado
subí a la nave y ordené a los compañeros que me siguieran y desataran las
amarras. Ellos se embarcaron al instante y, sentándose por orden en los bancos,
comenzaron a batir con los remos el espumoso mar. Y tan luego como llegamos a
dicha tierra, que estaba próxima, vimos en uno de los extremos y casi tocando al
mar una excelsa gruta a la cual daban sombra algunos laureles, en ella reposaban
muchos hatos de ovejas y de cabras, y en contorno había una alta cerca labrada
con piedras profundamente hundidas, grandes pinos y encinas de elevada copa.
Allí moraba un varón gigantesco, solitario, que entendía en apacentar rebaños
lejos de los demás hombres, sin tratarse con nadie; y, apartado de todos,
ocupaba su ánimo en cosas inicuas. Era un monstruo horrible y no se asemejaba a
los hombres que viven de pan, sino a una selvosa cima que entre altos montes se
presentase aislada de las demás cumbres.
Entonces ordené a mis
fieles compañeros que se quedasen a guardar la nave; escogí los doce mejores y
juntos echamos a andar, con un pellejo de cabra lleno de negro y dulce vino que
me había dado Marón, vástago de Evantes y sacerdote de Apolo, el dios tutelar de
Ismaro; porque, respetándole, lo salvamos con su mujer e hijos que vivían en un
espeso bosque consagrado a Febo Apolo. Hízome Marón ricos dones, pues me regaló
siete talentos de oro bien labrado, una cratera de plata y doce ánforas de un
vino dulce y puro, bebida de dioses, que no conocían sus siervos ni sus
esclavas, sino tan sólo él, su esposa y una despensera. Cuando bebían este rojo
licor, dulce como la miel, echaban una copa del mismo veinte de agua; y de la
cratera salía un olor tan suave y divinal, que no sin pena se hubiese renunciado
a saborearlo. De este vino llevaba un gran odre completamente lleno y además
viandas en un zurrón; pues ya desde el primer instante se figuró mi ánimo
generoso que se nos presentaría un hombre dotado de extraordinaria fuerza,
salvaje, e ignorante de la justicia y de las leyes.
Pronto llegamos a la
gruta; mas no dimos con él, porque estaba apacentando las pingües ovejas.
Entramos y nos pusimos a contemplar con admiración y una por una todas las
cosas; había zarzos cargados de quesos; los establos rebosaban de corderos y
cabritos, hallándose encerrado, separadamente los mayores, los medianos y los
recentales; y goteaba el suero de todas las vasijas, tarros y barreños, de que
se servía para ordeñar. Los compañeros empezaron a suplicarme que nos
apoderásemos de algunos quesos y nos fuéramos, y que luego, sacando prestamente
de los establos los cabritos y los corderos, y conduciéndolos a la velera nave,
surcáramos de nuevo el salobre mar. Mas yo no me dejé persuadir -mucho mejor
hubiera sido seguir su consejo- con el propósito de ver a aquél y probar si me
ofrecería los dones de la hospitalidad. Pero su venida no había de serles grata
a mis compañeros.
Encendimos fuego,
ofrecimos un sacrificio a los dioses, tomamos algunos quesos, comimos, y le
aguardamos, sentados en la gruta, hasta que volvió con el ganado. Traía una gran
carga de leña seca para preparar su comida y descargóla dentro de la cueva con
tal estruendo que nosotros, llenos de temor, nos refugiamos apresuradamente en
lo más hondo de la misma. Luego metió en el espacioso antro todas las pingües
ovejas que tenía que ordeñar, dejando a la puerta, dentro del recinto de altas
paredes, los carneros y los bucos. Después cerró la puerta con un pedrejón
grande y pesado que llevó a pulso y que no hubiesen podido mover del suelo
veintidós sólidos carros de cuatro ruedas. ¡Tan inmenso era el peñasco que
colocó a la entrada! Sentóse enseguida, ordeñó las ovejas y las baladoras
cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. A la hora,
haciendo cuajar la mitad de la blanca leche, la amontonó en canastillos de
mimbre, y vertió la restante en unos vasos para bebérsela y así le serviría de
cena.
Acabadas con prontitud
tales faenas, encendió fuego, y al vernos, nos hizo estas preguntas:
—¡Oh forasteros! ¿Quiénes
sois? ¿De dónde llegasteis navegando por húmedos caminos? ¿Venís por algún
negocio o andáis por el mar, a la ventura, como los piratas que divagan,
exponiendo su vida y produciendo daño a los hombres de extrañas tierras?
Así dijo. Nos quebraba el
corazón el temor que nos produjo su voz grave y su aspecto monstruoso. Mas, con
todo eso, le respondí de esta manera:
—Somos aqueos a quienes
extraviaron, al salir de Troya, vientos de toda clase, que nos llevan por el
gran abismo del mar; deseosos de volver a nuestra patria llegamos aquí por otra
ruta, por otros caminos, porque de tal suerte debió de ordenarlo Zeus. Nos
preciamos de ser guerreros de Agamemnón Atrida, cuya gloria es inmensa debajo
del cielo -¡tan grande ciudad ha destruido y a tantos hombres ha hecho
perecer!-, y venimos a abrazar tus rodillas por si quisieras presentarnos los
dones de la hospitalidad o hacernos algún otro regalo, como es costumbre entre
los huéspedes. Respeta, pues, a los dioses, varón excelente; que nosotros somos
ahora tus suplicantes. Y a suplicante y forasteros los venga Zeus hospitalario,
el cual acompaña a los venerandos huéspedes.
....El ciclope, con ánimo
cruel, no me dio respuesta; pero, levantándose de súbito, echó mano a los
compañeros, agarró a dos y, cual si fuesen cachorrillos arrojólos a tierra con
tamaña violencia que el encéfalo fluyó del suelo y mojó el piso. De contado
despedazó los miembros, se aparejó una cena y se puso a comer como montaraz
león, no dejando ni los intestinos, ni la carne, ni los medulosos huesos.
Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con lágrimas en los ojos,
alzando nuestras manos a Zeus; pues la desesperación se había señoreado de
nuestro ánimo. El ciclope, tan luego como hubo llenado su enorme vientre,
devorando carne humana y bebiendo encima leche sola, se acostó en la gruta
tendiéndose en medio de las ovejas.
...Cuando se descubrió la hija de la mañana, Eos
de rosáceos dedos, el Ciclope encendió fuego y ordeñó las gordas ovejas, todo
como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. Acabadas con prontitud tales
faenas, echó mano a otros dos de los míos, y con ellos se aparejó el almuerzo.
En acabando de comer sacó de la cueva los pingües
ganados, removiendo con facilidad el enorme pedrejón de la puerta; pero al
instante lo volvió a colocar, del mismo modo que si a un caraj le pusiera su
tapa.
Mientras el Ciclope aguijaba con gran estrépito
sus pingües rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando siniestras trazas, por
si de algún modo pudiese vengarme y Atenea me otorgara la victoria.
Al fin parecióme que la mejor resolución sería la
siguiente. Echada en el suelo del establo veíase una gran clava de olivo verde,
que el Ciclope había cortado para llevarla cuando se secase. Nosotros, al
contemplarla, la comparábamos con el mástil de un negro y ancho bajel de
transporte que tiene veinte remos y atraviesa el dilatado abismo del mar: tan
larga y tan gruesa se nos presentó a la vista. Acerquéme a ella y corté una
estaca como de una braza, que di a los compañeros, mandándoles que la puliesen.
No bien la dejaron lisa, agucé uno de sus cabos, la endurecí, pasándola por el
ardiente fuego, y la oculté cuidadosamente debajo del abundante estiércol
esparcido por la gruta.
Ordené entonces que se eligieran por suerte los
que, uniéndose conmigo deberían atreverse a levantar la estaca y clavarla en el
ojo del Ciclope cuando el dulce sueño le rindiese. Cayóles la suerte a los
cuatro que yo mismo hubiera escogido en tal ocasión, y me junté con ellos
formando el quinto.
