miércoles, 26 de febrero de 2014

Mariana Pineda
Federico García Lorca
Mariana Pineda

Romance popular en tres estampas

A la gran actriz Margarita Xirgu

Personajes

MARIANA PINEDA
ISABEL LA CLAVELA
DOÑA ANGUSTIAS
AMPARO
LUCÍA
NIÑO
NIÑA
SOR CARMEN
NOVICIA PRIMERA
NOVICIA SEGUNDA
MONJA PRIMERA
FERNANDO
DON PEDRO SOTOMAYOR
PEDROSA
ALEGRITO
CONSPIRADOR PRIMERO
CONSPIRADOR SEGUNDO
CONSPIRADOR TERCERO
CONSPIRADOR CUARTO
MUJER DEL VELÓN
NINAS
MONJAS

Prólogo

Telón representando el desaparecido arco árabe de las Cucharas y perspectiva de la plaza Bibarrambla. La escena estará encuadrada en un margen amarillento, como una vieja estampa, iluminada en azul, verde, amarillo, rosa y celeste. Una de las casas que se vean estará pintada con escenas marinas y guirnaldas de frutas.
Luz de luna. A1 fondo, las Niñas cantarán, con acompañamiento, el romance popular:


¡Oh! Qué día tan triste en Granada,
que a las piedras hacía llorar
al ver que Marianita se muere
en cadalso por no declarar.

Marianita, sentada en su cuarto,
no paraba de considerar:
«Si Pedrosa me viera bordando
la bandera de la Libertad».

(De una ventana saldrá una Mujer con un velón
encendido. Cesa el Coro.)

MUJER. ¡Niña! ¿No me oyes?
NIÑA. (Desde lejos.) ¡Ya voy!

(Por debajo del arco aparece una Niña vestida
según la moda del año yo, que canta.)

Como lirio cortaron el lirio,
como rosa cortaron la flor,
como lirio cortaron el lirio,
mas hermosa su alma quedó.

(Lentamente, entra en su casa. Al fondo,
el Coro continúa.)

¡Oh! Qué día tan triste en Granada,
que a las piedras hacía llorar.


Telón lento


Estampa primera


Casa de Mariana. Paredes blancas. Sobre una mesa, un frutero de cristal lleno de membrillos. Todo el techo estará lleno de la misma fruta, colgada. Encima de la cómoda, grandes ramos de rosas de seda. Tarde de otoño. Al levantarse el telón, aparece doña Angustias, madre adoptiva de Mariana, sentada, leyendo. Viste de oscuro. Tiene un aire frío, pero es maternal al
mismo tiempo. Isabel la Clavela viste de maja. Tiene treinta y siete años.

ESCENA PRIMERA

CLAVELA. (Entrando.)
¿Y la niña?
ANGUSTIAS.
Borda y borda lentamente.
Yo la he visto por el ojo de la llave.
Parecía el hilo rojo, entre sus dedos,
una herida de cuchillo sobre el aire.
CLAVELA.
¡Tengo un miedo!
ANGUSTIAS.
¡No me digas!
CLAVELA. (Intrigada.)
¿Se sabrá?
ANGUSTIAS.
Desde luego, por Granada no se sabe.
CLAVELA.
¿Por qué borda esa bandera?
ANGUSTIAS.
Ella me dice
que la obligan sus amigos liberales.

(Con intención.)

Don Pedro, sobre todos; y por ellos
se expone... a lo que no quiero acordarme.
CLAVELA.
Si pensara como antigua, le diría...
embrujada.
ANGUSTIAS.(Rápida.)
Enamorada.
CLAVELA. (Rápida.)
¿Sí?
ANGUSTIAS. (Vaga.)
¡Quién sabe!
(Lírica.)
Se le ha puesto la sonrisa casi blanca,
como vieja flor abierta en un encaje.
Ella debe dejar esas intrigas.
¡Qué le importan las cosas de la calle!
Y si borda, que borde unos vestidos
para su niña, cuando sea grande.
Que si el Rey no es buen Rey, que no lo sea;
las mujeres no deben preocuparse.
CLAVELA.
Esta noche pasada no durmió.
ANGUSTIAS.
¡Si no vive! ¿Recuerdas?... Ayer tarde...

(Suena una campanilla alegremente.)

Son las hijas del Oidor. Guarda silencio.

(Sale Clavela, rápida. Angustias se dirige a la
puerta de la derecha y llama.)

Marianita, sal que vienen a buscarte.

ESCENA II

Entran dando carcajadas las Hijas del Oidor de la Chancillería.
Vienen vestidas a la moda de la época, con mantillas y un clavel rojo en cada sien. Lucía es rubia tostada, y Amparo, morenísima, de ojos profundos y movimientos rápidos.

ANGUSTIAS. (Dirigiéndose a besarlas, con los brazos abiertos.)
¡Las dos bellas del Campillo por esta casa!
AMPARO. (Besa a doña Angustias y dice a Clavela.)
¡Clavela!
¿Qué tal te esposo el clavel?
CLAVELA. (Marchándose, disgustada, como temiendo más bromas.)
¡Marchito!
LUCÍA. (Llamando al orden.)
¡Amparo!
(Besa a Angustias.)
AMPARO. (Riéndose.)
¡Paciencia!
¡Pero clavel que no huele,
se corta de la maceta!
LUCÍA. Doña Angustias ¿qué os parece?
ANGUSTIAS. (Sonriendo.)
¡Siempre tan graciosa!
AMPARO.
Mientras
que mi hermana lee y relee
novelas y más novelas,
o borda en el cañamazo
rosas, pájaros y letras,
yo canto y bailo el jaleo
de Jerez, con castañuelas;
el vito, el ole, el bolero,
y ojalá siempre tuviera
ganas de cantar, señora.
ANGUSTIAS. (Riendo.)
¡Qué chiquilla!

(Amparo coge un membrillo y lo muerde.)

LUCÍA. (Enfadada.)
¡Estáte quieta!
AMPARO. (Habla con lo agrio de la fruta entre los dientes.)
¡Buen membrillo!

(Le da un calofrío por lo fuerte del ácido, y guiña.)

ANGUSTIAS. (Con las manos en la cara.)
¡Yo no puedo mirar!
LUCÍA. (Un poco sofocada.)
¿No te da vergüenza?
AMPARO.
Pero ¿no sale Mariana?
Voy a llamar a su puerta.

(Va corriendo y llama.)

¡Mariana, sal pronto, hijita!
LUCÍA.
¡Perdonad, señora!
ANGUSTIAS. (Suave.)
¡Déjala!



ESCENA III

La puerta se abre, y aparece Mariana, vestida de malva claro, con un peinado de bucles, peineta y una gran rosa roja detrás de la oreja. No tiene más que una sortija de diamantes en su mano siniestra. Aparece preocupada, y da muestras, conforme avanza el diálogo, de vivísima inquietud. Al entrar Mariana en escena, lasdos Muchachas corren a su encuentro.

AMPARO. (Besándola.)
¿Cómo has tardado?
MARIANA. (Cariñosa.)
¡Niñas!
LUCÍA. (Besándola.)
¡Marianita!
AMPARO.
¡A mí otro beso!
LUCÍA.
¡Y otro a mí!
MARIANA.
¡Preciosas!

(A doña Angustias.)

¿Trajeron una carta?
ANGUSTIAS.
¡No!

(Queda pensativa.)
AMPARO. (Acariciándola.)
Tú, siempre
joven y guapa.
MARIANA. (Sonriendo con amargura.)
¡Ya pasé los treinta!
AMPARO.
¡Pues parece que tienes quince!

(Se sientan en un amplio sofá, una a
cada lado. Doña Angustias recoge su
libro y arregla la cómoda.)

MARIANA. (Siempre con un dejo de melancolía.)
¡Amparo!
¡Viudita y con dos niños!
LUCÍA.
¿Cómo siguen?
MARIANA.
Han llegado ahora mismo del colegio,
y estarán en el patio.
ANGUSTIAS.
Voy a ver.
No quiero que se mojen en la fuente.
¡Hasta luego, hijas mías!
LUCÍA. (Fina siempre.)
¡Hasta luego!

(Se va doña Angustias.)



ESCENA IV

MARIANA.
¿Tu hermano Fernando, cómo sigue?
LUCÍA.
Dijo
que vendría a buscarnos, para saludarte.
(Ríe.)
Se estaba poniendo su levita azul.
Todo lo que tienes le parece bien.
Quiere que vistamos como tú te vistes.
Ayer...
AMPARO. (Que tiene siempre que hablar, la interrumpe.)
Ayer mismo nos dijo que tú
(Lucía queda seria.)

tenías en los ojos... ¿qué dijo?
LUCÍA. (Enfadada.)
¿Me dejas
hablar?
(Quiere hacerlo.)

AMPARO. (Rápida.)
¡Ya me acuerdo! Dijo que en tus ojos,
había un constante desfile de pájaros.

(Le coge la cabeza por la barbilla y le
mira los ojos.)

Un temblor divino, como de agua oscura,
sorprendida siempre bajo el arrayán,
o temblor de luna sobre una pecera,
donde un pez de plata finge rojo sueño.
LUCÍA. (Sacudiendo a Mariana.)
¡Mira! Lo segundo son inventos de ella.
(Ríe.)
AMPARO.
¡Lucía, eso dijo!
MARIANA.
¡Qué bien me causáis
con vuestra alegría de niñas pequeñas!
La misma alegría que debe sentir
el gran girasol al amanecer,
cuando sobre el tallo de la noche vea
abrirse el dorado girasol del cielo.

(Les coge las manos.)
LUCÍA.
¡Te encuentro muy triste!
AMPARO.
¿Qué tienes?

(Entra Clavela.)
MARIANA. (Levantándose rápidamente.)
¡Clavela!
¿Llegó? ¡Di!
CLAVELA. (Triste.)
¡Señora, no ha venido nadie!

(Cruza la escena y se va.)
LUCÍA.
Si esperas visita, nos vamos.
AMPARO.
Lo dices,
y salimos.
MARIANA. (Nerviosa.)
¡Niñas, tendré que enfadarme!
AMPARO.
No me has preguntado por mi estancia en Ronda.
MARIANA.
Es verdad que fuiste; ¿y has vuelto contenta?
AMPARO.
Mucho. Todo el día baila que te baila.

(Queda seria de pronto al ver a Mariana, que
está inquieta, mira a las puertas y se distrae.)

LUCÍA. (Seria.)
Vámonos, Amparo.
MARIANA. (Inquieta por algo que ocurre fuera de la escena.)
¡Cuéntame! Si vieras
cómo necesito de tu fresca risa.

(Mariana sigue de pie.)
LUCÍA.
¿Quieres que to traiga una novela?
AMPARO.
Tráele
la plaza de toros de la ilustre Ronda.

(Ríen. Se levanta y se dirige a Mariana.)

¡Siéntate!
(Mariana se sienta y la besa.)
MARIANA. (Resignada.)
¿Estuviste en los toros?
LUCÍA.
¡Estuvo!
AMPARO.
En la corrida más grande
que se vio en Ronda la vieja.
Cinco toros de azabache,
con divisa verde y negra.
Yo pensaba siempre en ti;
yo pensaba: si estuviera
conmigo mi triste amiga,
¡mi Marianita Pineda!
Las niñas venían gritando
sobre pintadas calesas
con abanicos redondos
bordados de lentejuelas.
Y los jóvenes de Ronda
sobre jacas pintureras,
los anchos sombreros grises
calados hasta las cejas.
La plaza con el gentío
(calañés y altas peinetas)
giraba como un zodíaco
de risas blancas y negras.
Y cuando el gran Cayetano
cruzó la pajiza arena
con traje color manzana,
bordado de plata y seda,
destacándose gallardo
entre la gente de brega
frente a los tóros zaínos
que España cría en su tierra,
parecía que la tarde
se ponía más morena.
¡Si hubieras visto con qué
gracia movía las piernas!
¡Qué gran equilibrio elsuyo
con la capa y la muleta!
¡Mejor, ni Pedro Romero
toreando las estrellas!
Cinco toros mató; cinco,
con divisa verde y negra.
En la punta de su espada
cinco flores dejó abiertas,
y a cada instante rozaba
los hocicos de las fieras,
como una gran mariposa
de oro con alas bermejas.
La plaza, al par que la tarde,
vibraba fuerte, violenta,
y entre el olor de la sangre
iba el olor de la sierra.
Yo pensaba siempre en ti;
yo pensaba: si estuviera
conmigo mi triste amiga,
¡mi Marianita Pineda!...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
MARIANA. (Emocionada levantándose.)
¡Yo te querré siempre a ti
tanto como tú me quieras!
LUCÍA. (Se levanta.)
Nos retiramos; si sigues
escuchando a esta torera
hay corrida para rato.

