viernes, 19 de abril de 2013

TUICO CON EL PUEBLO SAHARAUI


El Aaiún 2

10 marzo 2012

Las vertientes del camino

Más cercano es todo camino recto. Quizá la sentencia teórica se expresó en un momento crucial para las inquietudes del griego Pitágoras de Samos, sin que todavía se hubieran fijado las direcciones del norte para muchos. Sin embargo, a la par, brotarían las intenciones de otros que se fueron más allá en el empeño desagrado para aguar la revolución de todo contexto racional y nacional. Eran épocas de agitación como las que acontecen hoy. Las coincidencias se asemejan salpicando cualquier lugar del mundo, pero en tiempos paralelamente diferentes. Actualmente esa preocupación vuelve a su manera para bañar la ola de agitación que vive con intensidad pueblos de todo el hemisferio. Por su significado concreto, referente al camino, este planteamiento no entra en contradicción frontal con los fundamentos básicos de lo ético, moral ni tampoco con el concepto político, religioso o geográfico, si verdaderamente somos sensatos. Pues, en este sentido, se establece una relación intrínseca y, por lo tanto, una premisa esencial servible para cualquier proyecto institucional para resarcirse, si hay voluntad, de las plagas que carcomen, como termitas, las articulaciones de los estados. Esto es motivo de descontento y de revolución.
Por el contrario, ante esta realidad fehaciente, los que se han sumado al bando de la imprudencia política, e hicieron rodar bolas de hielo y levantaron humaredas en todas las direcciones a fin de apaciguar la realidad de las demandas más urgentes de sus pueblos, se encuentran en estos momentos en un atolladero sin precedentes. Y no hay manera alguna de topar con fórmulas que contrarresten la avalancha social que se cierne con énfasis sobre sus justas demandas y reivindicaciones. Como es sabido, los gobiernos anti populares, sus interpretaciones y significados de las trasformaciones demandadas por el pueblo de forma general, sólo han ofrecido una respuesta siempre flaca de contenido y de forma. Una política activa para no ver. Es decir, sin proyecciones presentes ni tampoco futuras. Por lo tanto, este mal ejemplo de gobernar a estos pueblos que se reinventan de su pasado y de las calamidades del colonialismo y la mala gestión anacrónica de sus gobernantes, deja todas las bazas sin orden sobre la mesa y pone, todo lo que venían diciendo y haciendo, en tela de juicio. El peligro es inminente y acecha la propia existencia física, territorial y regional de las naciones, que están al borde de una complicada cizaña inconmensurable: desde Jefes corruptos pasando por grupúsculos mafiosos ligados al poder, hasta una explosiva situación acentuada por un nuevo reparto hegemónico, que orquestan las naciones más influyentes al son de las revoluciones de los pueblos árabes. Los gobernantes de estos países han sido sorprendidos por no dar tiempo al tiempo y porque se apodero de ellos el salvaje egoísmo, la estrecha e irracional lógica que les dejó ineptos e inamovibles en sus asientos, añorándolos como reliquia divina. Y se olvidan de los hechos y las circunstancias difíciles que les trajeron el primer día al poder. En fin, no han podido superar sus defectos para poder interpretar el medio circundante. Pero es reconocible que han sumado puntos en adiestrarse únicamente en sus propias inquietudes, artimañas y en el embrujo político que afilan como arma mortal contra sus propios pueblos. Ya no ven más allá de sus oficinas, casas presidenciales o palacios majestuosos levantados sobre las calaveras de los inocentes. En toda esta historia, ninguno de ellos dio la cara por el pueblo y abandonó voluntariamente las efímeras delicias del poder para entrar en la historia como un héroe ganador. Desgraciadamente, siguen incubados en pasos cortos y la visión limitada de sus propios intereses; encerrados como una lapa de molusco, abandonados por sus pueblos en la cuneta del olvido. Todo indica que nuestros gobernantes se encuentran solos, somnolientos, viviendo en una irreal torre de marfil, al margen de todo compromiso contraído a sangre y fuego con el destino, el pueblo y la historia.
En muchos procesos políticos y sociales, y por muy audaz que haya sido su programa de acción y objetivos, se han quedado cortos a lo largo del tiempo por la falta de honradez y sagacidad de sus líderes para enfrentar la realidad nacional, regional e internacional. La cobardía y el inmovilismo les llevaron con el tiempo al irrefrenable deseo de corrupción, por muy nobles y excelentes que eran en otros tiempos. Dicha tentación ha creado en ellos un comportamiento caracterizado por una retro mutación marcada por una frenética desconfianza en sus compatriotas y en las ideas contrarias a su amorfa ortodoxia. Esto crea por excelencia una ruptura y un desliz intencional o fortuito entre gobernantes y gobernados. Es el abismo desmesurado entre estos dirigentes y las razones inequívocas de los pueblos. No les quedaría otra opción que rendirse a la voluntad popular o resignarse sin escarmiento alguno a los brazos de la ostentosa perversidad, mientras que, de paso, aniquilan con tanques las ideas y los hombres, si es posible. El Che dijo en una ocasión que “O nosotros somos capaces de destruir con argumentos las ideas contrarias, o debemos dejar que se expresen. No es posible destruir ideas por la fuerza, porque esto bloquea cualquier desarrollo libre de la inteligencia.”
Es cierto y, al cumplirse el primer aniversario de las revoluciones árabes de la última primavera, induce a toda mente sana y no retrógrada al momento de reflexión para impedir la detonación de bomba de tiempo que sembraron intencionadamente los enemigos del desarrollo, de las ideas y de la inteligencia, bajo nuestros pies. Es verdad que las aguas de las actuales revoluciones no han vuelto a su cauce natural todavía, pero sus estandartes ya son más que visibles y temibles por el viejo orden .Es entonces, la voluntad de los pueblos que cada vez está más cohesionada y firme en torno al principio de autodeterminación de los pueblos; una herencia en pie de igualdad para todos. Sin embargo, la contra revolución, hoy como ayer, se aglutina en fuerzas ocultas y visibles, manipuladas por el sistema para abortar toda voz de legalidad popular. Pero en todo ese juego de intereses y de conservación del poder establecido de manera absoluta, se barajan, al margen, alternativas poco fiables, como la remodelación de la constitución del país, la postergación de mandatos legislativos o ejecutivos o la compra de conciencias y de votos en los sufragios. A todo aquel que se adhiere a las pautas de las insolencias del régimen, las arcas del estado, totalmente incontroladas, se encargaran de pagarle factura .todo esto deteriora el maquillaje del sistema que se esfuerza banalmente en subir a la ola que golpea a diestra y siniestra a regímenes indeseados popularmente y dispersados por todo el mundo. Ya es tarde para marear la perdiz. Los pueblos de Siria, Marruecos, Yemen o Bahréin han tomado conciencia y han echado a andar, y la lista es larga. Han dicho basta y nunca más estarán dispuestos a entonar ni con voz ni con canto las mismas letras que coreaban sátrapas nacionales e intervencionismo foráneo. Desde esa línea virtual, a la vez real, se demarca un confín; un camino llano sin polvo ni polvareda, exclusivamente reservado para los pueblos. Es el principio de autodeterminación en su punto álgido a favor de las causas justas. Hoy por hoy, algunos de estos pueblos festejan con júbilo el triunfo de sus revoluciones y otros, sin embargo, están a mitad de camino para lograrlo. Únicamente con esa voluntad de lucha queda arraigado para siempre lo popular en la orientación de las directrices finales, también en el rescate de ilusiones y maneras viables de hacer despuntar razones y en el establecimiento de instituciones como pilares esenciales que velan únicamente por las preocupaciones de los ciudadanos.
De esta manera vencerán los ideales y se abrirán senderos deseados, caminos rectos y más cortos, con menos vericuetos y con mayor acierto para allanar escollos. “… ¡El sendero de quienes agraciaste, no el de los que se han ganado tu ira, ni el de los extraviados!” , como se señala en Fatihat El –kitab Al- Karim, después de en el nombre de Al-Lah, el clemente, el misericordioso.
La movilización de los pueblos es irreversible, generalizada. Es obvio que su detonación resonó en el pétreo Gdeim Izik, Sáhara Occidental, y la onda expansiva alcanzó el último rincón perdido del Golfo Arábigo, y no por mera casualidad, sino porque las dolencias y las ansias de libertad convergen en un solo ideal de simbolismo humano y espiritual, matizado en las mismas necesidades económicas, jurídicas, políticas, sociales e incluso humanas. Esta es la realidad de nuestro tiempo y de nuestros hermanos, desde el Atlántico hasta el Golfo. Pero también es hora de establecer con miras inequívocas los horizontes, objetivos e intereses que refuerzan el derecho a la desobediencia pacífica contra la brutalidad mental y bélica de los embaucadores anclados en tiempos imperfectos. Imperfectos, mofándose de sus pueblos con comportamientos poco decentes y poco sinceros. Sin duda, algún día estos individuos serán juzgados por la historia. Todo tendrá su fin. Y entonces, en ese momento, ya nadie podrá desandar el camino ni volver la vista atrás.
Mohamidi Mohamed Fakal-la.
(Ilustración: Otro mundo es posible)

