FEDERICO GARCIA LORCA
Impresiones y paisajes. (1918)
Dedicatoria
Prólogo
Meditación
Ávila
Mesón de Castilla
La Cartuja: I, II Clausura
San Pedro de Cardeña
San Pedro de Cardeña: I El viaje; II Cavarrubias; III La montaña; IV El convento; V Sombras
Sepulcros de Burgos
Ciudad perdida: I Baeza; II; III Un pregón en la tarde
Los Cristos
Granada: I Amanecer de verano; IIAlbaicín; III Canéfora de pesadilla; IVSonidos; V Puestas de sol: 1) Verano; 2) Invierno
Jardines: I Jardín, II Huertos de las iglesias ruinosas, III Jardín, IV Jardín, V Jardines de las estaciones
Temas:
Ruinas
Fresdelval
Un pueblo
Una ciudad que pasa
Un palacio del Renacimiento
Procesión
Amanecer castellano
Monasterio
Campos
Mediodía de agosto
Una visita romántica
Otro convento
Crepúsculo
Tarde dominguera en un pueblo grande
Iglesia abandonada
Pausa
Un hospicio de Galicia
Romanza de Mendelssohn
Calles de ciudad antigua
El Duero
Envío
Dedicatoria
A la venerada memoria de mi viejo maestro de música, que pasaba
sus sarmentosas manos, que tanto habían pulsado pianos y escrito ritmos
sobre el aire, por sus cabellos de plata crepuscular, con aire de galán
enamorado y que sufría sus antiguas pasiones al conjuro de una sonata
Beethoveniana. ¡Era un santo!
Con toda la piedad de mi devoción.
El autor
...oooOOOooo...
Prólogo
Amigo lector: si lees entero este libro, notarás en él una cierta
vaguedad y una cierta melancolía. Verás cómo pasan cosas y cosas siempre
retratadas con amargura, interpretadas con tristeza. Todas las escenas
que desfilan por estas páginas son una interpretación de recuerdos, de
paisajes, de figuras. Quizá no asome la realidad su cabeza nevada, pero
en los estados pasionales internos la fantasía derrama su fuego
espiritual sobre la naturaleza exterior agrandando las cosas pequeñas,
dignificando las fealdades como hace la luna llena al invadir los
campos. Hay en nuestra alma algo que sobrepuja a todo lo existente. En
la mayor parte de las horas este algo está dormido; pero cuando
recordamos o sufrimos una amable lejanía se despierta, y al abarcar los
paisajes los hace parte de nuestra personalidad. Por eso todos vemos las
cosas de una manera distinta. Nuestros sentimientos son de más
elevación que el alma de los colores y las músicas, pero casi en ningún
hombre se despiertan para tender sus alas enormes y abarcar sus
maravillas. La poesía existe en todas las cosas, en lo feo, en lo
hermoso, en lo repugnante; lo difícil es saberla descubrir, despertar
los lagos profundos del alma. Lo admirable de un espíritu está en
recibir una emoción e interpretarla de muchas maneras, todas distintas y
contrarias. Y pasar por el mundo, para que cuando hayamos llegado a la
puerta de la "ruta solitaria" podamos apurar la copa de todas las
emociones existentes, virtud, pecado, pureza, negrura. Hay que
interpretar siempre escanciando nuestra alma sobre las cosas, viendo un
algo espiritual donde no existe, dando a las formas el encanto de
nuestros sentimientos, es necesario ver por las plazas solitarias a las
almas antiguas que pasaron por ellas, es imprescindible ser uno y ser
mil para sentir las cosas en todos sus matices. Hay que ser religioso y
profano. Reunir el misticismo de una severa catedral gótica con la
maravilla de la Grecia pagana. Verlo todo, sentirlo todo. En la
eternidad tendremos el premio de no haber tenido horizontes. El amor y
la misericordia para con todos y el respeto de todos nos llevará al
reino ideal. Hay que soñar. Desdichado del que no sueñe, pues nunca verá
la luz... Este pobre libro llega a tus manos, lector amigo, lleno de
humildad. Te ríes, no te gusta, no lees más que el prólogo, te burlas...
es igual, nada se pierde ni se gana... es una flor más en el pobre
jardín de la literatura provinciana... Unos días en los escaparates y
después al mar de la indiferencia. Si lo lees y te agrada, también es
igual. Solamente tendré el agradecimiento espiritual tan fino y
estimable... Esto es muy sincero. Ahora, camina por las páginas.
***
Se descorre la cortina. El alma del libro va a ser juzgada. Los ojos del
lector son dos geniecillos que buscan las flores espirituales para
ofrendarlas a los pensamientos. Todo libro es un jardín. ¡Dichoso el que
lo sabe plantar y bienaventurado el que corta sus rosas para pasto de
su alma!... Las lámparas de la fantasía se encienden al recibir el
bálsamo perfumado de la emoción.
Se descorre la cortina.
...oooOOOooo...
Meditación
Hay un algo de inquietud y de muerte en estas ciudades calladas y
olvidadas. No sé qué sonido de campana profunda envuelve sus
melancolías... Las distancias son cortas, pero sin embargo qué cansancio
dan al corazón. En algunas de ellas, como Ávila, Zamora, Palencia, el
aire parece de hierro y el sol pone una tristeza infinita en sus
misterios y sus sombras. Una mano de amor cubrió sus casas para que no
llegara la ola de la juventud, pero la juventud llegó y seguirá
llegando, y sobre las rojizas cruces veremos elevarse un aeroplano
triunfador.
Hay almas que sufren con lo pasado... y al encontrarse en tierras
antiguas cubiertas de moho y de quietud ancestral se olvidan de lo que
son para mirar hacia lo que no vendrá, y si a su vez piensan en el
porvenir llorarán de un triste y amargo desencanto... Estas gentes que
cruzan las calles desiertas lo hacen con el cansancio gigante de estar
rodeadas de un ritmo rojo y aplanador... ¡Los campos!...
Estos campos, inmensa sinfonía en sangre reseca, sin árboles, sin
matices de frescura, sin ningún descanso al cerebro, llenos de oraciones
supersticiosas, de hierros quebrados, de pueblos enigmáticos, de
hombres mustios, productos penosos de la raza colosal y de sombras
augustas y crueles... Por todas partes hay angustia, aridez, pobreza y
fuerza... y pasar campos y campos, todos rojos, todos amasados con una
sangre que tiene de Abel y Caín... En medio de estos campos las ciudades
rojas apenas si se ven. Ciudades llenas de encantos melancólicos, de
recuerdos de amores trágicos, de vidas de reinas perpetuamente esperando
al esposo que lucha con la cruz en el pecho, de recuerdos de cabalgatas
funerales en donde al miedo de las antorchas se veía la descompuesta
cara del santo mártir que llevaban a enterrar huyendo de la profanación
mora, de pisadas de caballos fuertes y de sombras fatídicas de
ahorcados, de milagros frailunos, de aparecidos blancos en pena de
oraciones que al sonar las doce salieran de los campanarios apartando a
las lechuzas para rogar a los vivos misericordia para su alma, de voces
de reyes crueles y de angustiantes responsos de la Inquisición al
chirriar las carnes quemadas de algún astrólogo hereje. Toda la España
pasada y casi la presente se respira en las augustas y solemnísimas
ciudades de Castilla... Todo el horror medioeval con todas sus
ignorancias y con todos sus crímenes... "Aquí, nos dicen al pasar,
estuvo la Inquisición; allí el palacio del obispo que presidía los autos
de fe", y en compensación exclaman: "Aquí nació Teresa. Allí Juan de la
Cruz"... ¡Ciudades de Castilla llenas de santidad, horror y
superstición! ¡Ciudades arruinadas por el progreso y mutiladas por la
civilización actual!... Estáis tan majestuosas en vuestra vejez, que se
diría que hay un alma colosal, un Cid de ensueño sosteniendo vuestras
piedras y ayudándoos a afrontar los dragones fieros de la destrucción...
Unas edades borrosas pasaron por vuestras plazas místicas. Unas figuras
inmensas os dieron fe, leyendas, y poesía colosal; vosotras continuáis
en pie aunque minadas por el tiempo... ¿Qué os dirán las generaciones
venideras? ¿Qué saludo os hará la aurora sublime del porvenir? Una
muerte eterna os envolverá al sonido manso y meloso de vuestros ríos, y
un color de oro viejo os besará siempre bajo la fuerte caricia de
vuestro sol de fuego... Las almas románticas que el siglo desprecia,
como vosotras sois tan románticas y tan pasadas, las consoláis muy
dulcemente y ellas encuentran tranquilidad y un azul cansancio bajo
vuestros techos artesonados... y las almas vagan por vuestras callejas y
vosotras, cristianas, les mostráis para que recen... cruces rotas en
parajes ocultos o santos muy antiguos bizantinos, fríos y rígidos,
extrañamente vestidos, con palomas torcaces en las manos, llaves de oro o
custodias ahumadas, colocados en los pórticos llorosos de las iglesias
románicas o en los soportales desquiciados... ¡Ciudades muertas de
Castilla, por encima de todas las cosas hay un hálito de pesadumbre y de
pena inmensas!
El alma viajera que pasa por vuestros muros sin contemplaros, no sabe la
infinita grandeza filosófica que encerráis, y los que viven bajo
vuestro manto casi nunca llegan a comprender los geniales tesoros de
consuelo y resignación que tenéis. Un corazón cansado y lleno de hastío
por los viejos y por el amor encuentra en vosotras la amarga
tranquilidad que necesita, y vuestras noches de incomparable quietud
amansan el espíritu rugiente de aquel que os busca para descanso y
meditación...
¡Ciudades de Castilla, estáis llenas de un misticismo tan fuerte y tan
sincero que ponéis al alma en suspenso!... ¡Ciudades de Castilla, al
contemplaros tan severas, los labios dicen algo de Haendel!...
En estas caminatas sentimentales y llenas de unción por la España de los
guerreros, el alma y los sentidos gozan de todo y se embriagan en
emociones nuevas que únicamente se aprenden aquí, para que cuando
terminen dejen la maravillosa gama de los recuerdos... Porque los
recuerdos de viaje son una vuelta a viajar, pero ya con más melancolía y
dándose cuenta más intensamente de los encantos de las cosas... Al
recordar, nos envolvemos de una luz suave y triste, y nos elevamos con
el pensamiento por encima de todo... Recordamos las calles impregnadas
de melancolía, las gentes que tratamos, algún sentimiento que nos
invadió y suspiramos por todo, por las calles, por la estación en que
las vimos... por volver a vivir lo mismo en una palabra. Pero si por un
cambio de la Naturaleza pudiéramos volver a vivir lo mismo, no
tendríamos el goce espiritual que cuando lo vemos realizado en nuestra
fantasía... Luego un recuerdo tan dulce de los crepúsculos de oro con
álamos de coral y pastores y rebaños acurrucados junto a un altozano,
mientras unas aves rasgan el bravo fondo aplanador... En estos
recuerdos, adobados siempre con la rebelde imaginación fantástica, dejan
un dulzor amable, y si alguien en nuestro camino recorrido nos hizo
algún mal, tenemos el perdón para él y una misericordia despreciativa
para con nosotros mismos, por haber albergado al odio en nuestro pecho,
porque comprendemos que todo es el momento, y al mirar al mundo con un
corazón generoso no se puede por menos de llorar... y se recuerda... El
campo rojo, el sol es como un pedazo de la tierra... por las veredas los
gañanes marchan acurrucados sobre sus bestias... unos solitarios de oro
se miran en el agua melosa de una acequia... un pregón... el ángelus
lejano... ¡Castilla!... y al pensar esto el alma se nos llena de una
melancolía plomiza.
...oooOOOooo...
Ávila
I
Fue una noche fría cuando llegué. En el cielo había pocas estrellas y el
viento glosaba lentamente la melodía infinita de la noche... Nadie debe
de hablar ni de pisar fuerte para no ahuyentar al espíritu de la
sublime Teresa... Todos deben sentirse débiles en esta ciudad de
formidable fuerza...
Cuando se penetra por su evocadora muralla se debe ser religioso, hay que vivir el ambiente que se respira.
Estas almenas solitarias, coronadas de nidos de cigüeñas, son como
realidad de un cuento infantil. De un momento a otro espérase oír un
cuerno fantástico y ver sobre la ciudad un pegaso de oro entre nubes
tormentosas, con una princesa cautiva que escapara sobre sus lomos, o
contemplar a un grupo de caballeros con plumajes y lanzas, que embozados
en capas rondaran la muralla.
El río pasa casi sin agua por entre peñascos, bañando de frescura unos
árboles desmirriados, que dan sombra a una evocadora ermita románica,
relicario de un sepulcro blanco con un obispo frío rezando eternamente,
oculto entre sombras... En las colinas doradas que cercan la ciudad la
calma solar es enorme, y sin árboles que den sombra tiene allí la luz un
acorde magnífico de monotonía roja... Ávila es la ciudad más castellana
y más augusta de toda la meseta colosal... Nunca se siente un ruido
fuerte, únicamente el aire pone en sus encrucijadas modulaciones
violentas las noches de invierno... Sus calles son estrechas y la
mayoría llenas de un frío nevado. Las casas son negras con escudos
llenos de orín, y las puertas tienen dovelas inmensas y clavos
dorados... En los monumentos una gran sencillez arquitectónica. Columnas
serias y macizas, medallones ingenuos, puertas calladas y achatadas y
capiteles con cabezas toscas y pelícanos besándose. Luego en todos los
sitios una cruz con los brazos rotos y caballeros antiguos enterrados en
las paredes y en los dulces y húmedos claustros... ¡Una sombra de
muerta grandeza por todas partes!... En algunas oscuras plazuelas revive
el espíritu antiquísimo, y al penetrar en ellas se siente uno bañado en
el siglo XV. Estas plazas las forman dos o tres casonas con tejados de
flores amarillas y únicamente un gran balcón. Las puertas cerradas o
llenas de sombra, un santo sin brazos en una hornacina, y al fondo la
luz de los campos que penetra por una encrucijada miedosa o por alguna
puerta de la muralla. En el centro una cruz desquiciada sobre un
pedestal en ruinas y unos niños andrajosos que no desentonan con el
conjunto. Todo esto bajo un cielo grisáceo y un silencio en que el agua
del río suena a chocar constante de espadas.
II
La Catedral, formidable en su negrura sangrienta, cuya cabeza epopéyica
tiene por cerebro al Tostado, dejó escapar la miel de sus torres y las
campanas lo llenaron todo de religiosidad ideal... El interior del
templo es abrumador por su sombra pasada incrustada en sus paredes y por
su oscuridad tranquila, que invita a la meditación de lo supremo.
El alma que crea y esté llena de fe celestial, que sueñe en esta
Catedral que levantaron aquellos reyes de hierro de una edad guerrera.
El alma que vea la grandeza de Jesús que se suma en estas sombras
húmedas con ojos de cirios para sentir consuelo espiritual... Así, en un
rincón escuchando al mago órgano y oyendo el tintineo grave de una
campanilla, podrá pensar sin ser visto y gozar de una dulzura que
únicamente encuentra allí. Eso es adoración a Dios, pero nunca entre
luces, trompetas y ante una estatua de colorines colocada irrisoriamente
sobre un promontorio de flores de trapo... Esta Catedral hace pensar
aunque el alma que pasee sus galerías esté desposeída de la luz de la
fe..... Esta Catedral es un pensamiento de más allá en medio de una
interrogación al pasado... El incienso y la cera forman un aire marmóreo
y místico que da consuelo a los sentidos... En algunos rincones hay
sepulcros olvidados con estatuas mutiladas y cuadros que son una mancha
indefinida por la que asoma algunas veces una cara espantada o una
pierna desnuda, como un enigma. Muchos ventanales rasgados, están
cerrados a la luz y sus dibujos se recortan sobre el muro. Las lámparas
de plata muestran su alma amarillenta sobre las sombras santas, y un
gran crucifijo que se levanta en el crucero pone una nota de sacra
albura sobre la luz cenicienta del ábside... Unas viejas con largos y
gruesos rosarios suspiran y silabean tristonas junto a las pilas de agua
bendita y una mujerzuca reza llorosa a una virgen que tiene un corazón
de plata sobre su pecho y una fauna absurda en sus pies. Se oyen algunos
pasos lejanos y después una soledad de sonidos tan angustiante, que
llena de amargura dulcísima el corazón... Al salir de la Catedral, el
retablo de la portada está lleno de sol de la tarde, que hace de oro a
los calados y a los santos apóstoles que en él se hallan, y dos
monstruos cubiertos de escamas y con caras humanas, recuerdan al que
pasa el antiguo y generoso derecho de asilo... Por calles llenas de
quietud y oro de crepúsculo, se desemboca en una plaza que posee una
iglesia dorada que la tarde hace un inmenso topacio... Y desde un muro
viejo se contemplan a los campos solitarios bajo el preludio de la
noche. En el fondo y sobre las colinas, hay una lumbrada de color rojo, y
encima de los campos un polen amarillento y suave. La ciudad se tiñe de
color anaranjado y las campanas dicen todas el ángelus con un aire
pausado y ensoñador... Poco a poco la noche va llegando, unos pinos se
mecen airosos en la umbría y las cigüeñas de las murallas vuelan sobre
una espadaña... Pronto el oro será plata con la luna.
...oooOOOooo...
Mesón de Castilla
Yo vi un mesón en una colina dorada al lado del río de plata de la carretera.
Bajo la enorme románica fe de estos colores trigueños, ponía una nota melancólica la casona, aburrida por los años.
En estos mesones viejos que guardan tipos de capote y pelos ariscos, sin
mirar a nadie y siempre jadeantes, hay toda la fuerza de un espíritu
muerto, español... Este que yo vi, muy bien pudiera ser el fondo para
una figura del Españoleto.
En la puerta había niños mocosos, de esos que tienen siempre un pedazo
de pan en las manos y están llenos de migajas, un banco de piedra
carcomida pintado de ocre, y un gallo sultán arrogante, con sus penachos
irisados, rodeado de sus lujuriosas gallinas coqueteando graciosamente
con sus cuellos.
Era tanta la inmensidad de los campos y tan majestuoso el canto solar,
que la casona se hundía con su pequeñez en el vientre de la lejanía...
El aire chocaba en los oídos como el arco de un gigantesco contrabajo,
mientras que al cloqueo de las gallinas los niños, riñendo por una bola
de cristal, ponían el grito en el cielo...
Al entrar, diríase que se penetraba en una covacha. Todas las paredes
mugrientas de pringue sebosa, tenían una negrura amarillenta incrustada
en sus boquetes, por los cuales asomaban sus estrellas de seda las
arañas.
En un rincón estaba el despacho, con unas botellas sin tapar, un
lebrillo descacharrado, unos tarros de latón abollados de tanto servir,
y dos toneles grandes, de esos que huelen a vino imposible.
Era aquello como una alacena de madera por la que hubieran
restregado manteca negruzca y en la que miles de moscas tenían su
vivienda.
Cuando callaban el aire y los niños, sólo se oía el aleteo
nervioso de estos insectos y los resoplidos del mulo en la cuadra
cercana.
Luego, un olor a sudor y a estiércol que lo llenaban todo con sus masas sofocantes.
En el techo, unas sogas bordadas de moscas señalaban quizá el
sitio de algún ahorcado; un mozo soñoliento por el mediodía se
desperezaba chabacano con la horrible colilla entre sus labios egipcios,
un niño rubito quemado del sol jugueteaba al runrún de un abejorro;
otros viejos echados en el suelo como fardos roncaban con los
desquiciados sombreros sobre las caras; en el infierno de la cuadra los
mayorales hacían sonar los campanillos al enjaezar a los machos,
mientras allá, entre las manchas oscuras de los fondos caseros brillaba
el joyel purísimo de la hornilla que daba a la maritornes boquiabierta
el apagado brillo de un cobre esmaltado de Limoges.
Con la calma silenciosa de las moscas y del aire, rodeados de aquel ambiente angustioso, todas las personas dormitaban.
Un reloj viejo de esos que titubean al decir la hora, dio las
doce con una rancia solemnidad. Un carbonero con un blusón azul entró
rascándose la cabeza, y musitando palabras ininteligibles saludó a la
posadera, que era una mujeruca embarazada con la cabellera en desorden y
la cara toda ojeras...
-¿No quieres un vaso?
Y él:
- No porque tengo malo el gaznate.
¿Vienes del pueblo?
- No. Vengo donde mi hermana, que tiene esa enfermedad que es nueva...
- Si fuera rica, contestó la mujeruca, ya el médico se la habría quitado... Ya... pero ¡los pobres!...
Y el hombre haciendo un gesto cansado repetía:
¡Los pobres!... ¡los pobres!...
Y acercándose el uno al otro continuaron en voz baja la eterna cantinela de los humildes.
Luego los demás, al ruido de la conversación, se despertaron y
comenzaron a platicar unos con otros, porque no hay cosa que haga hablar
más a dos personas que el estar sentadas bajo un mismo techo sin
conocerse... y todos se animaron menos la embarazada, que tenía ese aire
cansado que poseen en sus ojos y en sus movimientos los que ven a la
muerte o la presienten muy cerca.
Indudablemente, aquella mujeruca era la figura más interesante del mesón.
Llegó la hora de comer y todos sacaron de sus bolsas unos
papelotes aceitosos y los panes morenos como de cuero. Los colocaron
sobre el suelo polvoriento, y abriendo sus navajas comenzaron la tarea
diaria.
Cogían los manjares pobrísimos con las manazas de piedra, se los
llevaban a la boca con una religiosa unción, y después se limpiaban en
sus pantalones.
La mesonera repartía vino tinto en vasos sucios de cristal, y
como eran muchas las moscas que volaban sobre los pozuelos dulzones,
éstas se caían a pares sobre las vasijas, siendo sacadas de la muerte
por los sarmentosos dedos de la dueña.
Llegaban tufaradas sofocantes de tocino, de cuadra, de campo soleado.
En un rincón, entre unos sacos y tablas, el mozuelo que se
desperezaba engullía unas sopas coloradas que la criada le servía entre
risas e intentos a ciertas cosas poco decorosas.
Con el vino y la comida los viajeros se alegraron, y alguno más
contento o más triste que los demás, tarareaba entre dientes una
monorrítmica canción.
Y fue sonando la una y la una y media y las dos, y todo igual.
Siguió el desfile de tipos campesinos, que todos parecen
iguales, con sus ojos siempre entornados por la costumbre de mirar toda
la vida al campo y al sol... y pasaron esas mujeres, que son un haz de
sarmientos, con los ojos enfermos y los cuerpos gibosos, que van con
gestos de sacrificadas a que las curen en la vecina ciudad, y desfilaron
las mil figuras de tratantes, con sus látigos en la faja, que son muy
altos, y los rumbosos de las posadas, y esos hombres castellanos,
esclavos por naturaleza, muy finos y comedidos, que tienen aún el miedo
al señor feudal, y que al hablarles siempre contestan: "¡Señor!
¡señor!"... y los que son de otras regiones, que hablan exagerando sus
palabras para llamar la atención... y hasta se asomó por aquella escena
pintoresca el prestidigitador, que va de pueblo en pueblo, sacándose
cintas de la boca y variando las rosas de color... Y dieron las dos y
las dos y media, y todo igual... Como ya había sombra en la puerta, a
ella se salieron todos los personajes para gozar del aire perfumado de
los cerros...
Solamente quedaron dentro adormilados aún y cubiertos de moscas,
dos vejetes muy apagados, que con las camisas entreabiertas enseñaban
un mechón de pelo cano de sus pechos, como mostrándonos la muerta
bravura de su juventud.
Afuera se respiraba el aire sonado por los montes, que traía en su alma el secreto más agradable de los olores.
Las peladas y oreadas colinas, tan mansas y suaves, invitan con su blandura de hierbas secas a subir a sus cumbres llanas.
Unas nubes macizas y blancas se bambolean solemnes sobre las sierras lejanas.
Por el fondo del camino viene una carreta con los bueyes
uncidos, que marchan muy lentos entornando sus enormes ojazos de ópalo
azul con voluptuosidad dulcísima y babeando como si masticaran algo muy
sabroso... Y pasaron más carretas destartaladas, con arrieros en
cuclillas sobre ellas, y pasaron asnos tristes, aburridísimos, cargados
de retamas y golpeados por rapaces, y hombres, hombres que no veremos
más, pero que tienen sus vidas, y sospechosos de los que miran de
reojo..., y silencios augustos de sonido y color...
Dieron las tres... y las cuatro...
La tarde se deslizaba melosa, admirable...
***
El cielo comenzó a componer su sinfonía en tono menor del
crepúsculo. El color anaranjado fue abriendo sus regios mantos. La
melancolía brotó de los pinares lejanos, abriendo los corazones a la
música infinita del Ángelus...
Ciega el oro de la tierra. Las lejanías sueñan con la noche.
...oooOOOooo...
La Cartuja
... Porque el que siembra para su carne de la carne segará
corrupción, mas el que siembra para su espíritu del espíritu segará vida
eterna.
Epístola de San Pablo a los Efesios, VI, 8
I
El camino que conduce a la Cartuja se desliza suave entre los sauces
y las retamas, perdiéndose entre el corazón gris de la tarde otoñal.
Las laderas, tapizadas de verde oscuro, tienen una modulación delicada
al morir en la llanura. Sobre el campo castellano, plomiza niebla azul
de transparencias acuosas y fantásticas a las cosas. Ningún color
definido en la plancha pesada del suelo. A lo lejos, torres cuadradas y
severas de pueblo de abolengo, hoy mutilados, solos en su grandeza.
Tristeza derramada, ingenuas montañas, acorde mayor de plomo
derretido, suavidades simples, y en los horizontes, vagos fulgores de
ceniza tornasol. A los lados del camino, árboles macizos de ramajes
sonoros meditan inclinados ante la amargura inefable del paisaje. A
veces el viento hace llegar solemnes marchas en un tono constante, que
apaga un seco sonido de hojas marchitas.
