Una ardilla, un señor de bigotes y un bol de cereales.
Una vez me encontré con una ardilla, un señor de bigotes y un bol de
cereales. Yo, muy cortés, “muy buenos días”, les dije; “¿qué hacen
ustedes?”, les dije. La ardilla, muy cortés, me saludó con el bombín. La
ardilla era muy educada, pero la ardilla no hablaba. El señor de
bigotes, éste sí que hablaba, dijo ser de París. Me mostró la baraja.
“Jugamos naipes”, me dijo. El bol de cereales asentía. El bol de
cereales tenía una mirada sospechosa. El bol de cereales, a todas luces,
escondía un as bajo la manga. “¿Quiere usted jugar naipes?”, ofreció la
ardilla. Pero la ardilla no hablaba. La ardilla lo dijo en lengua de
signos. Yo lo entendí perfectamente, porque una noche, en abril, Calvo
Sotelo me enseñó la lengua de signos. Desde entonces entiendo la lengua
de signos, pero apenas puedo hablarla. La lengua de signos es difícil
para quien no tiene necesidad de hablarla.
Puesto que decliné la oferta de jugar naipes –el bol de cereales tenía
una mirada sospechosa-, la ardilla, muy cortés, volvió a saludarme con
el bombín. El señor de bigotes, que esta vez dijo ser de un pueblecito
de Zamora, se mostró rudo y me invitó a marcharme de muy malas maneras.
Desde entonces tengo miedo de los señores de bigotes. Excepto de
Nietzsche. Nietzsche siempre me ha caído muy simpático. Y sabe hacer
malabarismos con naranjas.
Seguí caminando y me encontré con una lata de berberechos. En un
principio dudé si los berberechos habían entrado ahí por propia voluntad
o si había sido la lata quien los había engullido. Pero los berberechos
bailaban la conga dentro de la lata y me pareció irrespetuoso
preguntárselo. Así que resolví creer en la buena fe de la lata y en la
buena fe de los berberechos. Me comí un par y seguí caminando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario