Querida Colette:
No sé si recordarás un verso del
¡señor de Sainte-Beuve, que juntas leímos y que ha quedado
grabado en mi pensamiento; porque este verso me dice a mí
muchas cosas, y en repetidas ocasiones, sobre todo desde hace
algún tiempo, tranquiliza mi corazón. Helo aquí:
¡Nacer, vivir y
morir en la misma morada!
Actualmente estoy sola en esta casa
donde nací, donde he vivido y donde espero acabar mis días.
Esto no es muy alegre que digamos, pero es dulce, porque aquí
me hallo rodeada de recuerdos.
Mi hijo Enrique es abogado: pasa aquí
dos meses cada doce. Juana habita con su esposo en la otra
extremidad de Francia, y yo soy quien va a verla todos los
otoños. Me hallo, pues, aquí sola, completamente sola, pero
rodeada de objetos familiares, que sin cesar me hablan de los
míos, de los muertos y de los ausentes.
No leo mucho, soy vieja; pero pienso
sin cesar o, mejor dicho, sueño. ¡Oh! ¡Y ya no sueño a la
manera de otro tiempo! ¿Recuerdas nuestras locas ocurrencias,
las aventuras que combinábamos en nuestros cerebros de veinte
años y todos los entrevistos horizontes de felicidad?
Nada de todo aquello se ha realizado;
o mejor dicho, lo que ha tenido efecto es otra cosa menos
deliciosa, menos poética, pero satisfactoria para los que
saben tomar valientemente un partido en la vida.
¿Sabes por qué las mujeres somos
desgraciadas con tanta frecuencia? Porque cuando jóvenes se
nos enseña a creer demasiado en la dicha. Jamás se nos educa
en la idea de que hay que combatir, luchar y padecer. Y, al
primer choque, nuestro corazón se hace añicos; esperamos,
abierta el alma, los torrentes de acontecimientos felices. No
los vemos pasar más que semibuenos, y sollozamos
inmediatamente. La dicha, la verdadera dicha de nuestros
sueños, he aprendido a conocerla. No consiste en la venida de
una gran felicidad, porque las grandes felicidades son muy
raras y muy cortas, sino que reside, sencillamente en la
espera infinita de una serie de alegrías que no llegan jamás.
La dicha es la espera feliz, es el horizonte de esperanzas;
es, pues, la ilusión inacabable. Si, querida amiga; lo único
bueno son las ilusiones, y vieja como soy, aún las tengo
nuevas a diario; sólo que siendo los mismos mis deseos, han
cambiado de finalidad. Te dije antes que soñando paso la mayor
parte del tiempo. ¿Qué otra cosa podría hacer? Y tengo dos
maneras de soñar. Voy a comunicártelas; tal vez te sean
útiles.
¡Oh! La primera es muy sencilla;
consiste en sentarme junto al fuego, en un sillón bajito y tan
blando como mis viejos huesos lo requieren, y transportarme a
los acontecimientos que pasaron.
¡Qué corta es una vida! Sobre todo
las que transcurren por entero en el mismo sitio.
¡Nacer, vivir y morir en la misma
morada!
Los recuerdos están amontonados,
pegados unos a otros; y cuando se es vieja, parece en
ocasiones que hace apenas diez se era joven. Sí; todo se
deslizó como si se tratara de un día: mañana y tarde; y llega
la noche, ¡la noche sin amanecer!
Mirando horas y horas al fuego, el
pasado renace como si entre él y el presente mediara sólo un
día. No se sabe ya dónde se está; el sueño se le lleva a una;
se atraviesa nuevamente toda la propia existencia entera.
Y en ocasiones me hago la ilusión de
que soy una niña; tantas y tales son las impresiones de otro
tiempo, las sensaciones de juventud, hasta los impulsos, los
latidos de corazón, toda esa savia de los dieciocho años; y
tengo, claras como realidades nuevas, extrañísimas visiones de
cosas olvidadas.