Por una vereda va un grupo de mujeres con faldas agresivas de
bayeta encarnada. Una puerta ojival, bordada de manchas por el sol, se
levanta en el camino como un arco triunfal... Tuerce el sendero, y la
Cartuja aparece con todo su ropaje funeral. El paisaje muestra toda su
intensidad de sufrimiento, de ausencia de sol, de pobreza pasional.
La ciudad se extiende negruzca con las rayas de las alamedas,
enseñando al monstruo gótico de su Catedral, labor de un orfebre
gigante, recortada sobre un triunfo color morado. El río lleno de agua
da impresión de sequedad, las masas arbóreas semejan borrones de oro
antiguo, los sembrados despliegan las líneas rectas de sus pentágramas,
perdiéndose en las tonalidades húmedas del horizonte. Este paisaje
asceta y callado tiene el encanto de la religiosidad dolorosa. La mano
eterna no derramó en él sino la melancolía. Todas las cosas expresan en
sus formas una amargura y desolación formidables. La visión de Dios es
en este paisaje la de inmenso temor. Todo está sobrecogido, miedoso,
aplanado. El alma pobre del pueblo expresa su angustia en su hablar, en
su andar. lento y grave, en su temor al diablo, en su superstición.
Todos los caminos escoltados por cruces herrumbrosa; en las iglesias,
Cristos en covachas polvorientas, aderezados con abalorios, exvotos
mugrientos y trenzas de pelo chamuscado por el tiempo, ante los cuales
rezan los campesinos con la trágica fe del temor. ¡Inquietante paisaje
el de las almas y los campos!...
En medio de toda esta solemnidad, la Cartuja se eleva como
portadora de la angustia general. En la amplia plazoleta que la
antecede, una cruz con su Cristo ventrudo pone la nota de severo
recogimiento... La Cartuja es un sombrío caserón ungido con la frialdad
del ambiente. El cuerpo de la iglesia se eleva sobre lo demás, coronado
de pináculos sencillos y una cruz. Lo restante es de piedra semidorada,
sin ningún adorno. Tres achatados arcos dan entrada a un portalón
enjalbegado, donde hay que llamar.
La puerta se abre y aparece a contraluz un cartujo con su hábito
blanco de lana y pálido como el mármol, con una barba enorme
cubriéndole el pecho. Chilla la puerta apagadamente y se penetra en el
patio. La luz es suave y tenue. En el centro, entre rosales y yedras,
surge una blanca escultura de San Bruno, llena de majestad sentimental. A
la izquierda está la portada de la iglesia, fuerte de línea, viril de
conjunto, en cuyo tímpano la escena del Calvario aparece expresada con
dolor primitivo. En los rincones hay brochazos de verde humedad que
flota en el aire helado. El fraile nos entra en la iglesia, nevada tumba
de reyes y príncipes, divino escenario de hechos medievales. En el
fondo, el soberbio retablo reproduce figuras de santos ataviados
ricamente, entre los que descuella la espantosa visión del Cristo
tallado por Siloé, con el vientre hundido, las vértebras rompiendo la
piel, las manos desgarradas, el cabello hecho raros bucles, los ojos
hundidos en la muerte, y la frente deshecha en cárdeno gelatinoso... A
su lado los evangelistas y apóstoles, fuertes e impasibles, escenas de
la Pasión con rigidez cadavérica, y sosteniendo la Cruz, un Padre Eterno
con gesto de orgullo y fiereza, y un mancebo corpulento con cara de
imbécil.
Sobre la cabeza de Cristo, el blanco pelícano de la Escritura, y
contemplando el conjunto, coros de ángeles, medallones, escudos reales,
maravillosos encajes ojivales y toda una fauna de santos y animales
desconocidos. Todo el retablo tiene una sola impresión de dolor: el
Cristo. Lo demás está divinamente ejecutado, pero no dice nada. La
figura del Redentor aparece llena del misticismo trágico del momento,
pero no encuentra eco en el mundo de esculturas que lo rodean. Todo está
muy lejos de la pasión y del amor, sólo Él está desbordado de
apasionada lujuria, de caridad y pesadumbre, en medio de la indiferencia
y orgullo general. ¡Retablo magnífico de vibrante simbolismo! A sus
pies, el grandioso sepulcro de los reyes de Castilla, Juan I y su mujer,
es una hoguera de mármol blanco. Las estatuas yacentes están colocadas
sin la muerte en los gestos. El artista supo infundir en los rostros y
en las actitudes el retrato admirable del cansancio y el desprecio real.
Tienen las manos transparentes y cálidas, recogiéndose los mantos
riquísimos cuajados de piedras preciosas, recamados de labores con
flores elegantísimas. De los dedos les pende un rosario de grandes
cuentas, que va ondulando por los pliegues del manto a morir en los
pies. Tienen vueltas las caras, como para no verse, con un rictus de
supremo desdén.
Alrededor vive toda la doctrina cristiana hecha piedra:
virtudes, apóstoles, vicios. Algunas figuras de alabastro recortan en
las sombras sus aristocráticos perfiles; hay graciosos monjecillos en
oración, raros hombres con libros abiertos, caras pensativas con labios
sensuales, monos entre pámpanos, leones sobre bolas, perros dormidos y
lazos con frutas, naranjas, peras, manzanas, racimos de uvas. Todo un
mundo fantástico y enigmático rodeando a la realeza muerta. Al lado se
alza otro soberbio sepulcro del infante don Alfonso, de suave ritmo,
pleno de fúnebre severidad... La luz se apaga un poco. Frente a los
sagrarios tiemblan las llamas. Hay olor a extraña humedad y a incienso.
Un monje de cara rasurada y de ojos brillantes aparece en el
coro, se inclina repetidas veces, y abriendo el breviario se abisma en
las páginas. El fraile que me acompaña me hace notar el delicado dibujo
de la admirable sillería coral. El ruido de los pasos extiende sus ondas
concéntricas por el aire, llenando a la iglesia de sonido... Por los
ventanales revolotean palomas.
II
Clausura
Después de haber visitado la iglesia, el monje venerable, me llevó a
contemplar una imagen de San Bruno colocada en un detestable altarito
situado en una capilla reservada. "Éste es el San Bruno de Pereira", me
dijo... y refirió una serie de anécdotas a propósito de la imagen.
Indudablemente la escultura está bien hecha, pero ¡qué poca expresión!
¡Qué actitud de eterna teatralidad! El santo del silencio y de la paz
mira al crucifijo que lleva en las manos con aire indiferente, como si
mirara otra cosa cualquiera. Ni el sufrimiento espiritual, ni la lucha
con la carne, ni la locura celestial aparecen grabados en el gesto de la
efigie. Es un hombre... cualquiera que haya pasado cuarenta años en el
mundo tiene el sello mismo del sufrimiento vulgar... Estamos en España
soportando una serie insoportable de esculturas ante las cuales los
técnicos se extasían, pero que no poseen en sus actitudes, en sus
expresiones un momento de emoción. Son modelos admirablemente retratados
y a veces admirablemente policromados... pero qué lejos está el alma
del personaje del retrato.
Los santos héroes de historias lejanas, románticos del
sufrimiento por amor a Dios y a los hombres, no encontraron su
encarnación artística. ¡Hay que pasar por las salas del museo de
Valladolid! ¡Horror! Bien es verdad que hay algunos aciertos, muy
pocos... pero lo demás...
Causa pena profunda observar la espantable medianía de la
escultura. Es el arte que toca más a la tierra. Los genios de ella
llegaron a la primera nota de la escala espiritual... Nunca dieron un
acorde...
Es algo la escultura, muy frío y muy ingrato al artista. La
fuente apasionada del escultor se estrella ante la piedra que talla...
Quiere dar vida y la da, quiere dar sentimiento y alma y la da en las
figuras... pero no puede abrir en ellas el libro sagrado y dulce en que
los demás hombres leen las emociones que los llevan al solitario jardín
de los sueños... Reproducen... nunca crean...
Este santo que tiene la rudeza de un patán y la fortaleza de un
castellano pueblerino, me hace la impresión del retrato de un pobre lego
antiguo, de esos que repartían la sopa boba por las tardes rodeado de
una turba de pobres envejecidos por el hambre. Pobre idea del pobre
señor Pereira, que imaginó al Bruno loco del misticismo reposado y
doloroso como un hombre vulgarísimo, después de haber comido y
discreteado un poco... Desdichada imaginación del señor Pereira, como
casi todos los escultores que exponen en Valladolid, que hicieron de
figuras ideales, casi fantásticas, retratos de hombres recios, de
idiotas y de bobalicones...
"¡Ay! exclamarán muchos ¡qué disparate! Estas esculturas son
magníficas! ¡Note usted la maravilla de esas manos! ¡Fíjese usted, qué
cosa tan anatómica!" Sí, sí señor, pero a mí únicamente me convence el
interior de las cosas, es decir, el alma incrustada en ellas, para que
cuando las contemplemos puedan nuestras almas unirse con las suyas. Y
originar en esa cópula infinita del sentimiento artístico el dolor
agradable que nos invade frente a la belleza... A esta estatua de San
Bruno, tan cacareada por sabios y no sabios, únicamente le observé,
mejor, le puse toda la indiferencia cartujana. Bien es verdad que el
autor no quiso hacer la estatua indiferente, pero así me resultó a mí.
Aquella mirada fría, inexpresiva, ante la amargura del suplicio de la
cruz encierra el enigma de la Cartuja... Así lo veo yo...
"... Y por unas circunstancias que no son del caso relatar pude
entrar en clausura..." El monje de las barbas, severo y simpático, me
acompañó.
Salimos de la iglesia... Ya la tarde quería decir sus últimas
modulaciones en oro, rosa y gris. Era sereno el ambiente como el agua
estancada de los bosques. Era dulce la luz como una nostalgia de
amanecer. Eran tranquilas las palabras como rezos crepusculares...
Una puertecita achatada se abrió, y entramos en el recinto
sagrado de la clausura. No hay suntuosidad interior en esta Cartuja de
Miraflores. En el pasadizo de la entrada luce sus colores feos una
horrible colección de cuadros con escenas de martirios... El retrato de
un monje impone silencio, llevándose un dedo a los labios... el corredor
se perdía en una claridad lechosa.
Al final, otro corredor lleno de puertecitas abiertas en la
blancura de las paredes, y una cruz de madera pintada de negro... Hay
solemnidad humilde, austeridad angustiosa, y silencio de inquietud en
estas estancias. Todo callado a la fuerza. Porque sobre estos techos hay
cielo, y palomas, y flores, y sobre estos techos hay tormentas, y
lluvias, y nieves... pero la fuerza de unas torturas espirituales pone
las notas de quietud espantosa en estos claustros pobres y blancos. Nada
se oye..., nuestras pisadas son insultos que despiertan a los ecos
lejanos.
De cuando en cuando, al detenernos en nuestra marcha, fluye el
plomo de la quietud con toda su pasión... Huele a membrillos al pasar
por algunas habitaciones umbrosas. Huele a sufrimientos y pasiones casi
ahogadas. Husmea Satanás en medio de la soledad. Es doloroso el silencio
de la Cartuja. Estos hombres se retiraron de la vida huyendo de sus
vicios, de sus pasiones. Fueron a ocultar en este relicario de añeja
poesía toda la amargura de su corazón. Adivinaron un estado de quietud
espiritual, un algo encantado donde sepultar sus deseos, sus desgracias;
pero no lo consiguieron... Seguramente aquí se reflorecieron sus
pasiones de una manera exquisita.
La soledad es la gran talladora de espíritus. El hombre que
entró en la Cartuja trémulo y aplanado por la vida, no encontró aquí el
consuelo.
Somos muy desdichados los hombres, queremos regirnos por
nuestros cuerpos y supeditar las cosas a nuestros cuerpos, sin contar
para nada con las almas. Estos hombres sepultan aquí sus cuerpos, pero
no sus almas. El alma está donde ella quiere. Todas nuestras fuerzas son
inútiles para arrancarla donde se clava. Además... ¿qué sabemos
nosotros lo que desea nuestra alma?
¡Qué angustia tan dolorosa estos sepulcros de hombres que se
mueven como muñecos en un teatro de tormentos! ¡Qué carcajadas de risa y
llanto dará el corazón! Nuestras almas reciben las pasiones admirables,
y ya no se pueden sacudir de ellas. Lloran los ojos, rezan los labios,
se retuercen las manos, pero es inútil; el alma sigue apasionada, y
estos hombres buenos, infelices, que buscan a Dios en estos desiertos
del dolor, debían comprender que eran inútiles las torturas de la carne
cuando el espíritu pide otra cosa.
Es harta cobardía estos ejemplos de los cartujos. Ansían vivir
cerca de Dios aislándose... pero yo pregunto ¿qué Dios será el que
buscan los cartujos? No será el Jesús seguramente... No, no... Si estos
hombres desdichados por los golpes de la vida soñaran con la doctrina
del Cristo, no entrarían en la senda de la penitencia sino en la de la
caridad. La penitencia es inútil, es algo muy egoísta y lleno de
frialdad. Con la oración nada se consigue, como nada se consigue tampoco
con la maceración. En la oración se pide algo que no nos pueden
conceder. Vemos o queremos ver una estrella lejana, pero que borra lo
exterior, lo que nos rodea. La única senda es la caridad, el amar los
unos a los otros.
Todos los sufrimientos puede tenerlos el alma, lo mismo en el
estado de penitencia que en el de caridad; por eso estos hombres que se
llaman cristianos debían no huir del mundo, como hacen, sino entrar en
él remediando las desgracias de los demás, consolando ellos para ser
consolados, predicando el bien y esparciendo la paz. Así serían con sus
espíritus abnegados verdaderos Cristos del Evangelio ideal. Es
verdaderamente anticristiano una Cartuja. Todo el amor que Dios mandó
nos profesáramos falta allí, ni ellos mismos se quieren. Sólo se hablan
los domingos un rato, y sólo están juntos durante los rezos y la comida.
No son ni hermanos. Viven solos...
¡Y todo por no pecar... por no hablar! ¡Como si en las
meditaciones íntimas no hubiera pecado! Quieren, como he dicho antes,
ser cuerpos sin mancha, porque el alma... el alma puede con todas las
maceraciones. Estos desdichados a quien todos debemos compadecer, creen
engañarse y engañar sus sentidos con una tortura de la carne. ¿Quién
puede asegurar que alguno o casi todos no sienten deseos, ni aman a
mujeres lejanas por quien entraron allí; ni odien ni se desesperen?..
Tendrán el Cristo delante como el San Bruno de Pereira, llorarán
invocando a los espíritus celestiales, pero sus almas amarán y desearán y
odiarán... y la carne también se desatará... y por las noches muchos
hombres de éstos que son jóvenes y vibrantes de vida, verán desde su
cama visiones de mujeres a quien amaron, gentes a quien despreciaron, y
amarán y despreciarán, y querrán cerrar los ojos, pero los tendrán
abiertos... porque los hombres no somos quién ni podemos encauzar
nuestras almas hacia el lago sin inquietud y sin dolor que deseamos.
Estos hombres admirables de decisión, huyen del ruido creyendo que los
pecados se esconden en él, y cayeron en otro lugar propicio a los
pensamientos y por lo tanto al pecado. Cayeron en un jardín abonado para
el bien y el mal, y gustaron una gran pasión, ellos que tanto huían de
ella. La gran pasión del silencio.
Aquí mueren habiendo apurado la copa de la pasión espiritual, y
sin haber hecho ningún bien... ¿Bien a ellos?... Creo que no, porque si
hubieran apurado sus lágrimas entre los desgraciados, se llevarían al
otro reino un rosal piadoso con las rosas blancas del recuerdo, mientras
así mueren sin haber gustado las maravillas espirituales del bien
cumplido... Además estamos aquí sin saber por qué... ¿Dios nos da
sufrimientos? pues sufrámoslos... no nos queda otro remedio.
Pero a veces me parece que sois geniales protestantes del mismo
Dios al huir del mundo que el creó, para buscar otro Dios de calma y
sosiego... pero no podéis, porque las crueldades refinadas por su dolor
que acompañan a nuestro corazón, viven con nosotros hasta la muerte...
¡Qué silencio tan abrumador! Todos ven así el silencio
cartujano, paz y tranquilidad. Yo sólo veo la inquietud, desasosiego,
pasión formidable que late como un enorme corazón por estos claustros.
El alma siente deseos de amar, de amar locamente y deseos de otra alma
que se funda con la nuestra... deseos de gritar, de llorar, de llamar a
aquellos infelices que meditan en las celdas, para decirles que hay sol,
y luna, y mujeres, y música; de llamarlos para que se despierten para
hacer bien por su alma, que está en las tinieblas de la oración, y
cantarles algo muy optimista y agradable... pero el silencio reza su
canto gregoriano y pasional.
Al pasar por una estancia fría y severa, se ve una Virgen con su
manto celeste bordado de estrellas, con un niño chiquito alegre,
llevando su corona altísima imperial... algo que recordaba el mes de
Mayo..., una alegría religiosa entre aquella tristeza cartujana.
Nadie se ve por los salones, sólo nos habla la humedad y olores extraños de cera, de huerto umbrío.
Y más silencio, y silencio, y una gran sensualidad... ¡Enorme
pesadilla la de estos hombres que huyen de las asechanzas de la carne y
entran en el silencio y la soledad, que son los grandes afrodisíacos!...
Pasamos por el comedor, que tiene una dignidad señorial con su
púlpito para las tremendas lecturas de martirios y ejemplos píos... con
los vasos blancos, las mesas pobres con aire de castidad... Unas
cortinas rojas dejan pasar la luz llenando al salón de tinte rojizo
tristísimo... más corredores deshabitados, y el gran patio de la
Cartuja.
Tiene este patio un rincón de cipreses lleno de miedo y
misterio, donde son enterrados los monjes. Una cruz se alza en el centro
cuajada de herrumbre de color oro viejo. Una gran sombra azul llena la
melancolía del ambiente.
Hay rosales mustios, y madreselvas cubriendo románticamente los
muros. Hay mimbres de las que lloran sus ramas elegantísimas y
funerales. Hay plantaciones en el suelo y perales y manzanos...
En el centro, una gran fuente canta la melodía del agua con el
runrún temeroso..., tiene algas que chorrean lamiendo la piedra... Un
mascarón sonríe con su cara rota y casi borrada...
En el fondo y junto al cementerio hay un triunfo de yedras...
Cae la tarde preñada de color íntimo y suave... Atravesamos otra vez lo
andado y salimos al patio exterior de la Cartuja... Todo estaba bañado
de rosa maravilloso. Era la quietud de la naturaleza.
Sonó la campana el ángelus con su voz grave y armoniosa... El
monje se arrodilló, cruzó las manos, besó al suelo... En el tejado bajo
una covacha se arrullaban dos palomas...
Hora en que pasan las almas hacia la eternidad... El viento
hablaba entre las ramas y ponía temblores de manantial en las hojas de
las yedras... Al salir, las lejanías esparcían su infinito tono gris.
...oooOOOooo...
San Pedro de Cardeña
Sobre el aire lleno de frescura primaveral está cayendo toda la
oración castellana. Por los montes de trigos olorosos brillan las
arañas, y en las lejanías brumosas el sol pone unos rojos cristales
opacos... Los árboles suenan a mar y en toda la solitaria llanada
inmensa el resol da raros tonos de esmalte. En los pueblos se respira el
ambiente de quietud honda; las eras de seda se llenan de rubio incienso
y cascabeleos pausados como oficios a la resignación del trabajo...,
mientras una fuente besa siempre a la acequia que la traga... Bajo las
suaves sombras de los olmos y los nogales, los niños harapientos gritan
alegres espantando a las gallinas..., las torres silenciosas, con
jardines salvajes en los tejados; las casas cerradas con toda la
tristeza de su humildad... y un canto de mozuelo que viene del trigal...
En un remanso que parece un bloque de mármol verde, lavan unas
mujeres desgreñadas como Medusas entre risas y parloteos chismosos...
La sublime unidad de las tierras castellanas se mostraba en su
solo y solemne color. Todo tiene la austeridad cartujana, el
aburrimiento de lo igual, la inquietud de lo interrogante, la
religiosidad de lo verdadero, la solemnidad de lo angustioso, la ternura
de lo simple, lo aplanador de lo inmenso.
Las sierras lejanas se ven como indecisas escorias violeta,
algunos árboles tienen alma de oro con el sol de la tarde, y en los
últimos términos los mansos y oscuros colores abren sus enormes abanicos
cubriendo de terciopelo tornasol las dulces y melancólicas colinas...
Los segadores con las guadañas dan muerte a las espigas entre las cuales enseñan las amapolas la tela antigua de su flor.
Por los fondos de plomo comienza a sonar el arrebol; el aire se
para, y bajo la mística coloración indefinida, la tarde castellana dice
su eterna y cansada canción...
Suenan las carretas por los caminos, los insectos músicos
tienden al aire las cuerdas de sus gritos, parece que los henos y las
flores sin nombre han roto las arcas de sus aromas para acariciar a la
blanda oscuridad...; parece que del profundo e incomprensible diálogo
divino, brotara una explicación a la eternidad...
En las aguas se reflejan los árboles en medio de la tristeza de
un otoño ideal..., y por las hondonadas umbrosas, llenas de sombra ya,
se oyen balar las ovejas a la monotonía de una esquila pausada.
Toda la grandeza rítmica del paisaje está en su amarillo rojizo,
que impide hablar a ningún otro color... Las yerbas secas que alfombran
a los suelos se amansan y entre los nogales y los olmos una torre
severa, con las ventanas vacías, asoma su cabezota cansada del tiempo.
***
El sol pone transparencias de aguas verdes sobre el prado en que parlotearon doña Sol y doña Elvira.
En el sentimiento de la historia de piedra, el silencio pone su
hondura religiosa sólo turbada por las palomas, con sus aleteos suaves.
Todo el monasterio, al que ya aman las yedras y las golondrinas,
enseña sus ojos vacíos de una tristeza desconsoladora, y desmoronándose
lentamente deja que las yedras lo cubran y los saúcos en flor...
Los luminosos acordes del sol de tarde envuelven a los olmos y
nogales de flores amarillas, mientras los fondos de verde macizo van
tomando su bronceado color.
Al pasar, enjambres untosos de moscas levantan un murmullo
melodioso y los pájaros vuelan alocados posándose en los chopos que
parecen hoscos tenebrarios.
En el gran compás del monasterio se levantan grandes piedras como tumbas, cercadas de ortigas y flores moradas.
En un lado del caserón, hay una portada sencilla con los
escalones dislocados, una torre con escudos negruzcos, y sobre ella el
hieratismo de las cigüeñas con sus zancas y picos rosa...
Sus grandes nidos enredan sus marañas en los pináculos.
La gesta colosal quisiera hablar en el misterio soleado, pero ya
las cimeras y los petos de malla huyeron por un fondo sin luz...
La figura amorosa de Jimena que describe la formidable leyenda,
aún parece esperar al caballero más amante de las guerras que de su
corazón y esperará siempre como esperan los Quijotes a sus Dulcineas sin
notar la espantosa realidad.
Toda la historia de aquel amor fuerte, está dicha sobre estos
suelos; todas las melancolías de la mujer del Cid pasaron por aquí...,
todas las palabras de réplica mimosa y apasionada se oyeron por estos
contornos, hoy muertos...
Rey de mi alma y destas tierras, conde.
¿Por qué me dejas? ¿Adónde vas? ¿Adónde?
Pero el héroe tenía ante todo que ser héroe, y apartando a la
dulzura de su lado, marchaba entre fijosdalgo en busca de la muerte..., y
la mujer dolorida y llorosa pasearía entre estos sauces y entre estos
nogales renovados, hasta que algún religioso con barba blanca y calva
esmaltada viniera en su busca para conducirla a su aposento en donde
quizá todas las noches oyera a los gallos cantar... Y lo desearía y lo
amaría por grande y por fuerte, pero todo en vano, pues tan sólo algunas
horas pudo de sus caricias gozar...
La figura de doña Jimena es la nota más femenina y subyugadora
que tiene el romancero... Casi se esfuma al lado de las bravatas y
contrastes de Rodrigo su marido, pero tiene el encanto suave del amor.
Jimena siente un amor gigante visto a través de las páginas de
los romances. Amor reposado, lleno de un apasionamiento vibrante que
tiene que ahogar ante el fantasma del deber... En el interior del
convento y junto a la fuente de los mártires surge el claustro románico
lleno de escombros y de polvo... Luego la iglesota grande, profanada, y
el sepulcro del Cid y su mujer, en donde las estatuas llenas de
esmeraldas derretidas de humedad, yacen mutiladas y sin alma... Lo demás
todo ruinas con hilos de plata de las babosas, ortigas, rudas,
enredaderas, y mil hojas entre las piedras caídas..., y cubierto con una
amarga y silenciosa pátina de humedad...
Las cigüeñas están paradas, tan rígidas que parecen adornos sobre los pináculos...
Hay olor a prados y a antigüedad. Bajo las sombras de la tarde
desfallecida, el convento acariciado por los nogales cargados de fruto,
tiene más preguntas y más evocación...
***
Al salir de su hondura, todos los claros reflejos del sol ya muerto
se esparcen por las tierras llanas... Una llanura de oro viejo coronada
por un nimbo rojo, unas murallas de plata oxidada, y en los cielos la
azul frialdad de la luna en creciente... Por encima de todo esto, es la
gesta que da voces de hierro sobre los campos, muy altas, muy
fantásticas, muy sangrientas, sirviéndole de perfume, el sollozo de una
canción de tarde de Schumann que pasa dolorosamente por mi alma.
...oooOOOooo...
Monasterio de Silos
I
El viaje
Hay que salir de Burgos en esos odiosos automóviles incómodos, que
van jadeando ansiosamente con la enorme balumba de maletas y sacos de
viaje. Ante el auto se abre el gran ángulo de la carretera, que se
pierde en el confín, con sus filas de álamos esbeltos y rumorosos.
