Bacterias resisten y alertan a países
Sueño de una noche de vegano
Primero por una apuesta y después por una
serie de epifanías, un cronista de Brando experimentó el vegetarianismo
extremo. Revoluciones corporales, dilemas filosóficos y tentaciones de
un carnívoro converso en un mundo en el que pocos saben qué es lo que
comen realmente.
Ilustración de Scuzzo
Son las nueve de la noche y tengo el baúl con varios kilos de carne y achuras. En algunos minutos comenzaré con el ritual: hacer bollitos de papel, ordenar las maderas y el carbón -con cierta pretensión arquitectónica- y, por último, encender el fuego. Esta será mi última comida animal de los próximos treinta días. ¿Por
qué lo hago? Por una Leica. Soy fotógrafo, amo las cámaras y esa Leica
es todo para mí. Dos semanas atrás fui a visitar a Marcos, un amigo
fotógrafo y vegetariano desde hace una década. Marcos acaba de entrar en
una etapa de espiritualidad extrema y empezó a trabajar su "desapego"
regalando objetos que no usa.
- Necesito que me propongan algo -dijo-. Algo que me convenza de que esa cámara es para alguno de ustedes.
Los candidatos éramos dos y la lista de
sacrificios propuestos, larga. Se habló de trabajos forzados, de dádivas
sexuales y de altas sumas de dinero. Finalmente, lo dije:
- Voy a ser vegetariano. Un mes.
- Vas a ser vegano -retrucó Marcos-. Y vas a contarlo.
Hola, mi nombre es Tomás Linch y soy
carnívoro. Disfruto de comer carne cocida de cualquier manera. Me gusta
al horno, a la cacerola, en salsas, frita, en guiso, hervida, embutida y
a la plancha. Lo
que más disfruto es la carne a la parrilla: desde el sabor clásico y
grasoso de un asado de tira hasta la compleja textura de la entraña. Mi
corte favorito es el bife de chorizo y Pablo lo sabe. Pablo es mi
carnicero, un correntino fuerte que peina una cabellera blanca y dura de
tanto spray. Cuando llego a su negocio no me pregunta qué voy a llevar.
Me pregunta cuántos son y saca de su heladera algo que siempre está
perfecto. Yo no pregunto, no dudo, no opino. Me dice cuánto es y yo le
pago. Tenemos una relación perfecta. Pablo no solo trabaja con carne de
vaca. Me vende una bondiola mágica que adobo con amor y precisión
durante los dos días anteriores a ponerla en la parrilla. Hay carnes que
vuelan y también me gustan: el pollo, el pavo, el pato y la codorniz.
Me gustan los mariscos y mi comida favorita es el pulpo. Hace unos años
probé el mejor pulpo de mi vida en un pueblo cercano a Lugo, en Galicia,
España. Ese día conocí la felicidad. Me gustan las vieiras, los
calamares y los langostinos. Y los pescados, también. Mi abuela Sarita
preparaba un plato judío llamado gefilte fish -un pan de pescado servido en su caldo- que podía tenerme atado a la silla durante horas. Soy
carnívoro y quiero esa Leica. Por eso, durante el próximo mes, voy a
dejar de comer carne y a transformarme en un defensor de las políticas
pro animales. Por eso, también, tengo mi asado despedida.
- ¿Por qué vegano? -dije.
- Porque vegetariano es cualquiera -dijo Marcos-. Si querés la Leica largá el queso y el helado.
- Ay, el helado.
Un vegano no
come carne de ningún tipo, pero tampoco consume alimentos producidos a
partir de productos animales. Ni huevos, ni leche, ni manteca, ni queso. Es
más: un vegano no consume productos de origen animal aun si no se trata
de alimentos. No viste prendas de lana ni de cuero, no usa almohadones
rellenos con plumas y tampoco consume productos que han sido probados en
animales (para lo cual hay que enterarse de cómo han sido probados
todos los productos). Pero un vegano no es necesariamente ecologista. Su
comportamiento se
monta sobre una gran estructura ética: los animales sufren y por lo
tanto no deben ser asesinados en función de nuestro provecho. Ni asesinados, ni mutilados, ni explotados, ni modificados genéticamente.