19 noviembre 2011

Retazos de una historia (3ª parte)

Entre el bullicio de camiones y buldózeres que carcomían día y noche a una gigantesco yacimiento mineral, en las proximidades de un pequeño pueblo del sur de España, José recordaba nostálgicamente a su amigo Ahmed, tras más de veinte años sin verle.
El pueblo de José agrupa principalmente pescadores y mineros. Sus largas playas que miran a las aguas del Estrecho están sembradas de torres de iluminación con potentes focos, los cuales alumbran durante toda la noche para evitar el desembarque de las pateras procedentes de Marruecos.
José siempre decía a sus más allegados que Marruecos invadió al Sahara, pero que no se detendría ahí. Parece ser que somos víctimas de un mal que nos acecha tanto en África como en Europa
Pero sus amigos, como mucha gente en España, especialmente en la Península, ya deban por cerrado el episodio del colonialismo de España en el Sahara, como algo olvidado, Historia antigua, que únicamente volvía a interesar con los acontecimientos esporádicos ocurridos de vez en cuando tanto en el Sahara como en España.
Una mañana la radio del automóvil emitió una noticia, mientras José se dirigía a su trabajo. Una asociación de apoyo al pueblo saharaui organizaba un viaje para llevar ayuda humanitaria a los campamentos de refugiados cercanos a Tinduf en Argelia.
Los recuerdos no eran ya suficiente. José se empeño en viajar a la busca de su amigo Ahmed y conocer la nueva realidad de los saharauis en el refugio. Su destino: el campamento de El Aaiún.
El avión se hizo esperar. Un gigantesco 737 de Air Algerie despegó de Barajas con tres horas de retraso en dirección al aeropuerto de Tinduf.
A su lado, en el avión, se sentaba un señor ya mayor, de unos setenta años, grueso y de poblada barba blanca. Don Ramón, pues tal era el hombre del compañero de viaje, explicó a José algunas de las actuaciones de su pequeña agrupación.
Le comentó que él era maestro jubilado anticipadamente, porque le apetecía hacer otras cosas antes de que la salud se lo impidiese. Le contó cómo empezó todo, aún en plena guerra de los saharauis contra Marruecos, allá por el año 1989. Cuando las noticias de los refugiados eran muy escasas y alarmantes. Fue entonces cuando crearon su agrupación.
La gente les tildaba de pro soviéticos, de ayudar a los “rebeldes saharauis”, pero no desfallecieron. Poco a poco se organizó la llegada en verano de los niños saharauis, las Vacaciones en paz, y tras numerosos obstáculos consiguieron realizar varias caravanas humanitarias. Don Ramón ya era como un saharaui más, con su camisa de manga larga, su chaleco color tierra y su arrugado turbante negro liado alrededor del cuello. En su muñeca derecha lucía, como la más preciada de las joyas, una pulsera de aluminio donde un artesano saharaui labró la bandera saharaui. De un bolsillo del chaleco asomaba una funda de piel profusamente decorada, que José identificó con las fundas de las típicas pipas saharauis.
Don Ramón ansiaba llegar a los campamentos, abrazar a sus hermanos, colocarse su darraá y deambular por las wilayas, de jaima en jaima, visitando amigos, tomando el té y oliendo el perfume mezclado con clavo que las mujeres saharauis ofrecen al visitante. Y, por qué no, reconocía su deseo de sentarse frente al brasero y ver asarse los pinchitos de carne de camello con que le obsequiaban sus anfitriones.
Durante el viaje ocurrió una anécdota que José no olvidará jamás. El encargado del pasaje del avión, un joven de modales muy estudiados, se dirigió en un perfecto francés a Don Ramón:
– ¿A dónde se dirige esta gente? – preguntó el empleado.
– A los campamentos de refugiados saharauis – respondió Don Ramón.
– Pero… ¿a qué van allí? – insistió el empleado sorprendido.
– Van a visitar a los saharauis, a compartir con ellos unos días; van a vivir con y como los refugiados, a conocer su realidad y a mantener unos lazos de amistad y hermandad indisoluble.
El pobre muchacho acabó contrariado, sin comprender cómo cien personas iban a pasar unos días, festivos en España, en los campamentos.
El avión aterrizó ya de madrugada. El aeropuerto de Tinduf mantenía su aire de construcción colonial, con escasísimas instalaciones.
Al entrar, se encontraba la cola de visado de pasaportes. Tres cabinas con los funcionarios en su interior. Recogían el pasaporte, observaban al recién llegado, emitían unas esporádicas palabras en francés, estampaban un cuño azul y rectangular con la fecha de llegada en medio, y terminaban con una media sonrisa y la devolución del documento.
Luego, el minucioso registro del equipaje. Unas mesas bajas, donde el viajero y el funcionario tenían que doblar la espalda para manejar las maletas. Los funcionarios sonreían y hablaban en árabe entre ellos. Y finalmente, las puertas hacia el desierto de la Hamada.
La explanada frente al aeropuerto era un bullicio de vehículos. Ruidos de motores, luces en movimiento... Camiones, camionetas de reparto, autobuses con letreros alusivos a tal o cual asociación de ayuda, y viejos Land- Rover que en breves momentos cargaron personas y material para salir en dirección a Rabuni, a la “recepción”.
En Rabuni hicieron un nuevo trasbordo para llevar a cada visitante y su equipaje a la wilaya que le correspondía, a la daira que le correspondían, a este o al otro barrio, e incluso a la puerta de la jaima o la casa de adobe de cada familia.
José llegó con las primeras luces del día, iba vestido de modo muy distinto a la gente que encontraba, con sus vaqueros de “marca” y tocado con una gorra tipo yankee.
Se apeó del Land-Rover que le condujo al campamento. El chofer, ataviado con su turbante de color negro, le indicó, de manera apresurada, con el índice diestro, la tienda de lona de la familia de Ahmed, que emergía débilmente entre construcciones de adobe y otras tiendas de campaña de lona azulada.
La familia de Ahmed llegó a la Hamada argelina a finales de 1975, refugiándose en estas tierras tras la irrupción de las tropas marroquíes en el Sahara.
José caminaba perplejo por las estrechas “calles” de lona y adobe. Ensimismado, no hallaba la Aaiún que conocía de antes. A medida que se adentraba en la “ciudad” de paisaje lunar le surgían nuevas interrogaciones.
¿Dónde estaban los postes de comunicaciones y electricidad?, ¿la oficina de correos?, ¿la principal hostelería? No era la auténtica Aaiún que conoció de pequeño.
A lo lejos vislumbró una construcción de adobe colindante al campamento. De allí venía el tañido de una campana. ¿Una iglesia? No, de repente se disipó la duda al ver llegar en avalancha a un centenar de niños. Era una escuela. La otra construcción debía ser un hospital, y más allá aparecía el huerto.
José vio a sus alrededor todo el campamento de El Aaiún. Una ciudad de lona y adobe, una ciudad distinta a la que él había conocido de pequeño, una ciudad sobre el inhóspito pedregal de la Hamada. Pensó: “Nadie podría haber levantado una ciudad en el desierto sino los saharauis. Tanto trabajo a pesar de la guerra y del exilio. Yo los conozco bien, son sencillos, humildes, hospitalarios, pero a la vez son intrépidos. Merecen recuperar su tierra, su hogar… donde en otros tiempos también estuvo el mío…”.
En el trayecto hacia el lugar indicado, a cada momento, se cruzaba con transeúntes que iban en la misma dirección o la contraria, en cuyos semblantes se despertaba cierto afecto hacia José, sabiendo anticipadamente que era huésped de la ciudad de lona y adobe, de El Aaiún campamento, no la del Atlántico sino la de la Hamada y el refugio.
Ahmed fue avisado de la llegada de su amigo. Dos compañeros le ayudaron a salir del centro de minusválidos y llegar hasta el Land-Rover. Sus frías manos postizas apenas tenían fuerzas para tomar las muletas de aluminio que le servían de apoyo.
José fue recibido en la tienda de lona por la madre de Ahmed, la anciana Aitcha, mientras en un lado esperaba una mujer de unos treinta y tantos años con un pequeño en sus brazos. El tiempo y el sufrimiento habían llenado de surcos el rostro de Aitcha, pero José recordaba bien su semblante casi veinticinco años atrás.
Recordaba cómo, cuando la tarde caminaba hacia el ocaso, en el patio de la casa de Ahmed, se reunían algunos niños y niñas saharauis, José entre ellos, para escuchar la cálida voz de Aitcha relatando historias de genios y largas caravanas que cruzaban desde el Tombuctú, de Mali, hasta la desembocadura de la Saguia El Hamra, en busca de los mejores pastos, los mejores mercados de piel y de sal.