Es un día del Agosto sereno y el sol resalta la gama roja del
paisaje... En algunas umbrías de retamas, tiene el suelo el encanto de
un rosa fuerte, en los árboles y en las hondonadas, brilla toda la
escala del azul, en los tremendos vientres de las ondulaciones grita el
rojo ensangrentado, y sobre las lejanías indefinidas, hay truenos de
plomo y de sol. A veces quiere la llanura ser la expresión del paisaje,
pero en seguida nacen los suaves lomos de las colinas.
Entre las muertas desolaciones del color, surgen cruces antiguas
casi derrumbadas, cercadas de árboles y de hierbas... Pasan los
pueblos, tristones, mudos, de una amargura apasionada, con sus iglesias
como bloques de piedra, enseñando las torres llenas de fortaleza, con
sus ábsides silenciosos... El automóvil va jadeante y antipático
insultando con su bocina a la gravedad del paisaje, hundiéndonos en
vagas sombras y en plenitudes de luz.
Pasa el automóvil junto a un maravilloso palacio del
renacimiento enclavado en estas soledades a la sombra de grandes
árboles, con sus balcones volados, sus rejas espléndidas..., hoy solo,
cerrado, luciendo su altiva grandeza junto a un huerto de jazmines... En
seguida brota la leyenda popular... "Esto, me dicen, fue el refugio de
una tapada señorial que enamoró a Felipe Segundo..." Las torres del
palacete se pierden entre los ramajes. Sigue la carretera su cinta
silenciosa llena de claridad cegadora... Entre las torres que desfilan
por ella hiere nuestra emoción un torreón guerrero de piedra gris, solo,
a la salida de un pueblecito, con traza de romance de amores, un poco
desvencijado por el peso dulce de un manto soberbio de yedras. Son los
álamos altísimos y escuetos, dando a la carretera un acento funeral.
Por fin se descansa al dejar el automóvil, que se pierde en las
lontananzas gritando horrorosamente. Quedamos los viajeros en el corazón
de Castilla, rodeados de sierras severas, en medio del abrumador y
grandioso paisaje. Hay suavidades de sedas fuertes sobre los suelos...
Para llegar a Silos se toma una diligencia desvencijada y pobre,
tirada por tres bestezuelas llenas de mataduras donde se cebaban las
moscas. Los viajeros eran personas vulgares, con gestos de idiotez, que
ansiaban subirse pronto no les fueran a quitar el sitio, gentes que no
veían la maravilla solemne de las lejanías. Unas mujeres con niños en
brazos, un cura con la sotana verdosa y sin afeitar, otro jovencito con
unas gafas enormes con aire de seminarista, y unos deplorables tratantes
en ganado. Nada interesante decían; unos dormitaban, y otros charlaban
de cosas idiotas... El mayoral arreaba graciosamente al ganado con una
voz de armoniosa virilidad gutural. Tenía cierto gesto de arrogancia y
señorío. Blancas nubes de polvo envolvían al coche. A veces éste se
deslizaba rápido por las cuestas entre las garras grises de los tomillos
empolvados, al sonsonete lánguido y adormecedor de los collares.
En el interior de la diligencia todas las personas callábamos.
Era uno de esos instantes de meditación general que suceden en los
viajes y en los que el sueño va tendiendo sus cadenas melosas e
invisibles derramando sus bálsamos en los corazones, haciendo entornar
los ojos en un espasmo de gratitud corporal, y danzando con las cabezas
caprichosamente... Alguien pronunciaba una palabra y en seguida callaba;
el ambiente adormecedor y lánguido le hacía callar. El señor cura
roncaba beatíficamente, con la boca entreabierta y moviendo el vientre
con ritmo ridículo; el joven de las gafas suspiraba con afeminamiento
monjil, alguno se desperezaba, y una mujer de mirada apacible hizo
florecer en la semioscuridad de su traje un seno blanco, enorme,
temblorosamente augusto, para dar de mamar a la nena rechoncha y
rubiasca, que posó en su punta ennegrecida la casta rosa de su boquita.
El mayoral comenzó a cantar fuertemente. Yo temblé todo. Pensaba
hallar por estas seriedades de color y luz, alguien que pusiera en su
voz algún noble canto castellano, que tanta fortaleza tienen y tanta
tranquilidad..., pero quedé horrorizado. En vez de una melodía casi
gregoriana por su lentitud y sencillez (matiz que tienen muchos cantos
de estas tierras) escuché un cuplé espantoso, de una fea chulería
madrileña. El cochero gritaba las notas de una manera imposible de
soportar. Todas mis meditaciones se rompieron... Sólo pensaba
amargamente en la detestable y criminal obra de algunos musiquillos
españoles... Haced melodías; pero ¡por Dios y su madre! ¡no hagáis
habaneras de alma grosera y canallesca!... Los cascabeleos de los
animales tienen un crescendo, y me libran piadosamente del cantar... Los
montes surgían con suavidades doradas enseñando sus lomos escamados con
piedras redondas y tomillares oscuros.
Tiene la diligencia un descanso en un pueblecito tranquilo, con chimeneas enormes.
La plaza conserva algunas casas hundidas en el suelo, con
escudos admirables y originales cubiertos de negro. En una de ellas hay
una fragua, viéndose entre las negruras profundas del antro, el inmenso
granate del carbón encendido, y los ojos parados y penetrantes de los
trabajadores. Juegan unos niños con un perro en pleno sol. En un
sombrajo pobre hay gallinas jadeantes. Mis compañeros de viaje se
despiertan, charlan y protestan porque no nos ponemos en marcha. Una de
las bestias, vieja y cansada, tiene una formidable expresión de dolor,
moviendo resignadamente la cabezota, cerrando sus ojos pitarrosos
enrojecidos por el polvo de la carretera, tratando de aspirar
involuntariamente un aire consolador. ¡Pobre animalejo simpático y
trabajador, que recorres estos caminos siempre en los inviernos crueles y
los estíos espléndidos! ¿Quién creerá que eres más noble y digno que
estas gentecillas que chillan siempre llenas de egoísmos? ¡Pobre víctima
de nuestro Dios, condenada para siempre a llevar y traer gentes que ni
siquiera te miran! ¿Quién creerá que eres más buena, santa y digna de
admiración que muchísimos hombres? ¡Pobre podredumbre fisiológica,
humilde sacerdote de un rito de fuerza! ¡Cuántas más elegancia y
caballerosidad tienes que estos tratantes que llevo a mi lado! Y el
animalejo humilde y bueno, movía desesperadamente todo su cuerpo,
espantando a las moscas que iban a cebarse en las heridas hondas que
tenía sobre sus lomos...
Otra vez seguimos la carretera adelante y el paisaje fue tomando
serios acordes de grandeza salvaje. Había montes potentes de sencillez y
grandeza, peñascos rudos, y manchones de rojos extraños.
Serpenteaba el camino por el monte haciendo curvas y pendientes
rápidas. Otro momento de meditación íntima invadió a los viajeros.
Momentos estos en que se borra el paisaje con un solo color. Momentos
silenciosos de monotonía solar. Momentos de inquietud sin inquietud...
La diligencia desciende airosa del monte por una cuesta reptilínea y se
divisan en el fondo de un valle pequeño y agradable, los tejados rojos
de un pueblo junto a los cristales mansos de un río.
II
Covarrubias
Entra la diligencia en la primera calle atrayendo las miradas de las
gentes. Pasa una cruz de estructura bizantina, admirable y solitaria y
se cruza por bajo de un soberbio arco de triunfo, puerta de la ciudad.
Es dorado y aristocrático, de un renacimiento maravilloso. Tiene grandes
rejas repujadas y adornos de cuernos de la abundancia, hojas y escudos.
Después el coche se detiene junto a una puerta ojival en que impera un
escudito. Es el mesón. El mesonero es a la vez médico del pueblo. Es una
figura extraña, con los ojos desencajados, con grandes tufos a la
malagueña y de una finura comedida. Surgió de una puerta rodeado de su
chiquillería y nos saludó amablemente... En una mesa vi unos libros de
Pérez Zúñiga y de Marquina, que son los favoritos de dicho buen señor.
Este pueblo tiene rincones magníficos de añejo carácter. La
calle principal, estrecha, oscura, con casas antiguas desvencijadas y
panzudas, con escudos hasta en los dinteles más humildes. En el suelo
triunfa un empedrado brutal. Hay en las puertas de las casas mujerucas
fracasadas, con los ojos hundidos en las arrugas amarillas de su piel.
Hay hombres que andan lentamente, con las caras negruzcas, los hombros
estrechos. En un soportal con columnas macizas hay figuras humanas
retrepadas en las paredes, angustiadas inconscientemente de aquel
ambiente tan abrumador. Siente ansia el corazón de ver una cara fresca y
rosada de mujer. Pasan unas mozuelas por la calle con sus refajos
vuelosos, de caderas exageradas pasadas de moda, pero en sus rostros
jóvenes está impreso el amargo sello del aburrimiento trágico de la
población.
La plaza principal tiene armonía de leyenda guerrera. En el
fondo se alza el palacio del conde Fernán González, con su gran portada
ojival, con sus balcones caballerescos. La hierba, esa artística
enamorada de lo antiguo, orla con su cinta verde al palacio abandonado y
ruinoso. Más hacia la derecha empiezan las columnas de un soportal
ahumado.
A la salida del pueblo aparece una gran pirámide truncada, una
gran torre de plata sucia en la cual las lluvias han señalado bucles
esfumados de oro, de granates, de topacios... Es la torre de doña
Urraca. En el interior nada hay de particular a no ser el eco de leyenda
popular que encierran todas estas reliquias de la antigüedad. Es la
leyenda incompleta, o a mí no me la contaron... Sólo me dijeron,
señalándome el sitio: "Ahí estuvo emparedada mucho tiempo la infantina
doña Urraca por orden de su padre"..... "Pero, ¿por qué?"... Y el señor
acompañante no lo sabe decir.
Tiene esto perfume de cuento de niños. Una infantina medieval
emparedada por su padre... ¿Sería por amor tal vez?... No lo sabía el
señor acompañante, pero mejor está así. Hoy, esta torre grandiosamente
romántica, es un palomar. En las barbacanas destrozadas, en su techo,
hay nidos de palomas que la cercan siempre con sus aleteos. Un rosal de
té quiere abrazar la fortaleza.
Más allá se levanta el chato campanil de la colegiata, cobijando
al cuerpo de la iglesia. Tiene la iglesia el eterno ojival de estas
tierras, con los trazos fuertes que se besan en un rosetón, con los
arcos un poco chatos, con los mismos ventanales de siempre. En las
paredes chorreando humedad, los monumentos sepulcrales enseñan a los
caballeros rígidos con sus armaduras, a las cartelas con inscripciones, a
los angelotes... Debajo del altar mayor están los sepulcros de las
hijas de Fernán González, custodiados por un ángel. En una capilla de la
iglesia y junto a una fila absurda de soberbias esculturas románicas,
bizantinas y góticas, puestas sobre una tabla carcomida a son y sin ton,
está el altar de los patrones del pueblo, los santos mártires San Cosme
y San Damián. Son dos muñecos de caras estúpidas vestidos de un damasco
descolorido, con cabelleras tiesas y apretadas, y con unos sombreros
enormes llenos de polvo. Estaban cercados de exvotos, y ante ellos una
luz lloraba tranquila. El párroco declaró que eran las imágenes
favorecidas por el pueblo, el cual había depositado en ellas todo su
entusiasmo religioso... Una gran pena crepuscular me invadió... Toda la
fe de un pueblo estaba depositada en estos muñecos mal hechos, juguetes
de un hijo de gigante... Es decir, que toda la visión del más allá de
esta desdichada población mira únicamente a estas dos ridiculeces con
forma... En las demás capillas hay santos llenos de polvo, con los
trajes deplorables... Más allá está el gran retablo flamenco de la
adoración de los Magos. La Virgen, llena de gracia candorosa y de
movimiento musical, tiene al Niño sobre las rodillas para que reciba la
ofrenda piadosa del rey negro, que sostiene un cáliz de oro entre sus
manos distinguidas... Los demás personajes no están en el alma de la
escena. Todos contemplan. Solo hay un diálogo de ojos entre María la
dulce y el negro monarca de los ensueños infantiles...
En la amplia sacristía y sobre las cómodas, hay cuadros de
colores suaves. Hay algún interior flamenco que tiene la luz admirable,
de Vermeer... En el claustro, lleno de hierbas marchitas, el sol habla
en tono dorado. Los calados de la arquería escriben sus formas sobre el
suelo calcinado...
Ya en la calle había un perfume intenso de pan. Unas mozuelas
pasaron ramplonas, secreteando. El río copiaba a un puente... Cabeceaban
los álamos.
III
La montaña
Atravesando callejas de estructuras fantásticas, con las casas
hundidas en la tierra parda, donde se percibe el olor de los establos
calientes, se da vista a un rincón oculto con una iglesia cerrada llena
de silencio magno. Para volver a la plaza principal se cruza una calle
estrecha y agobiadora, con una casa en la que reza una inscripción:
"Aquí nació el divino Vallés". Una mujerzuca vestida de negro, con los
ojos muy grandes, azulados, bobos, dice con voz chillona, como queriendo
explicar: "Sí, sí, el divino Vallés, el divino Vallés, el médico de
Felipe Segundo" ... Damos gracias a la mujer, y atravesando la plaza
llegamos al mesón...
Hay que tomar el coche otra vez para subir a Silos. A la salida
del pueblo comienza la gran cuesta por la que hemos de subir... Sobre la
plata azul lunar del río, se retratan los árboles, fundiendo sus verdes
oscuros en el abismo enigmático de las aguas. Sobre el cielo hay un
florecer continuo de nubes blancas que matizan la melodía solar... Trepa
el coche la cuesta con cansancio. Ni el mayoral arrea siquiera las
bestias. El sol escancia su esencia de fuego.
Los rojos tejados de Covarrubias se van hundiendo en la hermosa
armonía del paisaje, la torre funeral de doña Urraca quiere mirarse en
el río. Hay sombras de humedad por las riberas...
A poco estamos en plena sierra. Luchan las cumbres unas con
otras para levantarse más, las primeras se acusan salvajes, llenas de
tomillos y encinas, otras más lejanas álzanse grises, pálidas y moradas,
y en los confines asoman algunas su violeta fundido con el cielo.
Avanza el coche lentamente por la carretera que es como un
enorme anillo que abarcara los vientres de los montes. Brilla el paisaje
su tono opaco y sobrio... Vive en el ambiente una soledad augusta y
salvaje. Hay derrumbaderos inmensos de piedras rojizas. Hay garras
sobrehumanas con terciopelos de musgos polvorientos. Hay contorsiones de
bárbaras danzas en los árboles sobre los abismos.
Suena el viento de la sierra con ruido dramático... Viento
fuerte, cargado de aromas admirables. Viento agradable y dulce, con
solemnidad bíblica. Viento de leyendas de ánimas y cuentos de lobos.
Viento que tiene alma de invierno eterno, acostumbrado a ladridos de
perros y rodar de peñas en el misterio de la media noche... Viento lleno
de poesía popular, cuyo encanto miedoso nos enseñó la abuela al conjuro
de sus cuentos...
En la cara me abofetea francamente, ungiéndome con la nevada frescura que encierra...
A medida que vamos andando van naciendo grandes chorreones de
encinares sobre la tierra en declive, remolinos de yedras azules, dulces
enebros inclinándose en las pendientes bravías.
A veces y dominando las malezas empolvadas, se levantan ensueños
maravillosos de ciudades medievales, murallas de un oro formidable como
encantados castillos de leyenda bruja, evocaciones de antiguas
construcciones orientales, parajes sombríos de tragedia guerrera... A
medida que cambiamos de posición surgen nuevas ciudades de piedra, con
murallas formidables en las que avanzan cubos ramayanescos... Sobre esas
murallas hay puertas de piedra como el sepulcro de Darío en
Narkch-I-Rustem, con toda la fúnebre grandiosidad de dicho monumento.
Algunas veces entre las llamas pétreas de las rocas, se dibujan
espléndidas escalinatas de una fastuosidad imperial, que nacen de un
abismo para conducir a un sitio ignoto e imposible... La carretera va
desliando su cinta serena. Agota el color gris hasta sus tonos más
raros. En algunos barrancos profundos se mueve un mar de verdor fuerte.
En los valles que cruzamos brillan los trigos llenos de sol.
Pasan los pueblecitos originalísimos de color, con sus campanarios
esbeltos y románticos, con los tejados rojos, las casas grises y
oscuras. En alguna pequeña hondonada un pueblo de éstos lleno de gracia
se recuesta en el declive con una dulce sonrisa ingenua. Unos nogales
enormes, corpulentos, centenarios, riman su color bronceado con el rojo
pelado de los suelos. Más allá, algunas pobres plantaciones y unas hoyas
anchas rebosantes de morado. Parece copiar este panorama algún dibujo
infantil... Los otros pueblos nacen de verduras veraniegas enseñando sus
torres con sus campanas que semejan Santos Cristos desfigurados.
Los árboles lejanos y los cipresales parecen torres góticas esfumadas en tintas suaves.
Vuelven a pasar las agrestes plenitudes de la sierra. De grietas
enormes nacen alcaparras como verdes cascadas congeladas sobre las
piedras. Hay raros alfabetos en los suelos y en las paredes gigantes.
Hay rostros y escenas dibujados en las canteras. Hay pedruscos
redondeados que están sobre las pendientes con ansia de rodar a la calma
cárdena de las honduras. Hay serios bosquecillos de retamas que son las
moradas oscuras de los lagartos. En el olvido de algunos esquinazos
abren las bocas de sus antros las culebras.
Bajo la calma divina del cielo rueda el coche al son de los
cascabeles, espantando a las codornices que vuelan alocadas por el
miedo, y ahuyentando a algunos sapos espantosos que meditaban en la
vereda del camino.
De las cumbres más altas descienden al abismo silenciosas
procesiones de pinos con sus cuerpos morados, con sus cabezas de
ensueños crepusculares.
Brotan de los suelos piedras lisas y pulimentadas como si fueran
calaveras de gigantes enterrados. En los declives hormiguean líricos
manantiales de flores amarillas, de sencillas rosas tornasoladas, de
espumas florales bravías...
Y más encinas... y más enebros... y más pinos y más viento fuerte y acariciador.
Los altos álamos de cascabeles que cantó Góngora, rumorean
gratamente su tempo rubato. Después de varias calmas de mutismo interior
apareció ante mi vista el antiguo monasterio. Entre la fortaleza del
caserío se levantaba la torre de la iglesia que parecía desde la
carretera, una custodia procesional de piedra gris, o una gran copa de
bálsamo como las que puso en manos de sus Magdalenas el genial Leonardo
da Vinci.
El caserío se asienta en una suave hondonada... los montes amenazadores quieren derrumbarse sobre él.
IV
El convento
Unas murallas almenadas abarcan al caserío. En el interior está el monasterio.
La portada es fea, desproporcionada. A nuestra llamada apareció
un lego sucio y desarrapado que abrió la puerta. Tenía un aire humilde
de mujer... Entramos en un gran patio de desolaciones doradas, todo
piedra, de una frialdad artística desconcertante. Se cree hallar a la
entrada de este monacato al claustro románico que le da fama. La
impresión es desagradable. Por fin nos dan hospitalidad...
La celda es blanca y sombría con un Crucifijo modernista y una
mesa de palo llena de manchas de tinta. En un rincón la cama oculta su
blancura entre cortinas. Por la entreabierta ventana llegaba el evocador
y fantástico viento serrano... De cuando en cuando se oye en la soledad
el frufrú brusco de los sayales frailunos al cruzar la galería. Ya
pronto sería de noche. La campana del convento hacía jugar con su bronce
a los sonidos lejanos de las sierras... Dos perrazos enormes que había
en el primer patio se preparaban para aullar en la media noche... Fuera
de la celda se divisaba una galería en la cual danzaban rítmicamente las
sombras. Desembocaba en una escalera de piedra gris en la que
triunfaban por su tamaño colosal unas figuras lamentables de santos
frailes, con los negros sayales, los báculos dorados, las coronas
absurdas, ante las cuales ardía santamente una luz roja desconsolada.
Había miedos de color por las honduras pétreas... Se escuchaban sordos
ruidos de sayales, tintinear de rosarios, cuchicheos misteriosos,
escalas cromáticas de pasos que se apagaban en terciopelos profundos, y
silencios fuertes que sonaban a caricias de la inquietud... La luz se
iba escapando por los ventanales precipitándose las cascadas de sombra
por las crujías y aposentos...
Al entrar en la celda, estaba invadida por la luna llena...
Cerré la puerta... todo era un silencio sonoro. Quiso el alma meditar
pero el sacro horror de la paz pasional se opuso. Era una hora nunca
vivida por mí y sólo era posible la contemplación involuntaria. Se abren
las rosas de nuestro mundo interior en estos reinos del silencio y al
exhalar todos sus perfumes caemos inevitablemente en la miel de la
confusión espiritual...
La luna caía de lleno en la estancia. Al acostarme sentí la
trágica impresión de ser un prisionero en aquella mortecina soledad...
A poco los perros comenzaron sus ladridos y lamentaciones
patéticas. Tenían algo sus voces de profético en el silencio. Clamaban
dolorosamente, quizá contra su forma y su vida.
Eran los aullidos masas espesas que hacían temblar a la horrible emoción
del miedo, sonidos que les salían de lo más hondo de su alma, monólogos
de actores de una tragedia formidable, que sólo siente la luna que
pasea entre estrellas su luz femenina y romántica. Llantos de almas
grandes embriagadas de dolores infinitos, preguntas sombrías a un
espíritu frío e impasible, canciones de lúgubre armonía dichas con una
trompa de dolor extrahumano, gritos apocalípticos de torturados
cavernosos, imprecaciones fúnebres que tienen acento bíblico, acordes
dantescos que hieren el corazón... Caos simbólicos de una vida de
pensamiento... Hay algo ultrafuneral que nos llena de pavor en el
aullido del perro. No sabemos qué clase de emoción nos invade, sólo
comprendemos que hay algo en el sonido que no es dicho por el animal,
sólo pensamos que en las modulaciones musicalmente espantosas que
encierra se esconde un espíritu sobrenatural... Comienza el aullido por
un grito atiplado, doliente y entrecortado como un sollozo humano,
después entra fuertemente en grave tesitura de un suplicio infernal... y
hay temor, mucho temor en el perro cuando aúlla, porque aguza los
oídos, tiembla, entorna los ojos con expresión de maleficio satánico, y a
veces se entrecorta con un hipar de desgarramiento interior. Es algo
que eriza el cabello, son presentimientos de angustia latente en los
mundos lo que nos invade al oír el drama del aullido. Es una maldición
sarcástica que viene de muy lejos, es un horror supremo... y queremos no
oírlo y apretarnos con nosotros mismos... y queremos correr y cantar...
pero siempre nos llega la intensidad dramática del atroz sonido dicho
por la lira del miedo, que a veces quiere estallar en abismáticos y
negros sonidos y a veces quiere escalar una nota desconocida en la gama
extraña de los miedos.
En una nueva Teogonía que soñara el enorme y admirable Mauricio
Maeterlinck, el perro sería un ser de alma buena, hijo de un caballo
fantástico y de una virgen rara, pero al que la Muerte tomara para
anunciar sus triunfos sobre los hombres... y el perro fiel y amigo de
los humanos sufriría enormemente, pero sería el heraldo genial de la
Pálida... La Muerte llega y ordena a los perros cantar su canción...
Ellos al presentirla gritan, no quieren obedecerla, pero ella les hiere
con sus espuelas de plata invisible y entonces nace el aullido. No se
comprende de otra manera cómo un animal tan noble y pacífico pueda
gritar con esa solemnidad aterradora y fúnebre... Sí, es la muerte, la
muerte, la que pasa por los ambientes con su enorme guadaña
ensangrentada que los perros ven a la luz de la luna..., es la muerte
inevitable que flota en los ambientes en busca de sus víctimas, es la
muerte el pensamiento que nos inquieta al conjuro diabólico del
aullido... Hacia unos parajes enigmáticos e imposibles lleva la muerte a
las almas... Ven los perros (esos seres de una mitología desconocida)
una mentira o una verdad y aúllan, aúllan lentamente, majestuosamente,
con la voz profunda que mana de muy hondo, en la cual el espanto tiene
fastuosidades
asiáticas..........................................................................
No cesan los perros de aullar... En las paredes altísimas y
blancas de la celda, la luz amarilla de una vela pone ondas de sombras
extrañas y vivientes latidos que lo llenan todo. A veces
parece que el techo se quiere hundir en la opacidad lejana de la luz...
Siguen los perros su tragedia. Alguien desde una ventana, quizá lleno de
religiosa superstición, quiere hacerlos callar... Hay miedo intenso en
mi alma. Dentro de mí se agita una afirmación sobre el aullido de los
perros, que escribió el loco y fantástico Conde de Lautréamont. En la
habitación se quebraban melosamente dos grandes chorros turquesa de la
luna.
***
En la mañana siguiente me despertaron los cantos hermosos de los
frailes y los potentes ladridos de los perros. La muerte ya los había
abandonado. Descendí por las galerías espléndidas de luz, cruzándome con
algunos religiosos que me saludaron con complacencia. Estaba la mañana
magnífica, agradable. Mañana del estío en estos lugares de sabor
serrano. Tuvo la luz un marcado matiz azul al entrar en el formidable
claustro románico. No se puede dar idea del salto que se da en la
historia al penetrar en este rincón de antigüedades vivientes, de
leyendas románticas de monjes y guerreros. Es el claustro bajo el que
tiene la emoción de lo pasado, y las historias de tormentos artísticos
grabadas en piedras. Es achatado, bajo, profundo, solemne, fuerte,
emotivo. En sus galerías proporcionadas y maravillosamente tristes, está
clavada la esencia eurítmica de una edad brutal, tosca y solemnemente
expresiva. Los arcos viriles y graves, se quieren perder en un fondo de
negruras y austeridades profundas. La luz es de un suave azul.