Tomo aire por la boca, me agacho y soplo.
Una pequeña llama amarilla se asoma entre los carbones. Soplo una vez
más. La llama se extiende y comienza a tomar más superficie.
- Ya está -digo y me limpio el carbón de las manos.
- No vas a llegar -dice uno de mis amigos.
- ¿Hablaste con un médico? -dice otro-. ¿Estás seguro? Te vas a sentir mal, te vas a deprimir, te vas a angustiar.
En el asado somos once personas y una es
vegetariana. Ella es la única a la que esto le parece razonable. Es algo
que sucede con algunos vegetarianos. Te hablan desde cierta altura,
como si la decisión de renunciar a alimentarse con animales
-"cadáveres", dicen los extremistas- fuera, además de correcto, natural:
el llamado de un deber interior al que solo llegan los iluminados. El vegetarianismo está allí, dormido, en el interior del ser humano. Basta escuchar el llamado.
- ¿Ya están los chorizos? ¡Tenemos hambre! -escucho el llamado, pero el del interior de la casa.
Ya están los chorizos. Voy dejando que las
mollejas se doren suavemente y disfruto del perfume y la música, que
suben desde la parrilla. Recuerdo una obra de teatro que nunca vi. Se
llamaba Ya no pienso en matambre ni le temo al vacío. Gran título.
El primer día es el más fácil, todo es nuevo y todavía no tengo tiempo para extrañar.Desayuno mate y a las dos tostadas de pan negro integral les pongo un dulce desabrido que está en mi heladera desde hace meses. Si se trata de esto, pienso, es sencillo.
El día sigue con la más absoluta
tranquilidad. Almuerzo una ensalada y un alcaucil que me sorprende. Tomo
nota de cómo mejorar la vinagreta y decido
no tomar sopa por algo que jamás hubiese imaginado: el caldo. Leo la
descripción y ahí dice "primer jugo vacuno". Renglón seguido, "grasa
vacuna hidrogenada".Alguna vez estuve en un matadero. Vi cómo las
vacas degolladas y abiertas al medio giraban en un circuito de muerte.
Fue una visión que jamás podré borrar. Sin embargo, no me llevó a
abandonar el consumo de carne. Ahora imagino una prensa capaz de
exprimir una vaca y quitarle su primer jugo. Lo curioso es que leo el
envase amarillo y dice "caldo de verduras". Me doy miedo. Pasó un día y
ya pienso como un vegano.
La primera semana es un éxito: como muchas verduras crudas en ensalada, algunas hervidas, algunas al horno. Preparo
un guiso de lentejas sin carne -delicioso- y descubro que los
rabanitos, el apio y las aceitunas son necesarias en la heladera para
matar la ansiedad.El verdulero -Edhemir- reemplaza a Pablo -cuya
carnicería esquivo-, y me convierto en un cliente premium, o por lo
menos así lo siento cuando me regala una escarola amarga y poderosa.
Estoy orgulloso, pero temo por mi rutina: aumenté exponencialmente el
consumo de harinas, que me inflan como un globo aerostático.
- Tomás -dice un editor por teléfono-, mañana hay una nota por el centésimo aniversario del Mercado de Hacienda. Luego de la nota invitan a los periodistas a comer un asado monumental, hecho solo con animales campeones.
No puede ser. Una vez en la vida que hago
una apuesta y me invitan al mejor asado de mi vida. Digo que no puedo,
casi con lágrimas en los ojos, y paso la nota a una colega que me envía
mensajes de texto: "No sabés lo que es este vacío"; "la entraña está olímpica". Me doy cuenta de que, además de la carne en sí, extraño sus costumbres.