Cuentos del Sahara cuyas imágenes indelebles aún poblaban la mente del ingeniero español, guerreros nómadas montados en enormes camellos, con sus largos turbantes oscuros y sus brillantes espadas enjoyadas, bodas con jóvenes novios y novias ricamente ataviadas, genios que hablaban desde el susurro del siroco, tomando forma en las sombras que al atardecer dibujaban a sotavento de las dunas. Y esos cuentos aún formaban parte del alma de José.
La imaginación de José reconstruyó rápidamente el rostro amable de Ahmed. En su memoria quedó marcada la imagen de su amigo aquel último día que se vieron en las cercanías de colomina “Yaddi”, donde solían jugar una partida de boliches donde nunca había ganadores ni perdedores. Y siempre la amistad permanecía como el mejor ídolo entre los dos. Aquel día que Ahmed fumó demasiado, el día del adiós.
Pero Ahmed ya no era el mismo, como no era la misma ciudad de El Aaiún, su rostro desfigurado por la metralla, sus piernas sustituidas por otras artificiales, sus manos perdidas.
Ahmed al ver a José se quedó entre el desvanecimiento y la euforia, pero sacó fuerzas de la debilidad para abrazar al amigo, después de tanto tiempo.
Ambos se vieron fundidos en un profundo abrazo. No hubo palabras, el abrazo se les antojó eterno a ambos. Sus mentes recorrieron sus respectivas vidas en un instante, añorando en cada recuerdo importante la compañía del amigo perdido. Los ojos brillaban, azules como el mar los de José, oscuros como la noche los de Ahmed.
– Es la guerra, amigo José – dijo Ahmed para calmarle los nervios y hacer pasar desapercibidas las cicatrices que su rostro y cuerpo lucían abiertamente.
José no dijo nada, mientras un reguerillo de lágrimas comenzó a recorrer sus rojas mejillas.
– Amigo José, te reservo una sorpresa. Aquí te presento a mi esposa y a mi hijo.
La mujer que esperaba en un lado se levantó a saludar a José.
– La esposa se llama Meimuna, ha sido mi enfermera y apoyo durante mi convalecencia. Y este es nuestro hijo, llamado José en tu recuerdo.
El día pasó deprisa.
Bajo una bóveda azul, llena de estrellas de todas las dimensiones y colores, descansaban José y Ahmed, en torno a la familia de este último, frente a la tienda de lona impregnada del olor a incienso.
Metu, la hermana mayor, preparaba el rutinario té, mientras su hermano rememoraba las peripecias de los saharauis. La charla se oía al otro extremo del barrio, los años de separación y la distancia, cada vez que los recordaban hacían todo lo posible por vivir los momentos intensamente.
José contó a su amigo Ahmed cómo regresó a la península, que había estudiado ingeniería en Sevilla, que trabajaba para una empresa minera, que había fundado una familia que procedía del Sahara; el padre un ex oficial de tropas nómadas y la madre una comadrona que trabajó desde joven en el territorio. Le dijo igualmente que tenía una casa amplia, un buen sueldo, dos automóviles, y sus vacaciones de verano los pasaban en los mejores balnearios del mundo. Sin olvidar a los saharauis, y a El Aaiún que era el corazón de España en el África occidental.
Ahmed contó cómo empuñó un fusil Máuser el mismo día que cumplió dieciséis años. Cómo vio llover bombas de fósforo blanco y napalm sobre la columna de refugiados que huía a través del desierto. Cómo murió su hermana Fátima, que estaba encinta, bajo la metralla del napalm, en los bombardeos sobre Tifariti. Cómo perdió a sus hermanos en diferentes batallas…
Así supo José como, de las ciudades saharauis que él había conocido, salieron miles de personas al exilio, amenazadas por la dura represalia marroquí contra quien se opusiera a su ocupación.
Supo que estas personas eran, en su mayoría, mujeres, ancianos y niños. Pero aun así, la aviación marroquí les persiguió bombardeándoles cruelmente, en un intento de aniquilarles. El camino de Amgala a Tifariti, la ciudad mártir; el poblado de Guernica del desierto, donde los Mirage F1 lanzaron bombas de racimo y napalm sobre la población indefensa. Aquella imagen del combatiente de pie, junto al antiguo pozo, disparando su viejo Kalashnikov contra los reactores marroquíes… Los inmensos hoyos producidos por la explosión de las bombas…
Le contó también como aquel día que pasaron patrullando cerca de las ruinas de Tifariti, su Land-Rover pisó una mina. Aquel ruido seco, arena, hierros y carne humana saltando por los aires. Los gritos de sus compañeros que no ensombrecieron su mente. Por contra, le recordaba otras batallas, como la de Duehab, donde perdió uno de sus mejores amigos un tal Cristian. Un muchacho ágil y activo, rubio, pecoso y valiente, oriundo de Dajla.
El terrible sonido de la explosión se confundió con dolor intenso, luego la oscuridad con su vértigo, incontrolable y confuso, que agitaba con fuerza extraña todo el cuerpo doloroso y ensangrentado. Y al despertar el silencio frío del hospital.
También conoció el papel fundamental desempeñado por la mujer saharaui. La mujer que había organizado la vida en los campamentos, la sanidad, la educación, el reparto de la ayuda humanitaria. Mujer que, cuando había sido necesario también empuñó su fusil. De esa entrega desinteresada y gentil afloraba el nombre de la mujer saharaui, como una alegoría de vida y muerte encarnada para siempre en la humilde figura de la guerrillera, Sidamuy El Mojtar.
Le contaron cómo coincidieron en el Centro de Minusválidos, donde llegó Ahmed trasladado de otro hospital en el que se había curado de sus terribles heridas.
Al principio Ahmed se mostró sombrío, como si hubiese perdido ya las ganas de vivir; sin embargo, mostraba un afán de lucha poco común. Comenzó a desarrollar ilusión por aprender a moverse nuevamente. Y sin darse apenas cuenta, notó que día a día la sonrisa de Meimuna se convirtió en su razón de ser.
Cuando Meimuna conoció a Ahmed, era sólo un nuevo paciente. Pero poco a poco descubrió las ganas de superación que había en él. Cada día lo echaba de menos y sólo deseaba volver a compartir su tiempo con él.
Era extraño, pero un día Meimuna recordó el sueño que tuvo durante el cautiverio. Se le antojaba como una prenoción de los años venideros, de su relación con Ahmed, de cómo ese hombre, unos años menor que ella, representaba a su propio pueblo, desgarrado por la guerra pero firme, apoyado en sus muletas pero manteniéndose en pie.
Pasaron los días y el recuerdo del pasado no fue suficiente para pasar revista a toda la contienda de los saharauis en aras de su libertad e independencia.
En los momentos en que José organizaba su equipaje para el retorno a España hubo intercambio de regalos, bajo el efecto del pasado, el reencuentro, la esperanza deseada con amor y nostalgia, la mutación bien marcada en el cuerpo, por los años y por maldita traición de una metralla. Motivo suficiente de odio y de querer a un pasado común, que por desgracia, no pasó como debía pasar para convertirse en una historia definitiva, completa con todos sus retazos.
En esos momentos de separación, Ahmed sacó la mejor darraá que guardaba y se la puso a José.
– Este atuendo tradicional – dijo Ahmed –, que en realidad constituye un símbolo, nadie lo merece mejor que tú. Es una simple vestimenta, pero representa para nosotros los saharauis un sumo compromiso de continuidad y de identidad.
José muy agradecido y emocionado respondió:
– Tanto para ti, como para tu pueblo va este poema que compuse anoche:
Entre la gran cantera humana
va el amigo
como uno más
sacando fuerzas a la tedicidad
para poder llegar, al alba, a la meta
Que aguarda el sendero real.
Amputadas las manos,
heladas piernas ortopédicas para andar.
Quedando el tramo enflaquecido como
pira de libertad.
El amigo,
como uno más
va con su bastón sembrando lo que está
del ímpetu corazón
va el amigo.
Testimoniando la obra de gobernantes,
médicos y herbolarios.
cada cual con su afán,
muchos lo ven pasar,
cunde en ellos la indiferencia,
qué decir de la solidaridad.
El amigo,
contempla el pasado,
trazando el futuro en su pensar.
Como reliquia viva que desborda el desván.
Otros, detrás de los barrotes,
en espera de la amnistía de los que ya no están.
Y sigue el amigo…
Nota: Van mis sinceros agradecimientos al Sr. Simón Rovira, por la corrección y valoración de las ideas que unen el contenido y forma de esta historia. Sin olvidar, por supuesto, a Ahmed, El Mexicano, motivo de inspiración, ejemplo, y perseverancia en una lucha continua por la vida. Desde una silla de ruedas.