En el final de una galería hay una inmensa Virgen bizantina,
pintada de colores fuertes. Está sentada en un trono con el Niño en sus
rodillas. En las vírgenes de esta clase se nota siempre un candor
ingenuo, lleno de religiosidad adorable..., pero en ésta está retratada
la soberbia dignidad de un candor feroz. Y supone silencio y extrañeza
la enorme imagen, que da con la cabeza en el techo, con los ojos muy
abiertos sin mirar a ninguna parte, con las manazas exageradas, con la
rigidez de su época... En el suelo del claustro entierran a los
monjes..., vemos señales de enterramientos que sólo se conocen por una
letra... Más allá, en la misma galería en que está la imagen bizantina
se levanta el antiguo sepulcro de Santo Domingo, al que sostienen dos
leones quiméricos. Frente a él hay una capillita feísima, detestable, de
la que protestan las grandezas del claustro, que tiene por retablo una
estampa muy grande, con un rechoncho Corazón de Jesús catalán, rubio y
guapo, luciendo su flamante peinado chulesco y su barba recién peinada
por el peluquero.
Cada vez que se miran las arquerías magníficas, estalla en el
alma un acorde de majestuosidad antigua... Hay sobre los suelos un
empedrado caprichoso y característico. Hay humedades inefables y
consoladoras... En el centro del patio, antiguo cementerio, una fuente,
también detestable e insultante (es de risco modernista), canta una rima
de sosiego. La maravilla espiritual de un ciprés sube muy alto,
queriendo besar al campanario vecino. En el jardinito hay algunos
árboles más, unas alfombras de flores amarillas y yerbas umbrosas...
En una pared del claustro duerme un caballero de nobleza
castellana, que fue el héroe de una hermosísima gesta de amor. Un monje
inteligentísimo y sabio nos la cuenta. Pasan por la leyenda que tuvo
realidad en las tierras de Castilla, las figuras de siempre... El
caballero generoso y valiente, el moro aristocrático y amigo, las
mujeres de ambos... Luego las bodas llenas de magnificencia, las
guerras, y la tragedia final... un amor de amistad que triunfa del amor
patriótico)... Fuerte y serena surge la leyenda de los labios
apasionados del religioso, brillan sus ojos melancólicos en el ensueño
de una evocación artística.
En el techo original y raro, pintado de colores, en los que
predomina el rojo, el blanco y el gris, que el tiempo fue dando vaguedad
borrosa, hay escritas millares de escenas raras y desconocidas. Sobre
las vigas se ven pinturas estrambóticas de difícil interpretación. En
unas hay animales fantásticos, toros, serpientes, grifos, leones,
murciélagos, signos cabalísticos, contorsiones de líneas. En algún lugar
hay pintada grotescamente una escena de gran profanación religiosa...
Es una misa celebrada por un asno, al que sirve de acólito otro animal.
El oficiante está revestido de casulla y demás ornamentos. En el fondo
hay una cruz negra. Hay alguna otra escena llena de humorismo gracioso y
discreto.
Se nota un gran contraste entre estas pinturas llenas de una
gracia irónica, y un sangriento refinamiento de burla, y la soberbia
robustez de los capiteles sobre la columna chata y sentida.
Los capiteles grandes y macizos según la proporción del
conjunto, son el encanto artístico del claustro... Muestran una época en
que el sentimiento de las líneas tuvo una admirable apoteosis de
comprensión y de fuerza. Los dibujos son de una sobriedad complicada, un
bosque de líneas graciosas y mórbidas ordenado y correcto... Son tallos
vegetales lo que muestra la piedra dorada, son tejidos artísticos,
bordados primorosos y delicados. Es cada capitel una piedra preciosa
enorme, pero sin brillo. Está tallada magistralmente. Tienen los
capiteles hojas raras, acantos varios, enredaderas exóticas, enrejados
cálidos, plantas míticas desconocidas, estilizaciones vegetales. En los
más predominan las representaciones de animales. Ya había visto en Ávila
el capitel de dos pelícanos con los cuellos amorosa y extrañamente
enlazados en un estremecimiento espasmódico; pero no había visto las
representaciones de locura en el capitel románico. Bien pudiera ser
porque nunca contemplé tan de cerca el capitel, pero el caso es que me
causó asombro y admiración profunda las escenas de tortura infinita que
observé. En medio de lo de la fauna de tallos y hojas aparecen en
algunos capiteles arpías de pesadilla con cuerpos de búho, con alas de
águila, con cabezas de mujer..., y estos pájaros se muerden unos a
otros, juntando sus bocas, antechocando sus alas, en espantosas
inversiones de expresión inverosímil... En otros estas escenas están
formadas por animales extravagantes, que se muerden las colas unos sobre
otros con marcada expresión sexual, de un sexualismo satánico, formando
trinidades espantosas de tortura carnal.
En algunos, seguramente de los últimos que se labraron, hay
figuras humanas, unas representaciones simbólicas y una escena de la
historia santa. En las cuatro esquinas del claustro hay bajorrelieves
con una virgen guardada por angelotes preciosos remotamente italianos, y
escenas de la vida de Jesús. Éste aparece representado con vestiduras
orientales, el cabello y la barba hechos bucles menudos y rígidos como
un sacerdote asirio.
Tienen las figuras de los bajorrelieves majestuosidad de danza
bruta y melancólica, la gravedad litúrgica de un oficio sagrado, el
hieratismo inquietante de una visión celeste... Se ve el claustro alto
pleno de luz dulcísima...
Por un fondo de luz azulada avanzan dos novicios, que pasan muy
cerca. Uno tiene cara de inteligencia; el otro posee en su rostro un
carácter bestial... Son oblatos.
Subimos al claustro alto, adornado frailunamente con santos
grandotes, cuadros antiguos y fotografías... Toca una campana grave.
Cruzan los monjes la galería para ir al coro... Por una puerta se
pierden, cubiertos con la elegancia severa de las cogullas.
***
Es la hora de la misa mayor. Por las encrucijadas y las galerías se
sienten los pasos ligeros y apagados de los monjes que van a coro...
Clama una campana lentamente... La mañana serena se derrama espléndida
sobre la masa conventual. Tiene el ciprés un divino anhelo de sol... El
claustro románico queda desierto y sonoro. Por la hermosa puerta que
comunica con el sepulcro de Santo Domingo pasa una procesión de monjes.
Las cabezas se ocultan en las severas cogullas.
Con ellos voy a la iglesia. Es una iglesia fría, enorme,
destartalada, antipática. No tiene retablos, ni imágenes, ni color. En
el altar principal se venera un San Sebastián mártir, que muestra su
desnudez de una manera antiartística. En el suelo están los ciriales
fúnebres de las familias del pueblo. Está la iglesia desierta, húmeda...
sólo dos o tres viejos consumidos, de miradas perdidas, tosen de cuando
en cuando turbando al eco que se levanta y les contesta lúgubremente.
El coro aparece encerrado tras una verja fuerte.
Yo tomo asiento en el antecoro entre los legos y los oblatos...
La ceremonia comienza. El Abad ocupa su alto sitial presidiendo a las
dos negras filas de monjes. Empiezan las salutaciones a la Trinidad
católica haciendo todos una soberbia inclinación de cuerpos que no
levantan hasta que han apurado el último Gloria. Luego se sientan, se
levantan, se quitan las capuchas, se las vuelven a poner, todo esto con
un ritmo admirable, con una teatralidad trágicamente solemne,
conservando toda la enorme fortaleza de la litúrgica antigua. Hay una
pausa corta mientras salen los oficiantes que van a decir la Misa. Éstos
cruzan la iglesia muy despacio precedidos de novicios con incensarios
que no tenían las manos precisamente como las de los mónagos del
delicado verso de Verlaine. Los sacerdotes llevan capuchas blancas como
las albas, en las que resalta la tela rica de las casullas, de un verde
brillante y plateado. El altar los esperaba con los divinos cirios
encendidos, con los paños inmaculados y religiosos, orlados de encajes
humildes. Son los monjes que ofician hombres de tez curtida, de andar
grosero, de manos impuras por el color negruzco que tienen, llenas de
cerdas, ese castigo cruel de la naturaleza. Seguramente el prodigioso
altar temblará. Debiera por estética no permitir a estos hombres decir
la Misa, tocar el cáliz de aristocracias santas, alzar la hostia sublime
símbolo de pureza y de paz universal. Las tareas sacerdotales debiera
tenerlas la mujer, cuyas manos que son azucenas rosadas, se perdieran
entre las blancuras de las randas, manos dignas de alzar la hostia y de
bendecir, lirios de verdadero encanto sacerdotal, y cuyas bocas pudieran
posarse en el cáliz como suaves granates de pureza apasionada, únicos
labios iniciados por su belleza o por su significación simbólica, para
recibir las armonías místicas e inefables de la sangre del cordero
celestial. Es feo que estos hombrotes burdos hundan sus labios en las
prístinas claridades del gran misterio y sacrificio.
Llegan los sacerdotes al altar y empieza el canto gregoriano formidable y emocionante.
Tienen los monjes las cabezas dulcemente inclinadas sobre los
breviarios. Están en el abismo de la austeridad musical. Entra luz
potente por los ventanales. De todos los pechos, con el mismo ritmo y la
misma acentuación grave, brota la melodía de severidad monumental. La
melodía, como enorme columna de mármol negro que se perdiera entre las
nubes, no tiene solución. Es accidentada y lisa, profunda y de un vago
sentimiento interior. Van las voces recorriendo todas las melancolías
tonales a través del mundo fantástico de las claves. Hay exageraciones
de solemnidad catedralicia en el canto... Hay una danza caprichosa y
extraña de notas, huyendo de la modulación sentimental. Quiere el canto
gregoriano dar la impresión de grandeza, de austeridad recia, de
recogimiento espiritual, de incensar seriamente a la divinidad con voz
exenta de apasionamiento. Quiere la melodía elevarse por encima de todas
las cosas existentes. Entonar cánticos de alabanzas muy serenos, muy
reposados, pero muy lejos de la tragedia del corazón. Las notas huyen de
los puntos emocionales. Hay jadeares enormes en los cuales una sílaba
va recorriendo notas y notas, que no tienen la resolución que se
espera... Tiene el canto gregoriano en Silos un gran ambiente de
sentimiento. Estas melodías, que deben decirse al unísono y sin música,
las cantan aquí acompañadas por un órgano de voces suaves y
armoniosas... y ¡está claro! hay en las voces de los monjes entre las
nieblas musicales del órgano un gran sentimiento individual. Es día de
fiesta, y el oficio tiene gran parsimonia de solemnidad en las
ceremonias... Las danzas sagradas de los oficiantes repercuten en el
coro. Se abrazan los sacerdotes y todos los monjes hacen lo mismo.
Cantan un Agnus Dei de melodía rarísima y arcaica... Termina la misa con
una gran solemnidad coral. Las voces potentes y hermosísimas quieren
levantar el techo en medio de los nubarrones de acordes que deja escapar
el órgano... Los pobres legos, hombrotes bonachones y rudos, cantan con
gran unción religiosa. Se acaba la ceremonia y van los monjes en
procesión al sepulcro de Santo Domingo, que está colocado en un altar
deplorable. Allí se arrodillan y rezan.
En las paredes hay grilletes procedentes de antiguos cautivos redimidos.
Por las amplias estancias del monasterio llenas de cuadros con
escenas sagradas, paseo con un monje buenísimo y amable. Es el
organista. Tiene en la manera de expresarse una grata inocencia nativa.
Él, me enseña el relicario que encierra maravillosas arquetas de
esmaltes azules y dorados, huesos de santos... luego veo el cáliz de
Santo Domingo, enorme copa de plata adornada con labores orientales, y
la patena grande y espléndida, rodeada de gemas de colores...
Paseamos por una amplia galería. En un rincón de ella hay un
gran cuadro, en el que está pintado graciosamente mal, el mar, y sobre
las ondas encrespadas y furiosas una gran nave altísima con dos escalas
para subir a bordo. Al pie de ella un monje señala una escala por la que
suben frailes... Mi amigo explicó: "Aquello era la representación
simbólica de una promesa de su orden. Aquel monje que estaba al pie de
la nave era nuestro padre San Benito, invitando a las almas a entrar en
los conventos de su hábito. El mar es el mundo con sus desengaños y sus
penas, la barca es la salvación eterna". Yo callaba contemplativo. "Ha
de saber usted, continuó mi acompañante, que todos los de nuestras
comunidades benedictinas nos salvamos por el solo hecho de ser
religiosos..., así lo prometió nuestro santo fundador." Entonces exclamé
yo: "...No sé cómo no tienen ustedes las casas abarrotadas de
creyentes..., porque mire usted que la promesa es hermosa"... El monje
sonrió escépticamente... "¡Ay, amigo, me dijo, están los tiempos muy
malos!"... y seguimos deambulando por el corredor.
Después hablamos de música. El pobre no conocía nada más que el
canto llano. Entró de niño en el convento y no ha salido de allí.
No sabía lo que eran las maravillas sinfónicas de la orquesta ni
había paladeado el romanticismo grave del violonchelo, ni se había
estremecido ante la furia solemne de las trompas..., únicamente sabía el
secreto del órgano, pero puesto al servicio del arcaísmo gregoriano...
Le nombré a Beethoven y sonó a cosa nueva en sus oídos el apellido
inmortal. Entonces yo le dije: "... Soy muy mal músico y no sé si me
acordaré de algún trozo de música, de esa que usted no conoce, pero sin
embargo, vamos al órgano a ver si recuerdo...".
Atravesamos la iglesia solitaria, subimos unas escaleras
estrechas y polvorientas y entramos en el recinto del órgano... El
religioso, a instancias mías, cantó con la armonía del órgano el Agnus
Dei que había dicho en la misa. Era maravillosamente estupendo...
Cantaba mi amigo lentamente, plácidamente, con quietud casi pastoral.
Después yo me senté en el órgano. Allí estaban los teclados
místicos con pátina amarillenta, filas de pajes del ensueño que
despiertan a los sonidos. Allí estaban los registros para formar las
divinas agrupaciones de voces. El monje inflaba los fuelles... Entonces
vino a mi memoria, esa obra de dolor extrahumano, esa lamentación de
amor patético, que se llama el allegretto de la séptima sinfonía. Di el
primer acorde y entré en el hipo angustioso de su ritmo constante y de
pesadilla.
No había dado tres compases cuando apareció en la puerta del
camerino el fraile que contó las leyendas en el claustro... Tenía una
palidez acentuada. Se acercó a mí y tapándose los ojos con las manos con
acento de profundo dolor me dijo: "Siga usted, siga usted!"... pero
quizá por una misericordia de Dios, al llegar donde el canto toma
acentos apasionados y llenos de amor doloroso, mis dedos tropezaron con
las teclas y el órgano se calló. No me acordaba de más... El monje
apasionado, tenía los ojos puestos en un sitio muy lejos. Ojos que
tenían toda la amargura de un espíritu que acababa de despertar de un
ensueño ficticio, para mirar hacia un ideal de hombre perdido quizá para
siempre. Ojos los suyos de españoles centelleares [sic], cobijados por
las cejas que ya le empezaban a nevar. Ojos los suyos de inteligencia,
de pasión, de lucha constante... Al dejar de sollozar el órgano, salió
sin decirnos nada y se perdió escaleras abajo... El organista exclamó:
"¡Sus cosas!"... Y reía, reía serenamente, bobamente sin comprender nada
de lo que acababa de pasar allí. Descendimos del órgano. Al salir de la
iglesia sentimos una gran palpitación en el ambiente, era un libro
enorme que se había cerrado sobre el facistol.
***
Pasan las horas tranquilas y apacibles.
Por los claustros cruzan religiosos que van a sus quehaceres.
Cavan los legos en la huerta. Alguna vez se oyen lejanos acordes del
órgano tocado por algún novicio que lo estudia. Siempre el mismo
ambiente por las estancias. Llega la hora de comer, una campana suena, y
todos nos dirigimos al comedor. A la entrada el abad afable, nos lava
las manos como respeto y sumisión al peregrino.
Al entrar, todos los monjes están colocados en sus sitios. El abad preside en su trono de madera. Todos están de pie.
El comedor es un salón espléndido y sombrío con dos negras
columnas en el centro. No hay manteles en las mesas. Se respira grandeza
pobre. El abad con los ojos bajos exclama: "Benedicite" y todos
contestan: "Benedicite"... y el salmo. Vuelven las inclinaciones a los
glorias dichos con sonsonete funeral. Hay un silencio al Pater Noster...
y después alguien desde lo hondo del comedor reza una oración con voz
fina..., y al terminar, todos responden lúgubremente: ..."Amén"... y se
sientan a comer. Entra un lego que no oiría la campana y llega tarde al
refectorio. Se arrodilla ante el abad con las manos sobre el pecho, y
con gesto lastimoso de pobre hombre inclina la cabeza. El superior lo
bendice descuidadamente así como el que da un manotazo al aire, y
entonces el desdichado vejete se retira a comer.
En el púlpito blanco a parece un jovencito demacrado con color
de ictericia, la cabeza larga, desproporcionada. Se santigua y abriendo
un librote venerable comienza a leer.
Es la historia de un antiguo padre de la iglesia lo que cuenta
el libro... La eterna tentación del demonio en los anacoretas... Lucha
cruenta con el enemigo invisible que ellos creen del exterior sin notar
que está escondido muy hondo en el corazón... El santo de la historia es
un torturado por conseguir lo infinito. Lo abandona todo y se dedica a
su contemplación interior..., pero de ese misticismo admirable surge la
tentación..., y son monstruos verdes de ojos amarillos, lo que ve bajo
el lecho, y son serpientes de fuego con cabezas de ratón, y son lagartos
gelatinosos y horribles lo que contempla en sus pesadillas... Una vida
de martirios espantosos. Revive la Edad Media en la leyenda frailuna. El
santo huye de las infernales visiones y pasa las noches en vela preso
de un fanatismo miedoso, en las oscuras y trágicas soledades de una
iglesia, golpeándose el pecho, abrazado a un Cristo... Del natural
desquiciamiento del héroe su imaginación tomó los senderos divinos de
las visiones celestiales..., y se siente arrebatado por ángeles
maravillosos y ve entre nubes la suma majestad del omnipotente en su
trono de soles con la cara bondadosa de un Noel, y habla con la
dulcísima y sagrada María de Nazaret en su camino de flores bajo la
lluvia de luz estrellada. Un día el santo admirable, se quedó dormido.
Sus compañeros no lograban despertarlo: llegó la noche y observaron que
el durmiente se elevó en los aires y así estuvo largo rato. Luego
descendió, se despertó, y contó maravillado lo que había visto. Soñó que
entre nubes lo llevaron los ángeles a parajes deliciosos y allí su
espíritu quiso dejar abandonado al cuerpo..., pero como no lo
consiguiera porque así estaría mandado por el Señor, los ángeles lo
volvieron otra vez a la tierra, y el santo sollozó... Era muy fantástico
y literario todo lo que pasaba en la leyenda..., cabezas cortadas que
vuelven a su sitio, apariciones en monasterios viejos y
desaparecidos..., eco de la fe primitiva. El joven fraile leía
espantosamente mal.
Tropezaba a cada instante, y hacía pausas incongruentes. Su voz
era de niño en escuela pueblerina. La trágica vida del santo desquiciado
e histérico, no hacía mella en los espíritus de los monjes. La habrían
oído tantas veces que había llegado a serles indiferente. Los monjes
comían con gran apetito, alguno se apipaba de lo lindo. Los manjares
eran sencillos y frugales. Entre el odioso sonsonete de la lectura se
oía el choque de los tenedores contra los platos de porcelana.
Al terminar la comida hay más rezos y más inclinaciones solemnes.
Después se forma una procesión y se sale del comedor cantando el
Miserere, para dirigirse a la tumba de Santo Domingo, donde después de
orar se disuelve. Empieza el trabajo en el convento.
Deambulando por una galería desde cuyas ventanas se divisan los
montes lejanos, enormes grises macizos con fulgores de plata, me
encontré al monje raro de la escena en el órgano.
Me acerqué a él y charlamos. La conversación fue de música. "¿Le
gusta a usted mucho la música?", le pregunté, y él sonriendo
amablemente contestó: "Más de lo que usted se figura, pero yo me retiré
de ella porque me iba a embrutecer. Es la lujuria misma... yo le doy a
usted un consejo... abandónela si no quiere pasar una vida de tormentos.
Todo en ella es falso... Ahora mi única música es el canto
gregoriano"...
Después charlamos de otras cosas. Es el religioso un hombre de
gran corazón y de una sabiduría extrema. "Cómo se conoce, le dije, que
ha sido usted hombre de gran mundo"... "¡Demasiado! exclamó con
tristeza. Pero yo que he sufrido tanto con los hombres he hallado aquí
un refugio de serenidad y de paz. Ya voy para viejo y no tengo
ilusiones, quiero morir aquí"...
El religioso me cuenta que fue amigo inseparable del genial
Darío Regoyos y que actualmente entre los que van a visítale al
monasterio figuran Zuloaga y Unamuno... En un estante de cristal están
guardadas algunas pajaritas de papel que hace en sus ocios el gran
pensador de Salamanca. Indudablemente es un tipo admirable este artista
benedictino.
Nos separamos. Él tiene que estudiar, pues pronto quiere cantar
misa. Por el fondo de la galería se pierde su figura entre el ruido
sedoso de los mantos.
Nada se oye sino la fuente del patio románico y algunos piares de pájaros sobre los árboles del huerto.
Horas graves de tristeza íntima y meditativa.
V
Sombras
Llegan a lo lejos los mantos de la noche...
Los montes se hunden en las ráfagas claras del horizonte... Una tonalidad azul envuelve al monasterio.
A la salida del comedor después de haber cenado marchamos a la
huerta. Los religiosos tienen un rato de ocio. La huerta adquiere
brillos de misterio en la modulación crepuscular. Todo está quieto y
monacal...
Por las veredas que hay entre los árboles frutales, pasean los
monjes viejos discutiendo de teología y de cosas santas, los novicios
ríen y juegan en un altozano entre ramajes. Suena el croar de ranas de
las charcas y acequias, y mientras tanto entre la calma augusta del
ambiente asoma por entre montes la luna llena, hermosa, magnífica,
aristocrática y patriarcal llenando de luz divina los confines. Ladran
los perros.
En un rincón de la huerta donde hay un estanque lleno de algas y
musgos, y donde la luna se mira al temblor del agua, se sientan dos
frailes ancianos, inclinan las cabezas y quedan en un estado de
inquietud.
Entre un yerbazal se esconde un lagarto.
Es la última hora del crepúsculo, y quieren entrar las sombras
de la tentación... Los viejos se inclinan y rezan sosegadamente,
perdidamente; los jóvenes luchan hasta vencer o no vencer... Mas allá
los montes y más allá y más allá, se abre la sangrienta interrogación al
infinito... Llama la campana con bronceado hastío al rezo tenebroso y
suplicante.
Queda solitaria la huerta.
Por un temblor de ramajes cruza la sombra viviente de Gonzalo de
Berceo que suspira enseñando su roto laúd... A poco y ya esfumado el
último acorde de luz, el viento de las sierras empieza a esparcir su
hermosura y olor . . . . . . . . . . . . . .
En la iglesia están los monjes rezando sin acompañamiento de órgano. Hay sombras oscuras por todas partes.
En el fondo del templo brilla una luz amarillenta que se recorta
como un corazón de fuego. Entre las pausas miedosas de los rezos,
alguien tose.
Al terminar el Magníficat dicho de una manera ordinaria y
sentida, el abad se adelanta sobre las oscuridades de la iglesia y
rezando devotamente, con el hisopo en la mano, derrama agua bendita en
las negruras tremendas del templo.
En éste parece oírse ruido extraño, algo así como de alguien que
corre. Son los demonios del mal que van a ocultarse en sus antros,
huyendo de la plegaria y del agua bendita. La luz ilumina oscilando
alguna cara de carne roja...
Viene el silencio nocturno sobre el convento... La luna en los
claustros graba las columnas sobre los suelos. El ciprés enseña su forma
en el tejado. Pasos apagados y ruidos de rosarios vuelven a sonar por
los corredores. Calla la fuente... Sólo la luna se filtra por todo el
monasterio entre las quimeras de las sombras...
...oooOOOooo...
Sepulcros de Burgos
I
La ornamentación
La ornamentación es el ropaje y las ideas que envuelven a toda
obra artística. La idea general de la obra son las líneas y por lo tanto
su expresión. El artista lo primero que debe tener en cuenta para la
mejor comprensión de su alma es el primer golpe de vista o sea el
conjunto del monumento, pero para expresar sus pensamientos y su
intención filosófica, se vale de la ornamentación, que es lo que habla
gráfica y espiritualmente al que lo contempla... Siempre tiene muy en
cuenta los temas, cuya modulación trágica o sentimental ha de conmover a
la mayor parte de los hombres, y las figuras enigmáticas que lo dicen
todo o nada, y cuya no comprensión ha de hacer pensar... Luego el medio
ambiente porque cada cosa ha de estar colocada en su centro, y es tan
grande la influencia de lugar que varía por completo su expresión... El
tiempo, así como es el gran destructor y el gran ensoñador, es el gran
artista de la melancolía. Nosotros sentimos en toda su grandeza los
pasados por monumentos, tanto por su historia como por su color..., y
parece que los antiguos escultores hicieron sus sepulcros para mirarlos
ahora... Y qué amargura tienen bajo el eterno color de tarde de los
claustros... En todos ellos se desarrollan las mismas ideas de muerte y
de vida, envueltas en una burla sarcástica... Hay como un ansia de decir
cosas, que no podían decir por temor a ser quemados vivos o encerrados
para siempre en una oscura prisión.