La primera semana también me revela un problema: el frío. Elegí el peor mes para tener esta experiencia: agosto. El cuero es animal y yo no puedo usar mis borceguíes. Estas
zapatillas de lona, por más medias que use, no sirven. La sensación de
caminar con frío todo el día es como la del hambre: me siento
incompleto.
La primera semana, además, rompe un paradigma: estoy lleno, llenísimo de energía. Mi
metabolismo también mejora. Mi tránsito lento es una maquinaria
perfecta. Todo el proceso parece aceitar el cuerpo y mejorar sus
posibilidades. Pero sigo con frío en los pies.
Comer o no comer
A Bárbara Schöffel le gusta estar en el
corazón del enemigo. Durante trece años fue directora de proyectos en un
laboratorio multinacional. Hoy tiene a cargo un restaurante vegetariano
en pleno microcentro. Subo al primer piso del local y, mientras la
espero, miro por la ventana: un camión con una salchicha gigante se
estaciona enfrente. Es de Chisap, la empresa de venta de insumos para
panchos. Bárbara, además de cocinera natural, es vegana convencida pero no exagerada.
- Lo primero que tenés que hacer -dice- es
llenar la alacena y el especiero. Ser vegano no significa comer zapallo
y lechuga de por vida. Hay un mundo de sabores vibrantes que te está
esperando. Curris, pimientas, hierbas frescas. Si sabés cocinar arroz,
podés cocinar cualquier cereal. Allí tenés tu fuente de hidratos:
cuscús, arroz yamaní, quinoa. Y, para las proteínas, están las
legumbres: porotos, garbanzos, habas.
Picnic, el restaurante que dirige Bárbara, se promociona como un fast food y
vende, por ejemplo, hamburguesas de soja con mayonesa de zanahoria y
salchichas hechas con algo que se llama soja texturizada, que sirve para
reemplazar la carne. Es llamativo cómo el vegetarianismo reproduce categorías del universo que combate.
- Hay productos que son un puente. Que te ayudan a transitar el pasaje hacia una alimentación mejor. Yo
no como salchichas, pero para los chicos es genial. Esto es un fast
food y lo que promovemos es bajar un cambio. No es contradictorio. Si yo
cocino solo para los vegetarianos, me sobran dos plantas del negocio.
Schöffel
me recomienda no exagerar. Dice que si mi abuela prepara el mejor
pastel de papas del mundo y comerlo me hace feliz, tengo que hacerlo. Ella propone el camino al veganismo como un sendero de aprendizaje y no como un cambio radical.
Sube uno de sus asistentes con un café con
leche. La leche es de almendras, me explica. El café es menos sabroso
que uno con leche de vaca y se lo digo. Le cuento, también, lo del caldo
de verduras.
- Cuando llegues a tu casa leé bien la cajita del caldo. No me preocupa el jugo vacuno, sino el glutamato monosódico. La carne en sí misma no es el tema central. El problema está en la industrialización. Cuando
leés la letra chica de las etiquetas, te das cuenta de que los
alimentos industriales están repletos de químicos que son veneno, pero
en dosis mínimas permitidas. Al final del día te comiste veinte
etiquetas.
Si sigo los consejos de Bárbara, tengo que
sumarles a los animales, al queso y a la leche todo lo que venga en un
envase. Al final del mes, voy a empezar a comerme a mí mismo. Me
pregunto por dónde empezaría. De camino al subte, huelo un local de
shawarma, esa supuesta pata de cordero que danza el baile del caño. La
imagen me moviliza: la tentación es tan fuerte como la repulsión. Estoy
cambiando.