Por la tarde volvió el
Ciclope con el rebaño de hermoso vellón, que venía de pacer, e hizo entrar en la
espaciosa gruta a todas las pingues reses, sin dejar a ninguna dentro del
recinto; ya porque sospechase algo, ya porque algún dios se lo ordenara. Cerró
la puerta con el pedrejón que llevó a pulso, sentóse, ordeñó las ovejas y las
baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito.
Acabadas con prontitud
tales cosas, agarró a otros dos de mis amigos y con ellos se aparejó la cena.
Entonces lleguéme al Ciclope, y teniendo en la mano una copa de negro vino, le
hablé de esta manera:
—Toma, Ciclope, bebe vino,
ya que comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida se guardaba en
nuestro buque. Te lo traía para ofrecer una libación en el caso de que te
apiadases de mi y me enviaras a mi casa, pero tú te enfureces de intolerable
modo. ¡Cruel! ¿Cómo vendrá en lo sucesivo ninguno de los muchos hombres que
existen, si no te portas como debieras?
Así le dije. Tomó el vino
y bebióselo. Y gustóle tanto el dulce licor que me pidió más:
—Dame de buen grado más
vino y hazme saber inmediatamente tu nombre para que te ofrezca un don
hospitalario con el cual huelgues. Pues también a los Ciclopes la fértil tierra
les produce vino en gruesos racimos, que crecen con la lluvia enviada por Zeus;
mas esto se compone de ambrosía y néctar.
Así habló, y volví a
servirle el negro vino: tres veces se lo presenté y tres veces bebió
incautamente. Y cuando los vapores del vino envolvieron la mente del Ciclope,
díjele con suaves palabras:
—¡Ciclope! Preguntas cual
es mi nombre ilustre y voy a decírtelo pero dame el presente de hospitalidad que
me has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis
compañeros todos.
Así le hablé; y enseguida
me respondió con ánimo cruel:
—A Nadie me lo comeré al último, después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca.
—A Nadie me lo comeré al último, después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca.
Dijo, tiróse hacia atrás y
cayó de espaldas. Así echado, dobló la gruesa cerviz y vencióle el sueño, que
todo lo rinde: salíale de la garganta el vino con pedazos de carne humana, y
eructaba por estar cargado de vino.
Cíclope cegado.
Grupo escultórico procedente de Sperlonga
Entonces metí la estaca debajo del abundante rescoldo, para
calentarla, y animé con mis palabras a todos los compañeros: no fuera que
alguno, poseído de miedo, se retirase. Mas cuando la estaca de olivo, con ser
verde, estaba a punto de arder y relumbraba intensamente, fui y la saqué del
fuego; rodeáronme mis compañeros, y una deidad nos infundió gran audacia. Ellos,
tomando la estaca de olivo, hincáronla por la aguzada punta en el ojo del
Ciclope; y yo, alzándome, hacíala girar por arriba.
De la suerte que cuando un
hombre taladra con el barreno el mástil de un navío, otros lo mueven por debajo
con una correa, que asen por ambas extremidades, y aquél da vueltas
continuamente: así nosotros, asiendo la estaca de ígnea punta, la hacíamos girar
en el ojo del Ciclope y la sangre brotaba alrededor del ardiente palo. Quemóle
el ardoroso vapor párpados y cejas, en cuanto la pupila estaba ardiendo y sus
raíces crepitaban por la acción del fuego. Así como el broncista, para dar el
temple que es la fuerza del hierro, sumerge en agua fría una gran segur o un
hacha que rechina grandemente, de igual manera rechinaba el ojo del Ciclope en
torno de la estaca de olivo. Dió el Ciclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó
la roca, y nosotros, amedrentados,
huimos prestamente; mas él se arrancó
la estaca, toda manchada de sangre, arrojóla furioso lejos de sí y se puso a
llamar con altos gritos a los Ciclopes que habitaban a su alrededor, dentro de
cuevas, en los ventosos promontorios.
En oyendo sus voces,
acudieron muchos, quién por un lado y quién por otro, y parándose junto a la
cueva, le preguntaron qué le angustiaba:
—¿Por qué tan enojado, oh
Polifemo, gritas de semejante modo en la divina noche, despertándonos a todos?
¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de tu grado? ¿O, por ventura, te
matan con engaño o con fuerza?
Respondióles desde la
cueva el robusto Polifemo:
—¡Oh, amigos! "Nadie" me mata con engaño, no con fuerza.
—¡Oh, amigos! "Nadie" me mata con engaño, no con fuerza.
Y ellos le contestaron con
estas aladas palabras:
—Pues si nadie te hace fuerza, ya que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran Zeus, pero, ruega a tu padre, el soberano Poseidón.
—Pues si nadie te hace fuerza, ya que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran Zeus, pero, ruega a tu padre, el soberano Poseidón.
Apenas acabaron de hablar,
se fueron todos; y yo me reí en mi corazón de cómo mi nombre y mi excelente
artificio les había engañado. El Ciclope, gimiendo por los grandes dolores que
padecía, anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó a la
entrada, tendiendo los brazos por si lograba echar mano a alguien que saliera
con las ovejas; ¡tan mentecato esperaba que yo fuese!
Mas yo meditaba cómo
pudiera aquel lance acabar mejor y si hallaría algún arbitrio para librar de la
muerte a mis compañeros y a mí mismo. Revolví toda clase de engaños y de
artificios, como que se trataba de la vida y un gran mal era inminente, y al fin
parecióme la mejor resolución la que voy a decir. Había unos carneros bien
alimentados, hermosos, grandes, de espesa y obscura lana; y, sin desplegar los
labios, los até de tres en tres, entrelazando mimbres de aquellos sobre los
cuales dormía el monstruoso e injusto Ciclope: y así el del centro llevaba a un
hombre y los otros dos iban a entre ambos lados para que salvaran a mis
compañeros.
J. Jordaens, "Ulises en la cueva de
Polifemo", ca. 1630
Tres carneros llevaban por
tanto, a cada varón; mas yo viendo que había otro carnero que sobresalía entre
todas las reses, lo así por la espalda, me deslicé al vedijudo vientre y me
quedé agarrado con ambas manos a la abundantísima lana, manteniéndome en esta
postura con ánimo paciente. Así, profiriendo suspiros, aguardamos la aparición
de la divina Aurora.
Cuando se descubrió la
hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, los machos salieron presurosos a
pacer, y las hembras, como no se las había ordeñado, balaban en el corral con
las tetas retesadas. Su amo, afligido por los dolores, palpaba el lomo a todas
las reses que estaban de pie, y el simple no advirtió que mis compañeros iban
atados a los pechos de los vedijudos animales. El último en tomar el camino de
la puerta fue mi carnero, cargado de su lana y de mí mismo, que pensaba en
muchas cosas. Y el robusto Polifemo lo palpó y así le dijo:
—¡Carnero
querido! ¿Por qué sales de la gruta el postrero del rebaño? Nunca te quedaste
detrás de las ovejas, sino que, andando a buen paso pacías el primero las
tiernas flores de la hierba, llegabas el primero a las corrientes de los ríos y
eras quien primero deseaba volver al establo al caer de la tarde; mas ahora
vienes, por el contrario, el último de todos. Sin duda echarás de menos el ojo
de tu señor, a quien cegó un hombre malvado con sus perniciosos compañeros,
perturbándole las mentes con el vino. Nadie, pero me figuro que aun no se ha
librado de una terrible muerte. ¡Si tuvieras mis sentimientos y pudieses hablar,
para indicarme dónde evita mi furor! Pronto su cerebro, molido a golpes, se
esparciría acá y acullá por el suelo de la gruta, y mi corazón se aliviaría de
los daños que me ha causado ese despreciable Nadie.
Diciendo así, dejó el
carnero y lo echó afuera. Cuando estuvimos algo apartados de la cueva y del
corral, soltéme del carnero y desaté a los amigos. Al punto antecogimos aquellas
gordas reses de gráciles piernas y, dando muchos rodeos, llegamos por fin a la
nave.