Por regla general los artistas que los hacían, los mismos que
trabajaron en los coros y en todas las obras catedralicias, eran gentes
del pueblo, y por lo tanto oprimidos por la nobleza y el clero..., por
eso cuando con sus manos callosas tomaron el lápiz y el cincel lo
hicieron con toda la rabia y con toda intención perversa contra aquellos
de que eran esclavos. Una prueba de esto son las misericordias de los
coros y las ideas de los sepulcros... Hasta la misma literatura de
aquellos tiempos esboza sus ideas anticlericales en figuras simbólicas,
muy difíciles de interpretar... ¡cuántas cosas que no se explican!... En
un sepulcro macizo, en el que descansa un antiguo obispo, el artista
puso por ménsulas a dos dulces cabezas de Jesús, que soportan con
cansada expresión el arco pesado cubierto de una viña de grandes
racimos... Es muy extraño esto, cuando es sabido que los santos, aunque
estuvieran en función de columnas, nunca lo estuvieron en función de
cariátides, porque los que hicieron las portadas tuvieron con ellos esa
piedad...
En los sepulcros góticos, la ornamentación de ideas corre por
unas ricas venas con sangre de pámpanos por los que se retuercen
pájaros, caracoles, lagartos luchando con pelícanos, quimeras de
pesadilla y monstruos alados con cabeza de león. Todo muy diminuto como
temiendo que se vea..., o como si toda aquella fauna engendro del
demonio se escondieron entre los racimos huyendo del incienso o de las
fúnebres salmodias gregorianas... El caballero siempre está con un libro
y cobijado por ángeles y santos con un paje o un perro a los pies...
Toda la flora del gótico se desarrolla en los arcos y en las florenzas
en que adquiere su apogeo. Tuvieron los góticos el especial cuidado de
no romper las líneas y dar una aparente impresión de sencillez
ornamental, pero tuvieron la gran filosofía y la gran burla en sus
figuras.
Si nos detenemos ante un sepulcro gótico, observaremos los
enormes ríos de figurillas graciosas, de diablillos engarzados como
piedras preciosas sobre los doseles de encaje y de formas suavísimas
ocultas en las sombras de las impostas, pero todo ello en germen... Un
estilo tenía que venir que abriendo sus venas ricas las dejara esparcir
sobre sus retablos y sobre sus columnas para dar lugar a una forma ebria
de adornos. El estilo barroco.
Los góticos, voy diciendo, tienen más puñal para con los vicios
en sus sepulcros. Se ven retratados los pecados capitales..., en algún
sepulcro alguno triunfó...
Luego, calvarios ingenuos, escenas de la historia santa y
bosques de ángeles... Los apóstoles los colocaron sobre las pilastras al
lado de aquella perversión, con rostros de éxtasis, de rabia, de
quietud...
Estos sepulcros, sin embargo, son los que tienen más
cristianismo y menos paganía... Ellos son como una muestra de aquellas
edades de hambre y superstición..., tan llenas de terrores a Belcebú y
de gracia picaresca e intencionada. Ellos también son una muestra de los
ya pasados horrores, mostrándonos sus mil escudos con las riquezas del
que ya no es ni polvo...
Pero así como en los sepulcros románicos se sienten los albores
de aquella fe cristiana y tremenda, en los del renacimiento toda la
austeridad románica y la filosofía gótica se cambian en un paganismo y
una lujuria amasada con un raro misticismo que pone al alma en
suspenso... Y a las líneas elegantes y finas del gótico suceden las
fuertes y clásicas líneas romanas y griegas... Y son los plintos llenos
de manzanas, rosas y cuernos de la abundancia los que triunfan, y son
las guirnaldas de calaveras atadas con cintas de seda, y son las luchas
de sátiros con hojas enormes, y son las grecas de cabezas distintas,
entre las cuales el Santiago peregrino asoma su bordón...
Las ideas son todas de una extrañeza incomprensible... Por regla
general estos sepulcros del Renacimiento toman forma de altares como la
mayoría de los góticos por ser ésta la que más se presta a la riqueza
ornamental... Todas las líneas encuadran a tableros llenos de figuras y
flores.
En algunos plintos mujeres desnudas entre paños y guirnaldas de
naranjas, sostienen con gran expresión de dolor canastos llenos de
yedra, en otros hay cariátides fundidas con la pared, que tienen sobre
sus cabezas despeinadas por un viento de acero toda la fábrica
sepulcral..., en todos existen cabezas rotas de toro y león que llevan
entre sus dientes los lazos de las guirnaldas que corren alrededor.
En unos se desarrollan los desnudos con toda su furia lujuriosa,
en otros dentro del mismo impudor hay una tristeza silenciosa que
trasciende a la religiosidad... Es un abad viejo al que sostienen su
urna cineraria dos hombres completamente desnudos mostrando al aire sus
sexos, pero en sus movimientos y en sus ojos entornados, hay toda la
grandeza de una pureza infinita..., pero estas expresiones son las menos
porque en los demás sepulcros hay rostros y contorsiones bellísimas que
son la lujuria misma...
Y para llenar huecos sin adornar, emplearon dragones con caras
primorosas de línea correcta, mujeres con pies de águila y alas abiertas
entre lluvias de hojas y cuernos, y chivos con los ojos abiertos, aves
agoreras enlazadas entre rosas de cien hojas, ogros, bacantes dolorosas,
cardos, acantos, y sobre toda esta sinfonía de ensueño tentador revive
la majestuosa escena del Calvario sostenida por pirámides de ramas, o
por las espaldas de algún hombre colosal...
En los más avanzados del Renacimiento desaparece toda la riqueza
de desnudo, para dar paso a los haces maravillosos de líneas y a los
escudos, como únicos motivos de ornamentación...
II
Tenemos en toda la dolorosa historia de la humanidad un afán, un
ansia grande de perpetuar vidas, o mejor dicho, unas vidas que quieren
hablarnos eternamente por medio de lápidas y de arcos fúnebres... Un
sepulcro es siempre una interrogación...
En la vanidad de los hombres hay negrura interior que les impide
ver el más allá. La vanidad está siempre en presente. Un hombre amado
de ella no puede nunca comprender que pasará su recuerdo y todo lo malo o
lo bueno que hizo, y cuando piensa perpetuar su memoria, cree que él
presenciará todos los posibles homenajes que se le hagan... o al menos
siente todo eso en su imaginación...
Es causa de abatimiento espiritual el recorrer los claustros
llenos de sepulcros mohosos cubiertos de polvo en los cuales el tiempo
borró los nombres... ¿Qué se propusieron los que se mandaron labrar
estas ricas tumbas? Nadie los mira con ese respeto supersticioso que
ellos quisieran inspirar. Allí están y seguramente los trasladarán donde
los arqueólogos puedan estudiarlos a su sabor... Todas las vanidades
las mata el tiempo, y por mucho que voceen o quieran persistir, les
contestan sarcásticos los grillos del silencio como el mar parodiaba los
gritos de Prometeo...
Seguramente la más fea de todas las pasiones es la vanidad. Es
la que encierra en su arca a todos los hombres imbéciles... El hombre
vanidoso es pueril pero muy ofensivo a los demás... Está en nosotros y
no podemos arrancarle jamás el deseo al pasado, y al placer..., pero
éstos y las tremendas pasiones del corazón son de una belleza
abrumadora. Y todos lo sienten lo mismo porque la figura de Venus
desnuda sobre un fondo de espuma y de azules tritones, es algo de
nuestro cerebro... Y nadie, absolutamente nadie se librará de los
pecados que tanta miel y tanta amargura tienen..., porque estamos
formados con las esencias de ellos..., pero todo cabe bien en el hombre
menos la vanidad después de la muerte. Y se piensa en aquellos señores
que desde jóvenes se preparaban sus tumbas haciéndose esculpir sobre
mármoles y sobre roca para que después los miraran y se aterraran ante
ellos como se aterró nuestro amado Cervantes en la catedral de
Sevilla...
Los vanidosos no pasarían en las generaciones pasadas del Egipto
fúnebre, hoy todas truncadas y hechas añicos... [sic] Y llegaban a
tanto sus deseos de inmortalidad, que huyendo de los cúmulos por ser de
más fácil destrucción colocaron los sarcófagos sobre las paredes a
manera de altares. Tal la arquitectura fúnebre de los góticos... Lo
fúnebre es algo que siempre hace pensar y que llena de vacío a las
almas... Cuando se mira un sepulcro, se adivina el cadáver en su
interior sin encías, lleno de sabandijas como la momia de Becerra, o
sonriendo satánicamente como el obispo de Valdés Leal... Y en estos
pensamientos se enredan toda la fatuidad de los ramajes y florenzas que
cubren la urna, y todo un espanto Rubeniano hacia la muerte... Al
contemplar estos arcones pétreos de podredumbre asoma en lontananza toda
la horrible cabalgata del Apocalipsis de San Juan... Es un pecado de
las iglesias el permitir a la vanidad bajo sus naves... El hombre debe
de volver, según Jesucristo, a la tierra de donde salió, o ponerlo
desnudo sobre los campos para que sirva de comida a los cuervos y las
aves de la muerte, como nos refieren las viejas tradiciones de la
India... Nunca se debe conservar un cadáver porque en él no hay nada de
devoción ni de fe, antes al contrario..., y los cadáveres de los santos
debían ser los primeros en pagar su tributo de carne a la tierra como lo
hicieron aquellos antiguos patriarcas, porque de esta manera le dan a
la muerte toda su maravillosa serenidad y misterio... Por eso todos los
relicarios que tienen huesos de vírgenes y de ascetas atormentados que
vieron a Satanás bajo las formas de mil desnudos, y que se arrancaron el
corazón por locura hacia lo ideal, debieran esparcirse por los campos
de su nacimiento. No presentar a los hombres nunca lo que han de ser
porque lo serán y en ello está su enseñanza, y si se quiere adorar a un
hombre, adorad su espíritu con el recuerdo, nunca presentando una tibia
suya envuelta en flores pasadas y en cristal... La carne es en la vida
lo que manda, dejemos pues que en la muerte viva el alma... ¡Pero qué
trágico y qué endemoniado es el tiempo!... En la mayoría de los
sepulcros que contemplo ya no hay nadie... Los que en ellos dormían
esperando la luz, fueron esparcidos por los suelos en esos momentos que
el pueblo tiene de locura... En algunos aún existe una calavera, un
hueso como un trozo de carbón, de plomo, y las arañas, que son las
grandes amigas de la oscuridad y el silencio... y entonces no pensamos
ya que aquel túmulo o altar que tenemos delante, sea un sepulcro; una
vez que desapareció de allí el cuerpo perdió toda la salmodia funeral.
¿Entonces es que el espíritu de las cosas lo formamos nosotros?... ¿O es
que el cuerpo es el sepulcro?... Desde luego una vez roto, el misterio
de la urna perdió todo su triste encanto, porque al no tener su origen y
su pensamiento principal lo demás es muy secundario bajo el punto de
vista de la primera impresión...
Por eso los sepulcros en que hay un hombre recién muerto tienen
ese miedo constante de media noche y ese morboso encanto del querer y no
querer levantar la cubierta para contemplar y no contemplar el espanto
de la putrefacción...
En la solemnidad de un sepulcro románico se siente más al muerto
que en los retablos yacentes del arte ojival, y una de las cosas que
más influyen a alejar del ánimo la idea triste de la muerte es una
estatua yacente viva como las que hicieron Fancelli y el Borgoñón..., o
en aquellas estatuas de los reyes de Castilla, Juan I y su esposa
colocados sobre una portada gótica y rodeados de apóstoles y de
virtudes... La más fuerte idea en que se adivine el cadáver, la he visto
en los sepulcros de la clausura de Santa María la Real de las Huelgas,
verdaderos túmulos llenos de severidad medieval, cobijados por una cruz
en que un Cristo viejo se retuerce gritando... Y no se sabe decir que
quien allí entró con toda pompa y lloro sea un rey, ni se puede pensar
que toda una fiereza de Alfonso VIII esté convertida en un muladar de
piedras negras envueltas en papelotes de peticiones cándidas a su
espíritu. Por eso la idea sepulcral es en sí un desmayo para el
porvenir... Casi todos estos sepulcros de Burgos que tantas y tan
magníficas ideas encierran están sin morador..., y hay sarcasmos de
inscripciones colocadas sobre carteles de color apagado que hablan muy
graves de indulgencias y de glorias del muerto que ya no existe ni en
cenizas... y se siente gran extrañeza al contemplar los sepulcros vacíos
de la Cartuja que encerraron en un ánfora las entrañas de Felipe el
Hermoso y ante los cuales la ideal Juana la Loca, de pasión, lloró
desgarradora ante el cuerpo de su alma como Brunilda ante Sigfrido en la
epopeya de los Nibelungos... Por eso toda la frialdad de espíritu con
que se miran los sepulcros sin cuerpo acompaña a la frialdad del pasado y
al ir desgranando las cuentas del rosario imposible del ideal lejano...
Hoy todo pasó para esos montones de piedras labradas que encierran un
hueso o la asfixiante oscuridad... Únicamente al mirar sus pensamientos
se nos dan visiones de aquellas épocas lejanas y nos hace descubrir
ensueños pasados... pero sólo pensamos en lo tremendo de la vanidad
humana, tan castigada y tan burlada por los siglos aplanadores..., y,
sobre todo, el pensar que todo esto se acabará..., porque también el
mundo y la eternidad son un sueño infinito...
...oooOOOooo...
Ciudad perdida
I
Baeza
A la señorita María del Reposo Urquía
Todas las cosas están dormidas en un tenue sopor..., se diría
que por las calles tristes y silenciosas pasan sombras antiguas que
lloraran cuando la noche media... Por todas partes ruinas color sangre,
arcos convertidos en brazos que quisieran besarse, columnas truncadas
cubiertas de amarillo y yedra, cabezas esfumadas entre la tierra húmeda,
escudos que se borran entre verdinegruras, cruces mohosas que hablan de
muerte... Luego un meloso sonido de campanas que zumba en los oídos sin
cesar..., algunas voces de niños que siempre suenan muy lejos y un
continuo ladrido que lo llena todo... La luz muy clara. El cielo muy
azul en el que se recortan fuertemente los palacios y las casucas con
oriflamas de jaramagos. Nadie cruza las calles, y si las atraviesa,
camina muy despacio como si temiera despertar a alguien que durmiera
delicadamente... Las yerbas son dueñas de los caminos y se esparcen por
toda la ciudad tapando calles, orlando a las casas y borrando la huella
de los que pasan. Los cipreses ponen su melancolía en el ambiente y son
incensarios gigantes que perfuman el aire de la ciudad que
constantemente se disuelve en polvo rojo...
Hay fachadas desquiciadas con mascarones miedosos llenos de
herrumbre, hay tímpanos rotos que son fuentes de humedad..., hay
columnas empotradas en los muros que parece se retuercen para
desprenderse de su prisión... Todo callado. Todo silencioso.
De noche los pasos se oyen palpitar perdiéndose en la
oscuridad..., y uno y otro y otro..., y el aire que habla en los
esquinazos..., y la luna dejando caer su luz que es plata fundida... Los
patios de las casas están llenos de tulipanes, de bojes, de espuelas de
caballero, de lirios de agua, de ortigas y de musgo... Huele a
manzanilla, a mastranzo, a heno, a rosas, a piedra machacada, a agua, a
cielo... Aun en las cosas más cuidadas está clavado el sello trágico del
abandono.
En los tejados y en los balcones y dinteles hay aderezos de
topacios, granates y esmeraldas de musgo. Rompiendo la gris monotonía
chopos y palomas torcaces...
En las calles oscuras hay pasadizos románticos en que la luz es
azul, con Cristos negruzcos y Vírgenes angustiadas, con faroles
cubiertos de telarañas, que no se encienden ya.
Dominándolo todo el negro y solemne acorde de la catedral.
En algunos pardos torreones hay escaleras ahumadas que no se
sabe dónde van, almenas arruinadas que son nidos de insectos y sombras
que se ocultan cuando alguien llega.
De cuando en cuando palacios y casonas de un Renacimiento admirable, ornamentadas con figuras y rosetones primorosos...
Después de andar entre soportales y callejas de una gran
fortaleza y carácter se da vista a una cuesta triste con moreras y
acacias, que sirve de antesala al corazón cansado y melancólico de la
ciudad. Siempre está solitaria y tristísima, únicamente la cruzan los
canónigos que van pausados a rezar, y los pájaros que vuelan locamente
de un lado para otro sin saber dónde posarse.
En un lado de esta plaza hay una casa triangular que casi se la
traga la hierba y otras destartaladas cuyas puertas se caen aburridas.
El suelo es de terciopelo verde. En su centro una fuente de severidad
pagana, parece el cuerpo final de un arco de triunfo al que la tierra se
hubiera tragado.
La catedral tapa a la plaza con su sombra, y la perfuma con su
olor de incienso y de cera que se filtra por sus muros como recuerdo de
santidad.
A lo lejos casas de piedra dorada, con los añejos vítores
esfumados por tantos soles, y las ventanas marchitas con hierros mohosos
y destartalados.
Hay un silencio íntimo y doloroso en esta plaza.....
El palacio del antiguo cabildo que está en una esquina es una
masa negra y amarilla y verde y sin ningún color. Sus ventanas vacías
miran extrañamente y sus escudos medio borrados parecen sombras.
Toda la fachada está bordada de cruces, de jaramagos que penden
como lámparas votivas y de flores rojas apretadas entre las grietas.
Las campanas de la catedral llenan sus ámbitos de acero y
dulzura diciendo la señorial melodía que las demás campanas de la ciudad
acompañan con su suave plañir.
Esta plaza, formidable expresión romántica donde la antigüedad
nos enseña su abolengo de melancolías, lugar de retiro, de paz, de
tristeza varonil, se proyectaba profanarla cuando visité Baeza. El
Alcalde había propuesto al consejo urbanizarla (tremenda palabrota),
arrancando el divino yerbazal, cercando la fuente de jardinillos
ingleses..., y quién sabe si pensando levantar en ella un monumento a
don Julio Burell, o a don Procopio Pérez y Pérez, y en esa plaza
soñadora y suavemente funeral, quizá algún día veremos un kiosco
espantoso donde tocara la música pasodobles, cuplés de Martínez Abades, y
habaneras del maestro Nieto. Derribarán el encanto viejo, y pondrán en
su lugar edificios con cemento catalán. Es verdaderamente angustioso lo
que pasa en España con estas reliquias arquitectónicas... Todo
trastornado... pero con qué visión artística tan deplorable.
Recordemos la gran plaza de Santiago de Compostela con el
monumento al señor Montero. ¡Qué salivazo tan odioso a la maravilla
churrigueresca de la portada del Obradoiro y al hospital grandioso!
Recordemos la Salamanca ultrajada, con el palacio de Monterrey lleno de
postes eléctricos, la casa de las Muertes con los balcones rotos, la
casa de la Salina convertida en Diputación, y lo mismo en Zamora y en
Granada y en León... ¡Esta monomanía caciquil de derribar las cosas
viejas para levantar en su lugar monumentos dirigidos por Benlliure o
Lampérez!... ¡Desgracia grande la de los españoles que caminamos sin
corazón y sin conciencia!... Nuestra aurora de paz y amor no llegará
mientras no respetemos la belleza y nos riamos de los que suspiran
apasionadamente ante ella. ¡Desdichado y analfabeto país en que ser
poeta es una irrisión! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . .
Si se anda un poco se cae en un pozo de oscuridades blandas y
sobre una puerta achatada, plenamente mudéjar y sobre un ojo de la
catedral, un santo muy antiguo que se murió viniendo de Granada en una
tranquila mula, yace empotrado en la pared...
En las piedras se dibuja una figura lánguida y exhausta de ritmo
bizantino que en la noche la luna da relieve, y los jaramagos juegos de
sombra. Esta puerta se llama de la luna porque únicamente la luna la
baña con su mística luz...
Si se anda más, los yerbazales son tan fuertes que se tragan a
las piedras del suelo lamiendo ansiosamente los muros..., y si cruzamos
unas callejas más, se contempla la majestuosa sinfonía de un espléndido
paisaje. Una hoya inmensa cercada de montañas azules, en las cuales los
pueblos lucen su blancura diamantina de luz esfumada. Sombríos y bravos
acordes de olivares contrastan con las sierras, que son violeta profundo
por su falda. El Guadalquivir traza su enorme garabato sobre la tierra
llana. Hay ondulaciones fuertes y suaves en la tierra... Los trigales se
estremecen al sentir la mano de los vientos. La ciudad se esconde en el
declive huyendo de la bravura solemnísima del paisaje.
Pero por encima de todo hay no sé qué de tristezas y
añoranzas... El aire es tan fresco y tan intensamente perfumado... Unos
carros pasan a lo lejos con traqueteos quejumbrosos levantando
nubarrones de polvo...
En algunas casas hay de vez en cuando llamaradas de flores rojas en los aleros del tejado.
Las calles empinadas sobre un cielo añil con plata de nubes, únicamente las pasea el sol.
Tiene esta callada ciudad rincones de cementerio con cruces
tuertas, desgarbadas, y con portadas mudas de tanto hablar cosas
muertas... Las canales derraman yerbas que tiemblan con la brisa.
Hay algunas calles que son verdaderamente andaluzas con las
casas blancas, con ventanas salientes junto al alero... perdiéndose en
un fondo de campo demasiado pleno de luz... En estas calles de los
arrabales el silencio y la quietud son más inquietantes... Solamente se
oye llorar a algún nene, chirriar de puertas o los acordes suaves del
aire y del sol.
En una plaza serena, que tiene un palacito elegante pero
mutilado y deshecho, un altar gracioso con flores de trapo junto a la
seriedad aristocrática de un arco triunfal con aire guerrero, y una
fuente con leones desdibujados en la piedra, un coro de niñas
harapientas dicen muy mal la tierna canzoneta fundida en el crisol de
Schubert melancólico:
Estrella del prado
Al campo salir
A coger las flores
De Mayo y Abril...
Canción infantil de resoluciones agradables y conmovedoras...
canción de intensa poesía, sobre todo cuando suena en las noches de luna
de un verano pueblerino.
Siempre al recorrer estas calles se descubre algo
interesante..., un capitel de dibujo caprichoso empotrado en la pared,
una reja hecha como para una serenata enamorada, algún palacio
destrozado y cubierto de cal..., pero todo está abandonado,
despreciado..., y lo que han cuidado, tiene el gesto de la profanación
artística.
Tiene una tranquilidad musical el crepúsculo visto desde estas
alturas... En el regio horizonte hay nubes de ámbar azul... que ocultan
la luz del sol, que es fresa cristal.
Después, un trémolo de luna y estrellas, como prólogo de la noche.
II
¡Melancolía infinita la de estas piedras antiguas llenas de herrumbre y oro!
Pesar grande de estas calles de cementerio por las que nadie pasa. ¡Borrachera espléndida de romanticismo!
Por los aires pasan las golondrinas bordando en la plata de la
luz... La catedral está como iluminada interiormente por un faro rojo.
Los corazones de los que sueñan se oprimen o se ensanchan en busca de aire cálido o ideal bondadoso...
Al amparo de estas viejas ciudades las almas mundanas
desconsoladas encuentran como un ambiente de triste fortaleza..., y los
conflictos del sentimiento adquieren más vigor..., pero qué diferente
sentido.
Al pasar sus secretos de oscuridad soñadora y sentirnos
solitarios con el corazón lleno de ansia, se resuelven nuestras
interrogaciones con más pena pero con más conformidad espiritual. A
veces caemos en un nirvana adorable, y son nuestros cuerpos como las
piedras de estos palacios antiguos durmiendo el sueño de la eternidad;
otras veces reímos optimistas y otras abunda el gris sangre en nuestro
corazón..., pero siempre entre estas piedras de oro se está borracho de
romanticismo.
III
Un pregón en la tarde
Horas lujuriosas del mes de Junio. La calle solitaria. Las casas
doradas con los vítores ininteligibles tienen una fortaleza y mutismo
conventual. La calle está cubierta de hierbas. Junto a las casas
señoriales se aprietan las acacias plenas de ramos blancos, ocultándose
bajo los balcones huyendo del fuego solar. A veces mueven
angustiosamente sus penachos como protestando de lo que las abruma. En
la portada de una iglesia ciega la luz al chocar con las piedras...
A lo lejos sonó el pregón. Era un grito doloroso, angustiante,
como un lamento de alguien que se quejara artísticamente... Hay pregones
graciosos, simpáticos, que llenan el ambiente en que suenan de alegría.
Son cantares cortos, estribillos de la ciudad. Los mismos pregones de
Granada con su melancólica alegría..., pero éste que sonó en Baeza a las
tres de la tarde de un día de Junio encerraba una dolorosa lamentación.
Era la voz que lo cantaba potente, chillona.
Hubo un silencio y volvió a sonar.
Siempre el pregón ha sido una o más notas repetidas rítmicamente
en un solo tono, casi siempre menor, sobre todo en los pregones
andaluces..., pero éste que sonó en la ciudad olvidada tenía el acento
de un canto wagneriano. Era primero una nota quejumbrosa, cansada, que
vibraba como una campana en tono mayor brillantísimo, se repetía en un
andante maestoso y hacía una pausa. Después volvía a decir el mismo
tema, ya más quedo, y por último, para resolución, la voz tomaba timbre
gutural, modulaba al tono menor, y dando una nota elevadísima caía
lánguidamente en la nota inicial. Sonaba el pregón desfallecido y fuerte
como una frase de trompa del gran Wagner...
Por el fondo de la calle que tenía un suave declive apareció la figura que lo cantaba.
Era una mujeruca encorvada, descalza, con los pelos canos,
tiesos, cayéndole por la espalda, pitarrosa, con la cabeza inclinada,
como sumida en una tremenda meditación. Llevaba una cesta llena de
pellejos de conejos, de trastos viejos, de trapos inservibles... Dijo
tres veces el doloroso pregón al pasar por la calle soleada. El ritmo
raro y de hierro que tenía, hacía huir de la melodía como de una
maldición.
Hubo varios silencios mientras el pregón se perdía. Al fin la
voz se dejó de oír, quedando la calle desierta y aburrida del calor
fortísimo...
Las acacias apenas se movían.