Llego a casa y lo primero que hago es ir a Google. Glutamato monosódico. Descubro
que se utiliza como aditivo, saborizante o potenciador de aromas. Que
te abre las papilas gustativas como un cross de derecha y que los
japoneses bautizaron su efecto como "umami", que significa gusto
sabroso. Leo que genera un apetito voraz y produce una suerte de
adicción repentina, esa que sentimos cuando comemos snacks. Leo, por
último, que la administración de fármacos y alimentos de Estados Unidos
-FDA- la bautizó GRAS: 'Generalmente Reconocido como Seguro'. Busco la
cajita del caldo, allí está.
- ¿No preferís terminar la experiencia y venir cuando seas normal?
Eso dijo mi amigo Esteban cuando llamó.
Logré convencerlo de que hiciera el asado. Yo me arreglaría con las
verduras. Esteban preparó tres ensaladas y varios vegetales a la
parrilla. Él y los demás invitados comieron una carne que -dijeron-
estaba deliciosa. Mientras todos se agarraban la panza y cerraban los
ojos, yo me puse a fumigar un limonero. En aquella sobremesa medité con seriedad en dejar la carne: fue la primera vez que pensé más allá de mi Leica.
En diez días descubrí varias cosas. El
horno eléctrico -que ya tenía- y la minipimer -que compré para la
ocasión- son mis nuevos aliados en la cocina. Soy un amo de casa y eso
tiene una razón: es casi imposible pedir comida por teléfono; todo tiene
carne, huevo o lácteos. Solo extraño pedir helado. Ay, el helado.
Son las dos de la tarde y tengo calor.
Busco la temperatura en mi teléfono y dice 22 grados. Estoy en el
colectivo muy abrigado y de pronto comienzo a sentirme mal: me mareo y
transpiro frío. Identifico enseguida el bajón de presión y pienso que mi
alimentación tiene algo que ver. Bajo rápido y compro una gaseosa con
azúcar. En diez minutos vuelvo a ser el mismo. Ahora que estoy bien,
llamo a la nutricionista Susana Zurschmitten para preguntarle qué
opina.
Susana tiene un par de aros blancos, un
pañuelo blanco al cuello, un saco blanco y un consultorio blanco. Ella
es una profesional de formación clásica que eligió el camino del
naturismo para curar a través de la alimentación. No
está peleada con la medicina tradicional, sino que siente su labor como
complementaria: para los problemas agudos está la medicina profesional, me explica. Para los crónicos, la alternativa.
- Lo
primero que hago cuando llega un paciente como vos es pedirle unos
análisis. Un cambio radical puede provocarte náuseas, dolores de cabeza,
erupciones cutáneas; o todo lo contrario, puede que bailes de
contento. ¿No serás un falso vegetariano de pizza y Coca?
El punto de vista naturista de Zurschmitten aborda la alimentación desde la reacción orgánica: si tengo hambre significa que a mis células les falta algún componente y
no que soy un ansioso-. Lo ilógico, pienso, es que todo aquello que me
quita el hambre -y la ansiedad- no me aporta nada de lo que mi cuerpo
necesita. Lo que indicaría -para los naturistas- que mi cuerpo no se
conoce a sí mismo.
- Es
irracional comer lácteos. Tomamos la leche de un mamífero que la
naturaleza diseñó para alimentar a un ternero, un animal que come pasto y
pesa diez veces más que nosotros.
La primera vez que escuché hablar del
vegetarianismo -durante los 80-, aprendí el argumento principal en su
contra: las proteínas. Si
no comés carnes no comés proteínas, y las proteínas son necesarias para
que crezcas fuerte, sano y -diría mi abuela- "gordito". En el siglo
XXI, este mito ha sido eliminado: abundan atletas de alta competencia
que no comen carne. Antes de comenzar la dieta vegana, estudié algunos
foros de alimentación alternativa y todos afirmaban que la clave era controlar la vitamina B12, que los vegetales no producen. La falta -grave- de vitamina B12 puede generar trastornos nocivos para el cuerpo y hasta provocar la muerte.
- Para
sentir la carencia de B12 tiene que haber pasado un tiempo largo. Tal
vez años. Si te hace falta, según los análisis, tomás un suplemento. Hay
veganos que ni lo necesitan.
