El
Aaiún
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El Aaiún 2
10 marzo 2012Las vertientes del camino
Más cercano es
todo camino recto. Quizá la sentencia teórica se expresó en un momento crucial
para las inquietudes del griego Pitágoras de Samos, sin que todavía se hubieran
fijado las direcciones del norte para muchos. Sin embargo, a la par, brotarían
las intenciones de otros que se fueron más allá en el empeño desagrado para
aguar la revolución de todo contexto racional y nacional. Eran épocas de
agitación como las que acontecen hoy. Las coincidencias se asemejan salpicando
cualquier lugar del mundo, pero en tiempos paralelamente diferentes. Actualmente
esa preocupación vuelve a su manera para bañar la ola de agitación que vive con
intensidad pueblos de todo el hemisferio. Por su significado concreto, referente
al camino, este planteamiento no entra en contradicción frontal con los
fundamentos básicos de lo ético, moral ni tampoco con el concepto político,
religioso o geográfico, si verdaderamente somos sensatos. Pues, en este sentido,
se establece una relación intrínseca y, por lo tanto, una premisa esencial
servible para cualquier proyecto institucional para resarcirse, si hay voluntad,
de las plagas que carcomen, como termitas, las articulaciones de los estados.
Esto es motivo de descontento y de revolución.
Por el
contrario, ante esta realidad fehaciente, los que se han sumado al bando de la
imprudencia política, e hicieron rodar bolas de hielo y levantaron humaredas en
todas las direcciones a fin de apaciguar la realidad de las demandas
más urgentes de sus pueblos, se encuentran en estos momentos en un atolladero
sin precedentes. Y no hay manera alguna de topar con fórmulas que contrarresten
la avalancha social que se cierne con énfasis sobre sus justas demandas y
reivindicaciones. Como es sabido, los gobiernos anti populares, sus
interpretaciones y significados de las trasformaciones demandadas por el pueblo
de forma general, sólo han ofrecido una respuesta siempre flaca de contenido y
de forma. Una política activa para no ver. Es decir, sin proyecciones presentes
ni tampoco futuras. Por lo tanto, este mal ejemplo de gobernar a estos pueblos
que se reinventan de su pasado y de las calamidades del colonialismo y la mala
gestión anacrónica de sus gobernantes, deja todas las bazas sin orden sobre la
mesa y pone, todo lo que venían diciendo y haciendo, en tela de juicio. El
peligro es inminente y acecha la propia existencia física, territorial y
regional de las naciones, que están al borde de una complicada cizaña
inconmensurable: desde Jefes corruptos pasando por grupúsculos mafiosos ligados
al poder, hasta una explosiva situación acentuada por un nuevo reparto
hegemónico, que orquestan las naciones más influyentes al son de las
revoluciones de los pueblos árabes. Los gobernantes de estos países han sido
sorprendidos por no dar tiempo al tiempo y porque se apodero de ellos el salvaje
egoísmo, la estrecha e irracional lógica que les dejó ineptos e inamovibles en
sus asientos, añorándolos como reliquia divina. Y se olvidan de los hechos y las
circunstancias difíciles que les trajeron el primer día al poder. En fin, no han
podido superar sus defectos para poder interpretar el medio circundante. Pero es
reconocible que han sumado puntos en adiestrarse únicamente en sus propias
inquietudes, artimañas y en el embrujo político que afilan como arma mortal
contra sus propios pueblos. Ya no ven más allá de sus oficinas, casas
presidenciales o palacios majestuosos levantados sobre las calaveras de los
inocentes. En toda esta historia, ninguno de ellos dio la cara por el pueblo y
abandonó voluntariamente las efímeras delicias del poder para entrar en la
historia como un héroe ganador. Desgraciadamente, siguen incubados en pasos
cortos y la visión limitada de sus propios intereses; encerrados como una lapa
de molusco, abandonados por sus pueblos en la cuneta del olvido. Todo indica que
nuestros gobernantes se encuentran solos, somnolientos, viviendo en una irreal
torre de marfil, al margen de todo compromiso contraído a sangre y fuego con el
destino, el pueblo y la historia.
En muchos
procesos políticos y sociales, y por muy audaz que haya sido su programa de
acción y objetivos, se han quedado cortos a lo largo del tiempo por la falta de
honradez y sagacidad de sus líderes para enfrentar la realidad nacional,
regional e internacional. La cobardía y el inmovilismo les llevaron con el
tiempo al irrefrenable deseo de corrupción, por muy nobles y excelentes que eran
en otros tiempos. Dicha tentación ha creado en ellos un comportamiento
caracterizado por una retro mutación marcada por una frenética desconfianza en
sus compatriotas y en las ideas contrarias a su amorfa ortodoxia. Esto crea por
excelencia una ruptura y un desliz intencional o fortuito entre gobernantes y
gobernados. Es el abismo desmesurado entre estos dirigentes y las razones
inequívocas de los pueblos. No les quedaría otra opción que rendirse a la
voluntad popular o resignarse sin escarmiento alguno a los brazos de la
ostentosa perversidad, mientras que, de paso, aniquilan con tanques las ideas y
los hombres, si es posible. El Che dijo en una ocasión que “O nosotros somos
capaces de destruir con argumentos las ideas contrarias, o debemos dejar que se
expresen. No es posible destruir ideas por la fuerza, porque esto bloquea
cualquier desarrollo libre de la inteligencia.”
Es cierto y, al
cumplirse el primer aniversario de las revoluciones árabes de la última
primavera, induce a toda mente sana y no retrógrada al momento de reflexión para
impedir la detonación de bomba de tiempo que sembraron intencionadamente los
enemigos del desarrollo, de las ideas y de la inteligencia, bajo nuestros pies.
Es verdad que las aguas de las actuales revoluciones no han vuelto a su cauce
natural todavía, pero sus estandartes ya son más que visibles y temibles por el
viejo orden .Es entonces, la voluntad de los pueblos que cada vez está más
cohesionada y firme en torno al principio de autodeterminación de los pueblos;
una herencia en pie de igualdad para todos. Sin embargo, la contra revolución,
hoy como ayer, se aglutina en fuerzas ocultas y visibles, manipuladas por el
sistema para abortar toda voz de legalidad popular. Pero en todo ese juego de
intereses y de conservación del poder establecido de manera absoluta, se
barajan, al margen, alternativas poco fiables, como la remodelación de la
constitución del país, la postergación de mandatos legislativos o ejecutivos o
la compra de conciencias y de votos en los sufragios. A todo aquel que se
adhiere a las pautas de las insolencias del régimen, las arcas del estado,
totalmente incontroladas, se encargaran de pagarle factura .todo esto deteriora
el maquillaje del sistema que se esfuerza banalmente en subir a la ola que
golpea a diestra y siniestra a regímenes indeseados popularmente y dispersados
por todo el mundo. Ya es tarde para marear la perdiz. Los pueblos de Siria,
Marruecos, Yemen o Bahréin han tomado conciencia y han echado a andar, y la
lista es larga. Han dicho basta y nunca más estarán dispuestos a entonar ni con
voz ni con canto las mismas letras que coreaban sátrapas nacionales e
intervencionismo foráneo. Desde esa línea virtual, a la vez real, se demarca un
confín; un camino llano sin polvo ni polvareda, exclusivamente reservado para
los pueblos. Es el principio de autodeterminación en su punto álgido a favor de
las causas justas. Hoy por hoy, algunos de estos pueblos festejan con júbilo el
triunfo de sus revoluciones y otros, sin embargo, están a mitad de camino para
lograrlo. Únicamente con esa voluntad de lucha queda arraigado para siempre lo
popular en la orientación de las directrices finales, también en el rescate de
ilusiones y maneras viables de hacer despuntar razones y en el establecimiento
de instituciones como pilares esenciales que velan únicamente por las
preocupaciones de los ciudadanos.
De esta manera
vencerán los ideales y se abrirán senderos deseados, caminos rectos y más
cortos, con menos vericuetos y con mayor acierto para allanar escollos. “… ¡El
sendero de quienes agraciaste, no el de los que se han ganado tu ira, ni el de
los extraviados!” , como se señala en Fatihat El –kitab Al- Karim, después de en
el nombre de Al-Lah, el clemente, el misericordioso.
La movilización
de los pueblos es irreversible, generalizada. Es obvio que su detonación resonó
en el pétreo Gdeim Izik, Sáhara Occidental, y la onda expansiva alcanzó el
último rincón perdido del Golfo Arábigo, y no por mera casualidad, sino porque
las dolencias y las ansias de libertad convergen en un solo ideal de simbolismo
humano y espiritual, matizado en las mismas necesidades económicas, jurídicas,
políticas, sociales e incluso humanas. Esta es la realidad de nuestro tiempo y
de nuestros hermanos, desde el Atlántico hasta el Golfo. Pero también es hora de
establecer con miras inequívocas los horizontes, objetivos e intereses que
refuerzan el derecho a la desobediencia pacífica contra la brutalidad mental y
bélica de los embaucadores anclados en tiempos imperfectos. Imperfectos,
mofándose de sus pueblos con comportamientos poco decentes y poco sinceros. Sin
duda, algún día estos individuos serán juzgados por la historia. Todo tendrá su
fin. Y entonces, en ese momento, ya nadie podrá desandar el camino ni volver la
vista atrás.
Mohamidi
Mohamed Fakal-la.
(Ilustración: Otro mundo es
posible)
19 noviembre 2011Retazos de una historia (3ª parte)
Entre el
bullicio de camiones y buldózeres que carcomían día y noche a una gigantesco
yacimiento mineral, en las proximidades de un pequeño pueblo del sur de España,
José recordaba nostálgicamente a su amigo Ahmed, tras más de veinte años sin
verle.
El pueblo de
José agrupa principalmente pescadores y mineros. Sus largas playas que miran a
las aguas del Estrecho están sembradas de torres de iluminación con potentes
focos, los cuales alumbran durante toda la noche para evitar el desembarque de
las pateras procedentes de Marruecos.