AMPARO.
Y dime: ¿estás más contenta?
Porque este cuello, ¡oh, qué cuello!,

(La besa el cuello.)
no se hizo para la pena.
LUCÍA. (En la ventana.)
Hay nubes por Parapanda.
Lloverá, aunque Dios no quiera.

AMPARO.
¡Este invierno va a ser de agua!
¡No podré lucir!

LUCÍA.
¡Coqueta!

AMPARO.
¡Adiós, Mariana!

MARIANA.
¡Adiós, niñas!
(Se besan.)

AMPARO.
¡Que te pongas más contenta!

MARIANA.
Tardecillo es. ¿Queréis
que os acompañe Clavela?

AMPARO.
¡Gracias! Pronto volveremos.

LUCÍA.
¡No bajes, no!

MARIANA.
¡Hasta la vuelta!
(Salen.)


ESCENA V

Mariana atraviesa rápidamente la escena y mira la hora en uno de esos grandes relojes dorados, donde sueña toda la poesía exquisita de la hora y el siglo. Se asoma a los cristales y ve la última luz de la tarde.

MARIANA.
Si toda la tarde fuera
como un gran pájaro, ¡cuántas
duras flechas lanzaría
para cerrarle las alas!
Hora redonda y oscura
que me pesa en las pestañas.
Dolor de viejo lucero
detenido en mi garganta.
Ya debieran las estrellas
asomarse a mi ventana
y abrirse lentos los pasos
por la calle solitaria.
¡Con qué trabajo tan grande
deja la luz a Granada!
Se enreda entre los cipreses
o se esconde bajo el agua.
¡Y esta noche que no llega!
(Con angustia.)
¡Noche temida y soñada;
que me hieres ya de lejos
con larguísimas espadas!

ESCENA VI

FERNANDO. (En la puerta.)
Buenas tardes.
MARIANA. (Asustada.)
¿Que?
(Reponiéndose.)

¡Fernando!

FERNANDO.
¿Te asusto?

MARIANA.
No te esperaba,
(Sonriendo.)
y tu voz me sorprendió.

FERNANDO.
¿Se han ido ya mis hermanas?

MARIANA.
Ahora mismo. Se olvidaron
de que vendrías a buscarlas.

(Fernando viste elegantemente la moda de la
época. Mira y habla apasionadamente. Tiene
dieciocho años.)

FERNANDO.
¿Interrumpo?

MARIANA.
Siéntate.

(Se sientan.)
FERNANDO. (Lírico.)
¡Cómo me gusta tu casa!...
Con este olor a membrillos.

(Aspira.)
¡Y qué preciosa fachada
tiene, llena de pinturas,
de barcos y de guirnaldas!...
MARIANA. (Interrumpiéndole.)
¿Hay mucha gente en la calle?
FERNANDO. (Sonríe.)
¿Por qué preguntas?

MARIANA. (Turbada.)
Por nada.

FERNANDO.
Pues hay mucha gente.

MARIANA. (Impaciente.)
¿Dices?...

FERNANDO.
Al pasar por Bibarrambla
he visto dos o tres grupos
de gente envuelta en sus capas,
que aguantando el airecillo.
a pie firme comentaban
el suceso.

MARIANA. (Ansiosamente.)
¿Qué suceso?

FERNANDO.
¿Sospechas de qué se trata?
MARIANA.
¿Cosas de masonería?...
FERNANDO.
Un capitán que se llama...;

(Mariana está como en vilo.)

no recuerdo...; liberal,
prisionero de importancia,
se ha fugado de la cárcel
de la Audiencia.
(Viendo a Mariana.)

¿Qué te pasa?

MARIANA.
Ruego a Dios por él. ¿Se sabe si le buscan?

FERNANDO.
Ya marchaban,
antes de venir yo aquí,
un grupo de tropas hacia
el Genil y sus puentes
para ver si to encontraban,
y es fácil que lo detengan
camino de la Alpujarra.
¡Qué triste es esto!
MARIANA. (Angustiada.)
¡Dios mío!

FERNANDO.
El preso, como un fantasma,
se escapó; pero Pedrosa
ya buscará su garganta.
Pedrosa conoce el sitio
donde la vena es más ancha.
Me han dicho que le conoces.

(La luz se va retirando de la
escena.)

MARIANA.
Desde que llegó a Granada.
FERNANDO. (Sonriendo.)
¡Bravo amigo, Marianita!
MARIANA.
Le conocí por desgracia.
Él está amable conmigo,
y hasta viene por mi casa,
sin que yo pueda evitarlo.
¿Quién le impediría la entrada?

FERNANDO.
¡Qué gran Alcalde del Crimen!

MARIANA.
¡No puedo mirar su cara!

FERNANDO.
¿Te da mucho miedo?
(Sonriendo.)

MARIANA.
¡Mucho!
Ayer tarde yo bajaba
por el Zacatín. Volvía
de la iglesia de Santa Ana
tranquila; pero de pronto
vi a Pedrosa. Se acercaba,
seguido de dos golillas,
entre un grupo de gitanas.
¡Con un aire y un silencio!...
¡Él notó que yo temblaba!

(La escena está en una dulce penumbra.)

FERNANDO.
¡Bien supo el Rey lo que hacía
al mandarlo aquí a Granada!
Se trajo en el maletín
un centenar de mortajas,
hechas, según se murmura,
por manos que son sagradas.

MARIANA. (Levantándose.)
Ya es noche. ¡Clavela! ¡Luces!

FERNANDO.
Ahora los ríos sobre
España, en vez de ser ríos, son
largas cadenas de agua.

MARIANA.
Por eso hay que mantener
la cabeza levantada.

CLAVELA. (Entrando con dos candelabros.)
¡Señora, las luces!
MARIANA. (Palidísima y en acecho.)
¡Déjalas!

(Llaman fuertemente a la puerta.)

C LAVE LA. ¡Están llamando!
(Coloca las luces.)

FERNANDO. (Al ver a Mariana descompuesta.)
¡Mariana!
¿Por qué tiemblas de ese modo?
MARIANA. (A Clavela, gritando en voz baja.)
¡Abre pronto, por Dios; anda!

(Sale Clavela corriendo. Mariana queda en
actitud expectante junto a la puerta, y
Fernando, de pie.)

ESCENA VII

FERNANDO.
Sentiría en el alma ser molesto...
Marianita, ¿qué tienes?
MARIANA. (Angustiada exquisitamente.)
Esperando
los segundos se alargan de manera
irresistible.
FERNANDO. (Inquieto.)

¿Bajo yo?
MARIANA.
Un caballo
se aleja por la calle. ¿Tú lo sientes?

FERNANDO.
Hacia la vega corre.

(Pausa.)
MARIANA.
Ya ha cerrado
el postigo Clavela.

FERNANDO.
¿Quién será?
MARIANA. (Turbada y reprimiendo una honda angustia.)
¡Yo no lo sé!
(Aparte.)
¡Ni siquiera pensarlo!
CLAVELA. (Entrando.)
Una carta, señora.

(Mariana coge la carta ávidamente.)
FERNANDO. (Aparte.)
¡Qué será!

CLAVELA.
Me la entregó un jinete. Iba embozado
hasta los ojos. Tuve mucho miedo.
Soltó las bridas y se fue volando
hacia lo oscuro de la plazoleta.

FERNANDO.
Desde aquí lo sentimos.

MARIANA.
¿Le has hablado?

CLAVELA.
Ni yo le dije nada, ni él a mí.
Lo mejor es callar en estos casos.

(Fernando cepilla el sombrero con su
manga,
y tiene el semblante inquieto.)

MARIANA. (Con la carta.)
¡No la quisiera abrir! ¡Ay, quién pudiera
en esta realidad estar soñando!
¡Señor, no me quitéis lo que más quiero!
(Rasga la carta y lee.)

FERNANDO. (A Clavela ansiosamente.)
Estoy confuso. ¡Es esto tan extraño!
Tú sabes lo que tiene. ¿Qué le ocurre?

CLAVELA.
Ya le he dicho que no lo sé.
FERNANDO. (Discreto.)
Me callo.
Pero...
CLAVELLA. (Continuando la frase.)
¡Pobre doña Mariana mía!
MARIANA. (Agitada.)
¡Acércame, Clavela, el candelabro!

(Clavela se lo acerca corriendo. Fernando
cuelga lentamente la capa sobre sus hombros.)

CLAVELA. (A Mariana.)
¡Dios nos guarde, señora de mi vida!
FERNANDO. (Azorado e inquieto.)
Con tu permiso...
MARIANA. (Queriendo reponerse.)
¿Ya te vas?

FERNANDO.
Me marcho;
voy al café de la Estrella.
MARIANA. (Tierna y suplicante.)
Perdona
estas inquietudes...
FERNANDO. (Digno.)
¿Necesitas algo?
MARIANA. (Conteniéndose.)
Gracias... Son asuntos familiares hondos,
y tengo yo misma que solucionarlos.

FERNANDO.
Yo quisiera verte contenta. Diré
a mis hermanillas que vengan un rato,
y ojalá pudiese prestarte mi ayuda.
Adiós, que descanses.
(Le estrecha la mano.)

MARIANA.
Adiós.
FERNANDO. (A Clavela.)
Buenas noches.

CLAVELA.
Salga, que yo le
acompaño.

(Se van.)

MARIANA. (En el momento de salir Fernando da rienda suelta a
su sentimiento.)
¡Pedro de mi vida! ¿Pero quién irá?
Ya cercan mi casa los días amargos.
Y este corazón, ¿adónde me lleva,
que hasta de mis hijos me estoy olvidando?
¡Tiene que ser pronto y no tengo a nadie!
¡Yo misma me asombro de quererlo tanto!
¿Y si le dijese... y él lo comprendiera?
¡Señor, por la llaga de vuestro costado!

(Sollozando.)

Por las clavellinas de su dulce sangre,
enturbia la noche para los soldados.

(En un arranque, viendo el reloj.)

¡Es preciso! ¡Tengo que atreverme a todo!

(Sale corriendo hacia la puerta.)
¡Fernando!
CLAVELA. (Que entra.)
¡En la calle, señora!

MARIANA. (Asomándose rapidísima a la ventana.)
¡Fernando!
CLAVELA. (Con las manos cruzadas.)
¡Ay, doña Mariana, qué malita está!
Desde que usted puso sus preciosas manos
en esa bandera de los liberales,
aquellos colores de flor de granado
desaparecieron de su cara.
MARIANA. (Reponiéndose.)
Abre,
y no me recuerdes lo que estoy bordando.
CLAVELA. (Saliendo.)
Dios dirá; los tiempos cambian con el tiempo.
Dios dirá. ¡Paciencia!
(Sale.)

MARIANA.
Tengo, sin embargo,
que estar muy serena, muy serena; aunque
me siento vestida de temblor y llanto.

ESCENA VIII

Aparece en la puerta Fernando, con el alto sombrero de cintas
entre sus manos enguantadas. Le precede Clavela.

FERNANDO. (Entrando, apasionado.)
¿Qué quieres?
MARIANA. (Firme.)
Hablar contigo.
(A Clavela.)
Puedes irte.
CLAVELA. (Marchándose, resignada.)
¡Hasta mañana!

(Se va turbada, mirando con ternura y tristeza
a su señora. Pausa.)

FERNANDO.
Dime, pronto.

MARIANA.
¿Eres mi amigo?

FERNANDO.
¿Por qué preguntas, Mariana?

(Mariana se sienta en una silla, de perfil al público, y Fernando junto a ella, un poco de frente, componiendo una clásica estampa de la época.)

¡Ya sabes que siempre fui!

MARIANA.
¿De corazón?

FERNANDO.
¡Soy sincero!

MARIANA.
¡Ojalá que fuese así!

FERNANDO.
Hablas con un caballero.

(Poniéndose la mano sobre la blanca pechera.)

MARIANA. (Segura.)
¡Lo sé!
FERNANDO.
¿Qué quieres de mí?

MARIANA.
Quizá quiera demasiado,
y por eso no me atrevo.
FERNANDO.
No quieras ver disgustado
este corazón tan nuevo.
Te sirvo con alegría.
MARIANA. (Temblorosa.)
Fernando, ¿y si fuera?...

FERNANDO. (Ansiosamente.)

¿Que?
MARIANA.
Algo peligroso.
FERNANDO. (Decidido.)
Iría.
Con toda mi buena fe.
Y esto, a mi modo de ver...

MARIANA.
¡No debo pedirte nada!
Como dicen por Granada,
¡soy una loca mujer!
FERNANDO. (Tierno.)
Marianita.

MARIANA.
¡Yo no puedo!

FERNANDO.
¿Por qué me llamaste? ¿Di?
MARIANA. (En un arranque.)
Porque tengo mucho miedo
de morirme sola aquí.
FERNANDO.
¿De morirte?
MARIANA.
Necesito,
para seguir respirando,
que tú me ayudes, mocito.

FERNANDO.
Mis ojos te están mirando,
y no te debes dudar.