06 noviembre 2011

Retazos de una historia. (2ª parte)

Varias organizaciones europeas y americanas no gubernamentales, ocupadas en la protección de los derechos humanos más elementales venían siguiendo el conflicto del Sahara Occidental desde años atrás. Una de esas organizaciones era Amnistía Internacional.
Tras innumerables esfuerzos consiguieron la revisión, por parte del ministerio del interior marroquí, de varios expedientes de la D.S.T. Muchas personas, hombres y mujeres jóvenes habían sido encarcelados sin motivo alguno en 1975. Ahora iban a ser liberados, corría el año 1991.
Meimuna tenía entonces treinta y cinco años. Cuando la delegación belga la recogió a las puertas de la cárcel de Agadir apenas cubría su cuerpo con harapos que fueron sus ropas y su melhfa en otros tiempos y se envolvía, sin apenas fuerzas, con una sucia y raída manta militar.
El médico belga le diagnosticó un estado avanzado de desnutrición, varias infecciones cutáneas, problemas digestivos muy serios, una conjuntivitis que había afectado a la córnea de sus ojos, y toda una serie de heridas mal cicatrizadas cubriendo su menudo cuerpo.
El médico anotó en su diario: “(…) Debió ser una joven muy hermosa. Era enfermera y posiblemente gracias a sus conocimientos ha sobrevivido en la cárcel, ayudando a sobrevivir a otras muchas mujeres que estaban con ella. Físicamente es imposible soportar tanto dolor, tantas vejaciones, tanta crueldad. Hay algo en el interior de Meimuna que hace renacer sus ansias de sobrevivir…”
La delegación de Amnistía internacional consiguió que Meimuna fuese trasladada a su ciudad, El Aaiún. Los únicos familiares que hallaron fue la familia de su primo Mohamed, nieto de un hermano de su abuelo paterno.
Mohamed era un hombre corpulento, cubierto con su darraa de color azul oscuro, turbante negro y largo envolviendo su cabeza y rostro. Acusaba una ligera cojera en la pierna izquierda, aunque nadie supo jamás de su lesión en una rodilla, producida en 1977 durante una operación de sabotaje que nunca fue revelada en la prensa local.
Nadie conocía su pasado ni sus relaciones, por eso la policía marroquí nunca se había preocupado de su persona.
La esposa de Mohamed, Jadiyetu, era de origen mauritano por parte de madre y procedía de una de las familias de pastores del Sahara Occidental, capaces de atravesar el desierto desde El Aaiún hasta Tinduf o desde Mahbes hasta Zuerat.
Meimuna estuvo con sus primos unos seis meses, bajo tratamiento médico y con los excelentes cuidados de Jadiyetu. No se habló del cautiverio, ni de política, ni de la guerra. Le contaron que sus ancianos padres habían fallecido durante su encierro, viviendo sus últimos años muy apenados por su suerte.
Al fin, Meimuna salió a la calle. No podía circular sola, no podía visitar a los amigos de su juventud, no podía entretenerse en ninguna parte, pues los agentes secretos marroquíes la vigilaban estrechamente.
Todo el barrio de las Colominas Rojas había sido derribado entre 1984 y 1985, para poder construir una gran plaza en honor de Rey Hassan II, con motivo de su visita a la ciudad. El Hospital provincial también había desaparecido. El instituto “General Alonso”, trasformado, y buena parte de sus aulas fueron demolidas. La ciudad había cambiada demasiado. Los habitantes también, a causa de la gran avalancha de colonos que salpicaban sus barrios el centro y las periferias de la ciudad.
El Aaiún, al igual que otras ciudades saharauis, fue repoblada por marroquíes procedentes del norte, del sur y del centro, es decir, de las zonas más deprimidas de Marruecos. Quienes se decidieron a ocupar las “provincias del sur” gozaban de ciertos privilegios a la hora de conseguir los mejores empleos, alimentos de primera necesidad, una casa, etc. Mientras tanto, los saharauis se veían relegados a ser ciudadanos de segunda clase en su propia tierra.
Meimuna se encaminó al cementerio de Jat-Ramla. Allí encontró dos pequeñas lápidas con los nombres, una plegaria y las fechas sobre las tumbas de su padre y de su madre.
En voz baja leyó unos versículos del Corán. A continuación, frente a las tumbas, relató durante largos minutos todo su cautiverio, tortura tras tortura, vejación tras vejación, muerte tras muerte. Para acabar, trazó un osado plan. Huir de El Aaiún. Iría en busca de los combatientes saharauis que aún luchaban contra la ocupación marroquí. Pidió protección a los espíritus de sus padres, y a Alá la fuerza necesaria para vivir ayudando a la liberación, al menos tanto tiempo como había permanecido encerrada.
Oculta en un camión que se dirigía hacia el sureste, Meimuna llegó a Smara. Alá había protegido su viaje, no habían descubierto su huída, no registraron el camión en ningún control.
En las afueras de la ciudad la esperaba un muchacho joven, Brahim, sobrino de Jadiyetu, hijo de su hermano Mustafá, cuya familia vivía pastoreando por aquella zona.
Estos pequeños grupos de pastores que circulaban alrededor de puntos con agua potable como Smara no preocupaban demasiado al ejército marroquí. Iban y venía libremente con sus rebaños de ovejas, cabras y camellos.
Pasaron los días, había aires de celebración en la familia de Mustafá. Se celebraba el nacimiento de un nuevo hijo, pronto llegaría además la boda de la hija mayor con el primogénito de una familia ganadera con la que había lazos de amistad muy grandes. A todo ello se añadía la llegada de Meimuna, una liberada, una superviviente de los “jardines secretos del rey”, como tristemente se les conocía, desde Meguna hasta Agdes. Todos los gestos, todas las palabras, todo el recuento de Meimuna representaban una verdadera alegoría: una prueba viva de que la tortura y el encierro no pueden acabar con la voluntad simple y razonablemente humana.
Cierta noche Meimuna se preparó. Vestía ropas de muchacho, de color oscuro, se envolvió además en una melhfa que ella misma había teñido de negro, recogió una cantimplora con agua, un puñado de dátiles y un pedazo de pan casero, hecho a base de trigo. Salió del campamento de la familia de Mustafá a las dos de la madrugada y comenzó a caminar en dirección este.
A unos cientos de metros oyó un ruido.
– No tengas miedo – Era Brahim, que la había visto salir de la jaima – He venido a despedirme. ¿A dónde vas?
– No sé muy bien a dónde voy. – Respondió Meimuna – Dicen que hay un muro entre nosotros y la tierra liberada, es una barrera de segregación que divide a humanos, a la fauna y a la flora. Plena de alambradas de púas, minas, perros adiestrados, patrullas y soldados… No sé si podré llegar al otro lado.
– Toma – Brahim le entregó un objeto envuelto en una tela azul – Es un cuchillo antiguo. Perteneció al abuelo de mi padre que lo compró a un viajero procedente de Damasco, él se lo dio al padre de mi padre y él a mí. Ha servido a mi familia en tiempos de guerra y de paz. Quiero que lo lleves para que te proteja; no lo pierdas porque algún día me lo devolverás…el día en que el Sahara sea todo libre o el día en que yo también cruce el muro.
– Gracias… Espero devolvértelo pronto.
Dos siluetas se separaron bajo la noche del desierto. Ninguna miró hacia atrás, siempre la mirada hacia el frente, para traer buen augurio, según los primeros viajeros que cruzaban el desierto. Con esa enseñanza se arropó del silencio y la densa oscuridad, para lograr su principal objetivo.
La propaganda marroquí había descrito “el muro” como una fortificación inexpugnable. Aparecía como una muralla de sólida construcción, con sus nidos de ametralladoras, sus detectores por radar, con apoyo de importantes unidades blindadas para el bombardeo en caso de ataque, y más allá, hacia las posiciones saharauis, campos minados y espesas alambradas.
Sin embargo, en algunos puntos el muro es sólo un montón de arena. Las torres de comunicaciones ya no tienen antenas ni radares. Algunas fortificaciones están ya vacías. Es más, algunas noches, invisibles combatientes saharauis han retirado las minas y limpiado de alambres el terreno. La desidia del ejército marroquí y las incursiones saharauis han ido despejando algunas zonas.
Meimuna consiguió cruzar por la zona de Emheriz. Traspasó una elevación, una zona con alambradas dispersas y un antiguo campo minado ya vacío. Cruzó el río de Wein-Tirguet, y al mirar en sus aproximaciones observó con cierta dificultad la sombra de una colina con fortificaciones.
Luego miró al este, hacia el incipiente sol que nacía. Sobre las primeras luces se recortaba la silueta de un viejo Land-Rover, cuyo ronroneo le llegó como una música. Era una patrulla de combatientes saharauis.
Una semana después de la llegada de Meimuna a los campamentos de refugiados saharauis, de la región de Tinduf, fue destinada como enfermera al centro de minusválidos, junto a Rabuni. Fue ella quien solicitó ese destino, dada su experiencia sanitaria y sus ansias de ayudar a quienes más lo necesitaban.
En el centro de minusválidos se recuperan ciudadanos saharauis que, desgraciadamente, han encontrado alguna mina oculta bajo la arena. Algunos han perdido una extremidad, otros han llegado muy mal, recuperándose con lentitud. Allí se les adaptan aparatos ortopédicos que la ayuda internacional ha enviado, se les enseña a caminar, a desenvolverse nuevamente, pero especialmente se les apoya para aumentar su autoestima y sus ansias de vivir.