José siempre
decía a sus más allegados que Marruecos invadió al Sahara, pero que no se
detendría ahí. Parece ser que somos víctimas de un mal que nos acecha tanto en
África como en Europa
Pero sus amigos,
como mucha gente en España, especialmente en la Península, ya deban por cerrado
el episodio del colonialismo de España en el Sahara, como algo olvidado,
Historia antigua, que únicamente volvía a interesar con los acontecimientos
esporádicos ocurridos de vez en cuando tanto en el Sahara como en España.
Una mañana la
radio del automóvil emitió una noticia, mientras José se dirigía a su trabajo.
Una asociación de apoyo al pueblo saharaui organizaba un viaje para llevar ayuda
humanitaria a los campamentos de refugiados cercanos a Tinduf en Argelia.
Los recuerdos no
eran ya suficiente. José se empeño en viajar a la busca de su amigo Ahmed y
conocer la nueva realidad de los saharauis en el refugio. Su destino: el
campamento de El Aaiún.
El avión se hizo
esperar. Un gigantesco 737 de Air Algerie despegó de Barajas con tres horas de
retraso en dirección al aeropuerto de Tinduf.
A su lado, en el
avión, se sentaba un señor ya mayor, de unos setenta años, grueso y de poblada
barba blanca. Don Ramón, pues tal era el hombre del compañero de viaje, explicó
a José algunas de las actuaciones de su pequeña agrupación.
Le comentó que
él era maestro jubilado anticipadamente, porque le apetecía hacer otras cosas
antes de que la salud se lo impidiese. Le contó cómo empezó todo, aún en plena
guerra de los saharauis contra Marruecos, allá por el año 1989. Cuando las
noticias de los refugiados eran muy escasas y alarmantes. Fue entonces cuando
crearon su agrupación.
La gente les
tildaba de pro soviéticos, de ayudar a los “rebeldes saharauis”, pero no
desfallecieron. Poco a poco se organizó la llegada en verano de los niños
saharauis, las Vacaciones en paz, y tras numerosos obstáculos consiguieron
realizar varias caravanas humanitarias. Don Ramón ya era como un saharaui más,
con su camisa de manga larga, su chaleco color tierra y su arrugado turbante
negro liado alrededor del cuello. En su muñeca derecha lucía, como la más
preciada de las joyas, una pulsera de aluminio donde un artesano saharaui labró
la bandera saharaui. De un bolsillo del chaleco asomaba una funda de piel
profusamente decorada, que José identificó con las fundas de las típicas pipas
saharauis.
Don Ramón
ansiaba llegar a los campamentos, abrazar a sus hermanos, colocarse su darraá y
deambular por las wilayas, de jaima en jaima, visitando amigos, tomando el té y
oliendo el perfume mezclado con clavo que las mujeres saharauis ofrecen al
visitante. Y, por qué no, reconocía su deseo de sentarse frente al brasero y ver
asarse los pinchitos de carne de camello con que le obsequiaban sus
anfitriones.
Durante el viaje
ocurrió una anécdota que José no olvidará jamás. El encargado del pasaje del
avión, un joven de modales muy estudiados, se dirigió en un perfecto francés a
Don Ramón:
– ¿A dónde se
dirige esta gente? – preguntó el empleado.
– A los
campamentos de refugiados saharauis – respondió Don Ramón.
– Pero… ¿a qué
van allí? – insistió el empleado sorprendido.
– Van a visitar
a los saharauis, a compartir con ellos unos días; van a vivir con y como los
refugiados, a conocer su realidad y a mantener unos lazos de amistad y hermandad
indisoluble.
El pobre
muchacho acabó contrariado, sin comprender cómo cien personas iban a pasar unos
días, festivos en España, en los campamentos.
El avión
aterrizó ya de madrugada. El aeropuerto de Tinduf mantenía su aire de
construcción colonial, con escasísimas instalaciones.
Al entrar, se
encontraba la cola de visado de pasaportes. Tres cabinas con los funcionarios en
su interior. Recogían el pasaporte, observaban al recién llegado, emitían unas
esporádicas palabras en francés, estampaban un cuño azul y rectangular con la
fecha de llegada en medio, y terminaban con una media sonrisa y la devolución
del documento.
Luego, el
minucioso registro del equipaje. Unas mesas bajas, donde el viajero y el
funcionario tenían que doblar la espalda para manejar las maletas. Los
funcionarios sonreían y hablaban en árabe entre ellos. Y finalmente, las puertas
hacia el desierto de la Hamada.
La explanada
frente al aeropuerto era un bullicio de vehículos. Ruidos de motores, luces en
movimiento... Camiones, camionetas de reparto, autobuses con letreros alusivos a
tal o cual asociación de ayuda, y viejos Land- Rover que en breves momentos
cargaron personas y material para salir en dirección a Rabuni, a la
“recepción”.
En Rabuni
hicieron un nuevo trasbordo para llevar a cada visitante y su equipaje a la
wilaya que le correspondía, a la daira que le correspondían, a este o al otro
barrio, e incluso a la puerta de la jaima o la casa de adobe de cada
familia.
José llegó con
las primeras luces del día, iba vestido de modo muy distinto a la gente que
encontraba, con sus vaqueros de “marca” y tocado con una gorra tipo yankee.
Se apeó del
Land-Rover que le condujo al campamento. El chofer, ataviado con su turbante de
color negro, le indicó, de manera apresurada, con el índice diestro, la tienda
de lona de la familia de Ahmed, que emergía débilmente entre construcciones de
adobe y otras tiendas de campaña de lona azulada.
La familia de
Ahmed llegó a la Hamada argelina a finales de 1975, refugiándose en estas
tierras tras la irrupción de las tropas marroquíes en el Sahara.
José caminaba
perplejo por las estrechas “calles” de lona y adobe. Ensimismado, no hallaba la
Aaiún que conocía de antes. A medida que se adentraba en la “ciudad” de paisaje
lunar le surgían nuevas interrogaciones.
¿Dónde estaban
los postes de comunicaciones y electricidad?, ¿la oficina de correos?, ¿la
principal hostelería? No era la auténtica Aaiún que conoció de pequeño.
A lo lejos
vislumbró una construcción de adobe colindante al campamento. De allí venía el
tañido de una campana. ¿Una iglesia? No, de repente se disipó la duda al ver
llegar en avalancha a un centenar de niños. Era una escuela. La otra
construcción debía ser un hospital, y más allá aparecía el huerto.
José vio a sus
alrededor todo el campamento de El Aaiún. Una ciudad de lona y adobe, una ciudad
distinta a la que él había conocido de pequeño, una ciudad sobre el inhóspito
pedregal de la Hamada. Pensó: “Nadie podría haber levantado una ciudad en el
desierto sino los saharauis. Tanto trabajo a pesar de la guerra y del exilio. Yo
los conozco bien, son sencillos, humildes, hospitalarios, pero a la vez son
intrépidos. Merecen recuperar su tierra, su hogar… donde en otros tiempos
también estuvo el mío…”.
En el trayecto
hacia el lugar indicado, a cada momento, se cruzaba con transeúntes que iban en
la misma dirección o la contraria, en cuyos semblantes se despertaba cierto
afecto hacia José, sabiendo anticipadamente que era huésped de la ciudad de lona
y adobe, de El Aaiún campamento, no la del Atlántico sino la de la Hamada y el
refugio.
Ahmed fue
avisado de la llegada de su amigo. Dos compañeros le ayudaron a salir del centro
de minusválidos y llegar hasta el Land-Rover. Sus frías manos postizas apenas
tenían fuerzas para tomar las muletas de aluminio que le servían de apoyo.
José fue
recibido en la tienda de lona por la madre de Ahmed, la anciana Aitcha, mientras
en un lado esperaba una mujer de unos treinta y tantos años con un pequeño en
sus brazos. El tiempo y el sufrimiento habían llenado de surcos el rostro de
Aitcha, pero José recordaba bien su semblante casi veinticinco años atrás.
Recordaba cómo,
cuando la tarde caminaba hacia el ocaso, en el patio de la casa de Ahmed, se
reunían algunos niños y niñas saharauis, José entre ellos, para escuchar la
cálida voz de Aitcha relatando historias de genios y largas caravanas que
cruzaban desde el Tombuctú, de Mali, hasta la desembocadura de la Saguia El
Hamra, en busca de los mejores pastos, los mejores mercados de piel y de sal.
Cuentos del
Sahara cuyas imágenes indelebles aún poblaban la mente del ingeniero español,
guerreros nómadas montados en enormes camellos, con sus largos turbantes oscuros
y sus brillantes espadas enjoyadas, bodas con jóvenes novios y novias ricamente
ataviadas, genios que hablaban desde el susurro del siroco, tomando forma en las
sombras que al atardecer dibujaban a sotavento de las dunas. Y esos cuentos aún
formaban parte del alma de José.
La imaginación
de José reconstruyó rápidamente el rostro amable de Ahmed. En su memoria quedó
marcada la imagen de su amigo aquel último día que se vieron en las cercanías de
colomina “Yaddi”, donde solían jugar una partida de boliches donde nunca había
ganadores ni perdedores. Y siempre la amistad permanecía como el mejor ídolo
entre los dos. Aquel día que Ahmed fumó demasiado, el día del adiós.
Pero Ahmed ya no
era el mismo, como no era la misma ciudad de El Aaiún, su rostro desfigurado por
la metralla, sus piernas sustituidas por otras artificiales, sus manos
perdidas.
Ahmed al ver a
José se quedó entre el desvanecimiento y la euforia, pero sacó fuerzas de la
debilidad para abrazar al amigo, después de tanto tiempo.
Ambos se vieron
fundidos en un profundo abrazo. No hubo palabras, el abrazo se les antojó eterno
a ambos. Sus mentes recorrieron sus respectivas vidas en un instante, añorando
en cada recuerdo importante la compañía del amigo perdido. Los ojos brillaban,
azules como el mar los de José, oscuros como la noche los de Ahmed.
– Es la guerra,
amigo José – dijo Ahmed para calmarle los nervios y hacer pasar desapercibidas
las cicatrices que su rostro y cuerpo lucían abiertamente.
José no dijo
nada, mientras un reguerillo de lágrimas comenzó a recorrer sus rojas
mejillas.
– Amigo José, te
reservo una sorpresa. Aquí te presento a mi esposa y a mi hijo.
La mujer que
esperaba en un lado se levantó a saludar a José.