...oooOOOooo...
Los Cristos
Hay en el alma del pueblo una devoción que sobrepuja a todas las devociones: la de los crucificados.
Desde los tiempos más remotos las gentes sencillas se aterraron
ante las caídas cabezas de Jesús muerto. Pero esta devoción y esta
miedosa piedad la sintieron y la siente el pueblo en toda su trágica
realidad, no en toda su espiritualidad y grandeza. Es decir, temen y
compadecen a Cristo no por el mar sin orillas de su alma sino por los
terribles dolores de su cuerpo, y se aterran ante sus cardenales y la
sangre de sus llagas y lloran por las coronas de espinas, sin meditar y
amar al espíritu de Dios sufriendo por dar el extremo consuelo.
Se observa que en todas las representaciones de Cristo en la
cruz, los artistas exageran siempre los golpes, las lanzadas, la
horrible contracción muscular..., porque de esta manera presentaban al
pueblo todo el sufrimiento del hombre, única forma de enseñar a las
multitudes el gran drama... Y las multitudes indoctas miraron y
aprendieron pero sólo lo exterior... En ningún Calvario supieron los
artistas presentar al Dios, solamente presentaron al hombre, y algunos
como aquel famoso Matthias Grunewald, el pintor alemán que retrató más
espantosamente la pasión de Jesús, lo hizo poniendo al hombre demasiado
hombre, sin que se vean señales de la muerte de Dios.
Y es que nadie puede interpretar al Dios vencido pero glorioso,
porque en ningún cerebro humano cabe dicha gigantesca concepción..., y
por eso todos los Cristos son el hombre crucificado, con la misma
expresión que otro ser cualquiera pusiera al morir de suplicio tan
feroz... En los Cristos antiguos, esos que están rígidos con las
cabezotas enormes y bárbara fisonomía, el escultor los concibió tan
salvajes y férreos como los tiempos de epopeya en que se formaron...,
pero tuvo siempre el cuidado de hacer resaltar, o la corona de espinas, o
la llaga del costado, o el retorcimiento del vientre, para que la obra
llegara al pueblo con todo su horror... Llegaba la posición angustiosa,
los dedos crispados, los ojos desencajados de dolor... Los pueblos
tuvieron la necesidad de la escena del Calvario para arraigar más la
fe... Sintieron a Jesús en la Cruz al verlo con la cabeza sublime
partida, con el pecho anhelante, con el corazón en el suelo, con espumas
sangrientas en la boca, y lo lloraron al verlo así precisamente en el
sitio en que sufrió menos, porque ya veía el fin, porque era Dios y
estaba en la cruz ya consumado el sacrificio genial..., pero el pueblo
nunca al pensar en el Jesús crucificado se acordó del Jesús del Huerto
de los Olivos, con la amargura del temor a lo tremendo, ni se asombró
ante el Jesús con amor de hombre de la última cena...
La tragedia, lo real, es lo que habla a los corazones de las
gentes y por eso los artistas siempre que quisieron la gloria popular
hicieron un Cristo lleno de pústulas moradas, y al hablar así fueron
comprendidos..., y pasaron los primitivos con sus Cristos fríos y
pasaron los románicos con sus efigies rígidas..., y empezaron a clarear
los escultores y pintores que habían de dar la sensación de la
realidad... Hicieron aquellos Cristos que hoy negros vemos guardados
cuidadosamente, y se ideó ponerles cabelleras y darles color, y luego
comenzaron a dar movimiento a las líneas y se llegó hasta la misma
impresión de lo humano... Y entonces fue cuando aquellos coloristas
españoles que tanto miraban a las agonías, hicieron los crucificados en
que todo el cuerpo ajado y maltrecho de cardenales, se mostraba con una
escalofriante verdad.
Los Cristos enérgicos, esos que sin ninguna llaga, muy blancos y
gruesos están clavados de la cruz como podían estarlo de otra parte,
ésos en que el artista sólo supo infundir una fría desnudez de modelo,
no son nunca objeto de la devoción popular... La perfección no es nunca
objeto de apasionamientos, lo interrogante y que inquieta a las
multitudes es la expresión... La tragedia espantosa que el pueblo ve en
algunos de sus crucificados es lo que los induce a amarlos..., pero el
sentimiento de Dios lo sienten poco, lo grandioso los desconcierta, lo
grandioso los aterra... Los que hicieron esos Cristos que vemos en
algunas iglesias escondidos en una negra capilla que ilumina una luz
rojiza, con los fuertes brazos retorcidos sobre la cruz, la cabeza
escondida entre una cascada de cabellos quemados, y rodeados de exvotos
entre un polvo viejo y pesado, esos Cristos ahumados y espantosos, los
artistas que los hicieron tuvieron la gran inspiración y la altura de
pensamientos. Ellos comprendieron al pueblo. Son muy malos
artísticamente mirados, sus dimensiones son rarísimas, su ejecución es
absurda, sus cabelleras son extrañamente impropias, pero dan la terrible
impresión de horror y son los amados por las muchedumbres... Esto es
una de las muchas pruebas de que el arte no sólo consiste en la técnica
depurada sino que para hablar se necesita de la llama gigante y
misteriosa de la inspiración... Y más en este arte de la escultura
religiosa donde el artista únicamente se debe preocupar de hacer pensar y
sentir a gentes la mayoría incultas..., porque en otras artes para
comprender se necesita de una especial educación espiritual... Y bien
que supieron poner espanto a las almas estos hacedores de Cristos viejos
que muchos llaman malos...
El pueblo que tiene el instinto de lo genial y lo artístico
llenó a estas imágenes de leyendas y fábulas sin fin..., y los coronaron
de rosas de trapo y los cercaron de muletas, de ojos, y trenzas, y
pusieron calaveras y serpientes al pie de la cruz, y la gente rezó, rezó
aterrada ante aquel espanto de amor a los hombres. Por regla general
estos Cristos sentidos se esconden en las capillitas pueblerinas donde
son el orgullo de sus habitantes... Luego al llegar los escultores
genios de España con más pensamientos y más idealidad hicieron sus
calvarios poniendo su alma en la ejecución de los ojos. Y Mora y
Hernández, y Juni y el Montañés, y Salzillo y Siloé, y Mena y Roldán,
etc., etc., supieron decir con dulzura dramática los ojos de Jesús..., y
los pusieron entornados, escalofriantes como Mora o mirando al suelo
con vidriosa convulsión como Mena, o hacia arriba llamando a la
eternidad como el Montañés o desencajados en su moribundez verdosa como
Siloé en el Cristo de la Cartuja... Ya éstos supieron que aunque en el
cuerpo una contorsión diga mucho, dicen mucho más unos ojos en la
agonía..., y pusieron en los ojos todo el sufrimiento de aquel cuerpo
ideal... Pero en todos los crucifijos hay ese algo de abandono a lo
irremediable expresado en la colocación de las cabezas inclinadas,
impregnadas de esa invisible blancura crepuscular que da la muerte,
porque la muerte es siempre mística . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . .
...oooOOOooo...
Granada
I
Amanecer de verano
Los montes lejanos surgen con ondulaciones suaves de reptil. Las
transparencias infinitamente cristalinas lo muestran todo en su mate
esplendor. Las umbrías tienen noche en sus marañas y la ciudad va
despojándose de sus velos perezosamente, dejando ver sus cúpulas y sus
torres antiguas iluminadas por una luz suavemente dorada.
Las casas asoman sus caras de ojos vacíos entre el verdor, y las
hierbas, y las amapolas y los pámpanos, danzan graciosos al son de la
brisa solar.
Las sombras se van levantando y esfumando lánguidas, mientras en
los aires hay un chirriar de ocarinas y flautas de caña por los
pájaros.
En las distancias hay indecisiones de bruma y heliotropos de
alamedas, y a veces entre la frescura matinal se oye un balar lejano en
clave de fa.
Por el valle del Dauro, ungido de azul y de verde oscuro vuelan
palomas campesinas, muy blancas y negras, para pararse sobre los álamos,
o sobre macizos de flores amarillas.
Aún están dormidas las campanas graves, sólo algún esquilín albayzinero revolotea ingenuo junto a un ciprés.
Los juncos, las cañas, y las yedras olorosas, están inclinadas hacia el agua para besar al sol cuando se mire en ella...
El sol aparece casi sin brillo..., y en ese momento las sombras
se levantan y se van..., la ciudad se tiñe de púrpura pálida, los montes
se convierten en oro macizo, y los árboles adquieren brillos de
apoteosis italiana.
Y todas las suavidades y palideces de azules indecisos se
cambian en luminosidades espléndidas, y las torres antiguas de la
Alhambra son luceros de luz roja..., las casas hieren con su blancura y
las umbrías tornáronse verdes brillantísimos.
El sol de Andalucía comienza a cantar su canción de fuego que todas las cosas oyen con temor.
La luz es tan maravillosa y única que los pájaros al cruzar el aire son de metales raros, iris macizos, y ópalos rosa...
Los humos de la ciudad empiezan a salir cubriéndola de un
incendio pesado..., el sol brilla y el cielo, antes puro y fresco, se
vuelve blanco sucio. Un molino empieza su durmiente serenata... Algún
gallo canta recordando al amanecer arrebolado, y las chicharras locas de
la vega templan sus violines para emborracharse al mediodía.
II
Albaicín
A Lorenzo Martínez Fuset, gran amigo y compañero.
Surgen con ecos fantásticos las casas blancas sobre el monte...
Enfrente, las torres doradas de la Alhambra enseñan recortadas sobre el
cielo un sueño oriental.
El Dauro clama sus llantos antiguos lamiendo parajes de leyendas morunas. Sobre el ambiente vibra el sonido de la ciudad.
El Albaizín se amontona sobre la colina alzando sus torres
llenas de gracia mudéjar... Hay una infinita armonía exterior. Es suave
la danza de las casucas en torno al monte. Algunas veces entre la
blancura y las notas rojas del caserío, hay borrones ásperos y verdes
oscuros de las chumberas... En torno a las grandes torres de las
iglesias, aparecen los campaniles de los conventos luciendo sus campanas
enclaustradas tras las celosías, que cantan en las madrugadas divinas
de Granada, contestando a la miel profunda de la Vela.
En los días claros y maravillosos de esta ciudad magnífica y
gloriosa el Albaizín se recorta sobre el azul único del cielo rebosando
gracia agreste y encantadora.
Son las calles estrechas, dramáticas, escaleras rarísimas y
desvencijadas, tentáculos ondulantes que se retuercen caprichosa y
fatigadamente para conducir a pequeñas metas desde donde se divisan los
tremendos lomos nevados de la sierra, o el acorde espléndido y
definitivo de la vega. Por algunas partes, las calles son extraños
senderos de miedo y de fuerte inquietud, formadas por tapiales por los
que asoman los mantos de jazmines, de enredaderas, de rosales de San
Francisco. Se siente ladrar de perros y voces lejanas que llaman a
alguien casualmente con acento desilusionado y sensual. Otras, son
remolinos de cuestas imposibles de bajar, llenas de grandes pedruscos,
de muros carcomidos por el tiempo, en donde hay sentadas mujeres
trágicas idiotizadas que miran provocativamente...
Están las casas colocadas, como si un viento huracanado las
hubiera arremolinado así. Se montan unas sobre otras con raros ritmos de
líneas. Se apoyan entrechocando sus paredes con original y diabólica
expresión. Aparte de las mutilaciones que ha sufrido por algunos
granadinos (mal llamados así) este barrio único y evocador, lo demás
conserva plenamente su ambiente característico... Al deambular por sus
callejas surgen escenarios de leyendas.
Altares, rejas, casonas enormes con aires de deshabitadas,
miedosos aljibes en donde el agua tiene el misterio trágico de un drama
íntimo, portalones destartalados en donde gime un pilar entre las
sombras, hondonadas llenas de escombros bajo los cubos de las murallas,
calles solitarias que nadie las cruza y en donde tarda mucho una puerta
en aparecer..., y esa puerta está cerrada, covachas abandonadas,
declives de tierra roja en donde viven los pulpos petrificados de las
pitas. Cavernas negras de la gente nómada y oriental.
Aquí y allá siempre los ecos moros de las chumberas... Y las
gentes en estos ambientes tan sentidos y miedosos inventan las leyendas
de muertos y de fantasmas invernales, y de duendes y de marimantas que
salen en las medias noches cuando no hay luna vagando por las callejas,
que ven las comadres y las prostitutas errantes, y que luego lo comentan
asustadas y llenas de superstición. Vive en estas encrucijadas el
Albaizín miedoso y fantástico, el de los ladridos de perros y guitarras
dolientes, el de las noches oscuras en estas calles de tapias blancas,
el Albaizín trágico de la superstición, de las brujas echadoras de
cartas y nigrománticas, el de los raros ritos de gitanos, el de los
signos cabalísticos y amuletos, el de las almas en pena, el de las
embarazadas, el Albaizín de las prostitutas viejas que saben del mal de
ojo, el de las seductoras, el de las maldiciones sangrientas, el
pasional...
Hay otros rincones por estas antigüedades, en que parece revivir
un espíritu romántico netamente granadino... Es el Albaizín hondamente
lírico... Calles silenciosas con hierbas, con casas de hermosas
portadas, con minaretes blancos en los que brillan las verdes y grises
mamas del adorno característico, con jardines admirables de color y de
sonido. Calles en que viven gentes antiguas de espíritu, que tienen
salas con grandes sillones, cuadros borrosos y urnas ingenuas con Niños
Jesús entre coronas, guirnaldas y arcos de flores de colorines, gentes
que sacan faroles de formas olvidadas al paso del Viático y que tienen
sedas y mantones de rancio abolengo.
Calles en que hay conventos de clausura perpetua, blancos,
ingenuos, con sus campaniles chatos, con las celosías empolvadas, muy
altas, rozando con los aleros del tejado..., donde hay palomas y nidos
de golondrinas. Calles de serenata y de procesión con las candorosas
vírgenes monjiles... Calles que sienten las melodías plateadas del Dauro
y las romanzas de hojas que cantan los bosques lejanos de la
Alhambra... Albaizín hermosamente romántico y distinguido. Albaizín del
compás de Santa Isabel y de las entradas de los cármenes. El Albaizín de
las fuentes, de las glorietas, de los cipreses, de las rejas
engalanadas, de la luna llena, del romance musical antiguo, el Albaicín
de la cornucopia, del órgano monjil, de los patios árabes, del piano de
mesa, de los amplios salones húmedos con olor de alhucema, del mantón de
cachemira, del clavel. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . .
*
Al recorrer estas calles se van observando espantosos contrastes
de misticismo y lujuria. Cuando se está más abrumado por el paseo
angustioso de las sombras y las cuestas, se divisan los colores suaves y
apagados de la vega, siempre plateada, llena de melancólicos tornasoles
de color..., y la ciudad durmiendo aplanada entre neblinas, en las que
descuella el acorde dorado de la catedral enseñando su espléndida girola
y la torre con el ángel triunfador.
Hay una tragedia de contrastes. Por una calle solitaria se oye
el órgano dulcemente tocado en un convento... y la salutación divina de
Ave María Stella dicha con voces suavemente femeninas... Enfrente del
convento, un hombre con blusa azul maldice espantosamente dando de comer
a unas cabras. Más allá unas prostitutas de ojos grandes, negrísimos,
con ojeras moradas, con los cuerpos desgarbados y contrahechos por la
lujuria, dicen a voz en cuello obscenidades de magnificencia ordinaria;
junto a ellas, una niña delicada y harapienta canta una canción piadosa y
monjil...
Todo nos hace ver un ambiente de angustia infinita, una maldición oriental que cayó sobre estas calles.
Un aire cargado de rasgueos de guitarras y de gritos calmosos de la gitanería.
Un sonido de voces monjiles y un runrún de zambra anhelante.
Todo lo que tiene de tranquilo y majestuoso la vega y la ciudad, lo tiene de angustia y de tragedia este barrio morisco.
Por todas partes hay evocaciones árabes. Arcos negruzcos y
herrumbrosos, casas panzudas y chatas con galerías bordadas, covachas
misteriosas con líneas del oriente, mujeres que parecen haber escapado
de un harem... Luego una vaguedad en todas las miradas que parece que
sueñan en cosas pasadas..., y un cansancio abrumador.
Si alguna mujer llama a sus hijos o a alguien, es un quejido
lento lo que murmura y los brazos caídos y las cabezas despeinadas dan
una impresión de abandono a la suerte, y una creencia en el destino
verdaderamente musulmana. Hay siempre ritmos gitanos en el aire y
canciones desesperadas o burlonas, con sonidos guturales. Por las
callejas se ven los cerros dorados con murallas árabes. Hay heridas en
las piedras manando agua clara que se arrastra serpeando calle abajo.
En las cocinas, las macetas de claveles y geranios se miran en
las ollas y perolas de cobre, y las alacenas abiertas en la tierra
húmeda se muestran repletas de los cacharros morunos de Fajalauza.
Hay perfumes de sol fuerte, de humedad, de cera, de incienso, de
vino, de macho cabrío, de orines, de estiércol, de madreselva. Hay en
los ambientes un gran barullo extraño, envuelto en los sonidos oscuros
que lanzan las campanas de la ciudad.
Un cansancio soleado y umbroso, una blasfemia eterna y una
oración constante. A las guitarras y los jaleos de juerga en mancebía,
responden las voces castas de los esquilines llamando a coro.
Por encima del caserío se levantan las notas funerales de los
cipreses, luciendo su negrura romántica y sentimental... Junto a ellos
están los corazones y las cruces de las veletas que giran pausadamente
frente a la majestad espléndida de la vega.
III
Canéfora de pesadilla
De una puerta negra con enormes desconchones en la madera y
entre un incienso verde y húmedo, surge la figura espantosa cubierta de
andrajos y con ojos amarillentos por la bilis... En el fondo hay un
patio antiguo... patio en donde quizá los eunucos durmieran a la luz de
la luna, patio empedrado de musgo, con sombras árabes en las paredes, y
un gran aljibe miedoso y profundo... En sus carcomidas balaustradas se
apoyan macetas marchitas de geranios, y en sus columnas renegridas se
abrazan enredaderas tísicas... Más allá un muladar y en una de sus
paredes un Cristo espantoso con falda de bailarina, adornado de flores
de trapo... Un mareo ahogadizo de moscas y mil avispas zumbando
amenazadoras. En el cielo muy azul, fuego de sol..., y de aquí surgió.
No sé si mis ojos la miraron bien, o no la miraron, porque lo espantoso produce en nosotros confusión de ideas.
Era un misterio repugnante la figura horrible que salía tambaleándose de la casa.
No había nadie en la calle melancólica y reposada en su muerte.
La figura monstruosa no se movía de la puerta. Poseía en su actitud, la fría interrogación de un friso egipcio.
Tenía un vientre muy abultado como de eterno embarazo, sus
brazos caídos sostenían unas manos viscosas y formidables de fealdad. En
la cadera llevaba un cántaro desmochado, y sus cabellos canosos y
fuertes, rodeaban aquella cara con un agujero por nariz. Sobre sus
pómulos una pupa amarillenta mostraba toda su maloliente carroña, y un
ojo horrible derramaba lágrimas sobre ella, que la figura atroz limpiaba
con su manaza... Salía de aquella casa de vicios espantosos y lujurias
extremas.
Estaba envuelta en un hábito de impudor y bajeza de una
degeneración sexual. Podía ser animal raro o hermafrodita satánico.
Carne sin alma o medusa dantesca. Ensueño de Goya o visión de San Juan.
Amada por Valdés Leal, o martirio para Jan Weenix... Era una carne
verdosa y de muerte. Tose repetidas veces... y se cree oler a azufre...,
bajo el peso de los espíritus del mal... La figura inquietante echó a
andar.
Llevaba unas zapatillas a medio meter que marcaban el ritmo
lúgubremente; unas gargantillas de coral mugriento y una bolsa colgada
al cuello, que sería algún amuleto infernal.
Dentro de la casa se oía reír y entre palmas sensuales y ayes dolorosos, una voz aguardentosa cantaba obscenidades.
El monstruo andaba como un lagarto en pie y con una mueca dura
no se sabe si era risa o dolor de vivir... Otra vez tosió como si un
perro aullase en un sótano, y siguió andando despidiendo olor de
alhucema podrida y de tabaco.
Es horrible este bicho con enaguas y con senos flácidos... Es la
que en la casa eternamente maldice y asusta a las buenas comadres. Es
la que si pudiera nos besaría a todos para infestarnos de su mal. Es la
eunuca de un harem de podredumbre. Si fuera hermosa sería Lucrecia, como
es horrible es Belcebú. Si pudiera escoger amante, amaría a Neptuno o
Atila..., y si pudiera llevar a cabo sus maldiciones sería como Hatto,
el feroz obispo de Andernach . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Estas mujeres, espantosas de pesadilla, se pasean algunas veces
por el Albaizín. Ellas son las brujas que enredan en sus tramas
cabalísticas a las pasionales muchachas de ojos negros. Ellas son las
que preparan bebedizos hechos con víboras, con canela y con huesos de
niños machacados al plenilunio. Ellas poseen en canuteros los espíritus
del bien y del mal..., y por ellas las madres ignorantes y
supersticiosas cuelgan a sus críos cuernos dorados y estampas benditas
para librarlos del mal de ojo...
Pero esta pesadilla... ¡Qué gesto tan frío y tan inquietante el
suyo al cruzar la calle llena de sol y olor de rosal! ¡Hetaira
quitasueños!... Con el cántaro en la cadera y las manos por el suelo en
las calles del Albaizín . . . . . .
IV
Sonidos
A María Luisa Egea. Bellísima, espléndida y genial... Con toda mi devoción
Desde los cubos de la Alhambra se ve el Albaizín con los patios,
con galerías antiguas por las que pasan monjas. En las blancas paredes
de los claustros están los vía crucis. Junto a las celosías románticas
de los campaniles los cipreses mecen lánguidamente su masa olorosa y
funeral... Son los patios soñadores y umbrosos...
En medio del gran acorde macizo del caserío los conventos ponen su ambiente de tristeza.
Es algo misterioso que atrae y fascina, la visión del Albaizín
desde esta fortaleza y palacio de la media noche... Y el panorama, con
ser tan espléndido y extraño, y tener esas voces potentes de
romanticismo, no es lo que fascina. Lo que fascina es el sonido. Podría
decirse que suenan todas las cosas... Que suena la luz, que suena el
color, que suenan las formas.
En los parajes de intenso sonido como son las sierras, los
bosques, las llanuras, la gama musical del paisaje tiene casi siempre el
mismo acorde que domina a las demás modulaciones. En las faldas de la
Sierra Nevada, hay unos recodos deliciosos de sonidos... Son unos sitios
en donde de los declives macizos mana un sonido de perfume agreste
melosamente acerado.
En los mismos bosques de pinos, entre el olor divino que
exhalan, se oye el manso ruido del pinar, que son melodías de terciopelo
aunque sople aire fortísimo, modulaciones mansas, cálidas,
constantes..., pero siempre en la misma tesitura...
Eso es lo que no tiene Granada y la vega oídas desde la
Alhambra. Cada hora del día tiene un sonido distinto. Son sinfonías de
sonidos dulces lo que se oye... Y al contrario que los demás paisajes
sonoros que he escuchado, este paisaje de la ciudad romántica modula sin
cesar.
Tiene tonos menores y tonos mayores. Tiene melodías apasionadas y
acordes solemnes de fría solemnidad... El sonido cambia con el color,
por eso cabe decir que éste canta.
El ruido del Dauro es la armonía del paisaje. Es una flauta de
inmensos acordes a la que los ambientes hicieran sonar. Desciende el
aire con su gran monotonía cargado de aromas serranos y entra en la
garganta del río, éste le da su sonido y lo entrecruza por las callejas
del Albaizín por las que pasa rápido dando graves y agudos...; luego se
extiende sobre la vega y al chocar con sus sones admirables y con las
montañas lejanas y con las nubes, forma ese acorde de plata mayor que es
como una inmensa nana que a todos nos duerme voluptuosamente... En las
mañanas de sol hay alegrías de música romántica en la garganta del
Dauro. Podría decirse que canta en tono mayor el paisaje... Hay mil
voces de campanas que suenan de muy distinta manera.
Algunas veces claman en tono grave las campanas sonoras de la
Catedral, que llenan los espacios con sus ondas musicales... Éstas se
callan y entonces les contestan varios campanarios albaizineros que se
contrapuntan espléndidamente. Unas campanas vuelan como locas derramando
pasión bronceada hasta fundirse a veces con el sonido del aire en un
hipar anhelante... Otras, viriles, fugan sus sonidos con las
lejanías..., y una más reposada y devotamente, llena de unción
sacerdotal llama a rezar muy despacio, con aire cansado, con la
filosofía de la resignación... Las otras campanas que volaban locas de
apasionada alegría se callan de repente pero la campana reposada sigue
con aire de reproche..., ella es la vieja que reza..., y riñe a las
jóvenes por sus anhelos que nunca tendrán realidad... Seguramente
aquellas campanas que habían sonado como locas de entusiasmo hasta
morirse de sonido, las habían echado a volar, o los acólitos traviesos
de las parroquias..., o las novicias juguetonas y asustadizas de algún
convento, que tienen ansia de reír, de cantar..., y es casi cierto que
esta campana que llama a rezar quejumbrosamente la tañe algún viejo
sacristán lleno de manchas de cera..., o alguna monja que la muerte
olvidó, que espera en el convento la herida de la guadañadora... Hay
silencios magníficos en que canta el paisaje... Después claman otra vez
las campanas de la Catedral, las otras glosan lo que dijo la maestra...,
y como final de sinfonía hay un gracioso e infantil ritornello de
esquilín..., que después de su melodía agudísima se va apagando poco a
poco en un morendo delicado, como no queriendo terminar..., hasta que
acaba en una nota rozada que apenas se oye. ¡Son magníficas, son
maravillosas, son espléndidas y múltiples las sinfonías de campanas en
Granada!