14 octubre 2011

Retazos de una historia. (Primera parte)

Una inmensa semiesfera naranja se entreveía en el horizonte, procedente de sí misma, del interior de África. Amanecía, y una patina ocre bañaba las azoteas. Despertaba la ciudad de El Aaiún. El cuartel de Sidi Buya parecía estar de fiesta. Las banderas rojigualdas ondeaban por todas partes. Los altavoces repetían marchas militares.
Todas las unidades del tercio Millán Astray estaban presentes en el área de formación, en posición de descanso, pero preparadas para rendir honores. Al frente, una tarima con un centenar de sillas plegables, en cuyo centro destacaba una tribuna repleta de micrófonos.
A lo lejos resonaban los pasos del coronel acercándose a las tropas. Vestía uniforme de camuflaje sobre el que destacaba el brillo de numerosas condecoraciones.
¡Firmes! – gritó el coronel a sus soldados, quienes de inmediato cumplieron las órdenes resonando el taconazo de sus robustas botas castrenses.
– Tenemos visita – dijo el coronel –. Hoy debemos comportarnos, más que nunca, como verdaderos novios de la muerte.
Poco después sonó el cornetín de orden. Llegó la comisión con un militar de muy alta graduación. Recibió las novedades de parte del coronel y procedió a pasar revista a las tropas.
A continuación se inició el discurso, plagado de arengas a las tropas.
“…Sobre todas las cosas debe quedar en buen lugar el honor del Ejército Español. España cumplirá sus compromisos defendiendo el territorio saharaui hasta sus últimas consecuencias. Nadie debe desfallecer, y si fuese necesario, hay que dar hasta la vida por mantener firmes las posiciones…”.
El orgullo de los legionarios se vio reforzado, su ánimo reconfortado. Lucharían hasta el final defendiendo la soberanía del territorio español.
En aquellos momentos El Aaiún, capital del Sahara Occidental, era una ciudad de arquitectura netamente colonial. Algunos de sus barrios contrastan por su peculiaridad, dándole un matiz arábigo-africano; los asentamientos de las Barricadas o la legendaria Zemla, donde vivía la inmensa población de nativos, la barriada de casas Hexagonales, o la humilde manzana de El Polco, con su población de soldados, obreros, funcionarios e incipientes comerciantes atisbaron en el acto de Sidi Buya una declaración de guerra, sin saber con toda claridad el comienzo y el final de la misma.
Los servicios secretos sabían de serios movimientos de tropas en territorio marroquí, se esperaba una invasión, una agresión armada contra el Sahara. Los supuestos preparativos de defensa quedaron patentes en la parte escalonada de la ciudad, con la zona baja que los nativos llamaban Dachra, y los zocos: el viejo, conocido como “de las vitrinas”, y el llamado “de la carne”, hacia el oeste, en el barrio del antiguo cementerio español, donde los vendedores solían exponer la carne ovina y camellar, siendo el principal matadero y centro de distribución de carde de toda la ciudad.
En esos mismos días, el personal nativo perteneciente a las tropas nómadas y la policía territorial fue requerido en sus correspondientes acuartelamientos para proceder a la devolución de sus armas.
Mientras la tropa española era animada a dar su vida por defender el suelo saharaui, los saharauis eran desarmados al son de música y canto que se levantaban de las pequeñas plazas y jardines dispersos por el centro de la ciudad; abarrotados durante los fines de semana por las familias europeas, encantadas con la escucha de Manolo Escobar cantando su “¡Que viva España!”.
Ahmed tomó la primera tanda de té, después de la prosternación de Salat-Asubuh, al amanecer. En aquellos momentos estaba ensimismado en el día que acababa de amanecer, aunque la oscuridad del alba aún reinaba intensamente con su color púrpura. En su semblante se trazaba ya la mueca de la senda que el destino le depararía.
– No pienses mucho, hijo, que llegarás a viejo a pesar de tu corta edad – le reprochó su padre Mohamed.
En la mente del muchacho bullían mil y una ideas. La madrugada anterior, la emisora de radio de la BBC anunciaba que las tropas marroquíes se concentraban junto a la frontera norte saharaui.
– Estamos al borde de la guerra, padre – dijo Ahmed, con voz ingenua e infantil.
¿De qué guerra estás hablando, hijo?
– Padre, Marruecos pretende invadir nuestra tierra, y España se va a retirar dejándonos indefensos.
– España no puede abandonarnos– dijo Mohamed – muchos saharauis murieron en su guerra. En 1938 fueron embarcados en viejos barcos y en aviones Junker, los hombres que formaban la llamada “legión moruna”. Tu abuelo, mi padre, entre otros, fue a luchar al frente de Bilbao. Fue un horror, lucha de vecinos contra vecinos, hermanos contra hermanos, Y allí, la legión de saharauis fue utilizada como tropa de choque contra el ejército rojo, como carne de cañón.
– He visto el horror de la guerra en las películas del cine Las Dunas, pero imagino que sólo eran películas –dijo Ahmed.
– La realidad es mucho más cruel de lo que puedan representar las películas – dijo Mohamed.
– De que habrá una guerra estoy seguro, pero de cuanto dure…, sólo Dios sabrá – respondió, mientras desplazaba la bandeja entre sus manos y se aprestaba a salir hacia el Colegio de la Paz, donde estudiaba su último curso de secundaria.
Ahmed salió a la calle. Era un día templado, la actividad de la gente parecía trascurrir normalmente. Cada cual enfrascado en lo suyo, con cierta cautela. Miró a las cuatro direcciones, y se percató, como su ciudad natal fue expandiéndose hacia el sur, en dirección al viejo aeródromo, al suroeste hacia Jat Ramla, al norte, más allá del río, en dirección a Sidi Buya, no muy lejos de las fuentes que dieron nombre a la ciudad.
Parecía una urbe de principios de siglo. Sin embargo las primeras construcciones se levantaron en la década de los años 30 sobre una fina tierra amarillenta y rojiza que sabe a sal, por la salubridad de sus aguas.
Saguia el Hamra, principal río del país, linda con la ciudad por el norte y desemboca en el Atlántico en la zona llamada Fum El Uad, donde están los pozos de El Ayafa, que proveen a la ciudad de agua potable.
En los años 50, se asentaron oficialmente los cimientos necesarios del Estado colonial en el territorio saharaui, con todas sus estructuras en torno a un poder centralizado que puso fin a la vida nómada en el Sahara.
Los límites de la ciudad quedaron prescritos en dirección a la desembocadura del río, desde Cueva chacal, al este, hasta el antiguo cementerio de Juay-Sawaya, al oeste Saguia el Hamra, históricamente es catalogada como tierra de santidad, debido a los relevantes sabios y santos que la poblaron con sus cofradías, haciendo de la misma una meca de singular trascendencia para toda la región del Magreb.
Las tumbas de estos santos salpican la Saguia y sus periferias. Estos chiuj afianzaron las bases culturales, morales espirituales en el seno de la población saharaui; cruce entre la cultura árabe y africana, el límite entre la parte occidental del Magreb y el África Subsahariana.
Ahmed llegó a tiempo a clase, pero ese día el director del centro escolar anunció a los alumnos, en filas y en posición de firme, como adiestrados soldados, que las clases quedaban suspendidas hasta nueva orden.
El discurso estuvo lleno de cacofonías e intentos de excusar a los superiores que ordenaban la paralización de las clases. Aunque los niños no entendieron la mayoría de las palabras del director, si comprendieron su significado, destilando entre palabra y palabra que llegaba el final de una época.
Al romper filas Ahmed buscó a su colega de aula, José. Era un muchacho rubio, con unos pequeños ojillos azules tras sus gruesas lentes, hijo de un oficial del Ejército Español.
Qué curioso verlos juntos. Uno tan rubio, el otro tan moreno; uno musulmán y el otro cristiano. Los dos emprendieron las primeras letras del abecedario juntos en la misma aula, en la misma escuela. Su amistad, su hermanamiento parecía un desafío a la hipocresía de los políticos. Siempre iban juntos. Sus viviendas compartidas, sus sueños comunes…