– La esposa se
llama Meimuna, ha sido mi enfermera y apoyo durante mi convalecencia. Y este es
nuestro hijo, llamado José en tu recuerdo.
El día pasó
deprisa.
Bajo una bóveda
azul, llena de estrellas de todas las dimensiones y colores, descansaban José y
Ahmed, en torno a la familia de este último, frente a la tienda de lona
impregnada del olor a incienso.
Metu, la hermana
mayor, preparaba el rutinario té, mientras su hermano rememoraba las peripecias
de los saharauis. La charla se oía al otro extremo del barrio, los años de
separación y la distancia, cada vez que los recordaban hacían todo lo posible
por vivir los momentos intensamente.
José contó a su
amigo Ahmed cómo regresó a la península, que había estudiado ingeniería en
Sevilla, que trabajaba para una empresa minera, que había fundado una familia
que procedía del Sahara; el padre un ex oficial de tropas nómadas y la madre una
comadrona que trabajó desde joven en el territorio. Le dijo igualmente que tenía
una casa amplia, un buen sueldo, dos automóviles, y sus vacaciones de verano los
pasaban en los mejores balnearios del mundo. Sin olvidar a los saharauis, y a El
Aaiún que era el corazón de España en el África occidental.
Ahmed contó cómo
empuñó un fusil Máuser el mismo día que cumplió dieciséis años. Cómo vio llover
bombas de fósforo blanco y napalm sobre la columna de refugiados que huía a
través del desierto. Cómo murió su hermana Fátima, que estaba encinta, bajo la
metralla del napalm, en los bombardeos sobre Tifariti. Cómo perdió a sus
hermanos en diferentes batallas…
Así supo José
como, de las ciudades saharauis que él había conocido, salieron miles de
personas al exilio, amenazadas por la dura represalia marroquí contra quien se
opusiera a su ocupación.
Supo que estas
personas eran, en su mayoría, mujeres, ancianos y niños. Pero aun así, la
aviación marroquí les persiguió bombardeándoles cruelmente, en un intento de
aniquilarles. El camino de Amgala a Tifariti, la ciudad mártir; el poblado de
Guernica del desierto, donde los Mirage F1 lanzaron bombas de racimo y napalm
sobre la población indefensa. Aquella imagen del combatiente de pie, junto al
antiguo pozo, disparando su viejo Kalashnikov contra los reactores marroquíes…
Los inmensos hoyos producidos por la explosión de las bombas…
Le contó también
como aquel día que pasaron patrullando cerca de las ruinas de Tifariti, su
Land-Rover pisó una mina. Aquel ruido seco, arena, hierros y carne humana
saltando por los aires. Los gritos de sus compañeros que no ensombrecieron su
mente. Por contra, le recordaba otras batallas, como la de Duehab, donde perdió
uno de sus mejores amigos un tal Cristian. Un muchacho ágil y activo, rubio,
pecoso y valiente, oriundo de Dajla.
El terrible
sonido de la explosión se confundió con dolor intenso, luego la oscuridad con su
vértigo, incontrolable y confuso, que agitaba con fuerza extraña todo el cuerpo
doloroso y ensangrentado. Y al despertar el silencio frío del hospital.
También conoció
el papel fundamental desempeñado por la mujer saharaui. La mujer que había
organizado la vida en los campamentos, la sanidad, la educación, el reparto de
la ayuda humanitaria. Mujer que, cuando había sido necesario también empuñó su
fusil. De esa entrega desinteresada y gentil afloraba el nombre de la mujer
saharaui, como una alegoría de vida y muerte encarnada para siempre en la
humilde figura de la guerrillera, Sidamuy El Mojtar.
Le contaron cómo
coincidieron en el Centro de Minusválidos, donde llegó Ahmed trasladado de otro
hospital en el que se había curado de sus terribles heridas.
Al principio
Ahmed se mostró sombrío, como si hubiese perdido ya las ganas de vivir; sin
embargo, mostraba un afán de lucha poco común. Comenzó a desarrollar ilusión por
aprender a moverse nuevamente. Y sin darse apenas cuenta, notó que día a día la
sonrisa de Meimuna se convirtió en su razón de ser.
Cuando Meimuna
conoció a Ahmed, era sólo un nuevo paciente. Pero poco a poco descubrió las
ganas de superación que había en él. Cada día lo echaba de menos y sólo deseaba
volver a compartir su tiempo con él.
Era extraño,
pero un día Meimuna recordó el sueño que tuvo durante el cautiverio. Se le
antojaba como una prenoción de los años venideros, de su relación con Ahmed, de
cómo ese hombre, unos años menor que ella, representaba a su propio pueblo,
desgarrado por la guerra pero firme, apoyado en sus muletas pero manteniéndose
en pie.
Pasaron los días
y el recuerdo del pasado no fue suficiente para pasar revista a toda la
contienda de los saharauis en aras de su libertad e independencia.
En los momentos
en que José organizaba su equipaje para el retorno a España hubo intercambio de
regalos, bajo el efecto del pasado, el reencuentro, la esperanza deseada con
amor y nostalgia, la mutación bien marcada en el cuerpo, por los años y por
maldita traición de una metralla. Motivo suficiente de odio y de querer a un
pasado común, que por desgracia, no pasó como debía pasar para convertirse en
una historia definitiva, completa con todos sus retazos.
En esos momentos
de separación, Ahmed sacó la mejor darraá que guardaba y se la puso a José.
– Este atuendo
tradicional – dijo Ahmed –, que en realidad constituye un símbolo, nadie lo
merece mejor que tú. Es una simple vestimenta, pero representa para nosotros los
saharauis un sumo compromiso de continuidad y de identidad.
José muy
agradecido y emocionado respondió:
– Tanto para ti,
como para tu pueblo va este poema que compuse anoche:
Entre la gran cantera humana
va el amigo
como uno más
sacando fuerzas a la
tedicidad
para poder llegar, al alba, a la
meta
Que aguarda el sendero real.
Amputadas las manos,
heladas piernas ortopédicas para
andar.
Quedando el tramo enflaquecido
como
pira de libertad.
El amigo,
como uno más
va con su bastón sembrando lo que
está
del ímpetu corazón
va el amigo.
Testimoniando la obra de
gobernantes,
médicos y herbolarios.
cada cual con su afán,
muchos lo ven pasar,
cunde en ellos la
indiferencia,
qué decir de la solidaridad.
El amigo,
contempla el pasado,
trazando el futuro en su
pensar.
Como reliquia viva que desborda
el desván.
Otros, detrás de los
barrotes,
en espera de la amnistía de los
que ya no están.
Y sigue el amigo…
Nota: Van mis
sinceros agradecimientos al Sr. Simón Rovira, por la corrección y valoración de
las ideas que unen el contenido y forma de esta historia. Sin olvidar, por
supuesto, a Ahmed, El Mexicano, motivo de inspiración, ejemplo, y perseverancia
en una lucha continua por la vida. Desde una silla de ruedas.
06 noviembre 2011Retazos de una historia. (2ª parte)
Varias organizaciones europeas y
americanas no gubernamentales, ocupadas en la protección de los derechos humanos
más elementales venían siguiendo el conflicto del Sahara Occidental desde años
atrás. Una de esas organizaciones era Amnistía Internacional.
Tras innumerables esfuerzos
consiguieron la revisión, por parte del ministerio del interior marroquí, de
varios expedientes de la D.S.T. Muchas personas, hombres y mujeres jóvenes
habían sido encarcelados sin motivo alguno en 1975. Ahora iban a ser liberados,
corría el año 1991.
Meimuna tenía entonces treinta y
cinco años. Cuando la delegación belga la recogió a las puertas de la cárcel de
Agadir apenas cubría su cuerpo con harapos que fueron sus ropas y su
melhfa en otros tiempos y se envolvía, sin apenas fuerzas, con una sucia
y raída manta militar.
El médico belga le diagnosticó un
estado avanzado de desnutrición, varias infecciones cutáneas, problemas
digestivos muy serios, una conjuntivitis que había afectado a la córnea de sus
ojos, y toda una serie de heridas mal cicatrizadas cubriendo su menudo
cuerpo.
El médico anotó en su diario:
“(…) Debió ser una joven muy hermosa. Era enfermera y posiblemente gracias a sus
conocimientos ha sobrevivido en la cárcel, ayudando a sobrevivir a otras muchas
mujeres que estaban con ella. Físicamente es imposible soportar tanto dolor,
tantas vejaciones, tanta crueldad. Hay algo en el interior de Meimuna que hace
renacer sus ansias de sobrevivir…”
La delegación de Amnistía
internacional consiguió que Meimuna fuese trasladada a su ciudad, El Aaiún. Los
únicos familiares que hallaron fue la familia de su primo Mohamed, nieto de un
hermano de su abuelo paterno.
Mohamed era un hombre corpulento,
cubierto con su darraa de color azul oscuro, turbante negro y largo envolviendo
su cabeza y rostro. Acusaba una ligera cojera en la pierna izquierda, aunque
nadie supo jamás de su lesión en una rodilla, producida en 1977 durante una
operación de sabotaje que nunca fue revelada en la prensa local.
Nadie conocía su pasado ni sus
relaciones, por eso la policía marroquí nunca se había preocupado de su
persona.
La esposa de Mohamed, Jadiyetu,
era de origen mauritano por parte de madre y procedía de una de las familias de
pastores del Sahara Occidental, capaces de atravesar el desierto desde El Aaiún
hasta Tinduf o desde Mahbes hasta Zuerat.
Meimuna estuvo con sus primos
unos seis meses, bajo tratamiento médico y con los excelentes cuidados de
Jadiyetu. No se habló del cautiverio, ni de política, ni de la guerra. Le
contaron que sus ancianos padres habían fallecido durante su encierro, viviendo
sus últimos años muy apenados por su suerte.
Al fin, Meimuna salió a la calle.
No podía circular sola, no podía visitar a los amigos de su juventud, no podía
entretenerse en ninguna parte, pues los agentes secretos marroquíes la vigilaban
estrechamente.