MARIANA.
Pero mi vida está fuera,
por el aire, por la mar,
por donde yo no quisiera.
FERNANDO.
¡Dichosa la sangre mía,
si puede calmar tu pena!

MARIANA. (Se lleva decidida las manos al pecho para sacar la carta. Fernando tiene una actitud expectante y conmovida.)
¡Confío en tu corazón!

(Saca la carta. Duda.)

¡Qué silencio el de Granada!
Hay puesta en mí una mirada
fija, detrás del balcón.
FERNANDO. (Extrañado.)
¿Qué estás hablando?

MARIANA.
Me mira

(Levantándose.)

la garganta, que es hermosa,
y toda mi piel se estira.
¿Podrás conmigo, Pedrosa?
(Decidida.)
Toma esta carta, Fernando.
Lee despacio y entendiendo.
¡Sálvame! Que estoy dudando
si podré seguir viviendo.

(Fernando coge la carta y la desdobla. En este momento, el reloj da las ocho lentamente. Las luces topacio y amatista de las velas hacen temblar líricamente la habitación. Mariana pasea la escena y mira angustiada al Joven. Éste lee el comienzo de la carta y tiene un exquisito, pero contenido gesto de desaliento.)

FERNANDO. (Leyendo la carta, con sorpresa, y mirando, asombrado y triste, a Mariana.) «Adorada Marianita.»

MARIANA.
No interrumpas la lectura.
Un corazón necesita
lo que pide en la escritura.

FERNANDO. (Leyendo, desalentado, aunque sin afectación.)
«Adorada Marianita: Gracias al traje de capuchino que tan
diestramente hiciste llegar a mi poder, me he fugado de la
torre de Santa Catalina, confundido con otros religiosos
que salían de asistir a un reo de muerte. Esta noche, disfrazado de contrabandista, tengo absoluta necesidad de salir para Cadiar, donde espero tener noticias de los amigos. Necesito antes de las nueve el pasaporte que tienes en tu poder y una persona de tu absoluta confianza que espere, con un caballo, más arriba de la presa del Genil, para, río arriba, internarme en la sierra. Pedrosa estrechará el cerco como él sabe, y si esta misma noche no parto, estoy irremisiblemente perdido. Adiós, Mariana. Un abrazo y el alma de tu amante.  Pedro de Sotomayor. »

FERNANDO. (Enamoradísimo.)
¡Mariana!
MARIANA. (Rápida, llevándose una mano a los ojos.)
¡Me lo imagino!
Pero silencio, Fernando.

FERNANDO.
¡Como has cortado el camino
de lo que estabas soñando!

(Mariana protesta mímicamente.)

No es tuya la culpa, no;
ahora tengo que ayudar
a un hombre que empiezo a odiar,
¡¡y el que te quiere soy yo! !
El que de niño te amara,
lleno de amarga pasión,
mucho antes de que robara
don Pedro tu corazón.
¡Pero quién te deja en esta
triste angustia del momento!
Y torcer mi sentimiento,
¡qué gran trabajo me cuesta!
MARIANA. (Orgullosa.)
¡Pues iré sola!

(Humilde.)
¡Dios mío,
tiene que ser al instante!

FERNANDO.
Yo iré en busca de tu amante,
por la ribera del río.
MARIANA. (Orgullosa y corrigiendo la ironía y tristeza de Fernando al decir «amante».)
Decirte cómo le quiero
no me produce rubor.
Me escuece dentro su amor
y relumbra todo entero.
Él ama la Libertad,
y yo la quiero más que él.
Lo que dice es mi verdad
agria, que me sabe a miel.
Y no me importa que el día
con la noche se enturbiara,
que con la luz que emanara
su espíritu viviría.
Por este amor verdadero,
que muerde mi alma sencilla,
me estoy poniendo amarilla
como la flor del romero.
FERNANDO. (Fuerte.)
Mariana, dejo que vuelen
tus quejas. Mas, ¿no has oído
que el corazón tengo herido
y las heridas me duelen?
MARIANA. (Popular.)
Pues si mi pecho tuviera
vidrieritas de cristal,
te asomaras y lo vieras
gotas de sangre llorar.

FERNANDO.
¡Basta! ¡Dame el documento!

(Mariana va a una cómoda rápidamente.)

¿Y el caballo?
MARIANA. (Sacando los papeles.)
En el jardín.
Si vas a marchar, al fin,
no hay que perder un momento.
FERNANDO. (Pálido y nervioso.)
Ahora mismo.
(Mariana le da los papeles.)

¿Y aquí va...?
MARIANA. (Desazonada.)
Todo.
FERNANDO. (Guardándose el documento en la levita.)
¡Bien!

MARIANA.
¡Perdón, amigo!
Que el Señor vaya contigo.
FERNANDO. (Natural, digno y suave, poniéndose lentamente
la capa.)
Yo espero que así será.
Está la noche cerrada.
No hay luna, y aunque la hubiera,
los chopos de la ribera
dan una sombra apretada.
Adiós. Y seca ese llanto.
Pero quédate sabiendo
que nadie te querrá tanto
como yo te estoy queriendo.
Que voy con esta misión,
para no verte sufrir,
torciendo el hondo sentir
de mi propio corazón.
MARIANA.
Evita guarda o soldado...
FERNANDO. (Mirándola con ternura.)
Por aquel sitio no hay gente.
Puedo marchar descuidado.
(Amargamente irónico.)
¿Qué quieres más?
MARIANA. (Turbada y balbuciente.)
Sé prudente.
FERNANDO. (En la puerta, poniéndose el sombrero.)
Ya tengo el alma cautiva;
desecha todo temor.
Prisionero soy de amor,
y lo seré mientras viva.

MARIANA.
Adiós.
(Coge el candelabro.)

FERNANDO.
No salgas, Mariana.
El tiempo corre, y yo quiero
pasar el puente primero
que don Pedro. Hasta mañana.
(Salen.)

ESCENA IX

La escena queda solitaria medio segundo. Apenas ha salido Mariana con Fernando por una puerta, cuando aparece doña Angustias por la de enfrente con un candelabro. El fino y otoñal perfume de los membrillos invade el ambiente.

ANGUSTIAS.
Niña, ¿dónde estás? Niña.
Pero, Señor, ¿qué es esto?
¿Dónde estabas?

MARIANA. (Entrando con un candelabro.)
Salía
con Fernando.

ANGUSTIAS.
¡Qué juego
inventaron los niños!
Regáñales.
MARIANA. (Dejando el candelabro.)
¿Qué hicieron?

ANGUSTIAS.
Mariana, la bandera
que bordas en secreto...
MARIANA. (Interrumpiendo, dramáticamente.)
¿Qué dices?
ANGUSTIAS.
Han hallado
en el armario viejo
y se han tendido en ella
fingiéndose los muertos.
Tilín, talán; abuela,
dile al curita nuestro
que traiga banderolas
y flores de romero;
que traigan encarnadas
clavellinas del huerto.
Ya vienen los obispos,
decían uri memento,
y cerraban los ojos,
poniéndose muy serios.
Serán cosas de niños;
está bien. Mas yo vengo
muy mal impresionada,
y me da mucho miedo
la dichosa bandera.
MARIANA. (Aterrada.)
¿Pero cómo la vieron?
¡Estaba bien oculta!



ANGUSTIAS.
Mariana, ¡triste tiempo
para esta antigua casa,
que derrumbarse veo,
sin un hombre, sin nadie,
en medio del silencio!
Y luego, tú...
MARIANA. (Desorientada y con aire trágico.)
¡Por Dios!

ANGUSTIAS.
Mariana, ¿tú qué has hecho?
Cercar estas paredes
de guardianes secretos.
MARIANA.
Tengo el corazón loco
y no sé lo que quiero.
ANGUSTIAS.
¡Olvídalo, Mariana!

MARIANA. (Con pasión.)
¡Olvidarlo no puedo!

(Se oyen risas de niños.)

ANGUSTIAS. (Haciendo señas para que Mariana calle.)
Los niños.
MARIANA.
Vamos pronto.
¿Cómo alcanzaron eso?
ANGUSTIAS.
Así pasan las cosas.
¡Mariana, piensa en ellos!
(Coge un candelabro.)
MARIANA.
Sí, sí; tienes razón.
Tienes razón. ¡No pienso!
(Salen.)

Telón

Estampa segunda

Sala principal en la casa de Mariana. Entonación en grises, blancos y marfiles, como una antigua litografía. Estrado, blanco. Al fondo, una puerta con una corona gris, y puertas laterales. Hay una consola con urna y grandes ramos de flores de seda morada y verde.
En el centro de la habitación, un fortepiano y candelabros de cristal.
Es de noche.

ESCENA PRIMERA

En escena la Clavela y los Niños de Mariana. Visten la deliciosa moda infantil de la época. La Clavela está sentada, y a los lados, en taburetes, los Niños. La estancia es limpia y modesta, aunque conservando ciertos muebles de lujo heredados por Mariana.

CLAVELA.
No cuento más. (Se levanta.)
NIÑO. (Tirándole del vestido.)
Cuéntanos otra cosa.
CLAVELA.
¡Me romperás el vestido!
NIÑA. (Tirando.)
Es muy malo.

CLAVELA. (Echándoselo en cara.)
Tú madre lo compró.
NIÑO. (Riendo y tirando el vestido para que se siente.)
¡Clavela!
CLAVELA. (Sentándose a la fuerza y riendo también.)
¡Niños!
NIÑA.
El cuento aquel del príncipe gitano.
CLAVELA.
Los gitanos no fueron nunca príncipes.
NIÑA.
¿Y por qué?

NIÑO. No los quiero a mi lado.
Sus madres son las brujas.
NIÑA. (Enérgica.)
¡Embustero!
CLAVELA. (Reprendiéndola.)
¡Pero niña!
NIÑA.
Si ayer vi yo rezando
al Cristo de la Puerta Real dos de ellos.
Tenían unas tijeras así..., y cuatro
borriquitos peludos que miraban...
con unos ojos..., y movían los rabos
dale que le das. ¡Quién tuviera alguno!
NIÑO. (Doctoral)
Seguramente los habrían robado.
CLAVELA.
Ni tanto ni tan poco. ¡Qué se sabe!
(Los Niños se hacen burla sacando la lengua.)
¡Chitón!
NIÑO.
¿Y el romancillo del bordado?
NIÑA.
¡Ay, duque de Lucena! ¿Cómo dice?
NIÑO.
Olivarito, olivo..., está bordando.
(Como recordando.)
CLAVELA.
Os lo diré; pero cuando se acabe,
en seguida a dormir.
NIÑO.
Bueno.
NIÑA.
¡Enterados!
CLAVELA. (Se persigna lentamente, y los Niños la imitan, mirándola.)
Bendita sea por siempre
la Santísima Trinidad,
y guarde al hombre en la sierra
y al marinero en el mar.
A la verde, verde orilla
del olivarito está...
NIÑA. (Tapando con una mano la boca a Clavela y continuando ella.)
Una niña bordando.
¡Madre! ¿Qué bordará?
CLAVELA. (Encantada de que la Niña lo sepa.)
Las agujas de plata,
bastidor de cristal,
bordaba una bandera,
cantar que te cantar.
Por el olivo, olivo,
¡madre, quién lo dirá!
NIÑO. (Continuando.)
Venía un andaluz,
mocito y galán.

(Aparece por la puerta del fondo Mariana, vestida de amarillo claro: un amarillo de libro viejo, y oye el romance, glosando con gestos lo que en ella evoca la idea de bandera y muerte.)

CLAVELA.

Niña, la bordadora,
mi vida, ¡no bordad!,
que el duque de Lucena
duerme y dormirá.
La niña le responde:
«No dices la verdad:
el duque de Lucena
me ha mandado bordar
esta roja bandera
porque a la guerra va ».
NIÑO.
Por las calles de Córdoba
lo llevan a enterrar
muy vestido de fraile
en caja de coral.

NIÑA. (Como soñando.)
La albahaca y los claveles
sobre la caja van,
y un verderol antiguo
cantando el pío pa.

CLAVELA.
¡Ay, duque de Lucena,
ya no te veré más!
La bandera que bordo
de nada servirá.
En el olivarito
me quedaré a mirar
cómo el aire menea
las hojas al pasar.

NIÑO.
Adiós, niña bonita,
espigada y juncal,
me voy para Sevilla,
donde soy capitán.
CLAVELA.
Y a la verde, verde orilla
del olivarito está
una niña morena
llorar que te llorar.

(Los Niños hacen un gesto de satisfacción.
Han seguido el romance con alto interés.)

ESCENA II
Dichos y Mariana.

MARIANA. (Avanzando.)
Es hora de acostarse.

CLAVELA. (Levantándose y a los Niños.)
¿Habéis oído?
NIÑA. (Besando a Mariana.)
Mamá, acuéstanos tú.
MARIANA.
Hija, no puedo;
yo tengo que coserte una capita.

NIÑO.
¿Y para mí?
CLAVELA. (Riendo.)
¡Pues claro está!

MARIANA.
Un sombrero
con una cinta verde y dos de plata.

(Lo besa.)

CLAVELA.
¡A la Costa mis niños!
NIÑO. (Volviendo.)
Yo lo quiero
como los hombres: alto y grande, ¿sabes?
MARIANA.
¡Lo tendrás, primor mío!

NIÑA.
Y entra luego;
me gustará sentirte, que esta noche
no se ve nada y hace mucho viento.
MARIANA. (Bajo a Clavela.)
Cuando acabes te bajas a la puerta.
CLAVELA.
Pronto será; los niños tienen sueño.


MARIANA. ¡Que recéis sin reírse!


CLAVELA. ¡Sí, señora!


MARIANA. (En la puerta.)
Una salve a la Virgen, y dos credos
al Santo Cristo del Mayor Dolor,
para que nos protejan.
NIÑA.
Rezaremos
la oración de San Juan y la que ruega
por caminantes y por marineros.

(Entran. Pausa.)

ESCENA III


MARIANA. (En la puerta.)
Dormir tranquilamente, niños míos,
mientras que yo, perdida y loca, siento
quemarse con su propia lumbre viva
esta rosa de sangre de mi pecho.
Soñar en la verbena y el jardín
de Cartagena, luminoso y fresco,
y en la pájara pinta que se mece
en las ramas del agrio limonero.
Que yo también estoy dormida, niños,
y voy volando por mi propio sueño,
como van, sin saber adónde van,
los tenues vilanicos por el viento.

ESCENA IV

Aparece doña Angustias en la puerta y en un aparte.

ANGUSTIAS.
Vieja y honrada casa, ¡qué locura!
(A Mariana.)

Tienes una visita.
MARIANA. (Inquieta.)
¿Quién?

ANGUSTIAS.
¡Don Pedro!

(Mariana sale corriendo hacia la puerta.)

¡Serénate, hija mía! ¡No es tu esposo!
MARIANA. (Asintiendo rotundamente.)
Siempre tienes razón. ¡Pero no puedo!

ESCENA V

Mariana llega corriendo a la puerta en el momento en que don Pedro entra por ella. Don Pedro tiene treinta y seis años.
Es un hombre simpático, sereno y fuerte. Viste correctamente, y habla de una manera dulce. Mariana le tiende los brazos y le estrecha las manos.
Doña Angustias adopta una triste y reservada actitud.
Pausa.

PEDRO. (Efusivo.)
Gracias, Mariana, gracias.
MARIANA. (Casi sin poder hablar.)
Cumplí con mi deber.

(Durante esta escena dará Mariana muestras
de una vehementísima y profunda pasión.)

PEDRO. (Dirigiéndose a doña Angustias.)
Muchas gracias, señora.
ANGUSTIAS. (Triste.)
¿Y por qué? Buenas noches.

(A Mariana.)

Yo me voy con los niños.
(Aparte.)

¡Ay, pobre Marianita!

(Sale. Al salir Angustias, Pedro efusivo, enlaza
a Mariana por el talle.)

PEDRO. (Apasionado.)
¡Quién pudiera pagarte lo que has hecho por mí!
Toda mi sangre es nueva, porque tú me la has dado
exponiendo tu débil corazón al peligro.
¡Ay, qué miedo tan grande tuve por él, Mariana!
MARIANA. (Cerca y abandonada.)
¿De qué sirve mi sangre, Pedro, si tú murieras?
Un pájaro sin aire ¿puede volar? ¡Entonces!...
(Bajo.)
Yo no podré decirte cómo lo quiero nunca;
a tu lado me olvido de todas las palabras.
PEDRO. (Con voz suave.)
¡Cuánto peligro corres sin el menor desmayo!
¡Qué sola estás, cercada de maliciosa gente!
¡Quién pudiera librarte de aquellos que te acechan
con mi propio dolor y mi vida, Mariana!
MARIANA. (Echando la cabeza en el hombro y como soñando.)
¡Así! Deja tu aliento sobre mi frente. Limpia
esta angustia que tengo y este sabor amargo;
esta angustia de andar sin saber dónde voy,
y este sabor de amor que me quema la boca.

(Pausa. Se separa rápidamente del caballero y
le coge los codos.)

¡Pedro! ¿No te persiguen? ¿Te vieron entrar?
PEDRO.
¡Nadie!

(Se sienta.)

Vives en una calle silenciosa, y la noche
se presenta endiablada.

MARIANA.
Yo tengo mucho miedo.
PEDRO. (Cogiéndole una mano.)
¡Ven aquí!
MARIANA. (Se sienta.)
Mucho miedo de que esto se adivine,
de que pueda matarte la canalla realista.
PEDRO. (Con pasión.)
Marianita, ¡no temas! ¡Mujer mía! ¡Vida mía!
En el mayo sigilo conspiramos. ¡No temas!
La bandera que bordas temblará por las calles
entre los corazones y los gritos del pueblo.
Por ti la Libertad suspirada por todos
pisará tierra dura con anchos pies de plata.
Pero si así no fuese; si Pedrosa...
MARIANA. (Aterrada.)
¡No sigas!

PEDRO.
... sorprende nuestro grupo y hemos de morir...

MARIANA.
¡Calla!

PEDRO.
Mariana, ¿qué es el hombre sin libertad? ¿Sin esa
luz armoniosa y fija que se siente por dentro?
¿Cómo podría quererte no siendo libre, dime?
¿Cómo darte este firme corazón si no es mío?
No temas; ya he burlado a Pedrosa en el campo,
y así pienso seguir hasta vencer contigo,
que me ofreces tu amor y tu casa y tus dedos.

(Se los besa.)
MARIANA.
¡Y algo que yo no sé decir, pero que existe!
¡Qué bien estoy contigo! Pero aunque alegre, noto
un gran desasosiego que me turba y enoja;
me parece que hay hombres detrás de las cortinas,
que mis palabras suenan claramente en la calle.
PEDRO. (Amargo.)
¡Eso sí! ¡Qué mortal inquietud, qué amargura!
¡Qué constante pregunta al minuto lejano!
¡Qué otoño interminable sufrí por esa sierra!
¡Tú no lo sabes!

MARIANA.
Dime: ¿corriste gran peligro?
PEDRO.
Estuve casi en manos de la justicia; pero
me salvó el pasaporte y el caballo que enviaste
con un extraño joven, que no me dijo nada.
MARIANA. (Inquieta y sin querer recordar.)
Y dime.
(Pausa.)

PEDRO.
¿Por qué tiemblas?


MARIANA. (Nerviosa.)
Sigue. ¿Después?

PEDRO.
Después
vagué por la Alpujarra.
Supe que en Gibraltar
había fiebre amarilla;
la entrada era imposible,
y esperé bien oculto
la ocasión. ¡Ya ha llegado!
Venceré con tu ayuda, ¡Mariana de mi vida!
¡Libertad, aunque con sangre llame a todas las puertas!
MARIANA. (Radiante.)
¡Mi victoria consiste en tenerte a mi vera!
En mirarte los ojos mientras tú no me miras.
Cuando estás a mi lado olvido lo que siento
y quiero a todo el mundo,
hasta al rey y a Pedrosa.
Al bueno como al malo. ¡Pedro!, cuando se quiere,
se está fuera del tiempo,
y ya no hay día ni noche, ¡sino tú y yo!
PEDRO. (Abrazándola.)
¡Mariana!

Como dos blancos ríos de rubor y silencio,
así enlazan tus brazos mi cuerpo combatido.
MARIANA. (Cogiéndole la cabeza.)
Ahora puedo perderte, puedo perder tu vida.
Como la enamorada de un marinero loco
que navegara siempre sobre una barca vieja,
acecho un mar oscuro, sin fondo ni oleaje,
en espera de gentes que te traigan ahogado.

PEDRO.
No es hora de pensar en quimeras, que es hora
de abrir el pecho a bellas realidades cercanas
de una España cubierta de espigas y rebaños,
donde la gente coma su pan con alegría,
en medio de estas anchas eternidades nuestras
y esta aguda pasión de horizonte y silencio.
España entierra y pisa su corazón antiguo,
su herido corazón de península andante,
y hay que salvarla pronto con manos y con dientes.
MARIANA. (Pasional.)
Y yo soy la primera que lo pide con ansia.
Quiero tener abiertos mis balcones al sol,
para que llene el suelo de flores amarillas
y quererte, segura de tu amor, sin que nadie
me aceche, como en este decisivo momento.
(En un arranque.)

¡Pero ya estoy dispuesta!
(Se levanta.)

PEDRO. (Entusiasmado, se levanta.)
¡Así me gusta verte,
hermosa Marianita!
Ya no tardarán mucho
los amigos, y alienta
ese rostro bravío y esos ojos ardientes,
(Amoroso.)

sobre tu cuello blanco, que tiene luz de luna.

(Fuera comienza a llover y se levanta el viento.
Mariana hace señas a Pedro de que calle.)

ESCENA VI

CLAVELA. (Entrando.) Señora... Me parece que han llamado.

(Pedro y Mariana adoptan actitudes indiferentes.
Dirigiéndose a don Pedro.)

¡Don Pedro!

PEDRO.
¡Dios te guarde!
MARIANA.
¿Tú sabes quién vendrá?
CLAVELA.
Sí, señora; lo sé.
MARIANA.
¿La seña?
CLAVELA.
No la olvido.

MARIANA.
Antes de abrir, que mires por la mirilla grande.
CLAVELA.
Así lo haré, señora.

MARIANA.
No enciendas luz ninguna;
pero ten en el patio
un velón prevenido
y cierra la ventana del jardín.
CLAVELA. (Marchándose.)
En seguida.

MARIANA.
¿Cuántos vendrán?

PEDRO.
Muy pocos.
Pero los que interesan.
MARIANA.
¿Noticias?

PEDRO.
Las habrá
dentro de unos instantes.
Si, al fin, hemos de alzarnos
decidiremos.

MARIANA.
¡Calla!
(Hace ademán a don Pedro de que se calle, y
quedan escuchando. Fuera, se oye la lluvia y el
viento.)

¡Ya están aquí!
PEDRO. (Mirando el reloj.)
Puntuales,
como buenos patriotas,
¡Son gente decidida!

MARIANA.
¡Dios nos ayude a todos!
PEDRO.
¡Ayudará!
MARIANA.
¡Debiera, si mirase a este mundo!

(Cruza hasta la puerta y levanta la gran cortina del fondo.)

¡Adelante, señores!

ESCENA VII

Entran tres Caballeros con amplias capas grises; uno de ellos lleva patillas. Mariana y don Pedro los reciben amablemente. Los Caballeros dan la mano a Mariana y a don Pedro.

MARIANA. (Dando la mano el Conspirador 1°)
¡Ay, qué manos tan frías!
CONSPIRADOR 1.° (Franco.)
¡Hace un frío, que corta! Y me he olvidado de los guantes; pero aquí se está bien.
MARIANA.
¡Llueve de veras!
CONSPIRADOR 3.° (Decidido.)
El Zacatín estaba intransitable.

(Se quitan las capas, que sacuden de lluvia.)

CONSPIRADOR 2.° (Melancólico.)
La lluvia, como un sauce de cristal,
sobre las casas de Granada cae.

CONSPIRADOR 3.°
Y el Darro viene lleno de agua turbia.
MARIANA.
¿Les vieron?
CONSPIRADOR 2.°
¡No! Vinimos separados
hasta la entrada de esta oscura calle.
CONSPIRADOR 1.°
¿Habrá noticia para decidir?
PEDRO.
Llegarán esta noche, Dios mediante.
MARIANA.
Hablen bajo.
CONSPIRADOR 1.° (Sonriendo.)
¿Por qué, doña Mariana?
Toda la gente duerme en este instante.
PEDRO.
Creo que estamos seguros.
CONSPIRADOR 3.°
No lo afirmes;
Pedrosa no ha cesado de espiarme,
y, aunque yo lo despisto sagazmente,
continúa en acecho, y algo sabe.

(Unos se sientan y otros quedan de pie,
componiendo una bella estampa.)

MARIANA.
Ayer estuvo aquí.

(Los Caballeros hacen un gesto de extrañeza.)
Como es mi amigo...
no quise, porque no debía, negarme.
Hizo un elogio de nuestra ciudad;
pero mientras hablaba tan amable,
me miraba... no sé... ¡como sabiendo!,

(Subrayado.)

de una manera penetrante.
En una sorda lucha con mis ojos,
estuvo aquí toda la tarde,
y Pedrosa es capaz... ¡de lo que sea!

PEDRO.
No es posible que pueda figurarse...
MARIANA.
Yo no estoy muy tranquila, y os lo digo
para que andemos con cautela grande.
De noche, cuando cierro las ventanas,
me parece que empuja los cristales.
PEDRO. (Mirando al reloj.)
Ya son las once y diez. El emisario
debe estar ya muy cerca de esta calle.