La noche tiene brillantez mágica de sonidos desde este torreón.
Si hay luna, es un marco vago de sensualidad abismática lo que invade
los acordes. Si no hay luna..., es una melodía fantástica y única lo que
canta el río..., pero la modulación original y sentida en que el color
revela las expresiones musicales más perdidas y esfumadas, es el
crepúsculo... Ya se ha estado preparando el ambiente desde que la tarde
media. Las sombras han ido cubriendo la hoguera alhambrina... La vega
está aplanada y silenciosa. El sol se oculta y del monte nacen cascadas
infinitas de colores musicales que se precipitan aterciopeladamente
sobre la ciudad y la sierra y se funde el color musical con las ondas
sonoras... Todo suena a melodía, a tristeza antigua, a llanto.
Resbala una pena dolorosa e irremediable sobre el caserío
albaizinero y sobre los soberbios declives rojos y verdes de la Alhambra
y Generalife..., y va cambiando sin cesar el color y con el color
cambia el sonido... Hay sonidos rosa, sonidos rojos, sonidos amarillos y
sonidos imposibles de sonido y color... Después hay un gran acorde
azul..., y empieza la sinfonía nocturna de las campanas. Es distinta de
la de la mañana. El apasionamiento tiene gran tristeza... Casi todas,
suenan cansadas, llamando al rosario... Canta muy fuerte el río. Las
luces parpadeantes de las callejas albaizineras, ponen temblores dorados
en las negruras de los cipreses... Lanza la Vela su histórica
canción... En las torres, se ven lucecillas miedosas que alumbran a los
campaneros...
Silba el tren a lo lejos.
V
Puestas de sol
1
Verano
Cuando el sol se oculta tras las sierras de bruma y rosa, y hay
en el ambiente una colosal sinfonía de religioso recogimiento, Granada
se baña de oro y de tules rosa y morados.
La vega, ya con los trigos marchitos, se duerme en un sopor
amarillento y plateado, mientras los cielos de las lejanías tienen
hogueras de púrpura apasionada y ocre dulzón.
Por encima del suelo hay ráfagas de brumas indecisas como aire
saturado de humo o brumas fuertes como enormes púas de plata maciza. Los
caseríos están envueltos en calor y polvo de paja y la ciudad se ahoga
entre acordes de verdor lujurioso y humos sucios.
La sierra es color violeta y azul fuerte por su falda, y
rosadamente blanca por los picachos. Aún quedan manchas de nieve que
resisten briosas al fuego del sol.
Los ríos están casi secos y el agua de las acequias va tan
parada, como si arrastrara un alma enormemente romántica cansada por el
placer doloroso de la tarde.
En el cielo que hay sobre la sierra, un cielo azul tímido, asoma el beso hierático de la luna.
En los árboles y en las viñas aún queda un resol extraño..., y
poco a poco los montes azules, ceniza y verde sobre rosa, se enfrían y
todo va tomando el color hipnótico de la luna.
Cuando ya casi no hay luz, adquiere la ciudad un matiz negro y
parece dibujada sobre un mismo plano, las ranas empiezan sus raras
fermatas, y todos los árboles parecen cipreses... Luego la luna besa a
todas, las cosas, cubre de suavidad los encajes de las ramas, hace luz
al agua, borra lo odioso, agranda las distancias y convierte los fondos
de la vega en un mar... Después un lucero de una ternura infinita, el
viento en los árboles, y un canto de aguas perenne y adormecedor.
La noche muestra todos sus encantos con la luna. Sobre el lago azul brumoso de la vega ladran los perros de las huertas...
2
Invierno
Está la vega aplanada. Estos días tristes de invierno la convierten en campo de ensueño.
Las lejanías veladas por la niebla son plomo y violeta, y las
alamedas marchitas son grandes rayas negras. El cielo es blanco y suave
con ligeros toques negros, la luz azulada, vaga, delicadísima. Los
caseríos brillan y se esfuman en la vaguedad del humo. El sonido es
apagado y de nieve.
Los primeros términos del paisaje se acusan con fuerza. Muchos
olivos plata y verde, grandes álamos llorosos y lánguidos, y cipreses
negros que se agitan dulcemente. Saliendo de la ciudad hay unos pinos
con las cabezas inclinadas.
Todos los colores son pálidos y graves. El verde oscuro y el
rojizo son los que dominan de cerca..., pero a medida que se van
extendiendo por la llanura, la niebla los apaga y los borra..., hasta
que en los fondos son indefinidos y somnolientos. Los ríos parecen
cortes inmensos hechos en la tierra para que se viera el cielo que hay
debajo.
El sol al ocultarse se asomó entre las nubes..., y la vega fue
como una inmensa flor que abriera de pronto su gran corola mostrándonos
toda la maravilla de sus colores. Hubo una conmoción enorme en el
paisaje. La vega palpitó espléndida. Todas las cosas se movieron.
Algunos colores se extendieron fuertes y briosos.
En un monte cercano hay rasgaduras de azulín intenso... La nieve de la sierra se adivina entre las gasas de la niebla...
Las nubes se montan unas encima de otras, se muerden furiosas
tornándose negras..., y la lluvia empieza a caer fuerte y sonora. En la
ciudad hay un sonido metálico con ondulaciones secas, lo produce el agua
al chocar con los tubos y canales de latón... En la vega es un ruido
blando y muelle de agua que cae sobre agua y hierbas... La lluvia tiene
al caer en los charcos acordes suavísimos y fuertes, al caer sobre las
hierbas, desfallecimientos de sonidos.
A lo lejos algún trueno apagado suena como un monstruoso timbal...
Los pueblos están encogidos y helados de frío..., los caminos
están tapizados por grandes manchas de plata... Arrecia la lluvia
amenazadora... La luz se hace oscura y la vaguedad se acentúa...
Una oscuridad y sopor llenan la vega...
Una línea fascinadora de luz blanca triunfa en el horizonte...
Después, un manto de terciopelo negro bordado de granates cubre la
llanura . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
...oooOOOooo...
Jardines
A Paquito Soriano. Espíritu exótico y admirable.
Son muy vagos los recuerdos de los jardines... Al pasar sus
umbrías la melancolía nos invade... Todas las melancolías tienen esencia
de jardín... La hora del crepúsculo, hace palpitar a los jardines con
temblores de matices tenues que tienen toda la gama del color triste...
Tras las marañas oscuras de la yedra, revive el espíritu de la mujer que
nos persigue..., y entre la plata melosa de la fuente y la
intranquilidad constante de las hojas pone nuestra fantasía las visiones
espirituales de nuestro mundo interior que hace brotar la maga
sugestión del ambiente. Parece que los jardines se hicieron para servir
de relicario a todas las escenas románticas que pasaran por la tierra.
Un jardín es algo superior, es un cúmulo de almas, silencios y colores,
que esperan a los corazones místicos para hacerlos llorar. Un jardín es
una copa inmensa de mil esencias religiosas. Un jardín es algo que
abraza amoroso y un ánfora tranquila de melancolías. Un jardín es un
sagrario de pasiones, y una grandiosa catedral para bellísimos pecados.
En ellos se esconden la mansedumbre, el amor, y la vaguedad del no saber
qué hacer...
Cuando adquieren las alfombras húmedas del musgo, y por sus
calles no avanzan sombras de vida, los habitan las sabias serpientes
bailarinas de las danzas orientales que andan voluptuosas por los
macizos abandonados. ¡Cuando pasa el Otoño sobre ellos tienen un gran
llanto desconocido!... ¡Jardines de tísicos que se morían de lejanías
brumosas en los poemas de antiguos poetas fracasados!... Los otros
jardines, los del amor galante, llenos de estatuas mórbidas, de espumas,
de cisnes, de flores azules, de lujurias escondidas, de estanques con
lotos rosa y verde, de cigüeñas perezosas y de visiones desnudas,
encierran toda una vida de pasión y abandono al destino... ¡Jardines
para el olvido, y para las almas sensuales!... y los que son un bloque
verde con secretos negruzcos en donde las arañas tendieron sus palacios
de ilusión..., con una fuente rota que se desangra lentamente por la
seda podrida de las algas..... ¡Jardines para idilios de monjas
enclaustradas con algún estudiante o chalán caminero! ¡Jardines para el
recuerdo doloroso de algún amor desvanecido!
Todas las figuras espirituales que pasan por el jardín
solitario, lo hacen pausadamente como si celebraran algún rito divino
sin darse cuenta..., y si lo cruzan en el crepúsculo o en la luna, se
funden con su alma. Las grandes meditaciones, las que dieron algo de
bien y verdad, pasaron por el jardín. Las grandes figuras románticas
eran jardín... La música es un jardín al plenilunio. Las vidas
espirituales son efluvios de jardín. ¡El sueño! ¿Qué es sino nuestro
jardín?...
En la vida que arrastramos de atareamiento y preocupaciones
extrañas, pocos son los que se espantan de pena y delicadeza ante un
jardín..., y los pocos que nacieron para el jardín son arrastrados por
el huracán de la multitud. Van pasando los románticos que suspiran por
la elegancia infinita de los cisnes... En los crepúsculos están solos
los jardines. El sudario gris y rosado de la tarde los cubre, y contados
son los que escuchan su canción.
I
Jardín conventual
Está mudo y silencioso. Todos los colores son tímidos y castos.
Entre las malezas descuidadas nacen margaritas menudas y flores
silvestres... En las veredas que ha mucho tiempo nadie cruzó, las arañas
tendieron sus hilos plateados... Algunas veces se levanta el suelo
cubierto de manchas verdes, de musgos, y humedades semejando el lomo de
algún gigante reptil... La fuente está rota y seca. En una esquina,
entre hierbas oscuras y girasoles marchitos, mana el agua pausadamente,
escurriéndose por el yerbazal hasta perderse al pie de los árboles. Este
jardín retrata la gran tristeza del convento.
Por las galerías achatadas y pobres pasan las monjas con sus
pardos sayales... Sólo hay un rosal en todo el recinto, que cuida una
novicia que todavía no ha tenido tiempo de entristecerse... Está en una
recacha del claustro, junto a un laurel. Sus rosas adornan la Virgen
ingenua durante el mes de Mayo.
Hace tanto frío en el jardín que todo se seca...
Tiene calmas hermosas y eternas al ruido de los rezos gangosos y
aflautados y al sonar del maravilloso órgano... El convento no tiene
campanas... Es siempre otoño en este jardín. Las alegrías vibrantes de
la primavera, y la fastuosidad brillante del verano, no entran en él.
La umbría fuente que le anima y el cielo de piedra que le
abruma, hacen que el jardín esté siempre en la tristeza amarga del
otoño. Si hay un color es un verde apagado, si hay flores son amarillas o
ligeramente azules... No hay ventanas en el claustro... El jardín ve
todas las procesiones de las religiosas. No hay tampoco ciprés. Las
ramas del laurel penetran retorciéndose, por una ventana. Entre la
hierba y cerca de donde mana el agua, se pudre la cándida escultura de
un santo padre de la Iglesia, que las monjas arrumbaron por inservible.
Dominando al jardín surge en los aires la monstruosa torre de la
Catedral de la ciudad, que guarda y mira al convento. Unas enredaderas
fuertes están bordando caprichosamente en las paredes del patio... Por
la fría desnudez de los claustros pasa una monja sonando una campanilla.
II
Huertos de las iglesias ruinosas
A la salida de las sacristías húmedas donde hay altares
derrumbados, cómodas negras, y espejos borrosos están los huertos
humildes y desaliñados.
Casi siempre son cementerios antiguos cubiertos de hierba, en
los cuales algún ama de cura plantó rosales y enredaderas. Son húmedos a
pesar de tener sol. En los rincones viven reptiles. Por un ventanal
roto de la iglesia, llega el vaho religioso del incienso. Nadie los
cuida, y si los cuidara, la maldición antigua los llenaría de ortigas,
de cicuta, de hongos, y de otras plantas venenosas... Todos ellos son
grandes, con las paredes de piedras oscuras, por las que trepan rosales
de té, madreselvas y enredaderas de yedra... Tienen bancos de capiteles
medio enterrados, y sombrajes de arcos cubiertos de espigas y amapolas.
Una fuente rota medio enterrada en las yerbas canta alguna vez,
cuando hay exceso de agua en la ciudad. Están llenos de higueras, de
manzanilla, de hinojos, de dompedros.
En algunos hay lápidas funerales con nombres borrados
arrinconadas en algún sitio maloliente; en otros hay palomas de toca que
cuidan los hijos del sacristán, y perros encadenados que quieren
morder; en los más hay charcos de humedad y tapiales con guirnaldas de
boca de león.
En los laureles hay hilos de plata casi invisibles, chorreones
de agua incrustada..., y en las esquinas que nadie pisó, hay rosales
blancos a medio secar.
En estos lugares de abatimiento, suele haber entre las tramas
verdes de enredaderas, portadas antiguas, hoy tapiadas, que tienen en
hornacinas deshechas, santos carcomidos que llevan sudarios de musgo,
penachos de yerbas, y que bendicen rígidamente con una mano crispada.
Algunos de estos huertos perdieron su carácter grave al cubrir
sus paredes con enredaderas..., pero en otros que están completamente
desnudos..., se ven dibujadas en las paredes las arquerías de los
nichos, y alguna cruz de hierro enmohecida por los años, que se retrepa
lánguidamente en las yerbas de los suelos.
Otros, de las iglesias de los arrabales, se abren a los campos
vibrantes de color... En muchos, las yedras y los rosales se asoman
ansiosos por las tapias, y caen después dulcemente... Entre las piedras
se abrazan los beleños, las rudas, las adormideras, los lirios, las
espigas del diablo...
Algunas veces la tierra eleva su desnudez de flores, para piedra
con dibujos raros, quizá algún trozo de friso desaparecido, que se
derrite plácidamente al sol...., y así todos... Raros serán los que
tengan rosas frescas y lozanas, y fuentes limpias con peces de colores.
III
Jardín romántico
Se están perdiendo los jardines españoles. El parque inglés
recortado y simétrico los suple... Sólo de vez en cuando, al pasear por
un camino desierto que conduce a sitios humildes, nos encontramos uno de
estos jardines desiertos y umbrosos.
Toda el alma romántica y galante del siglo dieciocho latente por
las avenidas. El jardín quiere a la dama pálida y al caballero poeta.
Jardines crepúsculos de aquella edad sentimental y dramática. Jardines
nebulosos que tanto hacen sufrir a ese gran poeta de niebla que se llama
Juan Ramón Jiménez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
Estaba solo el jardín. Entre las olas verdes de los arrayanes
descuidados, levantaban sus varas florecidas las malvarrosas rosas y
blancas. En el centro del jardín se alzaba la cúpula verde de la
glorieta cubierta con un rosal de té. En su interior una mesa de piedra
negra está llena de hojas secas. Los bancos están hundidos en el suelo
mojado, y una cascada de yedras quiere taparlos... Más allá y sobre su
pedestal deshecho una estatua borrosa de Cupido lanza eternamente su
flecha fatal, de la cual penden enredaderas y telarañas... En las
esquinas del jardín están las fuentes. Son pequeñas y elegantes, con las
tazas verdinegras por las que chorrean las algas como cabelleras de
medusas ahogadas en el agua verde y podrida... Casi no se ven entre los
arrayanes, que al no ser cuidados tomaron bríos salvajes... No suena
nunca el agua en el jardín..., sólo en las noches las acequias de los
campos cantan a lo lejos. No tiene pájaros el jardín, sólo algún búho
legendario se ríe cuando no hay luna, sobre un limonero entre sombras.
En un rincón, junto a una fuente, se deshace una estatua de Apolo, que aterida de frío se tapa entre los rosales...
Hay un verdadero bosque de cipreses. Diríase a lo lejos que era
aquello un cementerio viejo... Entre los macizos, entre las retamas de
las gallumbas, en las avenidas cortas y tristes, los cipreses elevan sus
tragedias melódicas... Hasta la lírica leyenda del ruiseñor perdió el
jardín. ¡Hace tanto frío y hay tanta tristeza en el ambiente!... Luego
la casa, porque el jardín tiene una casona al lado. ¡Qué pena tan
intensa la fachada sin los cristales en los balcones para que el poeta
los pueda cantar en los crepúsculos, cuando son espejos de rosas y
granas! ¡Qué amargura la casona deshabitada con un jardín raro sobre el
tejado!
En una esquina de la casa está el balcón de siempre, el balcón
que hace años no se abrió, el balcón que todavía lloran los poetas que
han dado en llamar cursis... No se siente ya el clave. Es otra luna la
que ilumina el jardín.
Nota el poeta un derrumbamiento interior. No hay manos blancas
sobre el teclado, ni palomas que se posen en los hombros de la eterna
ella, ni escalas pendiendo del balcón, ni tempestades de amor en el
jardín...
El poeta pasa sus manos por la cabeza y ve que ha perdido la
melena, extiende los brazos entristecido y observa que lleva puños de
charol.
El ensueño del jardín se está borrando. Se caen de viejos los
eucaliptos, las divinas mimbres lloronas se han secado..., sólo los
cipreses que son románticos testarudos guardan la virginidad antigua del
jardín. En los tapiales se abren grandes rejas voladas que dan al
camino. Las flores silvestres se mezclan entre los floripones
distinguidos y aristocráticos.
Pronto desaparecerá el jardín. Hay que borrar las obras de los
otros siglos... Es triste... Pero la fiesta galante cesó. Las carrozas
frías de la muerte se llevaron a los caballeros y a las damas antiguas
al otro reinado..., el estanque se cegó y los cisnes se los comieron
fritos un día de hambre los sucesores de aquellas familias maravillosas.
Son otros cisnes los de hoy... La barca de plata que surcaba el lago
fantástico se hundió llevando a bordo una fiesta blanca de enamorados
tímidos. Los pastores se convirtieron en bestias salvajes. La marquesa
Eulalia cesó de reír. ¡Es irremediable! Primero desaparecieron las
ninfas. Luego desaparecieron las marquesas y los abates, ahora quizá
morirán los poetas ...
Las columnatas se deshicieron como se deshacen las glorietas y
las estatuas junto a los rosales... La historia de la doncella raptada,
que después se mete a monja en las Claras, se perdió para siempre . . . .
. . . . . . . . .
En una avenida del jardín y entre aperos de labranza, juegan
unos niñitos preciosos, harapientos, haciendo pedazos un librote enorme
que tiene pintados caballeros y señoras dieciochescos..., una parodia
del martirio de San Bartolomé Huguesco..., más allá la madre cansada y
deshecha por el hambre, remendaba la ropa sentada al sol. Había silencio
en el jardín ...
Por la puerta principal entraron dos jóvenes. Uno de ellos
comenzó a gritar entusiasmado. ¡Aquello era hermoso!... Él se sentaría
allí a soñar un rato..., pero el otro joven que llevaba en la mano un
odioso libro de estadística, exclamó extrañado: "¡Pero, quieres no ser
tonto! ¡No comprendes que este sitio es muy antihigiénico!...
Vámonos"..., y se fueron... No tiene remedio, la fiesta pasó ya por aquí
y no volverá más... Se murió el madrigal cuando nació el ferrocarril.
Los suspiros amorosos por alguna estrofa apasionada, los lemas galantes
en las botonaduras, las serenatas de laúd, se fueron con su siglo... Las
sedas, los encajes, los jarrones, los camafeos, se hundieron para
siempre. Sólo nos quedó vivo de la época el jardín..., que es el
cementerio de todo aquello..., guardado por cipreses..., con fuentes que
aún conservan agua de la época, con estatuas que se están borrando por
no contemplarnos..., con casas que tienen balcones cerrados . . . . . . .
. . . . . . .
Pasó otro romántico por la ventana y se quedó mudo de
admiración. Entornó los ojos como ensoñando sobre el jardín..., pero en
seguida se fue. Tenía que ir a la oficina... Los niños de la avenida
seguían en su obra destructora..., y su madre cantaba amablemente...
"¿Es de ustedes este jardín?"..., y ellos respondieron: "No
señor, es de la señora marquesa..., pero como es tan buena nos lo ha
dado para que plantemos una huerta". "¡Qué infamia! ¡Qué lástima de
jardín!"..., exclamé yo..., "¡Cómo se ve, me dijo la madre, que usted
está bien comido! ¡Si viera usted lo poco que ganamos!..., ya así,
convirtiendo este jardín en huerta, venderemos lechugas y coles en la
ciudad, y podrán comer algo más mis hijos"... Los niños, escuálidos,
seguían su tarea..., la madre suspiró: "¡Qué ganas tengo que no se
estile comer!"..., "¿Sabe usted lo que le digo? hablé yo, que está muy
bien desaparecido el jardín"...
...Es irremediable, la fiesta pasó... Verlaine llora y Eduardo
Dubus está sonando su violín negro... Pronto el arado estará en las
maravillas umbrosas del jardín... Es irremediable.
IV
Jardín muerto
Cae lluviosa la mañana sobre el jardín... Al final de una cuesta
fangosa y junto a una cruz verde y negra por la humedad, está la puerta
de madera carcomida, que da entrada al recinto abandonado. Más allá hay
un puente de piedra gris, y en la distancia brumosa una montaña nevada.
En el fondo del valle y entre peñas, corre el río manso tarareando su
vieja canción.
En una covacha que hay junto a la puerta, dos viejos con capas
rotas se calientan a la lumbre de unos tizones mal encendidos... El
interior del recinto es angustioso y desolado. La lluvia acentúa más
esta impresión. Se resbala con facilidad. En el suelo hay grandes
troncos muertos... Las paredes altas y amarillentas están cruzadas de
grietas enormes, por las que salen las lagartijas, que pasean formando
con sus cuerpos arabescos indescifrables. En el fondo hay un resto de
claustro con yedra y flores secas, con las columnas inclinadas. En las
rendijas de las piedras desmoronadas hay flores amarillas llenas de
gotas de lluvia; en los suelos hay charcos de humedad entre las hierbas .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
No quedan más que las altas paredes donde hubo claustros
soberbios que vieron procesiones con custodias de oro entre la magnífica
seriedad de los tapices...
Una columna se derrumbó sobre la fuente, y al celebrar sus bodas
de piedra el musgo amoroso los cubrió con sus finos mantos. Por los
huecos de un capitel yacente asoman hierbas menudas de verde luminoso.
Las plantas se abrazan unas con otras, la yedra cubre a las
viejas columnas que aún se tienen en pie, el agua que rebosa de la
fuente, lame al suelo de piedra que hay a su alrededor y después se
entrega a la tierra que se la bebe con asco... La restante se pierde por
un agujero negro que se la bebe con avidez.
Hay cortinas recias de telarañas, los helechos cubren los bancos
de piedra... Se oye un continuo gotear..., es el agua que llora las
tristezas de nuestro jardín. Nada hay nuevo en el recinto..., hasta el
agua es siempre la misma..., penetra por el suelo y vuelve a salir por
el mascarón de la fuente.
No se puede andar porque las plantas trepadoras se enredan en
los pies..., parece como si el genio oculto del jardín, quisiera retener
algo vivo entre tanta desolación y muerte... Detrás del resto de
claustro hay un panteón. Han desaparecido los sepulcros..., sólo entre
penumbra y telarañas unas letras borrosas hablan una inscripción en
latín... No se distinguen más que dos palabras, una que dice Requiescit y
otra Mortuos...
La lluvia arrecia y cae sobre el jardín produciendo ruido sordo y
apagado... Unas hojas grandes se estremecen suavemente y entre ellas
asoma su cabeza aplastada un gran lagarto..., que sale corriendo a
esconderse entre unas piedras. Deja el rabo fuera y después se introduce
del todo... Las hierbas que el peso del lagarto inclinó, vuelven
perezosamente a ocupar su primitiva posición... Con el aire todas las
flores amarillas tiemblan y se sacuden del agua que tienen entre sus
pétalos... Hay caracoles pegados en los muros... El tiempo fue
despiadado con este jardín; secó sus rosales y cinamomos y en cambio dio
vida a plantas traidoras y malolientes . . . . . . .
No cesa la lluvia de caer.
V
Jardines de las estaciones
Son raros y pobres. Tienen acacias y están cercados de
empalizadas negras... Quieren ser estos jardines sitios de reposo
agradable y de quietud..., ¡pero cuántas miradas inquietas y nerviosas
se posaron sobre ellos!... Siempre el jardín ha sido un lugar de
melancolía reposada. El eterno silencio de los jardines que cantan los
poetas..., pero un jardín de estación es un estío de inquietud. Pasan
muy rápidos por nuestros ojos y nosotros siquiera los miramos... Cuando
se viaja se tiene puesta la imaginación en un sitio muy lejos y no nos
llaman la atención. Todas las plantas están mustias. Los bojes recortan
los macizos, de donde salen enredaderas de campanillas que trepan por la
pared... El verde general del jardín tiene un marcado matiz negruzco...
El humo fue dando sus tonalidades sombrías a los ramajes. En algunos
hay un parral raquítico sostenido por alambres.
Al lado está la cantina. Todos los restos alcohólicos de ella se
vuelcan en el jardín. Estas flores están regadas con vino maloliente.
Pasan los trenes rápidos y el jardín que sueña con una soledad
de sonidos agradables oye los silbatos potentes de las locomotoras, el
resoplar solemne del vapor y el chirriar de cadenas y ruedas. Estas
flores y estas acacias, no están en el ambiente que sueña su forma.
El jardín ve pasar muchos ojos parados y soñadores que lo
contemplan inconscientemente. Se mueven las plantas dulcemente con las
ráfagas fuertes de las locomotoras.
Por las noches unos faroles de luz amarillenta perdida, los alumbran fúnebremente.
Uno de estos jardinillos humildes y encarbonados tenía un rosal
de té. Era casi un milagro de elegancia floral aquella planta en medio
de la desolación que la rodeaba..., pero las rosas delicadísimas al
abrir la maravilla topacio de su color, el carbón y los humos las
envolvían, poniéndoles negros disfraces.