Nuestros compañeros se
alegraron de vernos a nosotros, que nos habíamos librado de la muerte, y
empezaron a gemir y a sollozar por los demás. Pero yo haciéndoles una señal con
las cejas, les prohibí el llanto y les mandé que cargaran presto en la nave
muchas de aquellas reses de hermoso vellón y volviéramos a surcar el agua
salobre. Embarcáronse en seguida y, sentándose por orden en los bancos, tornaron
a batir con los remos el espumoso mar.
Y, en estando tan lejos
cuanto se deja oír un hombre que grita, hablé al Ciclope con estas mordaces
palabras:
—¡Ciclope! No debías
emplear tu gran fuerza para comerte en la honda gruta a los amigos de un varón
indefenso. Las consecuencias de tus malas acciones habían de alcanzarte, oh
cruel, ya que no temiste devorar a tus huéspedes en tu misma morada; por eso
Zeus y los demás dioses te han castigado.
Así le dije; y él,
airándose más en su corazón, arrancó la cumbre de una gran montaña, arrojóla
delante de nuestra embarcación de azulada proa, y poco faltó para que no diese
en la extremidad del gobernalle. Agitóse el mar por la caída del peñasco y las
olas, al refluir desde el ponto, empujaron la nave hacia el continente y la
llevaron a tierra firme. Pero yo, asiendo con ambas manos un larguísimo botador,
echéla al mar y ordené a mis compañeros, haciéndoles con la cabeza silenciosa
señal, que apretaran con los remos a fin de librarnos de aquel peligro.
Encorváronse todos y empezaron a remar. Mas, al hallarnos dentro del mar, a una
distancia doble de la de antes, hablé al Ciclope, a pesar de que mis compañeros
me rodeaban y pretendían disuadirme con suaves palabras unos por un lado y otros
por el opuesto:
—¡Desgraciado! ¿Por qué
quieres irritar a ese hombre feroz que con lo que tiró al ponto hizo volver la
nave a tierra firme donde creíamos encontrar la muerte? Si oyera que alguien da
voces o habla, nos aplastaría la cabeza y el maderamen del barco, arrojándonos
áspero peñón. ¡Tan lejos llegan sus tiros!
Así se expresaban. Mas no
lograron quebrantar la firmeza de mi corazón magnánimo; y, con el corazón
irritado, le hablé otra vez con estas palabras:
—¡Ciclope! Si alguno de
los mortales hombres te pregunta la causa de tu vergonzosa ceguera, dile que
quien te privó del ojo fue Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de Laertes, que
tiene su casa en Itaca.
Así dije: y él,
dando un suspiro, respondió:
—¡Oh dioses! Cumpliéronse los antiguos pronósticos...
—¡Oh dioses! Cumpliéronse los antiguos pronósticos...
...Desde allí seguimos
adelante, con el corazón triste, escapando gustosos de la muerte, aunque
perdimos algunos compañeros.
Homero,
Odisea X, 1 ss.
(Traducción de Luis Segalá y Estalella)
(Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Llegamos a la isla
Eolia, donde moraba Eolo
Hipótada, caro a los inmortales dioses, isla flotante, a la cual cerca broncíneo
e inquebrantable muro, y en cuyo interior álzase escarpada roca. A Eolo
naciéronle doce vástagos en el palacio: seis hijas y seis hijos florecientes; y
dio aquellas a estos para que fuesen sus esposas. Todos juntos, a la vera de su
padre querido y de su madre veneranda, disfrutan de un continuo banquete en el
que se les sirven muchísimos manjares. Durante el día percíbese en la casa el
olor del asado y resuena toda con la flauta; y por la noche duerme cada uno con
su púdica mujer sobre tapetes, en torneado lecho.
Llegamos, pues, a su
ciudad y a sus magníficas viviendas, y Eolo tratóme como a un amigo por espacio
de un mes y me hizo preguntas sobre muchas cosas -sobre Ilión, sobre las naves
de los argivos, sobre la vuelta de los
aqueos- de todo lo cual
le informé debidamente. Cuando quise partir y le rogué que me despidiera, no se
negó y preparó mi viaje. Dióme entonces, encerrados en un cuero de un buey de
nueve años que antes había desollado, los soplos de los mugidores vientos, pues
el Cronida habíale hecho árbitro de ellos, con facultad de aquietar o de excitar
al que quisiera. Y ató dicho pellejo en la cóncava nave con un reluciente hilo
de plata, de manera que no saliese ni el menor soplo; enviándome el Céfiro para
que, soplando, llevara nuestras naves y a nosotros en ellas. Mas, en vez de
suceder así, había de perdernos nuestra propia imprudencia.
Ítaca a la vista
Navegamos
seguidamente por espacio de nueve días con sus noches. Y en el décimo se nos
mostró la tierra patria, donde vimos a los que encendían fuego cerca del mar.
Entonces me sentí fatigado y me rindió el dulce sueño; pues había gobernado
continuamente el timón de la nave que no quise confiar a ninguno de los amigos
para que llegáramos más pronto. Los compañeros hablaban los unos con los otros
de lo que yo llevaba a mi palacio, figurándose que era oro y plata, recibidos
como dádiva del magnánimo Eolo Hipótada. Y alguno de ellos dijo de esta suerte
al que tenía más cercano:
—¡Oh dioses! ¡Cuán querido
y honrado es este varón, de cuántos hombres habitan en las ciudades y tierras
adonde llega! Mucho; y valiosos objetos se ha llevado del botín de Troya;
mientras que los demás, con haber hecho el mismo viaje, volveremos a casa con
las manos vacías. Y ahora Eolo, obsequiándole como a un amigo, acaba de darle
estas cosas. Ea, veamos pronto lo que son, y cuánto oro y plata hay en el cuero.
Así hablaban. Prevaleció
aquel mal consejo y, desatando mis amigos el odre, escapáronse con gran ímpetu
todos los vientos. En seguida arrebató las naves una tempestad y llevólas al
ponto: ellos lloraban, al verse lejos de la patria; y yo, recordando, medité en
mi inocente pecho si debía tirarme del bajel y morir en el ponto, o sufrirlo
todo en silencio y permanecer entre los vivos. Lo sufrí, quedéme en el barco y,
cubriéndome, me acosté de nuevo. Las naves tornaron a ser llevadas a la isla
Eolia por la funesta tempestad que promovió el viento, mientras gemían cuantos
me acompañaban.
Llegados allá,
saltamos en tierra, hicimos aguada, y a la hora empezamos a comer junto a las
veleras naves. Mas, así que hubimos gustado la comida y la bebida, tomé un
heraldo y un compañero y encaminándonos al ínclito palacio de Eolo, hallamos a
éste celebrando un banquete con su esposa y sus hijos. Llegados a la casa, nos
sentamos al umbral, cerca de las jambas; y ellos se pasmaron al vernos y nos
hicieron estas preguntas:
—¿Cómo aquí, Odiseo? ¿Qué
funesto numen te persigue? Nosotros te enviamos con gran recaudo para que
llegases a tu patria y a tu casa, o a cualquier sitio que te pluguiera.
Así hablaron. Y yo, con el
corazón afligido, les dije:
—Mis imprudentes compañeros y un sueño pernicioso causáronme este daño; pero remediadlo vosotros, oh amigos, ya que podéis hacerlo.
—Mis imprudentes compañeros y un sueño pernicioso causáronme este daño; pero remediadlo vosotros, oh amigos, ya que podéis hacerlo.
Así me expresé,
halagándoles con suaves palabras. Todos enmudecieron y, por fin, el padre me
respondió:
¡Sal de la isla y muy
pronto, malvado más que ninguno de los que hoy viven! No me es permitido tomar a
mi cuidado y asegurarle la vuelta a varón que se ha hecho odioso a los
bienaventurados dioses. Vete noramala; pues si viniste ahora es porque los
inmortales te aborrecen.
Homero,
Odisea X, 80 ss.