¡Oh! ¡Cómo me asaltan entonces los
recuerdos de mis paseos de muchacha! Allí, en mi sillón,
delante de la chimenea, volvía a ver de un modo raro hace
varias tardes una puesta de sol en el Monte de San Miguel, y a
continuación una cacería en el bosque de Uville, con el olor
de la tierra húmeda y los perfumes de las flores bañadas de
rocío, y con el calor del gran astro hundiéndose en el agua y
la tibieza mojada de sus primeros rayos mientras galopaba por
el soto. Y todo lo que pensé entonces, mi exaltación poética
ante las infinitas lejanías del mar, el vivo e intenso goce
que experimentaba al rozar los ramajes, mis menores ideas,
todo, los pequeños trozos de ensueño, de deseo y de
sentimiento, todo, todo me vino a la imaginación cual si me
hubiera estado ocurriendo, como si después no hubiesen
transcurrido cincuenta años, enfriando mi sangre y cambiando
enormemente mis esperanzas.
Pero mi otra manera de revivir el
pasado es mucho mejor.
Sabrás, o no sabrás, querida Colette,
que en casa nada se destruye. Tenemos arriba, en el desván, un
gran aposento destinado sólo a los objetos ya inútiles,
llamado «la habitación de las cosas viejas». Todo lo que se
pone inservible es encerrado allí. Muchas veces subo a este
aposento y miro a mí alrededor. Entonces encuentro gran número
de insignificancias en las cuales no se me había ocurrido
pensar, y que me recuerdan otras tantas cosas. No son esos
benditos muebles amigos que conocemos desde nuestra niñez y a
los cuales va unido el recuerdo de acontecimientos, de
alegrías o de tristezas; fechas de nuestra historia, que han
tomado, a fuerza de confundirse en nuestra vida, una especie
de personalidad, una fisonomía; que son los compañeros de
nuestras horas dulces o sombrías, los únicos compañeros, ¡ay!,
que estamos seguros de no perder, los únicos que no mueren
como los otros, aquellos cuyas facciones, cuyos amantes ojos,
cuya boca y cuya voz desaparecieron para siempre. En la
confusión aquella, encuentro chucherías estropeadas, esas
viejas cosillas insignificantes que rodaron por espacio de
cuarenta años junto a nosotros, sin que nunca nos fijásemos en
ellas, y que, cuando de pronto se vuelven a ver, toman una
importancia, una significación de testigos antiguos. Me hacen
el efecto de esas personas a quienes se vio tiempo infinito
sin que se revelasen, y que, de repente, una tarde, por un
motivo fútil, se desbordan en una charla inacabable, contando
acerca de sí mismas unas cosas que ni siquiera se sospechaban.
Y voy de un objeto a otro con ligeras
sacudidas en el corazón, exclamando: «¡Toma! Esto yo lo rompí;
y lo rompí el día que Pablo marchó a Lyón», o bien: «¡Ah!,
ésta es la pequeña linterna de mamaíta; aquella linterna que
empleaba para ir a la iglesia las noches de invierno.»
Hasta encuentro cosas que no me dicen
nada, que vienen de mis abuelos: cosas que no conoció ninguna
de las personas vivas hoy, cuya historia, cuyas aventuras no
sabe nadie; a cuyos propietarios nadie conoció. Nadie vio las
manos que las sobaron ni los ojos que las miraron. ¡Y éstas me
hacen pensar mucho tiempo! Representan para mí a seres
abandonados, cuyos últimos amigos fallecieron.
Tú, mi querida Colette, no debes
comprender esto, y te van a hacer reír mis tonterías, mis
infantiles y sentimentales manías. Eres parisiense, y ustedes
las parisienses no conocen esta vida interna, estas
excursiones al propio corazón. Ustedes viven exteriormente,
con todos sus pensamientos al aire libre. Como paso la
existencia sola, no puedo hablarte más que de mí. Cuando me
contestes, háblame de ti un poco, que pueda yo ponerme en tu
lugar, como te podrás tú poner mañana en el mío.
Pero tú no comprenderás nunca por
entero el verso del señor de Sainte-Beuve:
¡Nacer, vivir y
morir en la misma morada!
Mil besos de tu antigua amiga,
Adelaida
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