Todo el barrio de las Colominas
Rojas había sido derribado entre 1984 y 1985, para poder construir una gran
plaza en honor de Rey Hassan II, con motivo de su visita a la ciudad. El
Hospital provincial también había desaparecido. El instituto “General Alonso”,
trasformado, y buena parte de sus aulas fueron demolidas. La ciudad había
cambiada demasiado. Los habitantes también, a causa de la gran avalancha de
colonos que salpicaban sus barrios el centro y las periferias de la ciudad.
El Aaiún, al igual que otras
ciudades saharauis, fue repoblada por marroquíes procedentes del norte, del sur
y del centro, es decir, de las zonas más deprimidas de Marruecos. Quienes se
decidieron a ocupar las “provincias del sur” gozaban de ciertos privilegios a la
hora de conseguir los mejores empleos, alimentos de primera necesidad, una casa,
etc. Mientras tanto, los saharauis se veían relegados a ser ciudadanos de
segunda clase en su propia tierra.
Meimuna se encaminó al cementerio
de Jat-Ramla. Allí encontró dos pequeñas lápidas con los nombres, una plegaria y
las fechas sobre las tumbas de su padre y de su madre.
En voz baja leyó unos versículos
del Corán. A continuación, frente a las tumbas, relató durante largos minutos
todo su cautiverio, tortura tras tortura, vejación tras vejación, muerte tras
muerte. Para acabar, trazó un osado plan. Huir de El Aaiún. Iría en busca de los
combatientes saharauis que aún luchaban contra la ocupación marroquí. Pidió
protección a los espíritus de sus padres, y a Alá la fuerza necesaria para vivir
ayudando a la liberación, al menos tanto tiempo como había permanecido
encerrada.
Oculta en un camión que se
dirigía hacia el sureste, Meimuna llegó a Smara. Alá había protegido su viaje,
no habían descubierto su huída, no registraron el camión en ningún control.
En las afueras de la ciudad la
esperaba un muchacho joven, Brahim, sobrino de Jadiyetu, hijo de su hermano
Mustafá, cuya familia vivía pastoreando por aquella zona.
Estos pequeños grupos de pastores
que circulaban alrededor de puntos con agua potable como Smara no preocupaban
demasiado al ejército marroquí. Iban y venía libremente con sus rebaños de
ovejas, cabras y camellos.
Pasaron los días, había aires de
celebración en la familia de Mustafá. Se celebraba el nacimiento de un nuevo
hijo, pronto llegaría además la boda de la hija mayor con el primogénito de una
familia ganadera con la que había lazos de amistad muy grandes. A todo ello se
añadía la llegada de Meimuna, una liberada, una superviviente de los “jardines
secretos del rey”, como tristemente se les conocía, desde Meguna hasta Agdes.
Todos los gestos, todas las palabras, todo el recuento de Meimuna representaban
una verdadera alegoría: una prueba viva de que la tortura y el encierro no
pueden acabar con la voluntad simple y razonablemente humana.
Cierta noche Meimuna se preparó.
Vestía ropas de muchacho, de color oscuro, se envolvió además en una melhfa que
ella misma había teñido de negro, recogió una cantimplora con agua, un puñado de
dátiles y un pedazo de pan casero, hecho a base de trigo. Salió del campamento
de la familia de Mustafá a las dos de la madrugada y comenzó a caminar en
dirección este.
A unos cientos de metros oyó un
ruido.
– No tengas miedo – Era Brahim,
que la había visto salir de la jaima – He venido a despedirme. ¿A dónde vas?
– No sé muy bien a dónde voy. –
Respondió Meimuna – Dicen que hay un muro entre nosotros y la tierra liberada,
es una barrera de segregación que divide a humanos, a la fauna y a la flora.
Plena de alambradas de púas, minas, perros adiestrados, patrullas y soldados… No
sé si podré llegar al otro lado.
– Toma – Brahim le entregó un
objeto envuelto en una tela azul – Es un cuchillo antiguo. Perteneció al abuelo
de mi padre que lo compró a un viajero procedente de Damasco, él se lo dio al
padre de mi padre y él a mí. Ha servido a mi familia en tiempos de guerra y de
paz. Quiero que lo lleves para que te proteja; no lo pierdas porque algún día me
lo devolverás…el día en que el Sahara sea todo libre o el día en que yo también
cruce el muro.
– Gracias… Espero devolvértelo
pronto.
Dos siluetas se separaron bajo la
noche del desierto. Ninguna miró hacia atrás, siempre la mirada hacia el frente,
para traer buen augurio, según los primeros viajeros que cruzaban el desierto.
Con esa enseñanza se arropó del silencio y la densa oscuridad, para lograr su
principal objetivo.
La propaganda marroquí había
descrito “el muro” como una fortificación inexpugnable. Aparecía como una
muralla de sólida construcción, con sus nidos de ametralladoras, sus detectores
por radar, con apoyo de importantes unidades blindadas para el bombardeo en caso
de ataque, y más allá, hacia las posiciones saharauis, campos minados y espesas
alambradas.
Sin embargo, en algunos puntos el
muro es sólo un montón de arena. Las torres de comunicaciones ya no tienen
antenas ni radares. Algunas fortificaciones están ya vacías. Es más, algunas
noches, invisibles combatientes saharauis han retirado las minas y limpiado de
alambres el terreno. La desidia del ejército marroquí y las incursiones
saharauis han ido despejando algunas zonas.
Meimuna consiguió cruzar por la
zona de Emheriz. Traspasó una elevación, una zona con alambradas dispersas y un
antiguo campo minado ya vacío. Cruzó el río de Wein-Tirguet, y al mirar en sus
aproximaciones observó con cierta dificultad la sombra de una colina con
fortificaciones.
Luego miró al este, hacia el
incipiente sol que nacía. Sobre las primeras luces se recortaba la silueta de un
viejo Land-Rover, cuyo ronroneo le llegó como una música. Era una patrulla de
combatientes saharauis.
Una semana después de la llegada
de Meimuna a los campamentos de refugiados saharauis, de la región de Tinduf,
fue destinada como enfermera al centro de minusválidos, junto a Rabuni. Fue ella
quien solicitó ese destino, dada su experiencia sanitaria y sus ansias de ayudar
a quienes más lo necesitaban.
En el centro de minusválidos se
recuperan ciudadanos saharauis que, desgraciadamente, han encontrado alguna mina
oculta bajo la arena. Algunos han perdido una extremidad, otros han llegado muy
mal, recuperándose con lentitud. Allí se les adaptan aparatos ortopédicos que la
ayuda internacional ha enviado, se les enseña a caminar, a desenvolverse
nuevamente, pero especialmente se les apoya para aumentar su autoestima y sus
ansias de vivir.
14 octubre 2011Retazos de una historia. (Primera parte)
Una inmensa
semiesfera naranja se entreveía en el horizonte, procedente de sí misma, del
interior de África. Amanecía, y una patina ocre bañaba las azoteas. Despertaba
la ciudad de El Aaiún. El cuartel de Sidi Buya parecía estar de fiesta. Las
banderas rojigualdas ondeaban por todas partes. Los altavoces repetían marchas
militares.
Todas las
unidades del tercio Millán Astray estaban presentes en el área de formación, en
posición de descanso, pero preparadas para rendir honores. Al frente, una tarima
con un centenar de sillas plegables, en cuyo centro destacaba una tribuna
repleta de micrófonos.
A lo lejos
resonaban los pasos del coronel acercándose a las tropas. Vestía uniforme de
camuflaje sobre el que destacaba el brillo de numerosas condecoraciones.
–
¡Firmes! – gritó el coronel a sus soldados, quienes de inmediato
cumplieron las órdenes resonando el taconazo de sus robustas botas
castrenses.
– Tenemos visita
– dijo el coronel –. Hoy debemos comportarnos, más que nunca, como verdaderos
novios de la muerte.
Poco después
sonó el cornetín de orden. Llegó la comisión con un militar de muy alta
graduación. Recibió las novedades de parte del coronel y procedió a pasar
revista a las tropas.
A continuación
se inició el discurso, plagado de arengas a las tropas.
“…Sobre todas
las cosas debe quedar en buen lugar el honor del Ejército Español. España
cumplirá sus compromisos defendiendo el territorio saharaui hasta sus últimas
consecuencias. Nadie debe desfallecer, y si fuese necesario, hay que dar hasta
la vida por mantener firmes las posiciones…”.
El orgullo de
los legionarios se vio reforzado, su ánimo reconfortado. Lucharían hasta el
final defendiendo la soberanía del territorio español.
En aquellos
momentos El Aaiún, capital del Sahara Occidental, era una ciudad de arquitectura
netamente colonial. Algunos de sus barrios contrastan por su peculiaridad,
dándole un matiz arábigo-africano; los asentamientos de las Barricadas o la
legendaria Zemla, donde vivía la inmensa población de nativos, la
barriada de casas Hexagonales, o la humilde manzana de El Polco,
con su población de soldados, obreros, funcionarios e incipientes comerciantes
atisbaron en el acto de Sidi Buya una declaración de guerra, sin
saber con toda claridad el comienzo y el final de la misma.
Los servicios
secretos sabían de serios movimientos de tropas en territorio marroquí, se
esperaba una invasión, una agresión armada contra el Sahara. Los supuestos
preparativos de defensa quedaron patentes en la parte escalonada de la ciudad,
con la zona baja que los nativos llamaban Dachra, y los zocos: el viejo,
conocido como “de las vitrinas”, y el llamado “de la carne”, hacia el oeste, en
el barrio del antiguo cementerio español, donde los vendedores solían exponer la
carne ovina y camellar, siendo el principal matadero y centro de distribución de
carde de toda la ciudad.
En esos mismos
días, el personal nativo perteneciente a las tropas nómadas y la policía
territorial fue requerido en sus correspondientes acuartelamientos para proceder
a la devolución de sus armas.
Mientras la
tropa española era animada a dar su vida por defender el suelo saharaui, los
saharauis eran desarmados al son de música y canto que se levantaban de las
pequeñas plazas y jardines dispersos por el centro de la ciudad; abarrotados
durante los fines de semana por las familias europeas, encantadas con la escucha
de Manolo Escobar cantando su “¡Que viva España!”.
Ahmed tomó la
primera tanda de té, después de la prosternación de Salat-Asubuh, al amanecer.