Ya tengo lo que vine a buscar. No me voy a morir ni me van a faltar proteínas o calcio. Y si me mareo es porque me estoy desintoxicando y mi cuerpo reacciona. Como los heroinómanos en las películas.
- El otro día vino una mamá con su hijo, que tenía problemas intestinales. Yo les dije: "Podríamos cambiar el Nesquik por un jugo". Y
el nene hizo: "¡Bien!" -dice y levanta el brazo con el puño cerrado-.
El cuerpo sabe, habla. Hay que aprender a escucharlo. Él te dice cómo
hacer el cambio de manera gradual, para que no te frustres.
Pero mi cuerpo habla muy mal y yo me quedo
pensando en los niños. Entre los libros que leí para este ensayo hubo
uno que me llamó mucho la atención. Se llama Comer animales y
su autor es Jonathan Safran Foer, un judío de Nueva York que replantea
su alimentación a partir del nacimiento de su hija. Cuando tomó la
decisión de ser vegano se cuestionó la ruptura de la tradición: él no
podría cocinarle a su hija lo que su abuela le cocinó a su madre, su
bisabuela a su abuela, y así durante cinco mil setecientos setenta y
tres años. Si todas las generaciones que me precedieron se han alimentado más o menos como hasta ahora: ¿por qué yo debería cambiar?
Trabajos de amor perdido
- Porque la palabra tradición no significa nada -dice Nicolás Pauls-. En algunos países de África existe la tradición de cortar el clítoris.
Odio a Nicolás Pauls. Porque es más viejo
que yo, pero parece más joven. Porque las chicas del bar lo miran todo
el tiempo. Porque tiene una imagen de tipo comprometido, incorrompible,
coherente y de una ética intachable. Porque es lo que parece. Y, sobre
todo, porque la presencia del brownie en la mesa no lo incomoda en
absoluto. Si Nicolás Pauls fuera mi amigo -y yo no fuera vegano como
él-, ya hubiese comido mi brownie y el suyo.
Existe una lista interminable de veganos famosos. Entre los favoritos de Nicolás están Paul McCartney y Morrissey. Le
recuerdo a Pauls una anécdota: cuando Morrissey tocó en el Luna Park,
exigió que en cuatro cuadras a la redonda no hubiera olor a choripán.
- Cuando lo vi la última vez -dice-, busqué los puestos porque pensé que los habían sacado. Pero no, estaban todos.
Nicolás es uno de esos militantes vegetarianos silenciosos y solitarios. Dice
que no trata de convencer a nadie, pero si le preguntan -como ahora-,
se despacha con todo lo que tiene para decir. Como cuando lo estaban
cargando en su programa de la TV Pública ( Vivo en Argentina ) porque no quería cordero y dijo mirando a cámara: "Hace veinte años que no como cadáveres".
Pauls es vegano por razones éticas: a los 18 años llegó a la conclusión de que no tenía sentido matar animales para comer. De
allí en más aprendió al pie de la letra todas las razones -salud,
ecología, economía- que fundamentan su decisión. Le pregunto cuál es el
límite: una gran parte de lo que usamos cotidianamente está hecho por
seres humanos en condiciones que no aprobamos.
- Hay
un límite que yo no puedo controlar porque no puedo saber cómo fue
confeccionada una prenda. Elijo no usar ropa hecha con animales porque
sé que inevitablemente el cuero es la piel de la vaca.
- ¿Y qué hacemos con toda la gente que vive de la industria de la carne y de la industria láctea?
- Ese
argumento no tiene sentido. Mucha gente vive de la megaminería y no por
eso acepto prácticas con las que no estoy de acuerdo.
Pauls tiene razón y yo pienso en la
guerra. La industria de armamentos alimenta a millones de personas y
nadie quiere la guerra.
