El abuelo
Un par de horas antes de morir lo había oído
de sus propios labios. El sonido del tamboril y las chirimías se
escuchaba demasiado cerca y el padre del abuelo Federico lo plasmó en
forma de sentencia que no admite réplica.
-Cuando tocan la jota, se acaba el baile.
Eso me contaba ahora, cumplidos los noventa y
todavía con un sentido del humor que era la envidia del barrio. Daba
gloria verlo por la calle, la mirada al frente, el paso firme. Y una
mente despierta para quien se atreviera a una discusión. Los
comentarios, agudos, de siempre habían puesto fama a una lengua sin
pelos que sólo tuvo freno en los años duros de la posguerra. Ni siquiera
torcía el gesto cuando alguien recordaba que todos los viajes tienen
meta.
-Llevo casi cien años demostrando que soy inmortal, bromeaba.
-Cien años son muchos años, Federico
-Todavía no oigo los tambores, remarcaba sus ansias de vivir.
En casa, apenas una mala cara, un leve refunfuño
si la mesa no estaba preparada a la hora de toda la vida. Sin embargo,
cuando cayó enfermo, el rostro le mudó a un semblante de preocupación.
La falta de costumbre. O un leve runrún que aproximara el eco del
tamboril. En palabras del médico, sin embargo, aquello era un simple
resfriado. No es que se hiciera el valiente y despreciara sus consejos.
Todo lo contrario. Pero el catarro se complicó hacia una bronquitis de
toses roncas y secas entre las que parecía escapar el alma. El sonido de
las chirimías comenzó a hacerse perceptible. Únicamente por las noches,
eso sí. Las luces del alba actuaban como una especie de brebaje
celestial capaz de ahuyentar todos los males.
Los antibióticos curaron los pulmones, pero no borraron
las huellas. Entre los intersticios de los alvéolos quedó un páramo
sembrado de dudas. Y de miedo. La luz de la sonrisa apenas iluminaba. Se
le agrió el carácter. Ya nada fue como antes.
Cada tarde agonizaba algo más que el día. La noche pasó a
ser el territorio de la vigilia, del sueño imposible, del ojo abierto. Y
el oído. Las sombras, perezosas, dueñas del tiempo, alargaban los
minutos de la noche hasta la agonía. Un desafío diario. Él resistía.
Todas las madrugadas, cuando el primer rayo de sol rompía
la oscuridad, en los labios del abuelo Federico nacía un gesto de
satisfacción, de felicidad en estado puro. La noche, de nuevo derrotada.
Los sones del tamboril huían de la habitación como los vampiros de la
luz. Entonces el abuelo Federico cerraba los ojos. A dormir.
El filósofo
Nadie conoce su nombre. La historia no ha logrado aportar
una figura, una estatua. Nos dejó sus huellas, sus palabras (tampoco se
sabe si por escrito o si la tradición oral fue la encargada de las
fotocopias), su saber idolatrado en peanas repartidas por todos los
rincones del mundo. Sus más fieles seguidores dicen que era catalán. En
realidad, un intento burdo de ocultar su adoración, como si les quemara
reconocer el seguimiento de la doctrina. Calcan espíritu y letra a pies
juntillas. Pensamiento único. Todo vale. Todo lo justifica. El Dios de
siempre. Quizás el laconismo de sus ideales haya favorecido tanta
fidelidad. Transcribo sus palabras tal cual, sin quitar una coma.
El filósofo dijo: la pela es la pela
El semáforo
A punto de cruzar la avenida, el semáforo cambia a
rojo. David se detiene en la acera. Al otro lado de la calle, frente a
él, la figura de Irene le sobresalta. La chica de la sonrisa eterna y
los ojos de jade. El alma se va tras ella. Siempre se fue. Desde el
primer día de clase en el instituto. Aquella melena rubia llamaba mucho
la atención. Una mesa por medio, casi a mano, el tiempo desaparecía en
una mirada de esperanza. Una tarde de abril le robó un beso. Nada más.
Ahora, de nuevo, está ahí, tan cerca.
Su rostro se arrebola anta la fijeza de los ojos verdes
“Si me miraran…”
Los dedos largos, de pianista, delicados, seda pura.
“Si los sintiera en una caricia…”
Le sorprende su cara, más fina. Los labios que provocan…
“Ya no sueño con sus besos. Sería demasiado. Pero una sonrisa…”
La luz verde del semáforo brilla de nuevo y la
calle se llena de peatones apresurados. El cartel luminoso con la chica
que anuncia ropa interior se esconde. Ahora venden un coche.
Vara de mimbre
(Publicado en Agora, Ejea de los Caballeros, Zaragoza, 2008)
-¿Puedo cortar una mimbre, Rafael?
La pregunta sorprendió a mi padre con la espalda curvada
sobre la tierra. Siempre había alguna hierba que eliminar en aquella
viña con tintes de exposición. Él gustaba de contemplarla limpia, como
el cura la patena. La mimaba con mano suave. Hasta la época de la
vendimia nadie más hollaba un terruño al que la tradición y su celo
conferían un carácter casi sagrado.
Cualquier rato era bueno para dar un paseo entre las cepas
de garnacha centenaria que heredó del abuelo. Después, el fruto, por
supuesto: un caldo capaz de pasearse por cualquier boca. A pesar de que
las alabanzas jamás salieran de la suya, el vino se apreciaba en las
mesas de más alto copete.
A la entrada de la viña, en un rincón, había plantado un
mimbrero. Para fabricar sus propios cestos en invierno, a ratos
perdidos. O reparar el deterioro de los utilizados el año anterior. A
mano, como todo trabajo bien hecho. Mientras fuera posible y las fuerzas
acompañaran la ilusión la maquinaria moderna no profanaría aquel lugar
que él cuidaba como la niña de sus ojos. Eso siempre lo tuvo muy claro.
La podadora, la azada, unas tijeras. Y cestos donde acarrear la uva.
Hasta ahí los utensilios.
-¿Puedo cortar una mimbre, Rafael?
Mi padre giró la cabeza. Don Francisco, el maestro, esperaba de pie, tapando los últimos rayos de sol de la tarde.
-Buena tardes, Don Francisco
Un cumplido inevitable, el saludo. Por aquello de que
lo cortés no quita lo valiente ni la buena educación está reñida con la
verdad de cada uno. Y volvió a su tarea. Cortó un par de matas de
abrojos que había cerca de la cepa. Después inspeccionó unos zarcillos
con la atención y el mimo de quien sabe leer en ellos.
Sentado en el suelo, a cuatro pasos de él, yo repelaba
los escasos nudos de las mimbres seleccionadas. Esa era mi tarea antes
de comenzar a tejer un cestillo en el que llevar a casa las primeras
uvas, por San Lorenzo más o menos.
-Cuida con esa navaja, me advirtió.
Eché una mirada furtiva al maestro. Vi a don
Francisco allí mismo, ¡ya!, con la vara en la mano. Amenazante. Una vara
de mimbre, larga, delgada. El sonido de la serpiente antes de atacar.
¡Zas! ¡Zas! En las manos, en las piernas. Quemaba como una brasa. Los
niños la veíamos cimbrearse sobre un fondo de película de terror. Las
vibraciones del miedo. La tortura de las lecciones no aprendidas. Mano
dura.
Mi padre lo sabía muy bien. En tiempos viejos, los suyos, después de la guerra, habían sido peores. Bofetones, reglazos sobre las uñas heladas, alguna descalabradura. Y sin la posibilidad de quejarse. La letra con sangre entra
-Vamos a tejer una cesta, Don Francisco. Si espera hasta mañana…
Después se tragó unas cuantas palabras que le hubiera
gustado añadir. Las dejó en el tintero de su pensamiento. Por una
especie de pudor o respeto mal entendido. Porque él tenía claro que la
vara de mimbre no era el embudo del saber. Ni del comportarse. Mejor,
una palabra amable. Aunque hubiera que dar muchos rodeos para llegar al
objetivo. Esa era su norma.
Don Francisco, a pesar de su profesión, gastaba menos
paciencia. Quizás la hubiera consumido a lo largo de los muchos años de
servicio Procuraba ganar la meta por el camino más corto sin despreciar
los medios. Una vía cómoda y ágil. Con buena prensa entre la gente del
pueblo. A mi tío Eladio, por ejemplo, más de una vez le oí relatar el
cabezazo que dio en la pizarra por un mamporro de don Francisco. Por lo
visto, el cogotazo tenía la propiedad de la clarividencia instantánea y
el aporte de sabiduría suficiente para resolver un kilómetro de
quebrados. Y más que le hubieran puesto. Lo contaba como una gracia.
-Aunque entonces no me reía, aclaraba al final.
Tras la respuesta de mi padre, imaginaba que el maestro no
volvería a poner un pie en la viña. Incluso que le miraría con cara de
pocos amigos de cruzarse con él en el pueblo. Me equivoqué. Al día
siguiente, también al atardecer, se presentó como si nada hubiera oído.
Ya sé que no era de los que se dan por vencidos al primer contratiempo.
También, que gustaba del reconocimiento de su autoridad. Como si esa
autoridad y la honradez fueran sinónimos.
Mi padre tragó saliva. Me di cuenta del fastidio que le
producía la obligación de sacar las palabras calladas la tarde anterior.
El gesto del rostro se le contrajo en una mueca de contrariedad.
-No le voy a dar la mimbre, don Francisco, dijo, de frente.
-Los niños necesitan disciplina, Rafael.
Se tomaban su tiempo antes de hablar, buscaban con la
mirada en el suelo, hacían rodar alguna piedrecilla bajo la bota. La
gestualidad de las dudas. Cada milímetro de palabra, medido. Las
rumiaban antes de regurgitarlas. Mi padre le miró un par de veces, como
si faltara valor o seguridad a su idea. O no quisiera hacer sangre.
Hasta que volvió a hablar como él acostumbra, directo.
-La disciplina es el fracaso de la educación, señor maestro.
El rostro de don Francisco se contrajo en un rictus
que a mi me pareció amargo, pero encajó el golpe con la experiencia de
un fajador. Notó que las palabras precisas para refutar la última frase
huían en desbandada, como si quisieran obligarle a la rendición ante la
evidencia del razonamiento. Después sacó del pecho un suspiro hondo que
relajó la severidad de las facciones.
Algún punto, de los sensibles, acababa de vibrar en
su mente. Miraba al cielo y al suelo, alternativamente. Con la puntera
de la bota dibujaba unos signos extraños en la tierra que luego borró.
Mi padre, mientras tanto, había regresado a la sala de
exposición de sus cuadros, a sus cepas, a leer en cada zarcillo la
calidad de la próxima vendimia
Don Francisco se levantó y dio media vuelta hacia el
pueblo, caminando muy despacio. Unos metros más adelante se detuvo y
volvió sobre sus pasos. Desde la linde que separaba la viña del camino
gritó:
-Adiós, Rafael. Este año espero catar la fama de ese vino.
-Descuide, don Francisco. Siempre hay un vaso para un amigo.
Se alejó en dirección al pueblo, el paso cansino. En mi
pequeña cesta sólo faltaba el remate del asa. Corté las últimas mimbres y
comencé a repelar los nudos.
NUNCA MAIS
(Publicado en Color Albero, Alcalá de Henares, 2008)
Durante aquellas Navidades, el vómito del Prestige derramó la
nausea por las pantallas de los televisores de medio mundo. Una nueva
peste que agregar a los hitos del siglo recién estrenado. La imagen de
los marineros con las manos en los bolsillos, de pie frente al mar, sin
más recursos que el lamento inútil, realzaba el dramatismo de la
situación. Ante sus ojos, el litoral cubierto por el manto de chapapote,
la marea viscosa y oscura que trae el anuncio de las peores
tempestades. Había que arrancarlo. Palada a palada. Pella a pella. De
vez en cuando, un animal muerto.
Nadie contaba con la fraternidad de una juventud tildada
de apática y egoísta, con la espontaneidad de unos corazones sin más
empeño que la ayuda desinteresada. La costa, sin embargo, recogió el
contagio de la vieja utopía. Javier fue uno de tantos en escuchar la
llamada solidaria. La dureza del trabajo y la incomodad de los días de
lluvia y viento no rebajaron la ilusión
Laura ya estaba allí. Al término de la primera jornada,
ella recogió con una sonrisa su inmaculado traje blanco, negro de
chapapote. Una razón más que suficiente para espantar el cansancio de
una tarea tan dura. Después Javier le ayudó a ordenar en el almacén los
materiales que traían de las playas.
Fue el principio de una historia de amor tan breve como
intensa. Dos semanas en las que cabía toda una vida arropada por la nube
del sueño. Si no se juraron amor eterno fue porque ambos conocían la
fecha de caducidad que impone lo cotidiano. Una grieta en el mapa de
cientos de kilómetros se abría ante ellos.
Antes del regreso, tomaron el día libre en Santiago.
Como despedida. Como brindis por el paréntesis de solidaridad y amor.
Sentados en la terraza del bar, rendían el tributo del éxtasis ante la
fachada del Obradoiro.
A su lado, una valla publicitaria exhibía el cuerpo
desmadejado de una adolescente anoréxica. Los ojos de la joven de la
fotografía mostraban una alegría fingida. Había algo en la mirada de la
modelo que anulaba la máscara de la sonrisa. Javier lo sabía El recuerdo
permanente de su hermana pequeña, apenas cumplidos los dieciséis,
escocía ante la foto. Bajó la vista hasta el rostro de Laura: los
pómulos pronunciados, la piel tersa y pálida, el cuerpo seco, casi
esquelético.
-No has comido nada en todo el día, le dijo.
-Me duele separarnos.
El laconismo de la respuesta no podía ocultar el intento de
justificación. La mirada regresó a la valla. Ya no veía sólo a su
hermana. Una sucesión de rostros se superponían en la serie de fundidos
que anunciaba una película de terror. El de Laura, finalmente, aparecía
con toda nitidez. Ella adivinó sus temores.
-No te preocupes, contestó. Confía en mí.
La fe costaba un esfuerzo. Sabía de la inutilidad de las
palabras solas, de su facilidad para la huida. El viento puede
arrastrarlas al primer soplo y con la misma desenvoltura que se llevará
su cuerpo a la menor distracción.
-¿Has visto la pegatina?
Laura giró la cabeza. La noche anterior habían asistido a una
manifestación por las calles de Santiago. Miles de gargantas, miles de “Nunca mais”
Una consigna extendida por toda España. En la diagonal de la
fotografía, alguien había colocado un adhesivo con el slogan, como una
exigencia.
-En el chapapote ya hemos aportado nuestro granito de arena.
-De lo otro me encargo yo.
La firmeza de la voz de Laura parecía capaz de desvanecer cualquier duda. Sonaba a reto, a promesa, a juramento.
Como prueba tangible y evidente, se prestó al recuerdo de una
fotografía junto a la valla. Su rostro lucía más bello que nunca,
escoltado por el cuerpo de la modelo y la pegatina de “Nunca mais”. Una especie de sortilegio ante los desmanes de la moda.
Barcelona y Sevilla quedaban demasiado lejos para un
encuentro. Echaron mano de Internet y el teléfono para mantener la
relación amistosa durante un tiempo, antes de que cada uno de ellos
fuera devorado por la ausencia de esperanzas.
Tres años más tarde, Javier bajó hasta las playas andaluzas
con unos amigos. Sevilla, a tiro de piedra, se presentaba como una
ocasión de oro para el abrazo. Laura, otra vez. Evitó el anuncio de su
llegada por la emoción de la sorpresa.
El taxi le dejó bajo las sombras del Parque de María
Luisa, a las puertas de su casa. En su pecho acelerado, los golpes
sonaban con el eco del Obradoiro. Nadie, sin embargo, respondió a la
insistencia del timbre. La desilusión lo llevó al ascensor y de nuevo al
calor tórrido de la tarde de verano. Apenas cuatro turistas de pieles
enrojecidas desafiaban la calima. Miró a un lado y a otro. Una cerveza
en el bar cercano haría más llevadera la espera inevitable. Porque no
estaba dispuesto a renunciar a aquel abrazo.
Con el sol y la paciencia cercanos al horizonte, la vio
pasar por delante de la puerta. ¡Laura! ¿O no era ella? Los ojos
entrecerrados por el aburrimiento se abrieron a la ilusión del
reencuentro soñado.
Laura -sí, era ella, seguro, los andares la delataban-,
cruzaba la calle con el semáforo ya en rojo. Mientras seguía sus pasos
rápidos, Javier notó la punzada de la decepción en forma de nudo en la
garganta. La vio entrar en una tienda de ropa. Cruzó la calzada a toda
prisa y desde la acera, oculto tras los pantalones del escaparate,
contempló la figura de Laura a dos metros de sus ojos. De aquella mujer
hermosa sólo quedaba una piel blancuzca pegada a un saco de huesos. Dejó
caer una lágrima de amargura, huérfano de valor para el reencuentro.