En aquellos momentos estaba ensimismado en el día que acababa de amanecer,
aunque la oscuridad del alba aún reinaba intensamente con su color púrpura. En
su semblante se trazaba ya la mueca de la senda que el destino le depararía.
– No pienses
mucho, hijo, que llegarás a viejo a pesar de tu corta edad – le reprochó su
padre Mohamed.
En la mente del
muchacho bullían mil y una ideas. La madrugada anterior, la emisora de radio de
la BBC anunciaba que las tropas marroquíes se concentraban junto a la frontera
norte saharaui.
– Estamos al
borde de la guerra, padre – dijo Ahmed, con voz ingenua e infantil.
–
¿De qué guerra estás hablando, hijo?
– Padre,
Marruecos pretende invadir nuestra tierra, y España se va a retirar dejándonos
indefensos.
– España no
puede abandonarnos– dijo Mohamed – muchos saharauis murieron en su
guerra. En 1938 fueron embarcados en viejos barcos y en aviones
Junker, los hombres que formaban la llamada “legión moruna”. Tu abuelo, mi
padre, entre otros, fue a luchar al frente de Bilbao. Fue un horror, lucha de
vecinos contra vecinos, hermanos contra hermanos, Y allí, la legión
de saharauis fue utilizada como tropa de choque contra el
ejército rojo, como carne de cañón.
– He visto el
horror de la guerra en las películas del cine Las Dunas, pero imagino que sólo
eran películas –dijo Ahmed.
– La realidad es
mucho más cruel de lo que puedan representar las películas – dijo Mohamed.
– De que habrá
una guerra estoy seguro, pero de cuanto dure…, sólo Dios sabrá – respondió,
mientras desplazaba la bandeja entre sus manos y se aprestaba a salir hacia el
Colegio de la Paz, donde estudiaba su último curso de secundaria.
Ahmed salió a la
calle. Era un día templado, la actividad de la gente parecía trascurrir
normalmente. Cada cual enfrascado en lo suyo, con cierta cautela. Miró a las
cuatro direcciones, y se percató, como su ciudad natal fue
expandiéndose hacia el sur, en dirección al viejo aeródromo, al suroeste hacia
Jat Ramla, al norte, más allá del río, en dirección a Sidi Buya, no muy lejos de
las fuentes que dieron nombre a la ciudad.
Parecía una urbe
de principios de siglo. Sin embargo las primeras construcciones se levantaron en
la década de los años 30 sobre una fina tierra amarillenta y rojiza que sabe a
sal, por la salubridad de sus aguas.
Saguia el Hamra,
principal río del país, linda con la ciudad por el norte y desemboca en el
Atlántico en la zona llamada Fum El Uad, donde están los pozos de El Ayafa, que
proveen a la ciudad de agua potable.
En los años 50,
se asentaron oficialmente los cimientos necesarios del Estado colonial en el
territorio saharaui, con todas sus estructuras en torno a un poder centralizado
que puso fin a la vida nómada en el Sahara.
Los
límites de la ciudad quedaron prescritos en dirección a la
desembocadura del río, desde Cueva chacal, al este, hasta el
antiguo cementerio de Juay-Sawaya, al oeste Saguia el Hamra, históricamente es
catalogada como tierra de santidad, debido a los relevantes sabios y santos que
la poblaron con sus cofradías, haciendo de la misma una meca de singular
trascendencia para toda la región del Magreb.
Las tumbas de
estos santos salpican la Saguia y sus periferias. Estos chiuj afianzaron las
bases culturales, morales espirituales en el seno de la población saharaui;
cruce entre la cultura árabe y africana, el límite entre la parte
occidental del Magreb y el África Subsahariana.
Ahmed llegó a
tiempo a clase, pero ese día el director del centro escolar anunció a los
alumnos, en filas y en posición de firme, como adiestrados soldados, que las
clases quedaban suspendidas hasta nueva orden.
El discurso
estuvo lleno de cacofonías e intentos de excusar a los superiores que ordenaban
la paralización de las clases. Aunque los niños no entendieron la mayoría de las
palabras del director, si comprendieron su significado, destilando entre palabra
y palabra que llegaba el final de una época.
Al romper filas
Ahmed buscó a su colega de aula, José. Era un muchacho rubio, con unos pequeños
ojillos azules tras sus gruesas lentes, hijo de un oficial del Ejército
Español.
Qué curioso
verlos juntos. Uno tan rubio, el otro tan moreno; uno musulmán y el otro
cristiano. Los dos emprendieron las primeras letras del abecedario juntos en la
misma aula, en la misma escuela. Su amistad, su hermanamiento parecía un desafío
a la hipocresía de los políticos. Siempre iban juntos. Sus viviendas
compartidas, sus sueños comunes…
Un caleidoscopio
de recuerdos con las excursiones a la playa, a la sauna de El Jihi, o como
observaban curiosos y clandestinos las operaciones en el matadero de
cerdos de la Granja Sánchez.
Sus reuniones y
largas charlas a las puertas del cine de Las Dunas, el material escolar
adquirido en el estanco de los hermanos Artiles, el fuerte olor a pan recién
hecho, saliendo de la panadería “Manolo”, o tomar juntos la sopa lehrira
de la pensión Mesaud, cuando caía el sol, a la hora del futur, en pleno
Ramadán. O sus sueños de viajar en larguísimas caravanas hasta Mali.
El sueño
colonial llevó a finales del siglo XIX y principios del XX a expedicionarios
provenientes de Portugal, Inglaterra, Francia y España, como Emilio
Bonelli , Francisco Quiroga y Julio Cervera, que establecieron el primer puente
con los nativos a través de trueque, para proceder después a su “obra
civilizadora”.
Los primeros
encontraron una audaz resistencia, sobre todos los franceses, en las batallas de
Leglat, Ergueiwa, Tagel y Mijek, ente otras. La primera fue en el año
1913. A
finales de los años 50, el territorio conoció otro levantamiento que puso a las
tropas coloniales en un verdadero atolladero, que no tuvieron más remedio que
pedir la ayuda de Francia para apaciguar el levantamiento armado.
Las operaciones
conjuntas franco-españolas conocidas bajo los nombres de Teide y Ecouvillon
dieron al traste con el levantamiento. El fracaso de la rebelión se achacó
además de a la participación conjunta de España y Francia, a la falta de
cohesión entre los sublevados, la carencia de un liderazgo y la infiltración de
elementos pro-marroquíes en su seno, especialmente en la dirección. El Sáhara
Occidental se encuentra en manos de las naciones unidas desde 1967, como
cuestión de descolonización.
A principios de
1975 la corte internacional de justicia anuncia su veredicto indicando que el
territorio saharaui no le une ninguna relación jurídica con el reino de
Marruecos, ni tampoco con el conjunto Mauritano. Meses después ambos países
agreden al Sáhara.
– José, vuestras
autoridades están tramando la venta de mi pueblo y, a la vez, el deshonor de
España. Después de tanto tiempo de convivir juntos nos van a separar, de la peor
manera.
– Las guerras en
las colonias portuguesas tocan a su fin.– repuso José – España os dará vuestro
derecho y no os abandonará, no seremos peor que Portugal.
– Ojala – dijo
Ahmed, mientras apoyaba la palma de su mano sobre el hombro de José. Buscó en
sus bolsillos, sacó un arrugado pitillo y unas cerillas de propaganda de una
empresa del archipiélago canario.
– No fumes
Ahmed, que daña la salud – dijo José.
– Cada vez que
escucho a los políticos fumo más. Y este discurso de hoy me provoca mayor
preocupación.
– Bueno Ahmed,
es la hora del almuerzo, tengo que dejarte. Mañana nos veremos, quizá todo se
haya aclarado ya.
Ahmed soltó el
humo de su cigarrillo marca Kruger. Los dos muchachos se miraron. Había tristeza
en sus ojos que se humedecían. Esa última mirada no era un hasta pronto, sino un
adiós. Cada uno tomó una dirección. Mientras apretaban el paso hacia sus casas,
las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
José
recordó para siempre la última imagen de su amigo, a la puerta de la
dulcería La Española, donde tantas veces habían comprado el pastel de
“meloja”(1).
Cuando José
entro en su casa la desesperación se apoderó de sus sentidos. Las
maletas llenas, cerradas, en el pasillo… Quiso huir, buscar a Ahmed, escapar,
quedarse en “su tierra”. La mano de hierro de su padre le detuvo. Todo estaba
listo para partir.
Amaneció
de nuevo y Ahmed salió en busca de su amigo José, aunque sentía un frío
intenso en su pecho, una sensación de vacío, un presagio del desastre. Caminó
hasta su casa, que encontró cerrada. Caminó por las calles sin rumbo, oyendo en
su cabeza el discurso del director de la escuela, oyendo el último noticiario de
la radio afirmando que no pasaba nada. Fumó hasta acabar con su último pitillo.
En una esquina encontró a varios compañeros de aula, le explicaron que la
guarnición española había recibido órdenes de evacuar. Su amigo José
había partido el día anterior hacia las Islas Canarias.
El frío intenso
volvía a hacerse insoportable en el pecho de Ahmed. El mundo que había conocido
hasta entonces se desmoronaba.
Una procesión de
vehículos se alejaba de El Aaiún en dirección a la playa, en la costa les
esperaban los buques para la evacuación.
El convoy se
cerraba con un viejo jeep Willy de la policía militar. Los jóvenes soldados
lanzaban una última mirada hacia la ciudad donde quizá no volverían. La imagen
que les despedía, junto a la carretera, era la gigantesca silueta del toro de
Osborne. Una “piel de toro”, de hierro negro sobre un altozano,
¿quizá un símbolo de la presencia española? ¿un ídolo que dejaba atrás el
colonizador en retirada? …
El panorama de
la ciudad de El Aaiún cambió súbitamente aquel noviembre de 1975, después de que
España pactase en detrimento de la población saharaui y contra la comunidad
internacional, que preparaba un referéndum de autodeterminación. En los llamados
Acuerdos de Madrid España cedía el Sáhara a Marruecos y Mauritania.
Las escuelas se
trasformaron en cuarteles y las mezquitas en puestos de interrogatorios. La
cascada de detenciones no excluyó ni siquiera a los ancianos.