(Traducción de Luis Segalá y Estalella)
(Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Navegamos sin interrupción seis días con
sus noches, y al séptimo llegamos a
Telépilo de Lamos, la
excelsa ciudad de Lestrigonia, donde el pastor, al recoger su rebaño, llama a
otro que sale en seguida con el suyo. Allí un hombre que no durmiese, podría
ganar dos salarios: uno, guardando bueyes: y otro, apacentando blancas ovejas.
¡Tan inmediatamente sucede al pastor del día el de la noche!
Apenas arribamos al magnífico puerto, el cual
estaba rodeado de ambas partes por escarpadas rocas y tenía en sus extremos
riberas prominentes y opuestas que dejaban un estrecho paso, todos llevaron a
éste las corvas naves, y las amarraron en el cóncavo puerto, muy juntas, porque
allí no se levantan olas grandes ni pequeñas y una plácida calma reina en
derredor; mas yo dejé mi negra embarcación fuera del puerto, cabe uno de sus
extremos, e hice atar las amarras a un peñasco. Subí luego a una áspera atalaya
y desde ella no columbré labores de bueyes ni de hombres, sino tan solo humo que
se alzaba de la tierra. Quise enviar algunos compañeros para que averiguaran
cuáles hombres comían el pan en aquella comarca; y designé a dos, haciéndoles
acompañar por un tercero, que fue un heraldo. Fuéronse y siguiendo un camino
llano por donde las carretas arrastraban la leña de los altos montes a la
ciudad, poco antes de llegar a la población encontraron una doncella, la eximia
hija del lestrigón Antífates, que bajaba a la fuente
Artacia, de hermosa
corriente, pues allá iban a proveerse de agua los ciudadanos. Detuviéronse y
hablaron a la joven, preguntándole quién era el rey y sobre quiénes reinaba; y
ella les mostró en seguida la elevada casa de su padre. Llegáronse entonces a la
magnífica morada, hallaron dentro a la esposa, que era alta como la cumbre de un
monte, y cobráronle no poco miedo.
Antífates mata a uno de los compañeros de Ulises,
J. Flaxman, 1810
La mujer llamó del ágora a su marido, el preclaro
Antífates, y éste maquinó contra mis compañeros cruda muerte: agarrando
prestamente a uno, aparejóse con su cuerpo la cena, mientras los otros dos
volvían a los barcos en precipitada fuga. Antífates gritó por la ciudad y, al
oírle acudieron de todos lados innumerables forzudos lestrigones, que no
parecían hombres, sino gigantes, y desde las peñas tiraron pedruscos muy
pesados; pronto se alzó en las naves un deplorable estruendo causado a la vez
por los gritos de los que morían y por la rotura de los barcos: y los
lestrigones, atravesando a los hombres como si fueran peces, se los llevaban
para celebrar nefando festín. Mientras así los mataban en el hondísimo puerto,
saqué la aguda espada que llevaba junto al muslo y corté las amarras de mi bajel
de azulada proa. Acto continuo exhorté a mis amigos, mandándoles que batieran
los remos para librarnos de aquel peligro; y todos azotaron el mar por el temor
de la muerte. Con satisfacción huimos en mi nave desde las rocas prominentes al
ponto mas las restantes se perdieron en aquel sitio todas juntas.
Desde allí seguimos adelante, con el corazón
triste, escapando gustosamente de la muerte, aunque perdimos algunos compañeros.
Homero,
Odisea X, 135 ss.
(Traducción de Luis Segalá y Estalella)
(Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Llegamos luego a la isla
Eea, donde moraba Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz,
hermana carnal del terrible Eetes: pues ambos fueron engendrados por el Helios,
que alumbra a los mortales, y tienen por madre a Perse, hija del Océano.
Acercamos silenciosamente
el barco a la ribera, haciéndolo entrar en un amplio puerto y alguna divinidad
debió de conducirnos. Saltamos en tierra, permanecimos echados dos días con sus
noches, y nos roían el ánimo el cansancio y los pesares.
Mas
al punto que Eos, de lindas trenzas, nos trajo el día tercero, tomé mi lanza y
mi aguda espada y me fui prestamente desde la nave a una atalaya, por si
conseguía ver labores de hombres mortales u oír su voz. Y, habiendo subido a una
altura muy escarpada me paré y aparecióseme el humo que se alzaba de la
espaciosa tierra, en el palacio de Circe, entre un espeso encinar y una selva.
Al punto que divisé el negro humo, se me ocurrió en la mente y en el ánimo ir yo
en persona a enterarme; mas, considerándolo bien, parecióme mejor regresar a la
orilla, donde se hallaba la velera nave, disponer que comiesen mis compañeros y
enviar a algunos para que se informaran.
v. 187 ss.
Pero, no bien se descubrió
la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, reuní en junta a mis amigos y les
hablé de esta manera:
—Oíd mis palabras
compañeros, aunque padezcáis tantos males. ¡Oh amigos! Puesto que ignoramos
dónde está el poniente y el sitio en que aparece la aurora, por dónde Helios que
alumbra a los mortales desciende debajo de la tierra y por dónde vuelve a salir;
examinemos prestamente si nos será posible tomar alguna resolución, aunque yo no
lo espero. Desde escarpada altura he contemplado esta isla, que es baja y a su
alrededor forma una corona el ponto inmenso y con mis propios ojos he visto
salir humo de en medio de ella, por entre los espesos encinares y la selva.
Así dije. A todos se les
quebraba el corazón acordándose de los hechos del legistrón Antífanes y de las
violencias del feroz Ciclope, que se comían a los hombres, y se echaron a llorar
ruidosamente, vertiendo abundantes lágrimas; aunque de nada les sirvió su
llanto.
Formé con mis compañeros
de hermosas grebas dos secciones, a las que di sendos capitanes; pues yo me puse
al frente de una y el deiforme Euríloco mandaba la otra. Echamos suertes en
broncíneo yelmo y, como saliera la del magnánimo Euríloco, partió con veintidós
compañeros que lloraban, y nos dejaron a nosotros, que también sollozábamos.
Dentro de un valle y en lugar vistoso descubrieron el palacio de Circe,
construido de piedra pulimentada. En torno suyo encontrábanse lobos montaraces y
leones, a los que Circe había encantado, dándoles funestas drogas; pero estos
animales no acometieron a mis hombres, sino que, levantándose, fueron a
halagarles con sus colas larguísimas. Bien así como los perros halagan a su amo
siempre que vuelve del festín, porque les trae algo que satisface su apetito; de
esta manera los lobos de uñas fuertes y los leones fueron a halagar a mis
compañeros que se asustaron de ver tan espantosos monstruos. En llegando a la
mansión de la diosa de lindas trenzas, detuviéronse en el vestíbulo y oyeron a
Circe que con voz pulcra cantaba en el interior, mientras labraba una tela
grande divinal y tan fina, elegante y espléndida, como son las labores de las
diosas.
...Ellos
la llamaron a voces. Circe se alzó en seguida, abrió la magnífica puerta, los
llamó y siguiéronla todos imprudentemente, a excepción Euríloco, que se quedó
fuera por temor a algún daño.
Cuando los tuvo adentro, los hizo sentar en
sillas y sillones, confeccionó un potaje de queso, harina y miel fresca con vino
de
Pramnio, y echó en él
drogas perniciosas para que los míos olvidaran por entero la tierra patria.
Dióselo, bebieron, y, de contado, los tocó con
una varita y los enserró en pocilgas. Y tenían la cabeza, la voz, las cerdas y
el cuerpo como los puercos, pero sus mientes quedaron tan enteras como antes.
Así fueron encerrados y todos lloraban; y Circe les echó, para comer, fabucos,
bellotas y el fruto del cornejo, que es lo que comen los puercos, que se echan
en la tierra.
Euríloco volvió sin
dilación al ligero y negro bajel, para enterarnos de la aciaga suerte que les
había cabido a los compañeros. Mas no le era posible proferir una sola palabra,
no obstante su deseo, por tener el corazón sumido en grave dolor; los ojos se le
llenaron de lágrimas y su ánimo únicamente en sollozar pensaba. Todos le
contemplábamos con asombro y le hacíamos preguntas, hasta que por fin nos contó
la pérdida de los demás compañeros.
v. 270 ss.