Un caleidoscopio de recuerdos con las excursiones a la playa, a la sauna de El Jihi, o como observaban curiosos y clandestinos las operaciones en el matadero de cerdos de la Granja Sánchez.
Sus reuniones y largas charlas a las puertas del cine de Las Dunas, el material escolar adquirido en el estanco de los hermanos Artiles, el fuerte olor a pan recién hecho, saliendo de la panadería “Manolo”, o tomar juntos la sopa lehrira de la pensión Mesaud, cuando caía el sol, a la hora del futur, en pleno Ramadán. O sus sueños de viajar en larguísimas caravanas hasta Mali.
El sueño colonial llevó a finales del siglo XIX y principios del XX a expedicionarios provenientes de Portugal, Inglaterra, Francia y España, como Emilio Bonelli , Francisco Quiroga y Julio Cervera, que establecieron el primer puente con los nativos a través de trueque, para proceder después a su “obra civilizadora”.
Los primeros encontraron una audaz resistencia, sobre todos los franceses, en las batallas de Leglat, Ergueiwa, Tagel y Mijek, ente otras. La primera fue en el año 1913. A finales de los años 50, el territorio conoció otro levantamiento que puso a las tropas coloniales en un verdadero atolladero, que no tuvieron más remedio que pedir la ayuda de Francia para apaciguar el levantamiento armado.
Las operaciones conjuntas franco-españolas conocidas bajo los nombres de Teide y Ecouvillon dieron al traste con el levantamiento. El fracaso de la rebelión se achacó además de a la participación conjunta de España y Francia, a la falta de cohesión entre los sublevados, la carencia de un liderazgo y la infiltración de elementos pro-marroquíes en su seno, especialmente en la dirección. El Sáhara Occidental se encuentra en manos de las naciones unidas desde 1967, como cuestión de descolonización.
A principios de 1975 la corte internacional de justicia anuncia su veredicto indicando que el territorio saharaui no le une ninguna relación jurídica con el reino de Marruecos, ni tampoco con el conjunto Mauritano. Meses después ambos países agreden al Sáhara.
– José, vuestras autoridades están tramando la venta de mi pueblo y, a la vez, el deshonor de España. Después de tanto tiempo de convivir juntos nos van a separar, de la peor manera.
– Las guerras en las colonias portuguesas tocan a su fin.– repuso José – España os dará vuestro derecho y no os abandonará, no seremos peor que Portugal.
– Ojala – dijo Ahmed, mientras apoyaba la palma de su mano sobre el hombro de José. Buscó en sus bolsillos, sacó un arrugado pitillo y unas cerillas de propaganda de una empresa del archipiélago canario.
– No fumes Ahmed, que daña la salud – dijo José.
– Cada vez que escucho a los políticos fumo más. Y este discurso de hoy me provoca mayor preocupación.
– Bueno Ahmed, es la hora del almuerzo, tengo que dejarte. Mañana nos veremos, quizá todo se haya aclarado ya.
Ahmed soltó el humo de su cigarrillo marca Kruger. Los dos muchachos se miraron. Había tristeza en sus ojos que se humedecían. Esa última mirada no era un hasta pronto, sino un adiós. Cada uno tomó una dirección. Mientras apretaban el paso hacia sus casas, las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
José recordó para siempre la última imagen de su amigo, a la puerta de la dulcería La Española, donde tantas veces habían comprado el pastel de “meloja”(1).
Cuando José entro en su casa la desesperación se apoderó de sus sentidos. Las maletas llenas, cerradas, en el pasillo… Quiso huir, buscar a Ahmed, escapar, quedarse en “su tierra”. La mano de hierro de su padre le detuvo. Todo estaba listo para partir.
Amaneció de nuevo y Ahmed salió en busca de su amigo José, aunque sentía un frío intenso en su pecho, una sensación de vacío, un presagio del desastre. Caminó hasta su casa, que encontró cerrada. Caminó por las calles sin rumbo, oyendo en su cabeza el discurso del director de la escuela, oyendo el último noticiario de la radio afirmando que no pasaba nada. Fumó hasta acabar con su último pitillo. En una esquina encontró a varios compañeros de aula, le explicaron que la guarnición española había recibido órdenes de evacuar. Su amigo José había partido el día anterior hacia las Islas Canarias.
El frío intenso volvía a hacerse insoportable en el pecho de Ahmed. El mundo que había conocido hasta entonces se desmoronaba.
Una procesión de vehículos se alejaba de El Aaiún en dirección a la playa, en la costa les esperaban los buques para la evacuación.
El convoy se cerraba con un viejo jeep Willy de la policía militar. Los jóvenes soldados lanzaban una última mirada hacia la ciudad donde quizá no volverían. La imagen que les despedía, junto a la carretera, era la gigantesca silueta del toro de Osborne. Una “piel de toro”, de hierro negro sobre un altozano, ¿quizá un símbolo de la presencia española? ¿un ídolo que dejaba atrás el colonizador en retirada? …
El panorama de la ciudad de El Aaiún cambió súbitamente aquel noviembre de 1975, después de que España pactase en detrimento de la población saharaui y contra la comunidad internacional, que preparaba un referéndum de autodeterminación. En los llamados Acuerdos de Madrid España cedía el Sáhara a Marruecos y Mauritania.
Las escuelas se trasformaron en cuarteles y las mezquitas en puestos de interrogatorios. La cascada de detenciones no excluyó ni siquiera a los ancianos.
Las arterias de la ciudad quedaron acorraladas por alambradas de púas, barricadas reforzadas con sacos de arena, a apenas trescientos metros una de otra.
Peine de soldados con las armas en la mano.
La ciudad respiraba un aire acre y turbio.
Humaredas de viejos y robustos tanques rechinando en fila india por las calles.
¡Era la ocupación!
En pocas horas la urbe quedó desolada, sus calles parecía que nunca conocieron transeúntes, amén de los nuevos ocupantes que exhibían sus armas y uniformes color tierra.
El temor y el ofuscamiento creaban la histeria en el seno de la población aaiúnense, que se encerró en sus casas, para después ser abandonados hacia lo incierto, hacia el éxodo…
A la par, los grandes ferris comerciales y buques de la marina española evacuaban a los últimos civiles y militares de la colonia.
De esta manera, el Ejército Español arriaba en El Aaiún, la última bandera.
Mientras los últimos vehículos españoles se alejaban hacia el oeste, una tenaza se cerraba de norte a sur. Por el norte entraba el ejército de ocupación de Marruecos. Por el sur se precipitaban las tropas de Mauritania.
La población saharaui, asustada, no tuvo otra elección que huir hacia el interior, hacia el desierto. Su única esperanza era encontrar un refugio seguro.
Los medios eran escasos, pero había voluntad entre los desplazados. Era una avalancha humana que necesitaba cobijo y protección. Abandonaron sus casas con lo puesto. Todos los bienes, documentos, objetos, recuerdos, todo quedo atrás.
La gente huyó en los pocos automóviles particulares disponibles, comenzando un periplo hacia el más espantoso exilio.
Las mujeres entrelazaron sus melhfas y las extendieron a modo de precarias jaimas donde cobijarse. Los turbantes de los hombres hicieron las veces de mantas arropando a los niños.
Pensaban que esta situación duraría unos días, unas semanas como mucho…
Ahmed, conocido como “el mejicano”, apretaba sus labios mientras contemplaba el último convoy español saliendo de El Aaiún. Junto al triste Ahmed, dos amigos de múltiples hazañas, Mohamed, “el Gato” y el pequeño Brahim, alias “Ratita”. Juntos habían crecido en aquella extraña sociedad semicolonial, donde se sentían extraños en su propia tierra al compararse con los estereotipos europeos y anglosajones, pero donde se sentían libres de recorrer las calles de El Aaiún. Ya añoraban la compañía de sus amigos españoles, arrancados tan brutalmente de su lado, en especial del simpático José, al que llamaban ocasionalmente “Lupas”, debido a sus gruesas lentes.
Hasta aquella esquina llegó Mohamed, el padre de Ahmed, buscando nerviosamente a su hijo. Se saludaron, y Mohamed depositó su mano tranquilizadora sobre el hombro de Ahmed.