CONSPIRADOR 3° (Mirando al reloj.)
Poco debe tardar.

CONSPIRADOR 1.°
¡Dios lo permita!
¡Que me parece un siglo cada instante!

(Entra Clavela con una bandeja de altas copas
de cristal tallado y un frasco lleno de vino rojo,
que deja sobre un velador. Mariana habla con
ella.)

PEDRO.
Estarán sobre aviso los amigos.

CONSPIRADOR 1.°
Enterados están. No falta nadie.
Todo depende de lo que nos digan
esta noche.

PEDRO.
La situación es grave;
pero excelente, si la aprovechamos.

(Sale Clavela, y Mariana corre la cortina.)

Hay que estudiar hasta el menor detalle,
porque el pueblo responde, sin dudar.
Andalucía tiene todo el aire
lleno de Libertad. Esta palabra
perfuma el corazón de sus ciudades,
desde las viejas torres amarillas
hasta los troncos de los olivares.
Esa costa de Málaga está llena
de gente decidida a levantarse:
pescadores del Palo, marineros
y caballeros principales.
Nos siguen pueblos como Nerja, Vélez,
que aguardan las noticias, anhelantes.
Hombres de acantilado y mar abierto,
y, por lo tanto, libres como nadie.
Algeciras acecha la ocasión
y en Granada, señores de linaje
como vosotros exponen su vida
de una manera emocionante.
¡Ay, qué impaciencia tengo!

CONSPIRADOR 3.°
Como todos
los verdaderamente liberales.

MARIANA. (Tímida.)
Pero ¿habrá quien os siga?

PEDRO. (Convencido.)
Todo el mundo.

MARIANA.
¿A pesar de este miedo?
PEDRO. (Seco.)
Sí.
MARIANA.
No hay nadie
que vaya a la Alameda del Salón
tranquilamente a pasearse,
y el café de la Estrella está desierto.
PEDRO. (Entusiasta.)
¡Mariana, la bandera que bordaste
será acatada por el rey Fernando,
mal que le pese a Calomarde!
CONSPIRADOR 3.°
Cuando ya no le quede otro recurso,
se rendirá a las huestes liberales,
que aunque se finja desvalido y solo,
no cabe duda que él hace y deshace.
¿No tarda mucho?
PEDRO. (Inquieto.)
Yo no sé decirte.
CONSPIRADOR 3.°
¿Si lo habrán detenido?
CONSPIRADOR 1.°
No es probable.
Oscuridad y lluvia le protegen,
y él está siempre vigilante.
MARIANA.
Ahora llega.
PEDRO.
Y al fin, sabremos algo.

(Se levantan y se dirigen a la puerta.)
CONSPIRADOR 3.°
Bienvenido, si buenas cartas trae.
MARIANA. (Apasionada, a Pedro.)
Pedro, mira por mí. Sé muy prudente,
que me falta muy poco para ahogarme.

ESCENA VIII

Aparece por la puerta el Conspirador 4.° Es un hombre fuerte: campesino rico. Viste sombrero puntiagudo, de alas de terciopelo, adornado con borlas de seda; chaqueta con bordados y aplicaciones de paño de todos colores en los codos, en la bocamanga y en el cuello. El pantalón de vueltas, sujeto por botones de filigrana, y las polainas, de cuero, abiertas por un costado, dejando ver la pierna. Trae una dulce tristeza varonil. Todos los personajes están en pie cerca de la puerta de entrada. Mariana no oculta su angustia, y mira, ya al recién llegado, ya a don Pedro, con un
aire doliente y escrutador.

CONSPIRADOR 4.°
¡Caballeros! ¡Doña Mariana!
(Estrecha la mono de Mariana.)

PEDRO. (Impaciente.)
¿Hay noticias?
CONSPIRADOR 4.°
¡Tan malas como el tiempo!
PEDRO.
¿Qué ha pasado?
CONSPIRADOR 1.° (Irritado.)
Casi lo adivinaba.
MARIANA. (A Pedro.)
¿Te entristeces?

PEDRO.
¿Y las gentes de Cádiz?
CONSPIRADOR 4.°
Todo en vano.
Hay que estar prevenidos. El Gobierno
por todas partes nos está acechando.
Tendremos que aplazar el alzamiento,
o luchar y morir, de lo contrario.

PEDRO. (Desesperado.)
Yo no sé qué pensar; que tengo abierta
una herida que sangra en mi costado,
y no puedo esperar, señores míos.
CONSPIRADOR 3.° (Fuerte.)
Don Pedro, triunfaremos esperando.
CONSPIRADOR 4.°
Nadie quiere una muerte sin provecho.
PEDRO. (Fuerte también.)
Mucho valor me cuesta.
MARIANA. (Asustada.)
¡Hablen más bajo!
(Se pasea.)
CONSPIRADOR 4.°
España entera calla, ¡pero vive!
Guarden bien la bandera.
MARIANA.
La he mandado
a casa de una vieja amiga mía,
allá en el Albaycín, y estoy temblando.
Quizá estuviera aquí mejor guardada.
PEDRO.
¿Y en Málaga?
CONSPIRADOR 4.°
En Málaga, un espanto.
Una infamia de González Moreno...
No se puede contar lo que ha pasado.

(Expectación vivísima. Mariana, sentada en el sofá, junto a don Pedro, después de todo el juego que ha realizado, oye anhelante lo que cuenta el Conspirador 4.°)

Torrijos, el general
noble, de la frente limpia,
donde se estaban mirando
las gentes de Andalucía,
caballero entre los duques,
corazón de plata fina,
ha sido muerto en las playas
de Málaga la bravía.
Le atrajeron con engaños
que él creyó, por su desdicha,
y se acercó, satisfecho
con sus buques, a la orilla.
¡Malhaya el corazón noble
que de los malos se fía!,
que al poner el pie en la arena
lo prendieron los realistas.
El vizconde de La Barthe,
que mandaba las milicias,
debió cortarse la mano,
antes de tal villanía,
como es quitar a Torrijos
bella espada que ceñía,
con el puño de cristal,
adornado con dos cintas.
Muy de noche lo mataron
con toda su compañía.
Caballero entre los duques,
corazón de plata fina.
Grandes nubes se levantan
sobre la sierra de Mijas.
El viento mueve la mar
y los barcos se retiran,
con los remos presurosos
y las velas extendidas.
Entre el ruido de las olas
sonó la fusilería,
y muerto quedó en la arena,
sangrando por tres heridas,
el valiente caballero,
con toda su compañía.
La muerte, con ser la muerte,
no deshojó su sonrisa.
Sobre los barcos lloraba
toda la marinería,
y las más bellas mujeres,
enlutadas y afligidas,
lo van llorando también
por el limonar arriba.
PEDRO. (Levantándose, después de oír el romance.)
Cada dificultad me da más bríos.
Señores, a seguir nuestro trabajo.
La muerte de Torrijos me enardece
para seguir luchando.

CONSPIRADOR 1.°
Yo pienso así.
CONSPIRADOR 4.°
Pero hay que estarse quietos;
otro tiempo vendrá.
CONSPIRADOR 2.° (Conmovido.)
¡Tiempo lejano!
PEDRO.
Pero mis fuerzas no se agotarán.
MARIANA. (Bajo, a Pedro.)
Pedro, mientras yo viva...
CONSPIRADOR 1.°
¿Nos marchamos?
CONSPIRADOR 3.°
No hay nada que tratar. Tienes razón.
CONSPIRADOR 4.°
Esto es lo que tenía que contaros,
y nada más.
CONSPIRADOR 1.°
Hay que ser optimistas.
MARIANA.
¿Gustarán de una copa?
CONSPIRADOR 4.°

La aceptamos,
porque nos hace falta.
CONSPIRADOR 1.°
¡Buen acuerdo!

(Se ponen de pie y cogen sus copas.)

MARIANA. (Llenando los vasos.)
¡Cómo llueve!
(Fuera, se oye la lluvia.)

CONSPIRADOR 3.°
¡Don Pedro está apenado!
CONSPIRADOR 1.°
¡Como todos nosotros!
PEDRO.
¡Es verdad!
Y tenemos razones para estarlo.
MARIANA. (Levantando su copa.)
«Luna tendida, marinero en pie»,
dicen allá, por el Mediterráneo,
las gentes de veleros y fragatas.
¡Como ellos, hay que estar siempre acechando!

(Como en sueños.)

«Luna tendida, marinero en pie.»

PEDRO. (Con la copa.)
Que sean nuestras casas como barcos.

(Beben. Pausa. Fuera, se oyen aldabonazos lejanos. Todos quedan con las copas en la mano, en medio de un gran silencio.)

MARIANA.
Es el viento, que cierra una ventana.

(Otro aldabonaxo.)

PEDRO.
¿Oyes, Mariana?
CONSPIRADOR 4.°
¿Quién será?
MARIANA. (Llena de angustia.)
¡Dios santo!
PEDRO. (Acariciador.)
¡No temas! Ya verás cómo no es nada.

(Todos están con las capas puestas, llenos de inquietud.)

CLAVELA. (Entrando, casi ahogada.)
¡Ay, señora! ¡Dos hombres embozados,
y Pedrosa con ellos!
MARIANA. (Gritando, llena de pasión.)
¡Pedro, vete!
¡Y todos, Virgen santa! ¡Pronto!
PEDRO. (Confuso.)
¡Vamos!

(Clavela quita las copas y apaga los candelabros.)

CONSPIRADOR 4.°
Es indigno dejarla.
MARIANA. (A Pedro.)
¡Date prisa!
PEDRO.
¿Por dónde?

MARIANA. (Loca.)
¡Ay! ¿Por dónde?

CLAVELA.
¡Están llamando!

MARIANA. (Iluminada.)
¡Por aquella ventana del pasillo
saltarás fácilmente! Este tejado
está cerca del suelo.

CONSPIRADOR 2.°
¡No debemos
dejarla abandonada!
PEDRO. (Enérgico.)
¡Es necesario!
¿Cómo justificar nuestra presencia?

MARIANA.
Sí, sí; vete en seguida. ¡Ponte a salvo!
PEDRO. (Apasionado.)
¡Adiós, Mariana!
MARIANA.
¡Dios os guarde, amigos!

(Van saliendo rápidamente por la puerta de la derecha. Clavela está asomada a una rendija del balcón, que da a la calle.)

MARIANA. (En la puerta.)
¡Pedro..., y todos, que tengáis cuidado!

(Cierra la puertecilla de la izquierda, por donde han salido los Conspiradores, y corre la cortina. Luego, dramática.)

¡Abre, Clavela! Soy una mujer
que va atada a la cola de un caballo.

(Sale Clavela. Se dirige rápidamente al fortepiano.)

¡Dios mío, acuérdate de tu pasión
y de las llagas de tus manos!

(Se sienta y empieza a cantar la canción de «El Contrabandista», original de Manuel García; 1808.)

MARIANA. (Cantando.)
Yo que soy contrabandista
y campo por mis respetos
y a todos los desafío
porque a nadie tengo miedo.
¡Ay! ¡Ay!
¡Ay, muchachos! ¡Ay, muchachas!
¿Quién me compra hilo negro?
Mi caballo está rendido
¡y yo me muero de sueño!
¡Ay!
¡Ay! Que la ronda ya viene
y se empezó el tiroteo.
¡Ay! ¡Ay! Caballito mío,
caballo mío, careto.
¡Ay!
¡Ay! Caballo, ve ligero.
¡Ay! Caballo, que me muero.
¡Ay!

(Ha de cantar con un admirable y desesperado sentimiento, escuchando los pasos de Pedrosa por la escalera.)

ESCENA IX

Las cortinas del fondo se levantan, y aparece Clavela, aterrada, con el candelabro de tres bujías en la mano, y la otra puesta sobre el pecho. Pedrosa, vestido de negro, con capa, llega detrás.
Pedrosa es un tipo seco, de una palidez intensa y de una
admirable serenidad. Dirá las frases con ironía muy velada, y mirará minuciosamente a todos lados, pero con corrección. Es antipático. Hay que huir de la caricatura. Al entrar Pedrosa, Mariana deja de tocar y se levanta del fortepiano. Silencio.

MARIANA.
Adelante.
PEDROSA. (Adelantándose.)
Señora, no interrumpa por mí la cancioncilla que ahora mismo entonaba.
(Pausa.)
MARIANA. (Queriendo sonreír.)
La noche estaba triste
y me puse a cantar.
(Pausa.)

PEDROSA.
He visto luz
en su balcón y quise visitarla.
Perdone si interrumpo sus quehaceres.

MARIANA.
Se lo agradezco mucho.

PEDROSA.
¡Qué manera
de llover!