La tempestad
Hola, mi nombre es Tomás Linch y hace dieciséis días que no como carne, ni huevos, ni lácteos. Hace
dieciséis días que no uso mis borceguíes por más frío que haga. Hace
dieciséis días que me alimento, me visto y actúo pensando en que nada
justifica matar un animal para nuestro provecho. En realidad, habían
pasado dieciséis días cuando sucedió lo peor: viajé al campo a cubrir un
encuentro de cetrería. Me esperaba una recepción de quesos, fiambres y
empanadas de carne. Me había levantado muy temprano y había manejado más
de tres horas para llegar hasta allí. Estaba cansado y hambriento.
Tenía en el horizonte, como única posibilidad, alguna galletita de agua.
Pensé en la Leica, en los animales, en mi salud. Y entonces dije:
- Ma sí.
Fue
una energía fantasmal la que empujó mi brazo hacia el pedazo de queso
que entró en mi boca y disparó una sensación de sabores olvidados. Luego
tomé un pedazo de jamón crudo -mayúsculo- y ahí se desató la tormenta
que me atormenta hasta el día de hoy. Me siento culpable. Con una culpa
tan inmensa que me lleva a imaginar que toda la industria de la carne se
detuvo -por mí- y ahora millones de vacas, cerdos y peces morirán en mi
nombre, morirán por aquel pedazo de queso que entró en mi boca en aquel
mediodía de campo. No merezco estar aquí.
- Hasta siempre, querida cámara.
El encuentro tuvo su cenit con un asado monumental que todos y cada uno de los setenta participantes devoramos con fruición. Me
pregunto por qué, si sobran razones de salud éticas y ecológicas para
cambiar nuestra alimentación, los vegetarianos -y más aún los veganos-
son un porcentaje tan pequeño.
En cualquier caso pienso en la cámara que
no voy a tener. Querida Leica, he fallado; jamás podré tenerte entre mis
manos. Pero hay algo que debes saber: no eras tan importante. Desde
el momento en que perdí mi veganismo -y mi cámara-, tomé conciencia de
que en algún momento la comida empezó a importarme más que la apuesta. Caí en una espiral de revelaciones de las que no pude salir ileso.
También
imaginé que el agujero negro de la alimentación era la carne cuando
entendí que todos los ojos están puestos en la industria.
Como gustéis
Existen infinitas razones complementarias
por las cuales elegimos el alimento: economía, salud, tradición, ética,
religión, publicidad, disponibilidad, gusto. Entiendo
que comer o no comer carne no es tan importante como saber y entender
qué y por qué comemos lo que comemos. Pero nadie lo hace. Una
lectura rápida de lo que se vende en un supermercado debería ser tan
llamativo como una visita al matadero. ¿Quién silencia la verdad? De
pronto me siento protagonista de uno de esos documentales complot.
Hablar con Patricia Aguirre -o
leer sus libros- es como ver una de esas películas. Sin embargo, como
antropóloga de la alimentación, la razón por la cual elegimos -sin
saber- nuestra comida puede ser explicada de otra manera.
- Sería más fácil creer -dice- que dos mafiosos en un yate están pensando en tapar las arterias de toda la humanidad. Pero es más complejo: son 250 empresas las que eligen qué come el 95% del planeta, que vive en las ciudades. Esas
empresas no comercializan alimentos ni nutrientes, venden mercancías
que son producidas para obtener un beneficio económico por sobre
cualquier otra cosa. Los alimentos hoy están deslocalizados: viajan
adonde pagan más por ellos.
Cómo saber entonces qué elegir. Mi abuela
siempre hacía un chiste: comer huevo podía ser bueno una semana y malo a
la siguiente. Pero nunca iban a faltar en el mercado.
- Hay que comer de manera racional y no extremista -dice Aguirre-. Lo
importante es preguntarse por qué elegimos esa vaca y por qué nos
gusta. Saber qué efecto causa sobre nuestro cuerpo y sobre el planeta.