Las arterias de
la ciudad quedaron acorraladas por alambradas de púas, barricadas
reforzadas con sacos de arena, a apenas trescientos metros una de otra.
Peine de
soldados con las armas en la mano.
La ciudad
respiraba un aire acre y turbio.
Humaredas de
viejos y robustos tanques rechinando en fila india por las calles.
¡Era la
ocupación!
En pocas horas
la urbe quedó desolada, sus calles parecía que nunca conocieron transeúntes,
amén de los nuevos ocupantes que exhibían sus armas y uniformes color
tierra.
El temor y el
ofuscamiento creaban la histeria en el seno de la población aaiúnense, que se
encerró en sus casas, para después ser abandonados hacia lo
incierto, hacia el éxodo…
A la par, los
grandes ferris comerciales y buques de la marina española evacuaban a los
últimos civiles y militares de la colonia.
De esta manera,
el Ejército Español arriaba en El Aaiún, la última bandera.
Mientras los
últimos vehículos españoles se alejaban hacia el oeste, una tenaza se cerraba de
norte a sur. Por el norte entraba el ejército de ocupación de Marruecos. Por el
sur se precipitaban las tropas de Mauritania.
La población
saharaui, asustada, no tuvo otra elección que huir hacia el interior, hacia el
desierto. Su única esperanza era encontrar un refugio seguro.
Los medios eran
escasos, pero había voluntad entre los desplazados. Era una avalancha humana que
necesitaba cobijo y protección. Abandonaron sus casas con lo puesto. Todos los
bienes, documentos, objetos, recuerdos, todo quedo atrás.
La gente huyó en
los pocos automóviles particulares disponibles, comenzando un periplo hacia el
más espantoso exilio.
Las mujeres
entrelazaron sus melhfas y las extendieron a modo de precarias jaimas donde
cobijarse. Los turbantes de los hombres hicieron las veces de mantas arropando a
los niños.
Pensaban que
esta situación duraría unos días, unas semanas como mucho…
Ahmed, conocido
como “el mejicano”, apretaba sus labios mientras contemplaba el último convoy
español saliendo de El Aaiún. Junto al triste Ahmed, dos amigos de múltiples
hazañas, Mohamed, “el Gato” y el pequeño Brahim, alias “Ratita”. Juntos habían
crecido en aquella extraña sociedad semicolonial, donde se sentían extraños en
su propia tierra al compararse con los estereotipos europeos y anglosajones,
pero donde se sentían libres de recorrer las calles de El Aaiún. Ya añoraban la
compañía de sus amigos españoles, arrancados tan brutalmente de su lado, en
especial del simpático José, al que llamaban ocasionalmente “Lupas”, debido a
sus gruesas lentes.
Hasta aquella
esquina llegó Mohamed, el padre de Ahmed, buscando nerviosamente a su hijo. Se
saludaron, y Mohamed depositó su mano tranquilizadora sobre el hombro de
Ahmed.
– Hijo, debes
acompañarme de inmediato, tus temores se han hecho realidad. Las tropas
españolas se retiran y se dice que están llegando más agentes y soldados
marroquíes.
– Aquí pasan las
últimas tropas españolas padre. Todos se van en dirección a la playa, –
respondió Ahmed.
– La
gente está muy nerviosa. Algunos
se han encerrado en las casas, otros han marchado ya hacia Amgala, a la búsqueda
de los componentes del Frente Polisario. Creo que será mejor seguir ese camino.
Temo por ti, hijo, y por todos los jóvenes como tú. Mi amigo El Fadel acaba de
contarme que han desaparecido los libros de escolaridad, que se rumorea han
podido llegar a manos del departamento de seguridad territorial marroquí (2), al
igual que listas de trabajadores de Fosbucrà o de Cubiertas y
Tejados que simpatizan con la causa de la independencia .
– Pero ¿cómo es
posible que esta información haya llegado tan deprisa a los marroquíes?
– Oh, hijo, si
ha habido políticos españoles capaces de ordenar la retirada del ejército,
capaces de abandonarnos en manos de peor enemigo, también pueden haber vendido
cualquier información.
– Tienes razón –
respondió Ahmed –. Marchemos antes de que sea demasiado tarde.
A medida que
caminaba hacia su casa, su paso se apretaba más. Se cruzaban con algún vehículo
civil español que huía hacia La Playa, con algún Willy de la policía militar
española que seguía esa misma dirección. Vieron a la gente correr por las
calles, mujeres corriendo mientras apretaban a sus hijos pequeños contra su
pecho, ancianos con la mirada perdida y esa expresión incrédula en el rostro,
vetustas furgonetas llenas de gente en dirección al este. Todas las tiendas y
mercados estaban cerrados.
Apenas unas
calles más allá resonaban los ruidos de la ocupación. La familia de
Ahmed fue una de las últimas en poder abandonar El Aaiún, poco después se
difundía la noticia de la ocupación del cuartel de Lehcheicha, quedando cerrada
la salida hacia el este.
Algo se rompió
ese día en el corazón de Ahmed. De repente el niño de apenas catorce años se
había convertido en un exiliado, en un proscrito en su propia tierra. Sus amigos
habían quedado atrás, su casa perdida, su familia abandonada en medio del
desierto. No había lugar para vacilaciones, ni siquiera un momento para
detenerse a llorar, cada corazón herido por el exilio, era el motor
de un nuevo combatiente por la libertad.
Meimuna rondaba
los veinte años en 1975. Aunque vestía a lo europea, se cubría con la
tradicional melhfa saharaui. Era menuda y un poco delgada. Su rostro, de
facciones serenas, se veía iluminado por sus grandes ojos negros y su amable
sonrisa.
Trabajaba como
enfermera en el Hospital General Provincial de El Aaiún. Pasó también los
correspondientes cursos de la Sección Femenina. Jamás manifestó tendencia
política alguna. Era la única hija de un matrimonio de avanzada edad. Meimuna
mantenía con su trabajo a sus ancianos padres.
La ocupación le
llegó sorpresivamente, apartada de cualquier información o tendencia política.
Sin embargo, la llegada de los marroquíes le supuso un mal augurio. Quedó
sumamente apenada por la marcha de la mayoría de sus compañeros españoles,
médicos y enfermeras. En aquellos momentos su máxima preocupación era poder
atender a los heridos si los hubiese, seguir asistiendo a los partos que se
prestasen o mantener las visitas a las personas que lo necesitasen.
La tercera noche
tras la entrada de las fuerzas de ocupación en El Aaiún los agentes de la DST
organizaron una cascada de registros domiciliarios. Un grupo de vehículos se
dirigió hacia las Colominas Rojas, serie de bloques de casas unifamiliares
pintadas de color rojo, donde vivía la familia de Meimuna.
La puerta de la
casa saltó hecha añicos bajo los culatazos, serían alrededor las dos de la
madrugada.
El padre de
Meimuna , Mansur, se levantó sobresaltado; a pesar de su avanzada edad, se
enfrentó a los ocupantes.
–
¿Quiénes son?, ¿qué hacen aquí ?
–
Tenemos órdenes de registro – le respondió una gruesa voz.
Mientras se encendían las luces de la casa, los malos modos,
ruidos, gritos, empujones y golpes de culata proliferaban.
El registro fue
general, sin dejar ni un cuarto, ni un armario. Los colchones y las almohadas
eran rasgados por las bayonetas.
En la habitación
de Meimuna había una pequeña mesita, en ella algunos útiles médicos que la
muchacha utilizaba para asistir a algunas personas mayores del vecindario, para
curar a los niños que caían jugando en las calles. Sobre un mantel blanco se
amontonaban un estetoscopio, un equipo para medir la presión arterial, una
botella de yodo y un frasco de agua oxigenada, algodón y unas gasas.
El suboficial
marroquí sonrió maliciosamente, mientras señalaba hacia la mesita con el cañón
de su vieja pistola.
–
Aquí tenemos su dispensario clandestino. Nos la llevamos a la
comisaría – gritó en francés a sus hombres.
Los agentes de
la DST arrastraron a Meimuna hacia la puerta, mientras resonaban los gritos de
desesperación de sus padres, retenidos tras los fusiles marroquíes.
Sobre las tres y
media de la madrugada, Meimuna llegó en el jeep a las puertas de la oficina de
interrogatorios, instalada recientemente en un abandonado Cuartel de la Policía
Territorial. Cerca de allí estaba el edificio de la Sección
Femenina, donde Meimuna realizó varios cursos sobre sanidad.
Los tirones y
empujones para bajar del automóvil se sucedieron hasta la entrada.
Meimuna se
dirigió al agente que la arrastraba literalmente hacia el interior:
– ¿ Por qué me
traéis aquí ? ¿Qué queréis de mí? – repitió varias veces en
hassania .
–
No se precupe “doctora”, sólo serán unas preguntas y podrá volver
con sus padres – le respondió en árabe.
Al entrar notó
un aire sumamente enrarecido. El vestíbulo estaba repleto de ciudadanos
saharauis arrestados, hombres y mujeres, jóvenes principalmente. Por un pasillo
dejando en medio entraban y salían sin cesar los policías y los soldados
marroquíes.
Como ruido de
fondo sonaban los impactos de las máquinas de escribir, como si fuesen
ametralladoras.
Entre la gente
hacinada había cabezas bajas, resonaban los sollozos de algunos, mientras otros
se preguntaban en voz baja por lo ocurrido en toda la ciudad, después de la
irrupción militar. Nadie sabía por qué estaba allí.
Meimuna se
acurrucó en el suelo, apoyando la espalda contra uno de los afilados y estrechos
bancos, rodeada de gente con su mismo destino.
Los agentes
entraban y salían rápidos. Nerviosos, salían con papeles en las manos y siempre
regresan empujando a alguien. Así toda la noche. Al pasar se cruzaban las
miradas, los saharauis demandando respuestas, los agentes con cierto desprecio,
como si todos fueran sospechosos e incluso culpables de algún supuesto
delito.
La noche se hacía interminable.
En un momento el
suboficial que la detuvo cruzó la sala nuevamente. Meimuna se atrevió a
hablarle:
–
Señor, hace varias horas que estoy aquí. Quisiera regresar a mi
casa , con mis padres. Pregunte lo que quiera y déjeme ir.