– Hijo, debes acompañarme de inmediato, tus temores se han hecho realidad. Las tropas españolas se retiran y se dice que están llegando más agentes y soldados marroquíes.
– Aquí pasan las últimas tropas españolas padre. Todos se van en dirección a la playa, – respondió Ahmed.
– La gente está muy nerviosa. Algunos se han encerrado en las casas, otros han marchado ya hacia Amgala, a la búsqueda de los componentes del Frente Polisario. Creo que será mejor seguir ese camino. Temo por ti, hijo, y por todos los jóvenes como tú. Mi amigo El Fadel acaba de contarme que han desaparecido los libros de escolaridad, que se rumorea han podido llegar a manos del departamento de seguridad territorial marroquí (2), al igual que listas de trabajadores de Fosbucrà o de Cubiertas y Tejados que simpatizan con la causa de la independencia .
– Pero ¿cómo es posible que esta información haya llegado tan deprisa a los marroquíes?
– Oh, hijo, si ha habido políticos españoles capaces de ordenar la retirada del ejército, capaces de abandonarnos en manos de peor enemigo, también pueden haber vendido cualquier información.
– Tienes razón – respondió Ahmed –. Marchemos antes de que sea demasiado tarde.
A medida que caminaba hacia su casa, su paso se apretaba más. Se cruzaban con algún vehículo civil español que huía hacia La Playa, con algún Willy de la policía militar española que seguía esa misma dirección. Vieron a la gente correr por las calles, mujeres corriendo mientras apretaban a sus hijos pequeños contra su pecho, ancianos con la mirada perdida y esa expresión incrédula en el rostro, vetustas furgonetas llenas de gente en dirección al este. Todas las tiendas y mercados estaban cerrados.
Apenas unas calles más allá resonaban los ruidos de la ocupación. La familia de Ahmed fue una de las últimas en poder abandonar El Aaiún, poco después se difundía la noticia de la ocupación del cuartel de Lehcheicha, quedando cerrada la salida hacia el este.
Algo se rompió ese día en el corazón de Ahmed. De repente el niño de apenas catorce años se había convertido en un exiliado, en un proscrito en su propia tierra. Sus amigos habían quedado atrás, su casa perdida, su familia abandonada en medio del desierto. No había lugar para vacilaciones, ni siquiera un momento para detenerse a llorar, cada corazón herido por el exilio, era el motor de un nuevo combatiente por la libertad.
Meimuna rondaba los veinte años en 1975. Aunque vestía a lo europea, se cubría con la tradicional melhfa saharaui. Era menuda y un poco delgada. Su rostro, de facciones serenas, se veía iluminado por sus grandes ojos negros y su amable sonrisa.
Trabajaba como enfermera en el Hospital General Provincial de El Aaiún. Pasó también los correspondientes cursos de la Sección Femenina. Jamás manifestó tendencia política alguna. Era la única hija de un matrimonio de avanzada edad. Meimuna mantenía con su trabajo a sus ancianos padres.
La ocupación le llegó sorpresivamente, apartada de cualquier información o tendencia política. Sin embargo, la llegada de los marroquíes le supuso un mal augurio. Quedó sumamente apenada por la marcha de la mayoría de sus compañeros españoles, médicos y enfermeras. En aquellos momentos su máxima preocupación era poder atender a los heridos si los hubiese, seguir asistiendo a los partos que se prestasen o mantener las visitas a las personas que lo necesitasen.
La tercera noche tras la entrada de las fuerzas de ocupación en El Aaiún los agentes de la DST organizaron una cascada de registros domiciliarios. Un grupo de vehículos se dirigió hacia las Colominas Rojas, serie de bloques de casas unifamiliares pintadas de color rojo, donde vivía la familia de Meimuna.
La puerta de la casa saltó hecha añicos bajo los culatazos, serían alrededor las dos de la madrugada.
El padre de Meimuna , Mansur, se levantó sobresaltado; a pesar de su avanzada edad, se enfrentó a los ocupantes.
¿Quiénes son?, ¿qué hacen aquí ?
Tenemos órdenes de registro – le respondió una gruesa voz. Mientras se encendían las luces de la casa, los malos modos, ruidos, gritos, empujones y golpes de culata proliferaban.
El registro fue general, sin dejar ni un cuarto, ni un armario. Los colchones y las almohadas eran rasgados por las bayonetas.
En la habitación de Meimuna había una pequeña mesita, en ella algunos útiles médicos que la muchacha utilizaba para asistir a algunas personas mayores del vecindario, para curar a los niños que caían jugando en las calles. Sobre un mantel blanco se amontonaban un estetoscopio, un equipo para medir la presión arterial, una botella de yodo y un frasco de agua oxigenada, algodón y unas gasas.
El suboficial marroquí sonrió maliciosamente, mientras señalaba hacia la mesita con el cañón de su vieja pistola.
Aquí tenemos su dispensario clandestino. Nos la llevamos a la comisaría – gritó en francés a sus hombres.
Los agentes de la DST arrastraron a Meimuna hacia la puerta, mientras resonaban los gritos de desesperación de sus padres, retenidos tras los fusiles marroquíes.
Sobre las tres y media de la madrugada, Meimuna llegó en el jeep a las puertas de la oficina de interrogatorios, instalada recientemente en un abandonado Cuartel de la Policía Territorial. Cerca de allí estaba el edificio de la Sección Femenina, donde Meimuna realizó varios cursos sobre sanidad.
Los tirones y empujones para bajar del automóvil se sucedieron hasta la entrada.
Meimuna se dirigió al agente que la arrastraba literalmente hacia el interior:
– ¿ Por qué me traéis aquí ? ¿Qué queréis de mí? – repitió varias veces en hassania .
No se precupe “doctora”, sólo serán unas preguntas y podrá volver con sus padres – le respondió en árabe.
Al entrar notó un aire sumamente enrarecido. El vestíbulo estaba repleto de ciudadanos saharauis arrestados, hombres y mujeres, jóvenes principalmente. Por un pasillo dejando en medio entraban y salían sin cesar los policías y los soldados marroquíes.
Como ruido de fondo sonaban los impactos de las máquinas de escribir, como si fuesen ametralladoras.
Entre la gente hacinada había cabezas bajas, resonaban los sollozos de algunos, mientras otros se preguntaban en voz baja por lo ocurrido en toda la ciudad, después de la irrupción militar. Nadie sabía por qué estaba allí.
Meimuna se acurrucó en el suelo, apoyando la espalda contra uno de los afilados y estrechos bancos, rodeada de gente con su mismo destino.
Los agentes entraban y salían rápidos. Nerviosos, salían con papeles en las manos y siempre regresan empujando a alguien. Así toda la noche. Al pasar se cruzaban las miradas, los saharauis demandando respuestas, los agentes con cierto desprecio, como si todos fueran sospechosos e incluso culpables de algún supuesto delito.
La noche se hacía interminable.
En un momento el suboficial que la detuvo cruzó la sala nuevamente. Meimuna se atrevió a hablarle:
Señor, hace varias horas que estoy aquí. Quisiera regresar a mi casa , con mis padres. Pregunte lo que quiera y déjeme ir.
Usted debe esperar su turno como todo el mundo – le respondió con tono desagradable.
Al final, a través de las cortinas se adivinaban las primeras luces del día. El amanecer traía la esperanza de que todo acabara, pero también el vértigo de la incertidumbre.
A las siete de la mañana llamaron a Meimuna. Estaba cansada y sudorosa, el estrés de la noche sin dormir, el nerviosismo de la detención, todo se reflejaba en su rostro. Miró hacia el vestíbulo y aún lo encontraba lleno de gente detenida. La cabeza le daba vueltas, todo parecía irreal, quizá una pesadilla.
Cruzaron varios pasillos y estancias hasta una puerta cerrada. Al entrar había una habitación estrecha, a oscuras. El guardián la obligó a sentarse en una silla plegable, sin mediar una palabra, y abandonó la habitación.
De pronto se encendieron frente a ella unos potentes focos. Meimuna se cubrió el rostro con las manos y cerró los ojos.
Una voz firme le ordenó que descubriera el rostro y que mirase hacia las luces. Sin duda quien la iba a interrogar se ocultaba tras los focos. Comenzó el interrogatorio.