...Le contesté diciendo:
—¡Euríloco! Quédate tú en este lugar, a comer y a beber junto a la cóncava y negra embarcación; mas yo iré, que la dura necesidad me lo manda.
—¡Euríloco! Quédate tú en este lugar, a comer y a beber junto a la cóncava y negra embarcación; mas yo iré, que la dura necesidad me lo manda.
Dicho esto, alejéme
de la nave y del mar. Pero cuando, yendo por el sacro valle, estaba a punto de
llegar al gran palacio de Circe, la conocedora de muchas drogas, y ya enderezaba
mis pasos al mismo, salióme al encuentro Hermes, el de la áurea vara, en figura
de un mancebo
barbiponiente y graciosísimo en la flor de la
juventud. Y tomándome la mano, me habló diciendo:
—¡Ah
infeliz! ¿Adónde vas por esos altozanos, solo y sin conocer la comarca ? Tus
amigos han sido encerrados en el palacio de Circe, como puercos, y se hallan en
pocilgas sólidamente labradas. ¿Vienes quizá a libertarlos? Pues no creo que
vuelvas, antes te quedarás donde están ellos. Ea, quiero preservarte de todo
mal, quiero salvarte; toma este excelente remedio que apartará de tu cabeza el
día cruel, y ve a la morada de Circe, cuyos malos intentos ha de referirte
íntegramente. Te preparará una mixtura y te echará drogas en el manjar; mas, con
todo eso, no podrá encantarte porque lo impedirá el excelente remedio que vas a
recibir. Te diré ahora lo que ocurrirá después. Cuando Circe te hiriere con su
larguísima vara, tira de la aguda espada que llevas cabe el muslo, y acométela
como si desearas matarla. Entonces, cobrándote algún temor te invitará a que
yazgas con ella; tú no te niegues a participar del lecho de la diosa, para que
libre a tus amigos y te acoja benignamente, pero hazle prestar el solemne
juramento de los bienaventurados dioses de que no maquinará contra ti ningún
otro funesto daño: no sea que, cuando te desnudes de las armas, te prive de tu
valor y de tu fuerza.
Cuando así hubo dicho, el
Argifontes me dio el remedio, arrancando de tierra una planta cuya naturaleza me
enseñó. Tenía negra la raíz y era blanca como la leche su flor, llamándola moly
los dioses, y es muy difícil de arrancar para un mortal; pero las deidades lo
pueden todo.
Hermes se fue al vasto
Olimpo, por entre la selvosa isla; y yo me encaminé a la morada de Circe,
revolviendo en mi corazón muchas trazas. Llegado al palacio de la diosa de
lindas trenzas, paréme en el umbral y empecé a dar gritos; la deidad oyó mi voz
y, alzándose al punto, abrió la magnífica puerta y me llamó, y yo, con el
corazón angustiado, me fui tras ella.
Cuando me hubo introducido, hízome sentar en una silla de argénteos clavos,
hermosa, labrada, con un escabel para los pies; y en copa de oro preparóme la
mixtura para que bebiese, echando en la misma cierta droga y maquinando en su
mente cosas perversas. Mas, tan luego como me la dio y bebí, sin que lograra
encantarme, tocóme con la vara mientras me decía estas palabras:
—Ve ahora a la pocilga y
échate con tus compañeros.
Así habló. Desenvainé la aguda espada que llevaba cerca del muslo y arremetí contra Circe, como deseando matarla. Ella lanzó agudos gritos, se echó al suelo, me abrazó por las rodillas y me dirigió entre sollozos, estas aladas palabras:
Así habló. Desenvainé la aguda espada que llevaba cerca del muslo y arremetí contra Circe, como deseando matarla. Ella lanzó agudos gritos, se echó al suelo, me abrazó por las rodillas y me dirigió entre sollozos, estas aladas palabras:
—¿Quién eres y de qué país
procedes? ¿Dónde se hallan tu ciudad y tus padres? Me tiene suspensa que hayas
bebido estas drogas sin quedar encantado, pues ningún otro pudo resistirlas tan
luego como las tomó y pasaron el cerco de sus dientes. Alienta en tu pecho un
ánimo indomable. Eres sin duda aquel Odiseo de multiforme ingenio, de quien me
hablaba siempre el Argifontes que lleva áurea vara, asegurándome que vendrías
cuando volvieses de Troya en la negra y velera nave. Mas, ea, envaina la espada
y vámonos a la cama para que, unidos por el lecho y el amor, crezca entre
nosotros la confianza.
Así se expresó; y le
repliqué diciendo:
—¡Oh, Circe! ¿Cómo me pides que te sea benévolo, después que en este mismo palacio convertiste a mis compañeros en cerdos y ahora me detienes a mí, maquinas engaños y me ordenas que entre en tu habitación y suba a tu lecho a fin de privarme del valor y de la fuerza, apenas deje las armas? Yo no querría subir a la cama, si no te atrevieras, oh diosa, a prestar solemne juramento de que no maquinarás contra mí ningún otro pernicioso daño.
—¡Oh, Circe! ¿Cómo me pides que te sea benévolo, después que en este mismo palacio convertiste a mis compañeros en cerdos y ahora me detienes a mí, maquinas engaños y me ordenas que entre en tu habitación y suba a tu lecho a fin de privarme del valor y de la fuerza, apenas deje las armas? Yo no querría subir a la cama, si no te atrevieras, oh diosa, a prestar solemne juramento de que no maquinarás contra mí ningún otro pernicioso daño.
Así le dije. Juró al
instante, como se lo mandaba. Y en seguida que hubo prestado el juramento, subí
al magnífico lecho de Circe.
v.
375 ss.
Cuando Circe notó que yo
seguía quieto, sin echar mano a los manjares, y abrumado por fuerte pesar, se
vino a mi lado y me habló con estas aladas palabras:
—¿Por qué, Odiseo,
permaneces así, como un mudo, y consumes tu ánimo, sin tocar la comida ni la
bebida? Sospechas que haya algún engaño y has de desechar todo temor, pues ya te
presté solemne juramento.
Así se expresó, y le
repuse diciendo:
—¡Oh, Circe! ¿Qué hombre, que fuese razonable, osara probar la comida y la bebida antes de libertar a los compañeros y contemplarlos con sus propios ojos? Si me invitas a beber y a comer, suelta mis fieles amigos para que con mis ojos pueda verlos.
—¡Oh, Circe! ¿Qué hombre, que fuese razonable, osara probar la comida y la bebida antes de libertar a los compañeros y contemplarlos con sus propios ojos? Si me invitas a beber y a comer, suelta mis fieles amigos para que con mis ojos pueda verlos.
Así dije. Circe salió
del palacio con la vara en la mano, abrió las puertas de la pocilga y sacó a mis
compañeros en figura de puercos de nueve años. Colocáronse delante y anduvo por
entre ellos, untándolos con una nueva droga: en el acto cayeron de los miembros
las cerdas que antes les hizo crecer la perniciosa droga suministrada por la
veneranda Circe, y mis amigos tornaron a ser hombres, pero más jóvenes aún y
mucho más hermosos. Y más altos. Conociéronme y uno por uno me estrecharon la
mano. Alzóse entre todos un dulce llanto, la casa resonaba fuertemente y la
misma deidad hubo de apiadarse y deteniéndose junto a mí, dijo de esta suerte la
divina entre las diosas:
—¡Laertíada, del linaje de
Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Ve ahora adonde tienes la velera nave en la
orilla del mar y ante todo sacadla a tierra firme; llevad a las grutas las
riquezas y los aparejos todos, y trae en seguida tus fieles compañeros.
v. 467 ss.
Allí nos quedamos día tras
día un año entero y siempre tuvimos en los banquetes carne en abundancia y dulce
vino.
Mas cuando se acabó el año
y volvieron a sucederse las estaciones después de transcurrir los meses y de
pasar muchos días, llamáronme los fieles compañeros y me hablaron de este modo:
—¡Ilustre! Acuérdate ya de
la patria tierra, si el destino ha decretado que te salves y llegues a tu casa,
de alta techumbre, y a la patria tierra.