–
Usted debe esperar su turno como todo el mundo – le
respondió con tono desagradable.
Al final, a
través de las cortinas se adivinaban las primeras luces del día. El amanecer
traía la esperanza de que todo acabara, pero también el vértigo de la
incertidumbre.
A las siete de
la mañana llamaron a Meimuna. Estaba cansada y sudorosa, el estrés de la noche
sin dormir, el nerviosismo de la detención, todo se reflejaba en su rostro. Miró
hacia el vestíbulo y aún lo encontraba lleno de gente detenida. La cabeza le
daba vueltas, todo parecía irreal, quizá una pesadilla.
Cruzaron varios
pasillos y estancias hasta una puerta cerrada. Al entrar había una habitación
estrecha, a oscuras. El guardián la obligó a sentarse en una silla plegable, sin
mediar una palabra, y abandonó la habitación.
De pronto se
encendieron frente a ella unos potentes focos. Meimuna se cubrió el rostro con
las manos y cerró los ojos.
Una voz firme le
ordenó que descubriera el rostro y que mirase hacia las luces. Sin duda quien la
iba a interrogar se ocultaba tras los focos. Comenzó el interrogatorio.
– Está usted
acusada de dar asistencia médica a “gente extraña”. Tenía oculto en su casa
diverso material sanitario, un “dispensario ilegal”. ¿Tiene algo que decir? –
dijo otra voz más bien ronca.
–
Yo no conozco a ningún extraño, soy enfermera, trabajo en el
hospital… A veces visito a algunos ancianos vecinos o curo a los
niños que se hieren en sus juegos… No oculto ningún material…
– No, no. Mucho
material sanitario oculto y todo excusas.. Debe decirnos
donde se esconden los rebeldes que usted ha
curado…
– No conozco a
ningún rebelde. Sólo curo viejos y niños del vecindario.
– ¿Dónde se
esconden? ¿Cómo se llaman?
– No lo sé.
– ¿Les curaba
antes de la liberación, antes de nuestra llegada?
– ¿De
qué?...
– ¡Diga sus
nombres!
–
No sé nada de eso.
–
¡Diga dónde se ocultan!
–
¡No lo sé! – y Meimuna rompió a llorar ocultando su rostro entre
las manos. La presión psicológica, las luces, las voces, todo aquello era
demasiado para la muchacha.
La voz más ronca
hablaba con otros personajes ocultos tras los focos.
– Mirad qué
desagradecidos son. Les hemos liberado triunfalmente del dominio explotador de
los españoles y no quieren colaborar. ¿Qué querrán? ¿Que vuelvan los españoles?
No, no, el Gran Magreb comienza aquí y ahora. El Ejército liberador Real lo
conseguirá. ¡Que lleven a ésta a la cárcel Negra!
Dos soldados
entraron con rapidez. Meimuna fue esposada y con un sucio trapo le cubrieron el
rostro. A trompicones, entre gritos y golpes fue empujada por los pasillos a una
puerta trasera. Se oyó un ruido y la joven fue arrojada al interior de una
camioneta.
Meimuna
permanecía acurrucada sobre la chapa de hierro del vehículo. No podía ver que ya
era de día. No vio cómo atravesaban la ciudad de El Aaiún. No vio las calles
desiertas, ocupadas únicamente por controles y el vaivén de camiones
militares.
La camioneta se
dirigió hacia el este, hacia el Barrio del Ejército, en dirección a la cárcel
grande, la Cárcel Negra.
Meimuna fue
arrastrada hasta una pequeña celda de dos por un metro. La desataron y le
descubrieron el rostro. Lo primero que vio fue un cuartucho oscuro, sin
ventanas, sólo entraba luz por una mirilla con barrotes que había en la puerta
metálica.
Permaneció de
pie largo tiempo con la espalda apoyada en la puerta. Llevaba aún sus ropas de
dormir, cubiertas con la melhfa que se puso apresuradamente al oír los primeros
golpes en la puerta de su casa. No llevaba reloj, no podía saber ni la hora ni
la fecha. La luz que pasaba por la rendija procedía de una bombilla eléctrica,
encendida día y noche.
Agotada, se
acurrucó en una esquina maloliente, apoyando su cabeza contra el frío muro. A
veces la sobresaltaban las cucarachas corriendo sobre sus pies
descalzos. Otras veces los guardias golpeaban la puerta con una porra para
despertarla. No llegaban sonidos de la calle. Como un ruido fantasmal, a veces
le parecía oír gritos, quejidos o sollozos, sin saber si eran de hombres o de
mujeres. Pesadas botas militares resonaban por los pasillos.
Y otra vez
golpes de porra en la puerta.
A través de una
abertura rectangular de la puerta le pasaron un cuenco con una sopa aguada, fría
e insípida, acompañada de un pedazo de pan duro.
En la celda
había un bidón con agua, que le llenaban, no sabía a ciencia cierta, cada cuanto
tiempo.
En un rincón
había un agujero en el suelo a modo de sumidero. Meimuna tenía que beber de ese
agua, asearse en la semioscuridad eterna de la celda y usar el sumidero como
letrina.
Meimuna no supo
jamás cuantos días pasaron, quizá una semana, tal vez dos… o más. Calculó que
recibía comida cada veinticuatro horas, pero no podía estar segura.
Un día se abrió
la puerta. Dos guardianes entraron y la arrastraron fuera. A través de pasillos
interiores, a penas iluminados por bombillas colgando del techo, la llevaron
hasta una sala grande. En el centro de la sala había una silla metálica donde la
sentaron a empujones, como siempre sin mediar palabra. En un extremo había una
mesa de oficina con un flexo encendido. En el techo había unos fluorescentes.
Las ventanas cerradas y tapadas con unos cartones.
Entró un
guardián vistiendo un uniforme que Meimuna no supo identificar. Comenzó a pasear
lentamente en círculo alrededor de la silla y empezó a hablar.
– Mira muchacha…
Tú podrías confesar algo de lo que sabes… O si no, podrías mejorar tu situación
aquí. Somos muy comprensivos y una muchacha joven como tú podría cambiar su
estancia si fuera más cariñosa… Creo que me comprendes ¿no?
Mientras
terminaba su alocución se inclinó frente al rostro de Meimuna. La chica miró
fijamente los ojos del guardián y le escupió a la cara.
– Te
arrepentirás muchacha – dijo el guardián mientras llamaba a la puerta.
Entró otro
guardián, con una sonrisa burlona en su cara. Llevaba un cubo lleno de agua con
sal y lejía.
–
Ahora confesarás tu crimen, o si no… – y empujó con el pie el cubo
hasta dejarlo frente a los pies de Meimuna.
Se inició un
forcejeo entre los guardianes y Meimuna. La obligaron a meter la cabeza en el
cubo. Más preguntas. Angustia, ahogo, escozor del líquido en el rostro.
Así varios días
sucesivos. Entre unos interrogatorios y otros Meimuna quedaba desmayada. Los
guardianes consumaron su violación. Ella oía sus carcajadas, oía romperse sus
ropas que saltaron hechas jirones, pero su cuerpo ya no podía sentir nada.
Los brutales
guardianes siguen con sus torturas. Le aplican sucesivamente “ la felga” , “el
avión”, “el pollo” y “la botella”.
Sobre el
maltrecho cuerpo de Meimuna se sucedieron las atrocidades. Su piel presentaba
las marcas de mil y una vejaciones, marcas de cigarros en los brazos, marcas de
tubos de goma en la espalda. Sus ojos estaban cansados, los focos, la oscuridad,
el baño de lejía y sal. Todo había afectado a su vista. Había perdido ya la
noción del tiempo, no sabía si era día o noche. Los interrogatorios continuaban,
infructuosos. Ella nada sabía. En su mente ya sólo quedaba un vacío atroz y la
lejana imagen de sus ancianos padres ayudándoles a sobrevivir.
Tras todas
aquellas aberraciones, en cierta ocasión, Meimuna fue sacada de su celda. Esa
vez no fue conducida a la sala, sino a un patio. Apenas tenía oportunidad de ver
la luz del sol, el azul intenso del cielo saharaui. La empujaron al interior de
un camión GMC, cubierto con una lona cerrada. Había más personas allí, hombres y
mujeres, pero no reconoció a nadie. Todos sollozaban acurrucados sobre el frío
metal.
El camión partió
hacia el norte, más de quinientos kilómetros bordeando la costa de Marruecos, su
destino era la cárcel de Agadir.
Al llegar fueron
empujados nuevamente al interior de oscuras celdas comunes. Las condiciones eran
similares, sin luz, sin agua, sin ninguna concesión a la dignidad humana.
La comida era un
agua turbia donde ocasionalmente flotaban algunos garbanzos.
El cansancio y
el estrés de tanta tortura y del penoso viaje hicieron que Meimuna caiga rendida
sobre el frío suelo de la celda. Se debatía entre el sueño y el delirio.
En su ensueño,
Meimuna sufrió nuevamente como si se tratase de la realidad, sentía como se
desarrollaba un embarazo en su vientre. Dio a luz a su hijo, pero fruto de tanto
sufrimiento, el niño nació inválido, sin pies ni manos. Pero ese niño la miraba
con sus ojitos brillantes, llenos de esperanza y en Meimuna renació la vida, el
amor, las ansias de sobrevivir.
El sueño se
convirtió de nuevo en pesadilla. Los abominables carceleros le raptaron a su
hijo, sin más explicaciones. Su hijo, nacido del dolor y el sufrimiento,
inválido, sin un nombre que le recordara, le fue arrebatado. Meimuna despertó
asustada, temblando por el sufrimiento y el intenso frío de la celda.