Epílogo
Son las cuatro y media de una hermosa
tarde de primavera. Mi hija sale corriendo de la escuela porque sabe que
hoy es nuestro día de helado: todos los martes del año paso a buscarla y
caminamos hacia nuestra heladería favorita.
Tengo el veganismo en mi cerebro, pero no logro pasarlo a mis deseos. Si
bien he modificado algunos hábitos alimentarios, a partir de esta
experiencia hay en mí cierta memoria omnívora que cuesta desentramar.
Ahora, en puntas de pie, Catalina hace
fuerza con los dedos sobre el mostrador para poder mirar a los ojos del
heladero y decir:
- Limón y frutilla, por favor. Al agua.
Elige el vaso más pequeño y yo uno mediano
de maracuyá y pistacho. Nos sentamos en silencio y comienzo a sentir el
efecto: el frío anestesia con suavidad y el azúcar despierta la punta
de la lengua. Por último, el ácido de la fruta genera ese efecto de
frescura que completa el círculo.
Ni
Catalina ni yo sabemos cómo está hecho el helado. Podemos distinguir
entre las heladerías industriales y las artesanales, porque el cambio en
el gusto y en el precio es notorio. Pero sí sabemos que no podemos
abusar: ella tiene problemas de caries y yo de sobrepeso. Cuando mi hija
y yo tomamos helado casi no hablamos. Miramos hipnotizados algo que
nunca termina de suceder. A veces, pasa un perro que nos llama la
atención, o alguna bocina nos desconcentra, pero, en general, no hacemos
otra cosa que pasar el momento y tomar helado.
UNO DE TANTOS COMENTARIOS:
61oceanboulevarSe
nota que es muy simple hablar cuando se está en la cima de la cadena
alimentaria y como dueños autoproclamados del Universo. Un buen
ejercicio para entender un poco las distintas posiciones sería pensar en
que quizás no estamos solos en la inmensidad y que un día de estos,
seres más poderosos que nosotros, podrían visitarnos y, entre otras
cosas, alimentarse de nosotros, inseminar a las mujeres y ordeñarlas,
matar a nuestros hijos cuando aún están tiernitos, exhibir nuestras
cabezas, nuestros cuerpos despellejados y nuestros órganos para
venderlos en un mercado. Por supuesto, no faltaría también ser
despellejados cuando aún estamos vivos y usar nuestros cueros curtidos
para hacer botas, alfombras, y pieles para decorar una habitación, ni
tampoco experimentar con nosotros en sus laboratorios, y usarnos para
sus juegos divertidos: riña de personas, corrida de humanos, tiro al
bebé, caza deportiva, etc, etc, etc.Que sigan disfrutando del
choripan... que ya llegará el momento de pagar.
Cuando una mujer causa estragos en la economía
Cuando
el futuro económico está en la balanza, quienes toman las decisiones
están pendientes de datos que hay que tomar con pinzas. El que una mujer
pierda su empleo puede hacer la diferencia entre el repunte o la caída
de la economía.
Vamos
a llamar a esta mujer Eva, y vamos a suponer que ella vive en Durham,
en el norte de Inglaterra. Hoy su ropa de ejecutiva cuelga en el
armario; sus zapatos no están lustrados. La semana pasada, por
casualidad, perdió su empleo cuando unos pocos desafortunados sufrieron
las consecuencias de un recorte de personal en la empresa en la que
trabajaba.
Esta
semana, también por casualidad, alguien llama a la puerta de su casa
para que participe en una encuesta de empleo que sigue la vida laboral
de 100.000 adultos.
Eva,
sin saberlo, está a punto de mover montañas. Con una entrevista de 30
minutos y una equis en un cuestionario hará temblar la economía.
Grandes
sumas de dinero darán bandazos en todo el sistema financiero mundial.
Políticos estarán en aprietos y muchos negocios caerán en quiebra.
¿Cómo?