Mas yo subí a la magnífica
cama de Circe y empecé a suplicar a la deidad que oyó mi voz y a la cual abracé
las rodillas. Y, hablándole estas aladas palabras le decía:
—¡Oh, Circe! Cúmpleme la
promesa que me hiciste de mandarme a mi casa. Ya mi ánimo me incita a partir y
también el de los compañeros, quienes apuran mi corazón, rodeándome llorosos,
cuando tu estás lejos.
Así hablé, y la divina
entre las diosas contestóme acto seguido:
—¡Laertíada, del linaje de
Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! No os quedéis por más tiempo en esta casa,
mal de vuestro grado. Pero ante todas cosas habéis de emprender un viaje a la
morada de Hades y de la veneranda Perséfone, para consultar el alma del tebano
Tiresias, adivino ciego, cuyas mientes se conservan íntegras. A él tan sólo,
después de muerto, dióle Perséfone inteligencia y saber; pues los demás
revolotean como sombras.
Así dijo. Sentí que se me
partía el corazón y, sentado en el lecho, lloraba y no quería vivir ni ver más
la lumbre del sol. Pero cuando me harté de llorar y de dar vuelcos en la cama,
le, contesté con estas palabras:
—¡Oh, Circe! ¿Quién nos
guiará en ese viaje, ya que ningún hombre ha llegado jamás al Hades en negro
navío?
Homero,
Odisea XI, 1 ss.
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
En llegando a la nave y al
divino mar, echamos al agua la negra embarcación, izamos el mástil y descogimos
el velamen; cargamos luego las reses, y por fin nos embarcamos nosotros, muy
tristes y vertiendo copiosas lágrimas. Por detrás de la nave de azulada proa
soplaba favorable viento, que henchía las velas; buen compañero que nos mandó
Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz. Colocados cada uno
de los aparejos en su sitio, nos sentamos en la nave. A esta conducíala el
viento y el piloto, y durante el día fue andando a velas desplegadas, hasta que
se puso el sol y las tinieblas ocuparon todos los caminos.
Entonces arribamos a
los confines del Océano, de profunda corriente. Allí están el pueblo y la ciudad
de los
Cimerios entre nieblas y
nubes, sin que jamás el sol resplandeciente los ilumine con sus rayos, ni cuando
sube al cielo estrellado, ni cuando vuelve del cielo a la tierra, pues una noche
perniciosa se extiende sobre los míseros mortales. A este paraje fue nuestro
bajel que sacamos a la playa; y nosotros, asiendo las ovejas, anduvimos a lo
largo de la corriente del Océano hasta llegar al sitio indicado por Circe.
Odiseo, Tiresias y
Euríloco. s. IV a.C.Cabinet
des Médailles (BNF) - Paris
Allí Perimedes y Euríloco sostuvieron las víctimas, y yo, desenvainando la aguda espada que cabe el muslo llevaba, abrí un hoyo de un codo por lado; hice a su alrededor libación a todos los muertos, primeramente con aguamiel, luego con dulce vino y a la tercera vez con agua y lo despolvoree todo con blanca harina. Acto seguido supliqué con fervor a las inanes cabezas de los muertos, y voté que, cuando llegara a Itaca, les sacrificaría en el palacio una vaca no paridera, la mejor que hubiese, y que en su obsequio llenaría la pira de cosas excelentes, y también que a Tiresias le inmolaría aparte un carnero completamente negro que descollase entre nuestros rebaños. Después de haber rogado con votos y súplicas al pueblo de los difuntos, tomé las reses, las degollé encima del hoyo, corrió la negra sangre y al instante se congregaron saliendo del Erebo, las almas de los fallecidos: mujeres jóvenes, mancebos, ancianos que en otro tiempo padecieron muchos males, tiernas doncellas con el ánimo angustiado por reciente pesar, y muchos varones que habían muerto en la guerra, heridos por broncíneas lanzas, y mostraban ensangrentadas armaduras: agitábanse todas con grandísimo murmurio alrededor del hoyo, unas por un lado y otras por otro; y el pálido terror se enseñoreó de mí. Al punto exhorté a los compañeros y les di orden de que desollaran las reses, tomándolas del suelo donde yacían degolladas por el cruel bronce, y las quemaran inmediatamente, haciendo votos al poderoso Hades y a la veneranda Persefonea; y yo, desenvainando la aguda espada que cabe al muslo llevaba me senté y no permití que las inanes cabezas de los muertos se acercaran a la sangre antes que hubiese interrogado a Tiresias.
Allí Perimedes y Euríloco sostuvieron las víctimas, y yo, desenvainando la aguda espada que cabe el muslo llevaba, abrí un hoyo de un codo por lado; hice a su alrededor libación a todos los muertos, primeramente con aguamiel, luego con dulce vino y a la tercera vez con agua y lo despolvoree todo con blanca harina. Acto seguido supliqué con fervor a las inanes cabezas de los muertos, y voté que, cuando llegara a Itaca, les sacrificaría en el palacio una vaca no paridera, la mejor que hubiese, y que en su obsequio llenaría la pira de cosas excelentes, y también que a Tiresias le inmolaría aparte un carnero completamente negro que descollase entre nuestros rebaños. Después de haber rogado con votos y súplicas al pueblo de los difuntos, tomé las reses, las degollé encima del hoyo, corrió la negra sangre y al instante se congregaron saliendo del Erebo, las almas de los fallecidos: mujeres jóvenes, mancebos, ancianos que en otro tiempo padecieron muchos males, tiernas doncellas con el ánimo angustiado por reciente pesar, y muchos varones que habían muerto en la guerra, heridos por broncíneas lanzas, y mostraban ensangrentadas armaduras: agitábanse todas con grandísimo murmurio alrededor del hoyo, unas por un lado y otras por otro; y el pálido terror se enseñoreó de mí. Al punto exhorté a los compañeros y les di orden de que desollaran las reses, tomándolas del suelo donde yacían degolladas por el cruel bronce, y las quemaran inmediatamente, haciendo votos al poderoso Hades y a la veneranda Persefonea; y yo, desenvainando la aguda espada que cabe al muslo llevaba me senté y no permití que las inanes cabezas de los muertos se acercaran a la sangre antes que hubiese interrogado a Tiresias.
Elpénor y Hermes
La primera que vino fue el alma de nuestro compañero Elpénor el cual aún no había recibido sepultura en la tierra inmensa; pues dejamos su cuerpo en la mansión de Circe sin enterrarlo ni llorarlo porque nos apremiaban otros trabajos. Al verlo lloré, le compadecí en mi corazón y, hablándole, le dije estas aladas palabras:
—¡Oh, Elpénor! ¿Cómo viniste a estas tinieblas caliginosas? Tú has llegado a pie, antes que yo en la negra nave.
Así le hablé; y él, dando un suspiro, me respondió con estas palabras:—¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Dañáronme la mala voluntad de algún dios y el exceso de vino. Habiéndome acostado en la mansión de Circe, no pensé en volver atrás, a fin de bajar por la larga escalera, y caí desde el techo; se me rompieron las vértebras del cuello, y mi alma descendió a la mansión de Hades. Ahora te suplico en nombre de los que se quedaron en tu casa y no están presentes -de tu esposa, de tu padre, que te crió cuando eras niño, y de Telémaco el único vástago que dejaste en el palacio-: sé que, partiendo de acá de la morada de Hades, detendrás la bien construida nave en la isla Eea: pues yo te ruego, oh rey, que al llegar te acuerdes de mí. No te vayas, dejando mi cuerpo sin llorarle ni enterrarle a fin de que no excite contra ti la cólera de los dioses; por el contrario, quema mi cadáver con las armas de que me servía y erígeme un túmulo en la ribera del espumoso mar para que de este hombre desgraciado tengan noticia los venideros. Hazlo así y clava en el túmulo aquel remo con que, estando vivo, bogaba yo con mis compañeros.
Tales fueron sus palabras; y le respondí diciendo:
—Todo te lo haré, oh infeliz, todo te lo llevaré a cumplimiento.