(Pausa. En esta escena habrá pausas imperceptibles y rotundos silencios instantáneos, en los cuales luchan desesperadamente las almas de los dos personajes. Escena delicadísima de matizar, procurando no caer en exageraciones que perjudiquen su emoción. En esta escena se ha de notar mucho más lo que no se dice que lo que se está hablando. La lluvia, discretamente imitada y sin ruido excesivo, llegará de cuando en cuando a llenar silencios.)

MARIANA. (Con intención.)
¿Es muy tarde?
(Pausa.)

PEDROSA. (Mirándola fijamente, y con intención también.)
Sí, muy tarde.
El reloj de la Audiencia ya hace rato que dio las once.
MARIANA. (Serena a indicando asiento a Pedrosa.)
No las he sentido.
PEDROSA. (Sentándose.)
Yo las sentí lejanas. Ahora vengo
de recorrer las calles silenciosas,
calado hasta los huesos por la lluvia,
resistiendo ese gris fino y glacial
que viene de la Alhambra.
MARIANA. (Con intención y rehaciéndose.)
El aire helado,
que clava agujas sobre los pulmones
y para el corazón.
PEDROSA. (Devolviéndole la ironía.)
Pues ese mismo.
Cumplo deberes de mi duro cargo.
Mientras que usted, espléndida Mariana,
en su casa, al abrigo de los vientos,
hace encajes... o borda...
(Como recordando.)

¿Quién me ha dicho que bordaba muy bien?
MARIANA. (Aterrada, pero con cierta serenidad.)
¿Es un pecado?
PEDROSA. (Haciendo una seña negativa.)
El Rey nuestro Señor, que Dios proteja,

(Se inclina.)
se entretuvo bordando en Valençay
con su tío el infante don Antonio.
Ocupación bellísima.
MARIANA. (Entre dientes.)
¡Dios mío!

PEDROSA.
¿Le extraña mi vlsita?
MARIANA. (Tratando de sonreír.)
¡No!
PEDROSA. (Serio.)
¡Mariana!
(Pausa.)
Una mujer tan bella como usted,
¿no siente miedo de vivir tan sola?
MARIANA.
¿Miedo? Ninguno.
PEDROSA. (Con intención.)
Hay tantos liberales
y tantos anarquistas por Granada,
que la gente no vive muy segura.
(Firme.)
¡Usted ya lo sabrá!
MARIANA. (Digna.)
¡Señor Pedrosa!
¡Soy mujer de mi casa y nada más!
PEDROSA. (Sonriendo.)
Y yo soy juez. Por eso me preocupo
de estas cuestiones. Perdonad, Mariana.
Pero hace ya tres meses que ando loco
sin poder capturar a un cabecilla...

(Pausa. Mariana trata de escuchar y juega con su sortija, conteniendo su angustia y su indignación.)

PEDROSA. (Como recordando, con frialdad.)
Un tal don Pedro de Sotomayor.
MARIANA.
Es probable que esté fuera de España.
PEDROSA.
No; yo espero que pronto será mío.

(Al oír esto Mariana, tiene un ligero desvanecimiento nervioso; lo suficiente para que se le escape la sortija de la mano, o más bien, la arroja ella para evitar la conversación.)

NIARIANA. (Levantándose.)
¡Mi sortija!

PEDROSA.
¿Cayó?
(Con intención.)

Tenga cuidado.
MARIANA. (Nerviosa.)
Es mi anillo de bodas; no se mueva,
vaya a pisarlo.
(Busca.)

PEDROSA.
Está muy bien.

MARIANA.
Parece que una mano invisible lo arrancó.

PEDROSA.
Tenga más calma. (Frío.) Mire.

(Señala al sitio donde ve el anillo, al mismo tiempo que avanzan.)
¡Ya está aquí!

(Mariana se inclina para recogerlo antes que Pedrosa, éste queda a su lado, y en el momento de levantarse Mariana, la enlaza rápidamente y la besa.)

MARIANA. (Dando un grito y retirándose.)
¡Pedrosa!

(Pausa. Mariana rompe a llorar indignada.)
PEDROSA.
¡Mi señora Mariana, esté serena!
MARIANA. (Arrancándose desesperada y cogiendo a Pedrosa por la solapa.)
¿Qué piensa de mí? ¡Diga!

PEDROSA. (Impasible.)
¡Muchas cosas!
MARIANA.
Pues yo sabré vencerlas. ¿Qué pretende?
Sepa que yo no tengo miedo a nadie.
Como el agua que nace soy de limpia,
y me puedo manchar si usted me toca;
pero sé defenderme. ¡Salga pronto!
PEDROSA. (Fuerte y lleno de ira.)
¡Silencio!
(Pausa. Frío.)

Quiero ser amigo suyo.
Me debe agradecer esta visita.
MARIANA. (Fiera.)
¿Puedo yo permitir que usted me insulte?
¿Qué penetre de noche en mi vivienda
para que yo..., ¡canalla!...? No sé cómo...

(Se contiene.)
¡Usted quiere perderme!

PEDROSA. (Cálido.)
¡Lo contrario!
Vengo a salvarla.

MARIANA. (Bravía.)
¡No lo necesito!
(Pausa.)

PEDROSA. (Fuerte y dominador, acercándose con una agria sonrisa.)
¡Mariana! ¿Y la bandera?

MARIANA. (Turbada.)
¿Qué bandera?

PEDROSA.
¡La que bordó con estas manos blancas

(Las coge.)
en contra de las leyes y del Rey!

MARIANA.
¿Qué infame le mintió?
PEDROSA. (Indiferente.)
¡Muy bien bordada!
De tafetán morado y verdes letras.
Allá, en el Albaycín, la recogimos,
y ya está en mi poder como tu vida.
Pero no temas; soy amigo tuyo.

(Mariana queda ahogada.)
MARIANA. (Casi desmayada.)
Es mentira, mentira.
PEDROSA. (Bajando la voz y apasionándose.)
Yo te quiero mía,
¿lo estás oyendo? Mía o muerta.
Me has despreciado siempre; pero ahora
puedo apretar tu cuello con mis manos,
este cuello de nardo transparente,
y me querrás porque te doy la vida.
MARIANA. (Tierna y suplicante en medio de su desesperación, abrazándose a Pedrosa.)
¡Tenga piedad de mí! ¡Si usted supiera!
Y déjeme escapar. Yo guardaré
su recuerdo en las niñas de mis ojos.
¡Pedrosa, por mis hijos!...
PEDROSA. (Abrazándola sensual.)
La bandera
no la has bordado tú, linda Mariana,
y ya eres libre porque así lo quiero...

(Mariana, al ver cerca de sus labios los de
Pedrosa, lo rechaza, reaccionando de una
manera salvaje.)

MARIANA.
¡Eso nunca! ¡Primero doy mi sangre!
Que me cuesta dolor, pero con honra.
¡Salga de aquí!
PEDROSA. (Reconviniéndola.)
¡Mariana!

MARIANA.
¡Salga pronto!
PEDROSA. (Frío y reservado.)
¡Está muy bien! Yo seguiré el asunto
y usted misma se pierde.
MARIANA.
¡Qué me importa!
Yo bordé la bandera con mis manos;
con estas manos, ¡mírelas, Pedrosa!,
y conozco muy grandes caballeros
que izarla pretendían en Granada.
¡Mas no diré sus nombres!

PEDROSA.
¡Por la fuerza delatará!
¡Los hierros duelen mucho,
y una mujer es siempre una mujer!
¡Cuando usted quiera me avisa!

MARIANA.
¡Cobarde!
¡Aunque en mi corazón clavaran vidrios
no hablaría!
(En un arranque.)

¡Pedrosa, aquí me tiene!

PEDROSA.
¡Ya veremos!

MARIANA.
¡Clavela, el candelabro!

(Entra Clavela aterrada, con las manos
cruzadas sobre el pecho.)
PEDROSA.
No hace falta, señora. Queda usted
detenida en el nombre de la Ley.

MARIANA.
¿En nombre de qué ley?
PEDROSA. (Frío y ceremonioso.)
¡Buenas noches!

(Sale.)

CLAVELA. (Dramática.)
¡Ay, señora; mi niña, clavelito,
prenda de mis entrañas!
MARIANA. (Llena de angustia y terror.)
Isabel,
yo me voy. Dame el chal.
CLAVELA.
¡Sálvese pronto!

(Se asoma a la ventana. Fuera se oye otra vez la fuerte lluvia.)

MARIANA.
¡Me iré casa don Luis! ¡Cuida los niños!
CLAVELA.

¡Se han quedado en la puerta! ¡No se puede!

MARIANA.
Claro está.

(Señalando al sitio por donde han salido los
Conspiradores.)

¡Por aquí!

CLAVELA.

¡Es imposible!

(Al cruzar Mariana, por la puerta aparece doña Angustias.)

ANGUSTIAS.

¡Mariana! ¿Dónde vas? Tu niña llora.
Tiene miedo del aire y de la lluvia.

MARIANA. (Volviéndose.)
¡Estoy presa! ¡Estoy presa, Clavela!
ANGUSTIAS. (Abrazándola.)
¡Marianita!
MARIANA. (Arrojándose en el sofá.)
¡Ahora empiezo a morir!

(Las dos Mujeres la abrazan.)

Mírame y llora. ¡Ahora empiezo a morir!

Telón rápido


Estampa tercera

Convento de Santa María Egipciaca, de Granada. Rasgos árabes.
Arcos, cipreses, fuentecillas y arrayanes. Hay unos bancos y unas viejas sillas de cuero.
Al levantarse el telón está la escena solitaria. Suenan el órgano y las lejanas voces de las monjas. Por el fondo vienen corriendo de puntillas y mirando a todos lados para que no las vean dos Novicias. Se acercan con mucho sigilo a una puerta de la izquierda, y miran por el ojo de la cerradura.

ESCENA PRIMERA

NOVICIA 1.a
¿Qué hace?
NOVICIA 2.a (En la cerradura.)
¡Habla más bajito!
Está rezando.

NOVICIA 1.a
¡Deja!
(Se pone a mirar.)

¡Qué blanca está, qué blanca!
Reluce su cabeza
en la sombra del cuarto.

NOVICIA 2.a

¿Reluce su cabeza?
Yo no comprendo nada.
Es una mujer buena,
y la quieren matar.
¿Tú qué dices?
NOVICIA 1.a
Quisiera
mirar su corazón
largo rato y muy cerca.

NOVICIA 2.a
¡Qué mujer tan valiente! Cuando ayer
vinieron a leerle la sentencia
de muerte, no ocultó su sonrisa.

NOVICIA 1.a
En la iglesia
la vi después llorando
y me pareció que ella
tenía el corazón en la garganta.
¿Qué es lo que ha hecho?

NOVICIA 2.a
Bordó una bandera.
NOVICIA 1.a
¿Bordar es malo?
NOVICIA 2.a
Dicen que es masona.

NOVICIA 1.a
¿Qué es eso?

NOVICIA 2.a
Pues... ¡no sé!

NOVICIA 1.a
¿Por qué está presa?

NOVICIA 2.a
Porque no quiere al Rey.

NOVICIA 1.a
¿Qué más da? ¿Se habrá visto?

NOVICIA 2.a
¡Ni a la Reina!

NOVICIA 1.a
Yo tampoco los quiero.
(Mirando.)
¡Ay, Mariana Pineda!
Ya están abriendo flores
que irán contigo muerta.

(Aparece por la puerta del foro la madre Carmen de Borja.)

CARMEN.
Pero niñas, ¿qué miráis?

NOVICIA 1.a (Asustada.)
Hermana...

CARMEN.
¿No os da vergüenza?
Ahora mismo al obrador.
¿Quién os enseñó esa fea
costumbre? ¡Ya nos veremos!

NOVICIA 1.a
¡Con licencia!

NOVICIA 2.a
¡Con licencia!

(Se van. Cuando la madre Carmen se ha convencido de que las otras se han marchado, se acerca también con sigilo y mira por el ojo de la cerradura.)
CARMEN.

¡Es inocente! ¡No hay duda!
¡Calla con una firmeza!
¿Por qué? Yo no me lo explico.

(Sobresaltada.)
¡Viene!
(Sale corriendo.)

ESCENA II

Mariana aparece con un espléndido traje blanco. Está palidísima.

MARIANA.
¡Hermana!
CARMEN. (Volviéndose.)
¿Qué desea?

MARIANA.
¡Nada!...

CARMEN.
¡Decidlo, señora!

MARIANA.
Pensaba...

CARMEN.

¿Qué?
MARIANA.
Si pudiera
quedarme aquí en el Beaterio
para siempre.

CARMEN.
¡Qué contentas
nos pondríamos!

MARIANA.
¡No puedo!

CARMEN.
¿Por qué?
MARIANA. (Sonriendo.)
Porque ya estoy muerta.
CARMEN. (Asustada.)
¡Doña Mariana, por Dios!
MARIANA.
Pero el mundo se me acerca,
las piedras, el agua, el aire,
¡comprendo que estaba ciega!