– Está usted acusada de dar asistencia médica a “gente extraña”. Tenía oculto en su casa diverso material sanitario, un “dispensario ilegal”. ¿Tiene algo que decir? – dijo otra voz más bien ronca.
Yo no conozco a ningún extraño, soy enfermera, trabajo en el hospital… A veces visito a algunos ancianos vecinos o curo a los niños que se hieren en sus juegos… No oculto ningún material…
– No, no. Mucho material sanitario oculto y todo excusas.. Debe decirnos donde se esconden los rebeldes que usted ha curado…
– No conozco a ningún rebelde. Sólo curo viejos y niños del vecindario.
– ¿Dónde se esconden? ¿Cómo se llaman?
– No lo sé.
– ¿Les curaba antes de la liberación, antes de nuestra llegada?
– ¿De qué?...
– ¡Diga sus nombres!
No sé nada de eso.
¡Diga dónde se ocultan!
¡No lo sé! – y Meimuna rompió a llorar ocultando su rostro entre las manos. La presión psicológica, las luces, las voces, todo aquello era demasiado para la muchacha.
La voz más ronca hablaba con otros personajes ocultos tras los focos.
– Mirad qué desagradecidos son. Les hemos liberado triunfalmente del dominio explotador de los españoles y no quieren colaborar. ¿Qué querrán? ¿Que vuelvan los españoles? No, no, el Gran Magreb comienza aquí y ahora. El Ejército liberador Real lo conseguirá. ¡Que lleven a ésta a la cárcel Negra!
Dos soldados entraron con rapidez. Meimuna fue esposada y con un sucio trapo le cubrieron el rostro. A trompicones, entre gritos y golpes fue empujada por los pasillos a una puerta trasera. Se oyó un ruido y la joven fue arrojada al interior de una camioneta.
Meimuna permanecía acurrucada sobre la chapa de hierro del vehículo. No podía ver que ya era de día. No vio cómo atravesaban la ciudad de El Aaiún. No vio las calles desiertas, ocupadas únicamente por controles y el vaivén de camiones militares.
La camioneta se dirigió hacia el este, hacia el Barrio del Ejército, en dirección a la cárcel grande, la Cárcel Negra.
Meimuna fue arrastrada hasta una pequeña celda de dos por un metro. La desataron y le descubrieron el rostro. Lo primero que vio fue un cuartucho oscuro, sin ventanas, sólo entraba luz por una mirilla con barrotes que había en la puerta metálica.
Permaneció de pie largo tiempo con la espalda apoyada en la puerta. Llevaba aún sus ropas de dormir, cubiertas con la melhfa que se puso apresuradamente al oír los primeros golpes en la puerta de su casa. No llevaba reloj, no podía saber ni la hora ni la fecha. La luz que pasaba por la rendija procedía de una bombilla eléctrica, encendida día y noche.
Agotada, se acurrucó en una esquina maloliente, apoyando su cabeza contra el frío muro. A veces la sobresaltaban las cucarachas corriendo sobre sus pies descalzos. Otras veces los guardias golpeaban la puerta con una porra para despertarla. No llegaban sonidos de la calle. Como un ruido fantasmal, a veces le parecía oír gritos, quejidos o sollozos, sin saber si eran de hombres o de mujeres. Pesadas botas militares resonaban por los pasillos.
Y otra vez golpes de porra en la puerta.
A través de una abertura rectangular de la puerta le pasaron un cuenco con una sopa aguada, fría e insípida, acompañada de un pedazo de pan duro.
En la celda había un bidón con agua, que le llenaban, no sabía a ciencia cierta, cada cuanto tiempo.
En un rincón había un agujero en el suelo a modo de sumidero. Meimuna tenía que beber de ese agua, asearse en la semioscuridad eterna de la celda y usar el sumidero como letrina.
Meimuna no supo jamás cuantos días pasaron, quizá una semana, tal vez dos… o más. Calculó que recibía comida cada veinticuatro horas, pero no podía estar segura.
Un día se abrió la puerta. Dos guardianes entraron y la arrastraron fuera. A través de pasillos interiores, a penas iluminados por bombillas colgando del techo, la llevaron hasta una sala grande. En el centro de la sala había una silla metálica donde la sentaron a empujones, como siempre sin mediar palabra. En un extremo había una mesa de oficina con un flexo encendido. En el techo había unos fluorescentes. Las ventanas cerradas y tapadas con unos cartones.
Entró un guardián vistiendo un uniforme que Meimuna no supo identificar. Comenzó a pasear lentamente en círculo alrededor de la silla y empezó a hablar.
– Mira muchacha… Tú podrías confesar algo de lo que sabes… O si no, podrías mejorar tu situación aquí. Somos muy comprensivos y una muchacha joven como tú podría cambiar su estancia si fuera más cariñosa… Creo que me comprendes ¿no?
Mientras terminaba su alocución se inclinó frente al rostro de Meimuna. La chica miró fijamente los ojos del guardián y le escupió a la cara.
– Te arrepentirás muchacha – dijo el guardián mientras llamaba a la puerta.
Entró otro guardián, con una sonrisa burlona en su cara. Llevaba un cubo lleno de agua con sal y lejía.
Ahora confesarás tu crimen, o si no… – y empujó con el pie el cubo hasta dejarlo frente a los pies de Meimuna.
Se inició un forcejeo entre los guardianes y Meimuna. La obligaron a meter la cabeza en el cubo. Más preguntas. Angustia, ahogo, escozor del líquido en el rostro.
Así varios días sucesivos. Entre unos interrogatorios y otros Meimuna quedaba desmayada. Los guardianes consumaron su violación. Ella oía sus carcajadas, oía romperse sus ropas que saltaron hechas jirones, pero su cuerpo ya no podía sentir nada.
Los brutales guardianes siguen con sus torturas. Le aplican sucesivamente “ la felga” , “el avión”, “el pollo” y “la botella”.
Sobre el maltrecho cuerpo de Meimuna se sucedieron las atrocidades. Su piel presentaba las marcas de mil y una vejaciones, marcas de cigarros en los brazos, marcas de tubos de goma en la espalda. Sus ojos estaban cansados, los focos, la oscuridad, el baño de lejía y sal. Todo había afectado a su vista. Había perdido ya la noción del tiempo, no sabía si era día o noche. Los interrogatorios continuaban, infructuosos. Ella nada sabía. En su mente ya sólo quedaba un vacío atroz y la lejana imagen de sus ancianos padres ayudándoles a sobrevivir.
Tras todas aquellas aberraciones, en cierta ocasión, Meimuna fue sacada de su celda. Esa vez no fue conducida a la sala, sino a un patio. Apenas tenía oportunidad de ver la luz del sol, el azul intenso del cielo saharaui. La empujaron al interior de un camión GMC, cubierto con una lona cerrada. Había más personas allí, hombres y mujeres, pero no reconoció a nadie. Todos sollozaban acurrucados sobre el frío metal.
El camión partió hacia el norte, más de quinientos kilómetros bordeando la costa de Marruecos, su destino era la cárcel de Agadir.
Al llegar fueron empujados nuevamente al interior de oscuras celdas comunes. Las condiciones eran similares, sin luz, sin agua, sin ninguna concesión a la dignidad humana.
La comida era un agua turbia donde ocasionalmente flotaban algunos garbanzos.
El cansancio y el estrés de tanta tortura y del penoso viaje hicieron que Meimuna caiga rendida sobre el frío suelo de la celda. Se debatía entre el sueño y el delirio.
En su ensueño, Meimuna sufrió nuevamente como si se tratase de la realidad, sentía como se desarrollaba un embarazo en su vientre. Dio a luz a su hijo, pero fruto de tanto sufrimiento, el niño nació inválido, sin pies ni manos. Pero ese niño la miraba con sus ojitos brillantes, llenos de esperanza y en Meimuna renació la vida, el amor, las ansias de sobrevivir.
El sueño se convirtió de nuevo en pesadilla. Los abominables carceleros le raptaron a su hijo, sin más explicaciones. Su hijo, nacido del dolor y el sufrimiento, inválido, sin un nombre que le recordara, le fue arrebatado. Meimuna despertó asustada, temblando por el sufrimiento y el intenso frío de la celda.
No volvió a soñar ninguna otra noche de su cautiverio, sin embargo jamás pudo olvidar el extraño sueño. Las noches y los días serían una continuidad monótona salpicada por nuevas torturas y vejaciones. Así durante los siguientes dieciséis años……
(Continuará)
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(1) Derivado de “milhojas”
<!--[if !supportFootnotes]-->(2)<!--[endif]--> La temida DST
 
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