De tal suerte, sentados ambos, nos decíamos estas tristes razones: yo tenía la espada levantada sobre la sangre; y mi compañero desde la parte opuesta, hablaba largamente.
La primera que vino fue el alma de nuestro compañero Elpénor el cual aún no había recibido sepultura en la tierra inmensa; pues dejamos su cuerpo en la mansión de Circe sin enterrarlo ni llorarlo porque nos apremiaban otros trabajos. Al verlo lloré, le compadecí en mi corazón y, hablándole, le dije estas aladas palabras:
—¡Oh, Elpénor! ¿Cómo viniste a estas tinieblas caliginosas? Tú has llegado a pie, antes que yo en la negra nave.
Así le hablé; y él, dando un suspiro, me respondió con estas palabras:—¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Dañáronme la mala voluntad de algún dios y el exceso de vino. Habiéndome acostado en la mansión de Circe, no pensé en volver atrás, a fin de bajar por la larga escalera, y caí desde el techo; se me rompieron las vértebras del cuello, y mi alma descendió a la mansión de Hades. Ahora te suplico en nombre de los que se quedaron en tu casa y no están presentes -de tu esposa, de tu padre, que te crió cuando eras niño, y de Telémaco el único vástago que dejaste en el palacio-: sé que, partiendo de acá de la morada de Hades, detendrás la bien construida nave en la isla Eea: pues yo te ruego, oh rey, que al llegar te acuerdes de mí. No te vayas, dejando mi cuerpo sin llorarle ni enterrarle a fin de que no excite contra ti la cólera de los dioses; por el contrario, quema mi cadáver con las armas de que me servía y erígeme un túmulo en la ribera del espumoso mar para que de este hombre desgraciado tengan noticia los venideros. Hazlo así y clava en el túmulo aquel remo con que, estando vivo, bogaba yo con mis compañeros.
Tales fueron sus palabras; y le respondí diciendo:
—Todo te lo haré, oh infeliz, todo te lo llevaré a cumplimiento.
De tal suerte, sentados ambos, nos decíamos estas tristes razones: yo tenía la espada levantada sobre la sangre; y mi compañero desde la parte opuesta, hablaba largamente.
Odiseo y Tiresias por Bouchardon, ca. 1700
Vino luego el alma de mi
difunta madre Anticlea, hija del magnánimo Autólico: a la cual había dejado viva
cuando partí para la sagrada Ilión. Lloré al verla, compadeciéndola en mi
corazón mas con todo eso, a pesar de sentirme muy afligido, no permití que se
acercara a la sangre antes de interrogar a Tiresias.
Vino después el alma de
Tiresias, el tebano, que empuñaba áureo cetro. Conocióme, y me habló de esta
manera:
—¡Laertíada, del linaje de
Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! ¿ Por qué, oh infeliz, has dejado la luz del
sol y vienes a ver a los muertos y esta región desapacible? Apártate del hoyo y
retira la aguda espada, para que, bebiendo sangre, te revele la verdad de lo que
quieras.
Así dijo. Me aparté y metí
la espada en la vaina guarnecida de argénteos clavos. El eximio vate bebió la
negra sangre y hablóme al punto con estas palabras:
Odiseo conversa con Tiresias
—Buscas la dulce vuelta, preclaro Odiseo, y un dios te la hará difícil; pues no creo que le pases inadvertido al que sacude la tierra, quien te guarda rencor en su corazón, porque se irritó cuando le cegaste el hijo. Pero aun llegaríais a la patria después de padecer trabajos, si quisieras contener tu ánimo y el de tus compañeros así que ancles la bien construida embarcación en la isla Trinacia, escapando del violáceo ponto, y halléis paciendo las vacas y pingües ovejas de Helios, que todo lo ve y todo lo oye. Si las dejaras indemnes, ocupándote tan sólo en preparar tu vuelta, aun llegaríais a Itaca, después de soportar muchas fatigas; pero, si les causares daño, desde ahora te anuncio la perdición de la nave y la de tus amigos. Y aunque tú te libres, llegarás tarde y mal, habiendo perdido todo, los compañeros, en nave ajena, y hallarás en tu palacio otra plaga: unos hombres soberbios, que se comen tus bienes y pretenden a tu divinal consorte, a la cual ofrecen regalos de boda. Tú, en llegando, vengarás sus demasías. Mas, luego que en tu mansión hayas dado muerte a los pretendientes, ya con astucia, ya cara a cara con el agudo bronce, toma un manejable remo y anda hasta que llegues a aquellos hombres que nunca vieron el mar, ni comen manjares sazonados con sal, ni conocen las naves de encarnadas proas, ni tienen noticia de los manejables remos que son como las alas de los buques. Para ello te diré una señal muy manifiesta, que no te pasará inadvertida. Cuando encontrares otro caminante y te dijere que llevas un aventador sobre el gallardo hombro, clava en tierra el manejable remo, haz al soberano Poseidón hermosos sacrificios de un carnero, un toro y un verraco, y vuelve a tu casa, donde sacrificarás sagradas hecatombes a los inmortales dioses que poseen el anchuroso cielo, a todos por su orden. Te vendrá más adelante y lejos del mar una muy suave muerte, que te quitará la vida cuando ya estés abrumado por placentera vejez; y a tu alrededor los ciudadanos serán dichosos. Cuanto te digo es cierto.
—Buscas la dulce vuelta, preclaro Odiseo, y un dios te la hará difícil; pues no creo que le pases inadvertido al que sacude la tierra, quien te guarda rencor en su corazón, porque se irritó cuando le cegaste el hijo. Pero aun llegaríais a la patria después de padecer trabajos, si quisieras contener tu ánimo y el de tus compañeros así que ancles la bien construida embarcación en la isla Trinacia, escapando del violáceo ponto, y halléis paciendo las vacas y pingües ovejas de Helios, que todo lo ve y todo lo oye. Si las dejaras indemnes, ocupándote tan sólo en preparar tu vuelta, aun llegaríais a Itaca, después de soportar muchas fatigas; pero, si les causares daño, desde ahora te anuncio la perdición de la nave y la de tus amigos. Y aunque tú te libres, llegarás tarde y mal, habiendo perdido todo, los compañeros, en nave ajena, y hallarás en tu palacio otra plaga: unos hombres soberbios, que se comen tus bienes y pretenden a tu divinal consorte, a la cual ofrecen regalos de boda. Tú, en llegando, vengarás sus demasías. Mas, luego que en tu mansión hayas dado muerte a los pretendientes, ya con astucia, ya cara a cara con el agudo bronce, toma un manejable remo y anda hasta que llegues a aquellos hombres que nunca vieron el mar, ni comen manjares sazonados con sal, ni conocen las naves de encarnadas proas, ni tienen noticia de los manejables remos que son como las alas de los buques. Para ello te diré una señal muy manifiesta, que no te pasará inadvertida. Cuando encontrares otro caminante y te dijere que llevas un aventador sobre el gallardo hombro, clava en tierra el manejable remo, haz al soberano Poseidón hermosos sacrificios de un carnero, un toro y un verraco, y vuelve a tu casa, donde sacrificarás sagradas hecatombes a los inmortales dioses que poseen el anchuroso cielo, a todos por su orden. Te vendrá más adelante y lejos del mar una muy suave muerte, que te quitará la vida cuando ya estés abrumado por placentera vejez; y a tu alrededor los ciudadanos serán dichosos. Cuanto te digo es cierto.
Sarcófago etrusco con el sacrificio de Odiseo a Tiresias
Así se expresó; y yo le respondí:
—¡Tiresias! Esas cosas decretáronlas sin duda los propios dioses. Mas, ea, habla y responde sinceramente. Veo el alma de mi difunta madre, que está silenciosa junto a la sangre, sin que se atreva a mirar frente a frente a su hijo ni a dirigirle la voz. Dime, oh rey, como podrá reconocerme.
Así le hablé; y al punto me contestó diciendo:
—Con unas sencillas palabras que pronuncie te lo daré a entender. Aquel de los difuntos a quien permitieres que se acerque a la sangre, te dará noticias ciertas; aquel a quien se lo negares, se volverá en seguida.