CARMEN.
¡La indultarán!
MARIANA. (Con sangre fría.)
¡Ya veremos!
Este silencio me pesa
mágicamente. Se agranda
como un techo de violetas,
(Apasionada.)
y otras veces, finge en mí
una larga cabellera.
¡Ay, qué buen soñar!
CARMEN. (Cogiéndole la mano.)
¡Mariana!

MARIANA.
¿Cómo soy yo?

CARMEN.
Eres muy buena.

MARIANA.
Soy una gran pecadora;
pero amé de una manera
que Dios me perdonará,
como a santa Magdalena.

CARMEN.
Fuera del mundo y en él
perdona.

MARIANA.
¡Si usted supiera!
¡Estoy muy herida, hermana,
por las cosas de la tierra!

CARMEN.
Dios está lleno de heridas
de amor, que nunca se cierran.
MARIANA.
Nace el que muere sufriendo,
¡comprendo que estaba ciega!

CARMEN. (Apenada de ver el estado de Mariana.)
¡Hasta luego! ¿Asistirá
esta tarde a la novena?
MARIANA.
Como siempre. ¡Adiós, hermana!

(Se va Carmen.)
ESCENA III

Mariana se dirige al fondo rápidamente con todo género de
precauciones, y allí aparece Alegrito, jardinero del convento.
Ríe constantemente, con una sonrisa suave y mansa. Viste traje de cazador de la época.

MARIANA.
¡Alegrito! ¿Qué?

ALEGRITO.
¡Paciencia;
para lo que vais a oír!
MARIANA.
¡Habla pronto, no nos vean!
¿Fuiste a casa de don Luis?

ALEGRITO.
Y me han dicho que les era
imposible pretender
salvarla. Que ni lo intentan,
porque todos morirían;
pero que harán lo que puedan.
MARIANA. (Valiente.)
¡Lo harán todo! ¡Estoy segura!
Son gentes de la nobleza,
y yo soy noble, Alegrito.
¿No ves cómo estoy serena?

ALEGRITO.
Hay un miedo que da miedo.
Las calles están desiertas.
Sólo el viento viene y va;
pero la gente se encierra.
No encontré más que una niña
llorando sobre la puerta
de la antigua Alcaicería.

MARIANA.
¿Crees van a dejar que muera
la que tiene menos culpa?
ALEGRITO.
Yo no sé lo que ellos piensan.

MARIANA.
¿Y de lo demás?

ALEGRITO. (Turbado.)
¡Señora!

MARIANA.
Sigue hablando.

ALEGRITO.
No quisiera...

(Mariana hace un gesto de impaciencia.)

El caballero don Pedro
de Sotomayor se aleja
de España, según me han dicho.
Dicen que marcha a Inglaterra.
Don Luis lo sabe de cierto.
MARIANA. (Sonríe incrédula y dramática, porque en el fondo
sabe que es verdad.)
Quien te lo dijo desea
aumentar mi sufrimiento.
¡Alegrito, no lo creas!
¿Verdad que tú no lo crees?
(Angustiada.)
ALEGRITO. (Turbado.)
Señora, lo que usted quiera.

MARIANA.
Don Pedro vendrá a caballo
como loco cuando sepa
que yo estoy encarcelada
por bordarle su bandera.
Y si me matan vendrá
para morir a mi vera,
que me lo dijo una noche
besándome la cabeza.
Él vendrá como un san Jorge
de diamantes y agua negra,
al viento la deslumbrante
flor de su capa bermeja.
Y porque es noble y modesto,
para que nadie lo vea,
vendrá por la madrugada,
por la madrugada fresca.
Cuando sobre el aire oscuro
brilla el limonar apenas
y el alba finge en las olas
fragatas de sombra y seda.
¿Tú qué sabes? ¡Qué alegría!
No tengo miedo, ¿te enteras?

ALEGRITO.
¡Señora!

MARIANA.
¿Quién te lo ha dicho?

ALEGRITO.
Don Luis.

MARIANA.
¿Sabe la sentencia?

ALEGRITO.
Dijo que no la creía.
MARIANA. (Angustiada.)
Pues es muy verdad.

ALEGRITO.
Me apena
darle tan malas noticias.

MARIANA.
¡Volverás!

ALEGRITO.
Lo que usted quiera.

MARIANA.
Volverás para decirles
que yo estoy muy satisfecha,
porque sé que vendrán todos,
¡y son muchos!, cuando deban.
¡Dios te lo pague!
ALEGRITO.
Hasta luego.
(Sale.)

ESCENA IV

MARIANA.
Y me quedo sola mientras
que bajo la acacia en flor
del jardín mi muerte acecha.

(En voz alta y dirigiéndose al huerto.)

Pero mi vida está aquí.
Mi sangre se agita y tiembla,
como un árbol de coral,
con la marejada tierna.
Y aunque tu caballo pone
cuatro lunas en las piedras
y fuego en la verde brisa
débil de la primavera,
¡corre más! ¡Ven a buscarme!
Mira que siento muy cerca
dedos de hueso y de musgo
acariciar mi cabeza.

(Se dirige al jardín como si hablara con alguien.)

No puedes entrar. ¡No puedes!
¡Ay, Pedro! Por ti no entra;
pero sentada en la fuente
toca una blanca vihuela.

(Se sienta en un banco y apoya la cabeza sobre
sus manos. En el jardín se oye una guitarra.)
VOZ.
A la vera del agua,
sin que nadie la viera,
se murió mi esperanza.
MARIANA. (Repitiendo exquisitamente la canción.)
A la vera del agua,
sin que nadie la viera,
se murió mi esperanza.

(Por el foro aparecen dos Monjas, seguidas de
Pedrosa. Mariana no los ve.)

MARIANA.
Esta copla está diciendo
lo que saber no quisiera.
Corazón sin esperanza
¡que se lo trague la tierra!

CARMEN.
Aquí está, señor Pedrosa.
MARIANA. (Asustada, levantándose y como volviendo de un sueño.)
Quién es?

PEDROSA.
¡Señora!

(Mariana queda sorprendida y deja escapar una exclamación. Las Monjas inician el mutis.)

MARIANA. (A las Monjas.)
¿Nos dejan?

CARMEN.
Tenemos que trabajar...

(Se van. Hay en estos momentos una gran inquietud en la escena. Pedrosa, frío y correcto, mira intensamente a Mariana, y ésta, melancólica, pero valiente, recoge sus miradas.)

ESCENA V

Pedrosa viste de negro, con capa. Debe hacerse notar su aire frío.

MARIANA.
Me lo dio el corazón: ¡Pedrosa!

PEDROSA.
El mismo,
que aguarda, como siempre, sus noticias.
Ya es hora. ¿No os parece?

MARIANA.
Siempre es hora
de callar y vivir con alegría.

(Se sienta en un banco. En este momento, y durante todo el acto, Mariana tendrá un delirio delicadísimo, que estallará al final.)

PEDROSA.
¿Conoce la sentencia?

MARIANA.
La conozco.

PEDROSA.
¿Y bien?

MARIANA. (Radiante.)
Pero yo pienso que es mentira.
Tengo el cuello muy corto para ser
ajusticiada. Ya ve. No podrían.
Además, es hermoso y blanco: nadie
querrá tocarlo.

PEDROSA. (Completando.)
¡Mariana!

MARIANA. (Enérgica.)
Se olvida
que para que yo muera tiene toda
Granada que morir, y que saldrían
muy grandes caballeros a salvarme,
porque soy noble. Porque yo soy hija
de un capitán de navío, Caballero
de Calatrava. ¡Déjeme tranquila!
PEDROSA.
No habrá nadie en Granada que se asome
cuando usted pase con su comitiva.
Los andaluces hablan; pero luego...

MARIANA.
Me dejan sola; ¿y qué? Uno vendría
para morir conmigo, y esto basta.
¡Pero vendrá para salvar mi vida!

(Sonríe y respira fuertemente, llevándose las manos al pecho.)

PEDROSA. (En un arranque.)
Yo no quiero que mueras tú, ¡no quiero!
Ni morirás, porque darás noticias
de la conjuración. Estoy seguro.
MARIANA. (Enérgica.)
No diré nada, como usted querría,
a pesar de tener un corazón
en el que ya no caben más heridas.
Fuerte y sorda seré a vuestros halagos.
Antes me daban miedo sus pupilas.
Ahora le estoy mirando cara a cara,

(Se acerca.)
y puedo con sus ojos que vigilan
el sitio donde guardo este secreto,
que por nada del mundo contaría.
¡Soy valiente, Pedrosa, soy valiente!

PEDROSA.
Está muy bien.
(Pausa.)
Ya sabe, con mi firma
puedo borrar la lumbre de sus ojos.
Con una pluma y un poco de tinta
puedo hacerla dormir un largo sueño.
MARIANA. (Elevada.)
¡Ojalá fuese pronto por mi dicha!
PEDROSA. (Frío.)
Esta tarde vendrán.
MARIANA. (Aterrada y dándose cuenta.)
¿Cómo?

PEDROSA.
Esta tarde;
ya se ha ordenado que entres en capilla.
MARIANA. (Exaltada y protestando fieramente.)
¡No puede ser! ¡Cobardes! ¿Quién manda
dentro de España tales villanías?
¿Qué crimen cometí? ¿Por qué me matan?
¿Dónde está la razón de la justicia?
En la bandera de la Libertad
bordé el amor más grande de mi vida.
¿Y he de permanecer aquí encerrada?
¡Quién tuviera unas alas cristalinas
para salir volando en busca tuya!

(Pedrosa ha visto con satisfacción esta súbita desesperación de Mariana y se dirige a ella. La luz empieza a tomar el tono del crepúsculo.)

PEDROSA. (Muy cerca de Mariana.)
Hable pronto, que el Rey la indultaría.
Mariana, ¿quiénes son los conjurados?
Yo sé que usted de todos es amiga.
Cada segundo aumenta su peligro.
Antes que se haya disipado el día
ya vendrán por la calle a recogerla.
¿Quiénes son? Y sus nombres. ¡Vamos, pronto!
Que no juega así con la justicia,
y luego será tarde.
MARIANA. (Fume.)

¡No hablaré!
PEDROSA. (Cogiéndole las manos.)
¿Quiénes son?

MARIANA.
Ahora menos lo diría.

(Con desprecio.)

Suelta, Pedrosa; vete. ¡Madre Carmen!

PEDROSA.
¡Quieres morir!

(Aparece llena de miedo, la madre Carmen, y dos Monjas cruzan al fondo.)

CARMEN.
¿Qué pasa, Marianita?

MARIANA.
Nada.

CARMEN.
Señor, no es justo...
PEDROSA. (Frío y autoritario, dirige una severa mirada a la Monja, iniciando el mutis.)
Buenas tardes.

(A Mariana.)

Tendré un placer muy grande si me avisa.

CARMEN.
¡Es muy buena, señor!
PEDROSA. (Altivo.)
No os pregunté.

(Sale, seguido de sor Carmen.)

ESCENA VI

MARIANA. (En el banco con dramática y tierna entonación andaluza.)

Recuerdo aquella copla que decía
cruzando los olivos de Granada:
« ¡Ay, qué fragatita,
real corsaria! ¿Dónde está
tu valentía?
Que un velero bergantín
te ha puesto la puntería».

(Soñadora.)
Entre el mar y las estrellas
con qué gusto pasearía
apoyada sobre una
larga baranda de brisa.

(Con angustia.)
Pedro, coge tu caballo
o ven montado en el día.
¡Pero pronto! Que ya vienen
para quitarme la vida.
Clava las duras espuelas.

(Llorando.)
«¡Ay, qué fragatita,
real corsaria! ¿Dónde está
tu valentía?
Que un famoso bergantín
te ha puesto la puntería. »

(Vienen dos Monjas.)

MONJA 1.a

Sé fuerte, que Dios te ayuda.

CARMEN.

Marianita, hija, descansa.

(Se llevan a Mariana.)

ESCENA VII

Suena el esquilín de las Monjas. Por el fondo aparecen varias de ellas, que cruzan la escena y se santiguan al pasar ante una Virgen de los Dolores que, con el corazón atravesado de puñales, llora en el muro, cobijada por un inmenso arco de rosas amarillas y plateadas de papel. Entre ellas se destacan las Novicias 1.a y 2.a Los cipreses comienzan a teñirse de luz dorada.

NOVICIA 1.a
¡Qué gritos! ¿Tú los sentiste?
NOVICIA 2.a
Desde el jardín; y sonaban
como si estuvieran lejos.
¡Inés, yo estoy asustada!

NOVICIA 1.a
¿Dónde estará Marianita,
rosa y jazmín de Granada?

NOVICIA 2.a
Está esperando a su novio.

NOVICIA 1.a
Pero su novio ya tarda.
NOVICIA 2.a
¡Si la vieras cómo mira
por una y otra ventana!
Dice: «Si no hubiera sierras
lo vería en la distancia».