Su estatus laboral es constatado. Entra en un registro. Y, en nuestro
ejercicio ficticio, si unas 5.037 personas que participaron en la
encuesta el mes pasado fueron clasificadas como desempleadas, en un
grupo que cambia parcialmente cada vez, este mes hay 5.038 individuos
sin trabajo.
Una
vez que se hacen los cálculos, la nueva cifra de desempleo se extrapola
a toda la población de un país, y el índice llega al 7,8%. El mundo
tiembla. El mes pasado -en nuestro ejemplo ficticio- la tasa era del
7,7%.
Los
"analistas", que habían estimado que las cifras de desempleo
disminuirían un 0,1% -confirmando señales de recuperación- declaran
estar "sorprendidos". Olvidan comparar esa cifra con otras más
prometedoras y los medios de comunicación promulgan que el desempleo ha
aumentado, otra vez.
"Nervioso"
Los
titulares se llenan de palabras como "fracaso" o "fatalidad", mientras
todos los intentos del Banco de Inglaterra para rescatar la economía se
hacen agua.
Las
perspectivas de las finanzas públicas del Reino Unido son corregidas
por comentaristas en todas partes, mientras se duda de la recuperación
del país y la cantidad de dinero que el gobierno podrá recaudar con el
que se esperaba reducir sus préstamos mensuales.
Aumenta
el nerviosismo en los mercados. El caso de Grecia está presente en la
mente de todos. Una agencia de riesgos degrada el valor crediticio de la
nación.
Se
instaura el pánico; el dinero se va del país; nadie quiere bonos del
Estado británico a menos que aumenten considerablemente las tasas de
interés; y se empieza a escuchar que las finanzas públicas del país
están a punto de colapsar.
En
el fondo de todo este alboroto, está Eva. ¿Por qué sólo ella? Porque el
tamaño de la muestra en la que se basan las cifras de desempleo es tal
que un cambio del 0,1% es igual a unas 65 personas.
Se
podría hilar todavía más fino, pues es improbable que el total sea
divisible por 65 así que si sobran, digamos, 33, se redondeará hacia
arriba pero si sobran 32, hacia abajo.
Es
por esto que, al final, una sola persona puede marcar la diferencia
entre el incremento o caída del nivel de desempleo de un país.
Buena lectura
Ésta
no es una crítica a la forma en que la fuente recoge o presenta la
información. La Oficina Nacional de estadística deja muy claro que -la
mayoría de las veces- la cifra es precisa sólo a 0,2%. Esto significa
que un incremento del 0,1% en la tasa de desempleo puede ser consistente
en un 0,1% con una caída real del desempleo en toda la economía.
Nuestra pequeña fantasía es improbable y depende de la causalidad y del comentario público irreflexivo. Sin embargo el punto es que tiempos febriles producen reacciones nerviosas
El
rango de incertidumbre es igual a decenas de miles de personas en la
economía real. La variabilidad de la muestra en regiones puede ser tres
veces mayor que todo el país.
Nuestra
pequeña fantasía es improbable y depende de la causalidad y del
comentario público irreflexivo. Sin embargo el punto es que tiempos
febriles producen reacciones nerviosas. Cada dato sobre el estado de la
economía es interpretada, analizada, recalculada, y se hace mucho
-quizás demasiado- de lo poco.
La
diferencia entre un aumento o una caída es juzgada con caras solemnes
cuando la verdad es que es posible que el cambio que observamos ni
siquiera existe. Los datos económicos no son un conjunto de hechos, sino
de pistas, algunas de las cuales son pistas falsas producto de errores
de medición inevitables.
Lo
que hay que preguntarle a las firmas encuestadoras: ¿de cuánta gente
real en esas encuestas depende la apariencia de cambio? Lo que importa
no es cuántos participan en el estudio, sino cuántos marcan la
diferencia.
Al día siguiente, antes de que las cifras de desempleo se publicaran, Eva encontró un trabajo nuevo.
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