Así se expresó; y yo le respondí:
—¡Tiresias! Esas cosas decretáronlas sin duda los propios dioses. Mas, ea, habla y responde sinceramente. Veo el alma de mi difunta madre, que está silenciosa junto a la sangre, sin que se atreva a mirar frente a frente a su hijo ni a dirigirle la voz. Dime, oh rey, como podrá reconocerme.
Así le hablé; y al punto me contestó diciendo:
—Con unas sencillas palabras que pronuncie te lo daré a entender. Aquel de los difuntos a quien permitieres que se acerque a la sangre, te dará noticias ciertas; aquel a quien se lo negares, se volverá en seguida.
Diciendo así, el alma del soberano Tiresias se fue a la morada de Hades apenas hubo proferido los oráculos. Mas yo me estuve quedo hasta que vino mi madre y bebió la negruzca sangre. Reconocióme de súbito y díjome entre sollozos estas aladas palabras:
—¡Hijo mío! ¿Cómo has bajado en vida a esta obscuridad tenebrosa? Difícil es que los vivientes puedan contemplar estos lugares, separados como están por grandes ríos, por impetuosas corrientes y, principalmente, por el Océano, que no se puede atravesar a pie sino en una nave bien construida. ¿Vienes acaso de Troya, después de vagar mucho tiempo con la nave y los amigos? ¿Aun no llegaste a Itaca, ni viste a tu mujer en el palacio?
Así dijo; y yo le respondí de esta suerte:
—¡Madre mía! La necesidad me trajo a la morada de Hades, a consultar el alma de Tiresias el tebano; pero aún no me acerqué a la Acaya, ni entré en mi tierra; pues voy siempre errante y padeciendo desgracias desde el punto que seguí al divino Agamemnón hasta Ilión, la de hermosos corceles, para combatir con los troyanos. Mas, ea, habla y responde sinceramente: ¿Cuál hado de la aterradora muerte acabó contigo? ¿Fue una larga enfermedad, o Artemis, que se complace en tirar flechas, la que te mató con sus suaves tiros? Háblame de mi padre y del hijo que deje, y cuéntame si mi dignidad real la conservan ellos o la tiene algún otro varón, porque se figuran que ya no he de volver. Revélame también la voluntad y el pensamiento de mi legitima esposa: si vive con mi hijo y todo lo guarda y mantiene en pie, o ya se casó con el mejor de los aqueos.
Penélope y Telémaco
Así le hablé; y
respondióme en seguida mi veneranda madre:
—Aquella continúa en tu
palacio con el ánimo afligido y pasa los días y las noches tristemente, llorando
sin cesar. Nadie posee aún tu hermosa autoridad real: Telémaco cultiva en paz
tus heredades y asiste a decorosos banquetes, como debe hacerlo; el varón que
administra justicia, pues todos le convidan. Tu padre se queda en el campo, sin
bajar a la ciudad, y no tiene lecho ni cama, ni mantas, ni colchas espléndidas:
sino que en el invierno duerme entre los esclavos de la casa, en la ceniza,
junto al hogar, llevando miserables vestiduras; y, no bien llega el verano y el
fructífero otoño, se le ponen por todas partes, en la fértil viña, humildes
lechos de hojas secas donde yace afligido y acrecienta sus penas anhelando tu
regreso, además de sufrir las molestias de la senectud a que ha llegado. Así
morí yo también, cumpliendo mi destino: ni la que con certera vista se complace
en arrojar saetas, me hirió con sus suaves tiros en el palacio, ni me acometió
enfermedad alguna de las que se llevan el vigor de los miembros por una odiosa
consunción; antes bien la soledad que de ti sentía y la memoria de tus cuidados
y de tu ternura, preclaro Odiseo, me privaron de la dulce vida.
Así se expresó. Quise
entonces efectuar el designio, que tenía formado en mi espíritu, de abrazar el
alma de mi difunta madre. Tres veces me acerqué a ella, pues el ánimo incitábame
a abrazarla; tres veces se me fue volando de entre las manos como sombra o
sueño. Entonces sentí en mi corazón un agudo dolor que iba en aumento, y dije a
mi madre estas aladas palabras:—¡Madre mía! ¡Por qué huyes cuando a ti me
acerco, ansioso de asirte, a fin de que en la misma morada de Hades nos echemos
en brazos el uno del otro y nos saciemos de triste llanto? Por ventura envióme
esta vana imagen la ilustre Persefonea, para que se acrecienten mis lamentos y
suspiros?
Así le dije; y al momento
me contestó mi veneranda madre:
—¡Ay de mi hijo mío, el
más desgraciado de todos los hombres! No te engaña Persefonea, hija de Zeus,
sino que esta es la condición de los mortales cuando fallecen: los nervios ya no
mantienen unidos la carne y los huesos, pues los consume la viva fuerza de las
ardientes llamas tan pronto como la vida desampara la blanca osamenta; y el alma
se va volando, como un sueño. Mas, procura volver lo antes posible a la luz y
llévate sabidas todas estas cosas para que luego las refieras a tu consorte.
v. 601 ss.
Vi después, al fornido
Heracles o, por mejor decir, su imagen, pues él está con los inmortales dioses,
se deleita en sus banquetes, y tiene por esposa a Hebe, la de los pies hermosos,
hija de Zeus y de Hera, la de las áureas sandalias. En torno suyo dejábase oír
la gritería de los muertos -cual si fueran aves-, que huían espantados a todas
partes; y Heracles, semejante a tenebrosa noche, traía desnudo el arco con la
flecha sobre la cuerda, y volvía los ojos atrozmente como si fuese a disparar.
Llevaba alrededor del pecho un tahalí de oro, de horrenda vista, en el cual se
habían labrado obras admirables: osos, agrestes jabalíes, leones de relucientes
ojos, luchas, combates, matanzas y homicidios. Ni el mismo que con su arte
construyó aquel tahalí hubiera podido hacer otro igual.
Reconocióme Heracles,
apenas me vio con sus ojos, y lamentándose me dijo estas aladas palabras:
—¡Laertíada, del linaje de
Zeus! ¡Odiseo fecundo en ardides! ¡Ah, mísero! Sin duda te persigue algún hado
funesto, como el que yo padecía mientras me alumbraban los rayos del sol. Aunque
era hijo de Zeus Cronida, hube de arrostrar males sin cuento por verme sometido
a un hombre muy inferior que me ordenaba penosos trabajos. Una vez me envió aquí
para que sacara el can, figurándose que ningún otro trabajo sería más difícil; y
yo me lo llevé y lo saqué del Hades, guiado por Hermes y por Atenea, la de ojos
de lechuza.
Cuando así hubo dicho,
volvió a internarse en la morada de Hades y yo me quedé inmóvil, por si acaso
venía algún héroe de los que murieron anteriormente. Y hubiera visto a los
hombres antiguos a quienes deseaba conocer -a Teseo y a Pirítoo, hijos gloriosos
de las deidades-; pero congregóse, antes que llegaran, un sinnúmero de difuntos
con gritería inmensa y el pálido terror se apoderó de mí, temiendo que la
ilustre Persefonea no me enviase del Hades la cabeza de Gorgona, horrendo
monstruo.
Volví en
seguida al bajel y ordené a mis compañeros que se embarcaran y desataran las
amarras. Embarcáronse acto continuo y se sentaron en los bancos. Y la onda de la
corriente llevaba nuestra embarcación por el río Océano, empujada al principio
por los remos y más adelante por próspero viento.
Perséfone
Homero,
Odisea XII, 1 ss.
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
((Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Tan luego como la nave,
dejando la corriente del río Océano, llegó a las olas del vasto mar y a la isla
Eea -donde están la mansión y las danzas de Eos, hija de la mañana, y el orto
del Helios-, la sacamos a la arena, después de saltar a la playa, nos entregamos
al sueño, y aguardamos la aparición de la divinal Eos.
©
Henar Velasco López
No hay comentarios:
Publicar un comentario