Tras las vacaciones, regresó a Barcelona. La imagen del
esqueleto de Laura aparecía cada noche y en cada sueño, como una
pesadilla multiplicada. Buscó en la colección de fotos. Allí estaba,
sonriente, retando a la anorexia. Ahora, había perdido la batalla. Como
su hermana pequeña. Escaneó la fotografía y la envió en un e-mail
urgente, sin un comentario.
Cada tarde, a la vuelta del trabajo, abría el ordenador con la
esperanza de una respuesta. Nada. Quizás ese silencio fuera una forma
suave de decirle que no se entrometiera en su vida, que la dejara
tranquila, pensó. Una capa de olvido, negra como el chapapote, acabó por
enterrar la memoria de aquella visión descarnada.
La sorpresa llegó nueve meses más tarde. Un mensaje sin texto, con un archivo jpg
adjunto. Al abrirlo apareció la figura de una mujer de cara sonrosada y
cuerpo recuperado. La misma sonrisa gallega. La misma determinación que
ante la fachada del Obradoiro. En la nueva fotografía, bajo la pegatina del nunca mais, una sola palabra: GRACIAS.
.
Zaragoza
(Publicada en A contrapalabra, Ed. Vderbalina, Madrid, 2011)
Allí está, de pie, a la espera del autobús. Avanza
dos pasos, se detiene, vuelve al mismo lugar. Comprueba la hora,
nerviosa, como si tuviera prisa. Hay un cierto desasosiego en sus
movimientos. Los pies, las manos, la mirada. El rostro moreno sirve de
marco perfecto para resaltar unos ojos verdes.
Me acerco despacio, con sigilo. Una madeja de pelo
negro cosquillea sus mejillas. Una caricia. La retira con suavidad, con
un aire que parece ensayado. Asombra tanta belleza.
El roce leve en los labios le provoca una mueca de
incomodidad. Un beso. El deseo me puede. Cubro su cuerpo de efigie
griega con un abrazo encendido en la llama de la ansiedad. Paro, de
golpe. La posibilidad de rechazo me asusta.
Entra en la marquesina. Allí se siente más protegida. No
importa. A cada momento se revela más hermosa. Más seductora. Ahora los
nervios prenden en mí.
Lanzo un remolino que alborota su melena larga. Me da la
espalda en un gesto de desprecio mientras arregla la seda negra del
cabello. Se gira de golpe, furiosa. Me escupe su disgusto en pleno
rostro:
-¡Maldito viento!
Banderas
El tipo tenía toda la pinta de camionero malo y un saco de tatuajes
fieros, de esos que se exhiben en cualquier road movie americana. El
moreno de la piel despedía un gesto huraño, de enfado, a años luz de
esos jubilados de rostro pálido y camisa blanca que ante la victoria del
negro de turno ondean las banderitas con un patetismo atronador.
Los enormes músculos dejaban ver el rostro de una mujer, y la tripa,
oronda, sobresalía más allá del bañador. Un auténtico monumento a la
salchicha. Tomaba el sol y masticaba chicle, todo a la vez. El atuendo
con el que tapaba aquel cuerpo de gigante llamaba la atención aun con el
sol puesto: en la cabeza, a modo de pañuelo al estilo bucanero, lucían
barras y estrellas. El bañador repetía el modelo, pero a lo grande.
Tanto tópico fue, quizás, lo que me llevó
a sospechar en la posibilidad de lo oculto, del arcano. Hubiera hurgado
con el deleite de un científico en lo más profundo del cerebro, pero
temí su incomprensión. Acabé sustituyendo el interés por la curiosidad y
di libertad a la imaginación para vagar tras la hipótesis del enigma
hasta perderme en la calima del trópico. Cuando desperté, el tipo aquel
ya no tomaba el sol ni masticaba chicle. Una desaparición que me dejó
frustrado y a dos velas, ignaro de si el atuendo era simple disfraz de
guiri, apología del patriotismo o un modo sutil de limpiarse el culo con
la bandera.
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