NOVICIA 1.a
Ella lo espera segura.
NOVICIA 2.a
¡No vendrá por su desgracia!
NOVICIA 1.a
¡Marianita va a morir!
¡Hay otra luz en la casa!

NOVICIA 2.a
¡Y cuánto pájaro! ¿Has visto?
Ya no caben en las ramas
del jardín ni en los aleros;
nunca vi tantos, y al alba,
cuando se siente la Vela,
cantan y cantan y cantan...

NOVICIA 1.a
... y al alba,
despiertan brisas y nubes
desde el frescor de las ramas.

NOVICIA 2.a
... y al alba,
por cada estrella que muere
nace diminuta flauta.

NOVICIA 1.a
Y ella... ¿Tú la has visto? Ella
me parece amortajada
cuando cruza el coro bajo
con esa ropa tan blanca.

NOVICIA 2.a
¡Qué injusticia! Esta mujer
de seguro fue engañada.

NOVICIA 1.a
¡Su cuello es maravilloso!

NOVICIA 2.a (Llevándose instintivamente las manos al cuello.)
Sí; pero...
NOVICIA 1.a
Cuando lloraba
me pareció que se le iba
a deshojar en la falda.

(Se acercan dos Monjas.)
MONJA 1.a
¿Vamos a ensayar la Salve?
NOVICIA 1.a
¡Muy bien!
NOVICIA 2.a

Yo no tengo ganas.
MONJA 1.a
Es muy bonita.
NOVICIA 1.a (Hace una seña a las demás y se dirigen
rápidamente al foro.)
¡Y difícil!

(Aparece Mariana por la puerta de la izquierda,
y al verla se retiran todas con disimulo.)

MARIANA. (Sonriendo.)
¿Huyen de mí?
NOVICIA 1.a (Temblorosa.)
¡Vamos a la...!
NOVICIA 2.a (Turbada.)
Nos íbamos... Yo decía...
Es muy tarde.
MARIANA. (Con bondad irónica.)
¿Soy tan mala?
NOVICIA 1.a (Exaltada.)
¡No, señora! ¿Quién lo dice?
MARIANA.
¿Qué sabes tú, niña?
NOVICIA 2.a (Señalando a la primera.)
¡Nada!

NOVICIA 1.a
¡Pero la queremos todas!
(Nerviosa.)
¿No lo está usted viendo?
MARIANA. (Con amargura.)
¡Gracias!

(Mariana se sienta en el barco, con las manos
cruzadas y la cabeza caída, en una divina
actitud de tránsito.)

NOVICIA 1.a
¡Vámonos!
NOVICIA 2.a
¡Ay, Marianita,
rosa y jazmín de Granada,
que está esperando a su novio,
pero su novio se tarda!...
(Se van.)

MARIANA.
¡Quién me hubiera dicho a mí!...
Pero... ¡paciencia!
SOR CARMEN. (Que entra.)
¡Mariana!
Un señor, que trae permiso
del juez, viene a visitarla.
MARIANA. (Levántandose, radiante.)
¡Que pase! ¡Por fin, Dios mío!

(Sale la Monja. Mariana se dirige a una cornucopia que hay en la pared y, llena de su delicado delirio, se arregla los bucles y el escote.)

Pronto... ¡qué segura estaba!
Tendré que cambiarme el traje:
me hace demasiado pálida.

ESCENA VIII

Se sienta en el banco, en actitud amorosa, vuelta al sitio
donde tienen que entrar. Aparece la madre Carmen, y Mariana, no pudiendo resistir, se vuelve. En el silencio de la escena, entra Fernando, pálido. Mariana queda estupefacta.

MARIANA. (Desesperada, como no queriéndolo creer.)
¡No!
FERNANDO. (Triste.)
¡Mariana! ¿No quieres que hable contigo? ¡Dime!

MARIANA.
¡Pedro! ¿Dónde está Pedro?
¡Dejadlo entrar, por Dios!
¡Está abajo, en la puerta!
¡Tiene que estar! ¡Que suba!
Tú viniste con él,
¿verdad? Tú eres muy bueno.
Él vendrá muy cansado, pero entrará en seguida.
FERNANDO.
Vengo solo, Mariana. ¿Qué sé yo de don Pedro?
MARIANA.
¡Todos deben saber, pero ninguno sabe!
Entonces, ¿cuándo viene para salvar mi vida?
¿Cuándo viene a morir, si la muerte me acecha?
¿Vendrá? Dime, Fernando.
¡Aún es hora!
FERNANDO. (Enérgico y desesperado, al ver la actitud de Mariana.)
Don Pedro no vendrá,
porque nunca te quiso, Marianita.
Ya estará en Inglaterra,
con otros liberales.
Te abandonaron todos
tus antiguos amigos.
Solamente mi joven corazón te acompaña.
¡Mariana! ¡Aprende y mira cómo te estoy queriendo!
MARIANA. (Exaltada.)
¿Por qué me lo dijiste? Yo bien que lo sabía;
pero nunca te quise decir a mi esperanza.
Ahora ya no me importa. Mi esperanza lo ha oído
y se ha muerto mirando los ojos de mi Pedro.
Yo bordé la bandera por él. Yo he conspirado
para vivir y amar su pensamiento propio.
Más que a mis propios hijos y a mí misma le quise.
¿Amas la Libertad más que a tu Marianita?
¡Pues yo seré la misma Libertad que tú adoras!

FERNANDO.
¡Sé que vas a morir! Dentro de unos instantes
vendrán por ti, Mariana. ¡Sálvate y di los nombres!
¡Por tus hijos! ¡Por mí, que te ofrezco la vida!
MARIANA.
¡No quiero que mis hijos me desprecien! ¡Mis hijos
tendrán un nombre claro como la luna llena!
¡Mis hijos llevarán resplandor en el rostro,
que no podrán borrar los años ni los aires!
Si delato, por todas las calles de Granada
este nombre sería pronunciado con miedo.
FERNANDO. (Dramático.)
¡No puede ser! ¡No quiero que esto pase! ¡No quiero!
¡Tú tienes que vivir! ¡Mariana, por mi amor!
MARIANA. (Delirante.)
Y ¿qué es amor, Fernando?
¡Yo no sé qué es amor!
FERNANDO. (Cerca.)
¡Pero nadie te quiso como yo, Marianita!
MARIANA. (Emocionada.)
¡A ti debí quererte más que a nadie en el mundo,
si el corazón no fuera nuestro gran enemigo.
Corazón, ¿por qué mandas en mí si yo no quiero?

FERNANDO.
¡Ay, te abandonan todos! ¡Habla, quiéreme y vive!
MARIANA. (Retirándolo.)
¡Ya estoy muerta, amiguito! Tus palabras me llegan
a través del gran río del mundo que abandono.
Ya soy como la estrella sobre el agua profunda,
última débil brisa que se pierde en los álamos.

(Por el fondo pasa una Monja, con las manos cruzadas, que mira llena de zozobra el grupo.)

FERNANDO.
¡No sé qué hacer! ¡Qué angustia! ¡Ya vendrán a buscarte!
¡Quién pudiera morir para que tú vivieras!

MARIANA.
¡Morir! ¡Qué largo sueño sin ensueños ni sombra!
Pedro, quiero morir
por lo que tú no mueres,
por el puro ideal que iluminó tus ojos:
¡¡Libertad!! Porque nunca se apague tu alta lumbre,
me ofrezco toda entera.
¡¡Arriba, corazones!!
¡Pedro, mira tu amor
a lo que me ha llevado!
Me querrás, muerta, tanto, que no podrás vivir.

(Dos Monjas entran, con las manos cruzadas,
en la misma expresión de angustia, y no se
atreven a acercarse.)

Y ahora ya no te quiero,
¡sombra de mi locura!
CARMEN. (Entrando.)
¡Mariana!
(A Fernando.)
¡Caballero!
¡Salga pronto!
FERNANDO. (Angustiado.)
¡Dejadme!
MARIANA. (Loca.)
¡Vete! ¿Quién eres tú?
¡Ya no conozco a nadie!
¡Voy a dormir tranquila!

(Entra otra Monja rápidamente, casi ahogada
por el miedo y la emoción. Al fondo cruza
otra con gran rapidez, con una mano sobre
la frente.)

FERNANDO. (Emocionadisimo.)
¡Adiós, Mariana!

MARIANA.
¡ Vete!
Ya vienen a buscarme.

(Sale Fernando, llevado por dos Monjas.)
Como un grano de arena
siento al mundo en los dedos.

(Viene otra Monja.)

¡Muerte! ¿Pero qué es muerte?

(A las Monjas.)
Y vosotras, ¿qué hacéis?
¡Qué lejanas os siento!
CARMEN. (Que llega llorando:)
¡Mariana!

MARIANA.
¿Por qué llora?

CARMEN.
¡Están abajo, niña!

MONJA 1.a
¡Ya suben la escalera!

ESCENA ÚLTIMA

Entran por el foro todas las Monjas. Tienen la tristeza reflejada en los rostros. Las Novicias 1.a y2.a están en primer término.
Sor Carmen cerca de Mariana. Toda la escena irá adquiriendo
hasta el final una gran luz extrañísima de crepúsculo granadino.
Luz rosa y verde entra por los arcos, y los cipreses se matizan exquisitamente, hasta parecer piédras preciosas. Del techo desciende una suave luz naranja, que se irá intensificando hasta el final.

MARIANA.
¡Corazón, no me dejes! ¡Silencio! Con un ala,
¿dónde vas? Es preciso que tú también descanses.
Nos espera una larga locura de luceros
que hay detrás de la muerte. ¡Corazón, no desmayes!
CARMEN.
¡Olvídate del mundo, preciosa Marianita!
MARIANA.
¡Qué lejano lo siento!
CARMEN.
¡Ya vienen a buscarte!
MARIANA.
¡Pero qué bien entiendo lo que dice esta luz!
¡Amor, amor, amor y eternas soledades!

(Entra el juez por la puerta de la izquierda.)

NOVICIA 1.a
¡Es el juez!

NOVICIA 2.a
¡Se la llevan!

JUEZ.
Señora, cuando guste;
hay un coche en la puerta.

MARIANA.
Mil gracias. Madre Carmen,
salvo a muchas criaturas que llorarán mi muerte.
No olviden a mis hijos.
CARMEN.
¡Que la Virgen te ampare!
MARIANA.
¡Os doy mi corazón! Dadme un ramo de flores;
en mis últimas horas yo quiero engalanarme.
Quiero sentir la dura caricia de mi anillo
y prenderme en el pelo mi mantilla de encaje.
Amas la libertad por encima de todo,
pero yo soy la misma Libertad. Doy mi sangre,
que es tu sangre y la sangre de todas las criaturas.
¡No se podrá comprar el corazón de nadie!

(Una Monja le ayudará a ponerse la mantilla.
Mariana se dirige al fondo, gritando.)

Ahora sé lo que dicen el ruiseñor y el árbol.
El hombre es un cautivo y no puede librarse.
¡Libertad de lo alto! Libertad verdadera,
enciende para mí tus estrellas distintas.
¡Adiós! ¡Secad el llanto!
(Al juez.)
¡Vamos pronto!

CARMEN.
¡Adiós, hija!
MARIANA.
Contad mi triste historia a los niños que pasen.

CARMEN.
Porque has amado mucho, Dios te abrirá su puerta.
¡Ay, triste Marianita! ¡Rosa de los rosales!
NOVICIA 1.a (Arrodillándose.)
Ya no verán tus ojos las naranjas de luz
que pondrá en los tejados de Granada la tarde.

(Fuera empieza un lejano campaneo.)

MONJA 1.a (Arrodillándose.)
Ni sentirás la dulce brisa de primavera
pasar de madrugada tocando tus cristales.
NOVICIA 2.a (Arrodillándose y besando la orla del vestido de Mariana.)
¡Clavellina de mayo! ¡Luna de Andalucía!,
en las altas barandas tu novio está esperándote.

CARMEN.
¡Mariana, Marianita, de bello y triste nombre,
que los niños lamenten tu dolor por la calle!
MARIANA. (Saliendo.)
¡Yo soy la Libertad porque el amor lo quiso!
¡Pedro! La Libertad, por la cual me dejaste.
¡Yo soy la Libertad, herida por los hombres!
¡Amor, amor, amor y eternas soledades!

(Un campaneo vivo y solemne invade la escena, y un coro de Niños empieza, lejano, el romance.
Mariana va saliendo lentamente, apoyada en sor Carmen. Todas las demás Monjas están arrodilladas. Una luz maravillosa y delirante invade la escena. Al fondo, los Niños
cantan.)

¡Oh, qué día tan triste en Granada,
que a las piedras hacía llorar,
al ver que Marianita se muere
en cadalso, por no declarar!

(No cesa el campaneo.)

Telón lento

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