No volvió a
soñar ninguna otra noche de su cautiverio, sin embargo jamás pudo olvidar el
extraño sueño. Las noches y los días serían una continuidad monótona salpicada
por nuevas torturas y vejaciones. Así durante los siguientes dieciséis
años……
(Continuará)
-----------------------
<!--[endif]-->
(1) Derivado de
“milhojas”
<!--[if
!supportFootnotes]-->(2)<!--[endif]--> La temida
DST
|
Zoco Nuevo |
Calles del Aaiún |
El
Aaiún - Cuartel de la Policía territori |
Mezquita del aaiún |
Barrio Canario |
Vista aérea |
Cine Las Dunas |
En la zona de bazares |
En la Plaza España |
Calles del Aaiún |
El Aaiún |
El Aaiún - Jaimas |
El Aaiún - Jaimas |
El Aaiún -Cementerios |
El Aaiún - El Parador |
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El Aaiún - Aeropuerto |
El otro Aaiún |
El otro Aaiún |
El otro Aaiún |
El otro Aaiún |
El otro Aaiún |
El otro Aaiún |
Pilar del Río recuerda en Bogotá la última lección que aprendió de Saramago
Pilar del Río, la viuda y traductora del Nobel de Literatura portugués José Saramago.
Bardem lamenta que España siga "cerrando los ojos" a la tortura que ejerce Marruecos sobre el Sáhara
El actor Javier Bardem
ha lamentado este jueves que España siga "cerrando los ojos" a la
tortura que ejerce Marruecos sobre el pueblo saharaui.
Mohamed VI recibe a Ross y defiende su plan de autonomía para el Sahara
El rey Mohamed VI de
Marruecos recibió hoy en el Palacio Real de Fez al Enviado especial del
Secretario General de la ONU para el Sahara Occidental, Christopher
Ross.
Royal Air Maroc ofrece dos vuelos semanales entre Gran Canaria y El Aaiún
Royal Air Maroc ofrece
desde el pasado 1 de abril dos vuelos semanales entre Gran Canaria y la
ciudad marroquí de El Aaiún, su segundo vuelo entre España y el país africano tras la inauguración de la ruta Madrid-Tánger en octubre de 2012.
Hollande debería instar al Gobierno marroquí a emprender reformas en materia de Derechos Humanos, según HRW
El presidente francés viajará este miércoles a Marruecos en su primera visita oficial al país
Sahara. La delegación saharaui en españa denuncia detenciones de manifestantes ante la visita de ross
la Delegación Saharaui
en España denunció hoy la detención de manifestantes saharauis por las
autoridades marroquíes durante la presencia de enviado especial de la
ONU, Christopher Ross, en la ciudad de El Aaiún, y reclamó a Naciones
Unidas que salvaguarde los derechos de libertad de expresión.Según
subrayó la Delegación saharaui, algunos de los detenidos son defensores
de derechos humanos como Mohamed Dadach, Sultana Jaya y otros.
Christopher Ross se reúne con dirigentes del Polisario en los campamentos de refugiados de Tinduf
El enviado personal
del secretario general de la ONU para el Sáhara Occidental, Christopher
Ross, se ha entrevistado con los dirigentes del Frente Polisario en los
campamentos de refugiados de Tinduf, en Argelia.
Ross insiste en Nuakchot en la "urgencia" de solucionar el conflicto saharaui
El Enviado Especial del Secretario General de la ONU para el Sáhara Occidental, Christopher Ross.
Christopher Ross se reúne con cargos públicos y representantes de la sociedad civil saharaui
El enviado personal del secretario general de la ONU para el Sáhara Occidental, Christopher Ross.
Ross aborda con asociaciones saharauis en El Aaiún la situación en la zona
El enviado especial
del secretario general de la ONU para el Sahara Occidental, Christopher
Ross, continuó hoy su ronda de reuniones en El Aaiún con representantes
de dos asociaciones saharauis.
El enviado de la ONU para Sáhara insiste en una "urgente" necesidad de una solución
Rabat, 21 mar (EFE).- El Enviado Especial de la ONU para el Sáhara Occidental, Christopher Ross.
Ross se entrevista con presidentes del gobierno y del parlamento marroquí
Rabat, 20 mar (EFE).- El enviado especial de la ONU para el Sahara Occidental, Christopher Ross.
Aminetu Haidar reclama a España que asuma su "responsabilidad" en defensa de los DDHH en el Sáhara
La activista saharaui
Aminetu Haidar ha reclamado este miércoles que el Gobierno español asuma
"su responsabilidad", en su calidad de "potencia colonial".
La Unión de Juristas Saharauis denuncia la desaparición de 40 mujeres tras ser detenidas por agentes marroquíes
El secretario general de la Unión de Juristas Saharauis, Abba Haisan.
Aminetu Haidar sobre el genocidio saharaui: "No tengo confianza en Marruecos pero hay que hacer justicia"
Declara en la
Audiencia Nacional como "víctima directa" en la causa en la que están
imputados 13 responsables policiales marroquíes
Aminetu Haidar declara hoy ante el juez Ruz por su condición de víctima en el genocidio del Sáhara
La Audiencia Nacional abrió una investigación en 2007 en la que están imputados 13 cargos policiales marroquíes
Aminatu Haidar declara como testigo del supuesto genocidio en el Sáhara
La activista pro
derechos humanos saharaui Aminatu Haidar declarará mañana como testigo
en la Audiencia Nacional española por la causa abierta por genocidio y
torturas
Rabat dice que impedir a los eurodiputados la entrada en Marruecos fue una decisión soberana
Rabat, 7 mar (EFE).-
El gobierno marroquí dijo hoy que la decisión de impedir ayer miércoles a
cuatro eurodiputados simpatizantes con el independentismo saharaui su
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Madrid, 7 mar (EFE).- Los cuatro eurodiputados, dos de ellos españoles.
El eurodiputado de IU Willy Meyer denuncia que le impiden entrar en Marruecos
Madrid, 6 mar (EFE).-
El eurodiputado de IU Willy Meyer ha denunciado que las autoridades de
Marruecos le han impedido hoy entrar en el país
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La doble identidad de Fulany
Trabajó en Paradores Nacionales durante 38 años. -
Marruecos impide la entrada a eurodiputados
Marruecos impidió ayer viajar al Sahara Occidental a los eurodiputados españoles Willy Meyer y Vicent Garcés que pretendían visitar El Aaiún. -
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El eurodiputado de Izquierda Unida y secretario Ejecutivo de Política Internacional de esta formación, Willy Meyer, viaja hoy a El Aaiún para comprobar el cumplimiento de los derechos humanos en el Sáhara Occidental. -
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Las condenas a 24 saharauis ponen en riesgo la paz, dice un ministro
El ministro saharaui de Cooperación, Brahim Mujtar, dijo hoy que las sentencias impuestas por Marruecos a 24 civiles saharauis, algunas de esas cadena perpetua, suponen "una condena al pueblo del Sahara Occidental por reivindicar sus derechos" y ponen en riesgo la estabilidad y la paz en la zona. -
Juicio a saharauis en Rabat quedará visto para sentencia en próximas horas
El macrojuicio a los 24 saharauis procesados en el Tribunal Militar de Rabat quedará visto para sentencia en las próximas horas, después de que todos ellos hicieran uso de la última palabra para reclamar el derecho a la independencia del Sáhara Occidental. -
Defensores en el macrojuicio a 24 saharauis destacan la ausencia de pruebas
Los abogados defensores en el macrojuicio que se celebra en el Tribunal Militar de Rabat contra 24 saharauis por la muerte de once agentes del orden marroquíes en noviembre de 2011 destacaron hoy la ausencia de pruebas incriminatorias contra sus clientes. -
Se reanuda en Rabat juicio contra 24 saharauis entre protestas de la Defensa
Rabat, 8 feb (EFE).- El juicio contra 24 saharauis acusados de su implicación en la muerte de 11 agentes marroquíes durante el desmantelamiento del campamento de Gdaim Izik (afueras de El Aaiún, en el Sahara Occidental) en noviembre de 2010 se reanudó hoy en Rabat entre protestas de los abogados defensores. -
Secopsa se adjudica su primer contrato en Marruecos
La compañía valenciana Secopsa ha logrado un contrato para reurbanizar el vial más importante de la capital del Sáhara Occidental, El Aaiún, presupuestado en 6,8 millones de euros. Los trabajos comenzarán en los próximos días y está previsto que finalicen en abril de 2014. -
Binter pone en servicio sus nuevos vuelos Gran Canaria-Gambia
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La activista saharaui Aimatu Haidar denuncia agresiones por "un grupo de marroquíes" durante la visita del enviado especial de la ONU, Cristopher Ross, a El Aaiún. -
Comparecen ante fiscal marroquí 27 acusados de reclutar yihadistas para Sahel
Un grupo de 27 personas encargadas de reclutar a jóvenes yihadistas marroquíes para combatir en el Sahel comparecieron hoy ante el Procurador del Rey (fiscal) del Tribunal de Apelación de Rabat, según informó la agencia MAP. -
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Las fuerzas de seguridad han reforzado los controles en la frontera que separa Melilla de Marruecos tras la desarticulación de este país de una célula terrorista conformada por 25 personas, entre ellos un español de origen marroquí natural de Nador que se halla en paradero desconocido. -
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Rabat, 25 nov (EFE).- Un hispano-marroquí de 27 años fue identificado entre los yihadistas enviados a Malí desde Marruecos para combatir en las filas de Al Qaeda en la región del Sahel, informaron hoy a Efe fuentes del Ministerio del Interior. -
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Rabat, 25 nov (EFE).- Un español de origen marroquí de 27 años ha sido identificado dentro de un grupo de 25 presuntos yihadistas destinados a luchar con la red terrorista Al Qaeda en el Sahel que fueron arrestados este fin de semana en Marruecos, informaron a Efe fuentes del ministerio marroquí de Interior. -
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El Frente Polisario ha remitido una carta al secretario general de la ONU, Ban Ki Moon, para protestar por la reciente expulsión de observadores internacionales y periodistas de los territorios del Sáhara Occidental ocupados por Marruecos. -
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La Coordinadora Estatal de Asociaciones Solidarias con el Sáhara (CEAS-Sáhara) se ha manifestado en Madrid este sábado en solidaridad con el pueblo saharaui y en reivindicación de la descolonización. -
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Los activistas españoles que fueron expulsados este martes del Sáhara Occidental han ocupado el Consulado de España en Agadir, en Marruecos, en protesta por lo que consideran una "expulsión ilegal" por parte de las autoridades marroquíes y en demanda de una respuesta contundente por parte del Gobierno español ante esta nueva violación del Derecho internacional. -
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(actualiza con nuevas expulsiones) -
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