Sin embargo, se notaba que aquello era un rosal de té... Pero un
día al pasar por la estación, estaba el rosal transformado. Unas
manchas negras horribles, cubrían las flores delicadas y olorosas...,
era que la cantinera había volcado sobre el rosal los restos de haber
hecho café... Una niña me preguntó sorprendida: "¿Qué flores son
aquéllas?"..., y yo le contesté tristemente: "¡Rosas! Hija mía,
¡rosas!"... Después el tren se puso en marcha.
...oooOOOooo...
Temas
Muchas veces al caminar por estos sitios de leyendas lejanas
observamos parajes solitarios donde nuestra alma quisiera reposar
siempre... Tienen el encanto de que pasamos corriendo por sus formas y
no nos damos cuenta de sus misterios. ¡Hay estados sentimentales tan
raros! Al encontrarnos en un paraje agradable quisiéramos estar en él
toda la vida recreándonos en su belleza... Pero nos marchamos sin que ni
nosotros mismos sepamos por qué... Al viajar van desfilando una serie
interminable de cuadros naturales, de tipos, de colores, de sonidos, y
nuestro espíritu quisiera abarcarlo todo y quedarse con todo retratado
en el alma para siempre, pero somos muy pequeños y sin querer olvidamos.
Antes de contemplar una maravilla ya teníamos de ella noticias y
fantaseamos su forma soñándola, soñándola hasta hacerla un imposible...,
por eso nos vemos defraudados casi siempre al contemplar un monumento
del que habíamos oído hablar. Pasamos a través de los campos, a través
de las ciudades sin habernos detenido casi nada y nuestros ojos siempre
abiertos pretenden retratar todo, y sentirlo todo, pero nos viene el
sueño y el cansancio y el hastío.
Luego, cuando hemos reposado, todas las impresiones se van
revelando, una con todo el esplendor que tenían, otras vagamente,
confusamente, algo en que los recuerdos tienen tintas de crepúsculo ya
casi muerto, una neblina azulada sobre las cosas que vimos... Luego unas
impresiones borran a las otras y forman una confusión de la que
sobresale algo que nos hizo mucha mella..., una cara de mujer..., una
torre con sol..., el mar...
...oooOOOooo...
Ruinas
A Fernando Vílchez, artista todo bondad y simpatía.
El viajero se detiene emocionado ante las ruinas.
Contempla las antiguas visiones de fortalezas deshechas y siente
un cansancio abrumador. Sobre los arcos rotos, en las puertas que
entran a recintos alfombrados con ortigas y capiteles yacentes, en las
altas paredes solitarias, la esencia de mil colores tristes se esparció
entre los mantos reales de las yedras.
La visión decorativa de una ruina es magnífica... La luz entra
por los techos derrumbados, y no tiene dónde reflejarse..., sólo en las
covachas de una galería abierta a los campos, o en un claustro, penetra
modulando tonalidades sombrías.
El contraste de los colores verdes, y los dorados bajo la
caricia dulce de la luz, forma una gama admirable de apagamiento y
amargura.
Otro de los encantos de las ruinas son los ecos.
Los ecos perdidos en los campos anidaron en las esquinas desmoronadas, en las bodegas llenas de plantas salvajes.
En las ruinas de las llanuras hay ecos hasta en los sitios más
escondidos. En la amplia soledad de las llanuras no tienen estos
geniecillos parajes donde reposar, y cuando el vetusto edificio se
derrumbó, ellos penetraron en sus muertas estancias para hacer burla de
todo sonido, repetir la risa, y el grito desconsolado, multiplicar las
pisadas, y confundir las conversaciones en un mareo de palabras.
Las ruinas se van hundiendo lentamente en el terreno hasta que
quedan sepultadas del todo, las figuras invisibles que las habitaron se
marchan, y los ecos vuelven a danzar otra vez por las llanuras para
dormirse en espera de despertar. Se hunde el escenario y se acaba la
leyenda. Los pájaros vuelan a otro sitio más agradable, los reptiles
huyen a otras madrigueras más ocultas, y al hundirse la ruina en la
tierra acabó la tragedia histórica . . . . . . . . . . . . . . . .
Antes que el prestigio romántico, decorativo y artístico, tienen las ruinas el prestigio miedoso.
Huyeron los frailes, o los señores que habitaban los castillos,
pero en el tiempo una noche, un campesino rezagado que volvía tarde al
poblado, ve entre las malezas una gran figura blanca, con dos ojos
verdosos que miraban pausadamente, después oye gritos de tortura
infinita en los sótanos del castillo y arrastrar de cadenas por las
naves deshabitadas... Huye el campesino, cuenta lo que ha visto y todo
el pueblo se revoluciona... ¡Hay fantasmas en las ruinas! Ya nadie va a
visitarlas y adquieren brillo sombrío... Una vieja del pueblo, una noche
de tormenta, al calor de la lumbre y después de ordenar a los niños que
se marchen, cuenta a los vecinos una historia pasada que a ella le
contó su bisabuela. Una historia de amor y de duendes que pasó cuando
estaba habitada la ruina... Aquella fantasma blanca que se había
aparecido, sería la señora que se metió a monja después de matar a su
marido..., y todos se santiguan... Luego otra noche otro vecino vio con
la luz tibia de la luna, al fantasma que bogaba en el río... Después
hubo tormenta...
Todas las ruinas tienen una historia miedosa. Unas se conocen, otras ya las han olvidado.
La ruina evoca baladas miedosas de almas en pena.
Toda la literatura romántica puso sus figuras fantásticas en las
ruinas..., porque el alma de la ruina es eso: un fantasma blanco muy
grande, muy grande, que llora por las noches desmoronando piedras y
oculto entre las yedras, al son meloso del agua que pasa por las
acequias.
...oooOOOooo...
Fresdelval
El paisaje es tranquilo y reposado. Montes con encinas. Ambiente
rojo y gris. Serpientes verdes de carreteras que trepan los montes
lejanos, y amplitud de soledad.
Recostado en un declive del monte y cercado con la negra verdura
de los olmos se asienta el monasterio derruido. Tiene en sus
alrededores declives suavísimos de yerbas marchitas y promontorios que
son casi colinas, desde donde se divisa la esplenditud bronceada del
panorama.
Los primeros montes son ásperos y rojos; las lejanías son
manchas de alamedas entre neblinas opacas... Entre los olmos serenos
asoman las ventanas ciegas del convento antiguo. Tiene una esplendidez
legendaria religiosa. Es de abolengo aristocrático de reyes y príncipes.
Una figura principal de la leyenda es un cautivo moro converso al
cristianismo..., pero el ambiente de las leyendas desapareció de estos
lugares. Hay arcos elegantísimos que aún se tienen en pie soportando las
greñas verdes de las yedras. Hay medallones sin cabeza. Hay rosetones
góticos que dejan pasar la luz suavemente. Yerbas y flores salvajes
cubren la ruina... En el claustro gótico se extiende una gran humedad
verde y gris... Hay un rincón de abolengo castellano que pudiera servir
de fondo a una figura de capote y ojos marchitos..., es un resto de
claustro Renacimiento de una gran sencillez. Columnas fuertes, arcos
chatos, y un gran alero. El fondo es negro, y el suelo de yerbas,
delante hay un carro abandonado y unos pesebres de madera podrida, más
allá una puerta desvencijada con un esquilín, y yedras y saúcos... Muy
cerca, una columna rota se mira en un estanque... Todo está quieto en la
tarde. Hay castidades hondas en el paisaje.
...oooOOOooo...
Un pueblo
En el silencio de la tarde al pasar por el pueblo castellano, el
sol ponía sus notas doradas en la torre lánguida de la iglesia y en las
casitas humildes. Unos viejos están sentados junto a la portada. Son
como figuras de piedra que estuvieran en una ceremonia de gran
religiosidad. Alguna vez uno mueve una mano. Las puertas están
cerradas... Nacen unas colmenas entre flores... Una mujeruca da de comer
a un lechón. Por las tapias de los corralones asoman largos palos
abandonados. Son las lanzas que esperan. A la salida del pueblo hay
toros bebiendo en un remanso, donde está el agua casi podrida... De los
fondos empiezan a salir las nieblas rojas del atardecer.
...oooOOOooo...
Una ciudad que pasa
Cielo azul. Tranquilidad solar. Por las encías de las murallas
pasan ovejas blanquísimas dejando nubes de plata vaporosa. La ciudad
deja sonar sus trompas de suavidad metálica como miel infinita.
Hierro... Estallidos de solemnidad. A lo largo y entre los humos
del caserío se dibujan los triunfos románticos de las iglesias
señoriales, severas, distinguidas, un poco chatas, con sus campanas
paradas, con sus veletas que son cruces, corazones, sierpes, con sus
colores de oros perdidos en verduras mohosas... Hay ópalos amarillos
sobre las garras monstruosas de los montes. Hay sobre la ciudad medieval
temblores de luz... Hay un reposo musical de las cosas... La mañana
está clara.
...oooOOOooo...
Un palacio del Renacimiento...
Plaza amplia y desierta..., hay árboles viejos y corpulentos. En
una blanca fachada un pilar carcomido y deshecho cuyos caños hace mucho
tiempo no sintieron la caricia del agua... El suelo está cubierto de
yerbas. En una esquina hay una hornacina vacía... En el fondo de la
plaza está el palacio.
Es una rara impresión encontrarse esta magnificencia
aristocrática junto a las casucas pobres de este rincón muerto... El
palacio es hermosamente dorado... Tiene balcones amplios y señoriales,
con serpientes enroscadas en sus columnas, medusas espantadas y tritones
fantásticos.
En los frisos hay comitivas de locura llenas de gracia y
movimiento, pero que se pierden entre la piedra a medida que pasa el
tiempo.
En estas cabalgatas hombres musculosos van desnudos, apretando
guirnaldas de rosas que cubren sus sexos, y las mujeres llevan las bocas
abiertas lujuriosamente y sus brazos son serpientes que se retuercen
para convertirse en hojas de acanto y lluvias de bolitas. Las marchas
las cortan monstruos marinos con cuernos de árboles y manos de flores,
que abriendo sus bocas hacen huir a las demás figuras. Algunas vuelan
absurdamente y otras descansan muy serias con las manos sobre los senos.
Cobija este bosque decorativo de flores y figuras un gran alero
primorosamente labrado, sostenido por grandes zapatas en las que hay
hombrotes destartalados, perrazos enormes, caras de noble expresión,
entre ramajes de rostrillos, de margaritas, de puntas de diamante, y de
cabecitas de chivo... Coronando el palacio hay una veleta que tiene
forma de corazón, a su lado se eleva un ciprés.
...oooOOOooo...
Procesión
Y sobre el altar de los sacros martirios, en donde descansan
aquellos que fueron sangre y llamas por amor a Jesús, y sobre el arca de
plata teñida de cielo por los vidrios místicos, el sacerdote vestido de
luz y de grana destapó el cáliz antiguo, y haciendo una reverencia
comulgó... El órgano lloró sus notas de melancolía con Gounod. El
incienso hacía gestos mimosos y en el aire se sentía una campana pausada
entre un hueco arrastrar de pies... El palio, esencia de la solemnidad,
y la cruz de oro con enormes esmeraldas se mecían lentamente entre la
tragedia de los versos latinos, mientras el órgano seguía diciendo un
poema de pasión y desfallecimiento... La procesión descendió del ara
sagrada, hubo un gran suspiro en la luz y los sacerdotes de manos
blancas sostenían cirios fuertes, y caminaban al son de una melodía de
un siglo lejano... Los sochantres gritaban profundos y sentenciosos, los
seises ponían sus notas agudas sobre los medios puntos, los pertigueros
golpeaban el suelo con sus varas, y los incensarios dulces al atravesar
el aire entrechocaban sus cadenas... Todo esto envuelto entre una
vaguedad gris de incienso y un aliento frío de humedad... Atravesaron
unas grandes verjas de bronce que se llenaron de topacios con los
cirios, y abriendo una puerta tallada por manos ingenuas, salieron al
claustro que estaba rebosante de colores apagados... En las paredes
había estatuas bizantinas con ojos de azabache, carteras empolvadas que
rezan alguna bula u oración pasada, sepulcros fríos con caballeros
armados en mármol y damas rígidas con leones a los pies... La comitiva
penetró en el claustro al melodioso y fúnebre grito del fagot y a la
rítmica ensoñación gregoriana...
Al pasar por los sepulcros se detienen y claman graves los
responsos, que resuenan por las bóvedas como un eco de terror... Ahora
se paran a rezar a un obispo yacente. Dicen todos una canción fúnebre y
se callan... En ese momento el oficiante, que va el último, canta con
voz lejana un versículo atroz... El incienso da claridad lechosa y vaga,
la procesión vuelve a ponerse en marcha rezando en voz baja y entre el
ruido de pies que se arrastran se oye el alma de la Catedral gemir
alocada... El altar solitario, rodeado de cirios grandes y de golpes de
plata repujada, espera al oficiante que haga ver sus encantos
espirituales... Una Virgen sentada en un trono aguarda la oración del
ministro del Señor, y la hostia está en la nada hasta que se pronuncie
el conjuro... Los maceros, con peluca rubia y sayales de damasco avanzan
sobre el altar, pasan las filas de sacerdotes vestidos de telas
riquísimas, y por último asoma el obispo, que es el que lleva las
reliquias... Al llegar al altar las músicas se callan, el que viste de
morado musita algo ininteligible. Unas campanas suenan, las gentes se
arrodillan, y entre el plomo y la seda del incienso se eleva una urna de
cristal y cobre, que encierra una tibia negruzca y reseca. El reloj de
la ciudad da las doce y los monstruos del coro sonríen siempre con una
eterna expresión.
...oooOOOooo...
Amanecer castellano
No han roto las nieblas de la noche. Por el horizonte se va
abriendo una ráfaga de luz blanca que llena de claridad sombría a los
pardos terronales. Sobre las acequias hechas espejos de verde azul, se
miran los álamos quietos y fríos.
Hay una paz armoniosa en todo el paisaje. Las sierras lejanas
tienen suavidades moradas y negras, las tierras se ocultan entre las
nubes bajas de la niebla, de los cielos sin color está cayendo una
llovizna de rocío . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Va tomando un tinte rojo y rosado el abismo crepúsculo... Un
pueblo deja ver su torre que mira sobre el rosa del fondo. El viento
empieza a danzar en la llanura... Silba un tren muy lejano, y entre los
barbechos largos, surge un arado clavado en la tierra y abandonado...
...oooOOOooo...
Monasterio
Fuera de la ciudad está el convento. Le sirve de pórtico la
tristeza de un compás. Compás este como todos, lleno de malvarrosas, de
jazmines blancos que no huelen por no pecar, de yedras aristocráticas.
Lugar de meditación, de melancolía monjil. Una campana suena grave y
chillona al mismo tiempo, anunciando al visitante.
De ahí se pasa al locutorio humilde como el cuarto de una
muchacha pueblerina, con sus santos de barro, con sus cromos negros en
que hay Vírgenes con sombra de bigote a causa de las tintas viejas, y
que están roídos por la polilla. Las monjas examinan al viajero con gran
curiosidad, le preguntan, le aconsejan, enseñan todas las reliquias que
poseen, y ríen, ríen.
Dan dulces rellenos de cabello de ángel, y cuentan una escena de
la vida interior... Los sábados por las noches se reúnen todas a la luz
del único quinqué que poseen, y sentadas en el suelo sobre corchos,
hilan sus vestidos en ruecas legendarias. Alguna cuenta algo y las demás
escuchan santamente... Mientras, los miedos y la leyenda cruzan los
claustros y los patios despertando a los ecos y azuzando al viento para
que suene su fagot en fa profundo.
...oooOOOooo...
Campos
Es media tarde y el sol brilla con fuertes apasionamientos.
Tarde de Julio llena de fortaleza y de trigos maduros... Por el amarillo
rojizo de los trigales se ve correr la brisa suavemente..., alguna vez
brilla una guadaña... En los ribazos verdes, hay amapolas, en las
colinas con olmos hay ovejas. Hay algunos sembrados con avenas de plata.
En el cielo anda casi invisible la luna en creciente... Por un monte se
recorta la figura de un viejo pastor, y al religioso ambiente el sol va
dando oros transparentes y llena de misticismo a las azuladas
lejanías... Unos bueyes con los ojos dulcemente entornados caminan
majestuosos al vaivén lánguido de la carreta. El aire estaba preñado de
olores de trigo y de sol. Toda la maravilla de la tarde está en los
fondos tornasolados. Alguna vez se descubre a lo lejos un torreón de
piedra coronado de golondrinas que pían y pían, y pueblos sin color que
surgen de pronto entre las colinas como cosa de encantamiento.
...oooOOOooo...
Medidodía de agosto
En el campo inmenso no se oye nada más que la chicharra que muere borracha de luz y de su canto.
Es mediodía. Se ve moverse el aire agitado de calor. Detrás de
la inmensa ráfaga de fuego que cubre los campos, se distinguen las
verdinegruras de las alamedas. El campo está desierto. Los labradores
duermen en sus casas. Las acequias cuchichean misteriosas unas con
otras. Las espigas de los trigales, agitadas por la brisa se frotan
entre sí produciendo sonido de plata. Un campo de amapolas se está
secando falto de agua. La gran sinfonía de la luz impide abrir los ojos.
Sonó la queda en el silencio de la paz campesina, cargada de volptuosidad... Era una interrogación de la carne...
Las mujeres del pueblo se bañan en el río. Chillan de placer al
sentir el frescor del agua lamiendo sus vientres y sus senos. Los mozos,
como faunos, se esconden entre las malezas para verlas desnudas. La
naturaleza tiene deseos de una cópula gigante. Las abejas zumban
monótonas. Los mozos se revuelcan entre las flores y el saúco, al ver a
una mozuela que sale desnuda, con los senos erguidos, y que se tuerce el
pelo mientras las demás maliciosas le arrojan agua al vientre . . . . .
. .
La codorniz canta en el trigal.
En las eras comienzan el trabajo. Hace aire. Los bieldos lanzan
la paja a gran altura. El grano de oro cae en el suelo, la paja se la
lleva el aire y después cae tapizando todas las cosas. Los mulos corren
veloces por la era. El paisaje es borroso y sofocante, se borran los
montes de los fondos entre mares de temblores blancos. Unos niños
desnudos con carne de bronce se bañan en la acequia, y al salir de ella
se revuelcan con placer en el polvo caliente de la carretera. Los carros
llegan, cabeceando llenos de espigas... Huele a mies seca.
...oooOOOooo...
Una visita romántica
Santa María de las Huelgas
Y el encanto marfileño se abrió y la ensoñación sentimental
estaba presente; parecía una cosa así como un cuento oriental... Allí
estaban las monjas vestidas de blanco con los velos negros, las caritas
sonrosadas y plácidas, rodeadas del elegantísimo turbante. Tenían por
fondo una galería, y en ella un Cristo atormentado... Toda una
aristocracia medieval está encerrada en los claustros antiguos y
señoriales... Huele a limpieza de blanco paño y a suave humedad.
El patio solitario lleno de hierbas, con las ventanas
entornadas, tiene bajo la tarde de Julio una rumorosa tranquilidad
soleada. Bajo las dulces y azuladas labores góticas del claustro
entierran a las monjas... En la sala capitular, que recuerda a la de
Poblet, están los retratos de las abadesas antiguas, figuras esbeltas y
aristocráticas, cuyas manos admirables de blancura y distinción
sostienen los báculos, que son como inmensas flores de plata... Por las
lejanías del claustro cruzan monjas presurosas, arrastrando las largas
colas. Alguna vez relucen labores orientales por las galerías.
Comenzó la visita, y al conjuro de la música monjil surgió una
época brumosa de España, época de leyendas y de hechos maravillosos
desconocidos, guardada con fe y amor devoto por aquellas mujeres...
surgió Alfonso VIII y San Fernando, y doña Berenguela y Sancho el
Deseado..., y princesas y niños y caballeros, todos colocados en
sencillos sepulcros arrimados a las paredes, y surgieron leyendas de
monjas infantas que murieron en olor a santidad..., y apareció la
batalla de las Navas y la cruz que llevaba el arzobispo don Rodrigo..., y
llegamos al coro, donde está el corazón de la casa...
Es amplio y monumental..., allá en el fondo un calvario lleno de
espanto cubre de piedad a las sombras... La esfuman las lejanías de las
bóvedas con sus ventanales rasgados... En las paredes hay tapices en
rosa y azul claro, que explican a los emperadores romanos . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Todo lo que dicen las monjas de los muertos que allí tienen lo
pronuncian con una verdadera unción de agradecimiento. Parece que
Alfonso el de las Navas es un santo para ellas..., y enseñan tristes el
vacío sepulcro de Alfonso el Sabio, y se maravillan ingenuamente ante la
tumba de la infanta Berenguela, que un día fatal para el convento se la
encontraron sentada en una escalera del coro... La melancólica figura
de la abadesa declamaba cariñosa y consejera los milagros que les había
hecho la momia de la infanta medioeval... Pasamos por el patio románico
color oro viejo con una fuente llena de arabescos de sol y flores
sencillas..., y volvimos al gran coro, donde vimos vírgenes deliciosas
con su candor casi monjil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . .
Luego, una religiosa soltó su cola para parecer un pavo real,
enorme como la "Manzana de anís" de Francis Jammes, y salí del convento
cuando las campanas tocaban a la oración... Unas vacas de leche pasaron
sonando sus esquilas... El agua de las acequias no se movía y de los
trigales llegaba vaho saludable..., entonces entró en el corazón un
aplanamiento devoto por la tarde.
...oooOOOooo...
Otro convento
Siempre me acerco a los conventos lleno de ilusión religiosa y
de tristeza... En estas ciudades olvidadas son ellos la nota más fuerte
de olvido. Seguramente todo el problema que late en estas grandes
casonas es el olvidar...
En todos nosotros una ilusión constante es el buscar un algo
espiritual o lleno de belleza para descargar nuestra alma de su dolor
principal..., y corremos siempre animados con el deseo de esa imposible
felicidad... Casi nunca lo conseguimos porque sólo es la forma lo que
varía, la esencia es inmutable.
Las monjas en su debilidad infantil, se encerraron en el
convento tapiándose el camino del olvidar... Lo que quieren olvidar, lo
convierten en presente de su alma.
Por los ámbitos de la iglesia palpita un gran fracaso sentimental... El corazón impera sobre todas las cosas.
Las fuentes cristalinas de unos labios lejanos manan muchas
veces en las imaginaciones castas de las monjas... Al entrar en la
iglesia las religiosas que rezan tranquilas, huyen como palomas
asustadas por el coro para contemplarme. ¡Qué tristeza! Las tocas se ven
como esfumaciones blancas y el coro achatado parece que se quiere
hundir... Alguna tose... En las paredes hay grandes cuadros que no se
sabe de quién son, tienen vírgenes morenas muy hermosas con aires de
Rubens, y fondos cálidos de nubes anaranjadas... En los altares hay
flores monjiles de color rabioso, y en todo el ambiente flota un sensual
y religioso perfume de celindas . . . .
Luego, pasando por unos corredores donde hay un vía crucis y
urnas relucientes, se llega al locutorio... En él son las monjas como
caras sin cuerpos que hablan castamente con voces de olor intenso y
diluido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
La reja del locutorio tiene fuertes pinchos de hierro que
quisieran saltar nuestros ojos... Se nombran las monjas las unas a las
otras... La madre Amor..., la madre Corazón . . . .
Sobre un bargueño hay una maceta de claveles rojos...; más allá una jaula con un canario.
...oooOOOooo...
Crepúsculo
La luz va dejando que se abran las cosas al color admirable del
momento... El campo que antes había resistido toda la fuerza sin igual
del mediodía de Junio, va reposando sus matices delicados y enseñándolos
melódicamente, apianadamente. Las montañas ya se ven azules por su
falda, por las cimas rocosas aún están blanquecinas... Va modulando la
luz tonos con espíritu de piedra preciosa, hasta llegar a una expresión
fantástica rosa y fuego, que poco a poco va tornándose en polvo amarillo
de suavidades topacio. No hay más verde que las alamedas y los labios
de las acequias... El sol solemne y bueno, recortado en el azul del
cielo, se hunde vagamente en un terso ombligo del monstruoso vientre
serrano.
Hay temblores augustos en el aire..., después una dulce luz lo
invade todo... Por los ribazos vienen las espigadoras cantando
alegremente... Suena el ángelus tocado por las campanas cascadas y
viejas de la ermita... Empiezan a brillar las estrellas. Entre los
encinares toscos pasa el crescendo acerado de un tren... Se oyen ladrar
los perros y el chocar de ruedas de las carretas que pasan a lo lejos . .
. . . . La noche. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . .
...oooOOOooo...
Tarde dominguera en un pueblo grande
En las primeras horas mucho silencio y quietud, una paz
inefable..., sólo se oían chirriar a los pájaros sobre las acacias o
alguna carreta que pasaba por la calle desierta... Luego, cuando el sol
se quería hundir en el fondo del paisaje se fueron las puertas abriendo y
se asomaron a ellas muchachas con flores en las cabelleras y empolvadas
graciosamente.....
Por una calleja salieron unos niños con sus trajes nuevecitos,
que ellos por no estropear ni siquiera movían los brazos, por el centro
de la calle iban las niñas paseando, cogiditas del brazo con los
pañuelos en la mano... En el paseo del pueblo había gran animación. Bajo
los altos álamos se retenía el polvo que levantaban los paseantes...
Las muchachas negruzcas, coloradotas, fresconazas, se pavoneaban ufanas
de sus blusas de sedas chillonas, de sus cadenas de oro falso, de sus
senos enormes y temblorosos. Los muchachos las seguían con miradas
incitantes entornando los ojos y echándose los sombreros sobre las
caras.
Eran las muchachas ramplonas y hermosotas, de labios frescos y
sensuales, de cabelleras negras y espléndidas... Los caños de la fuente
hacían hervir al agua parada y mansa de las tazas. En los cielos
comenzaban los albores divinos del crepúsculo. Sobre las nubes había
suavidades de rosas transparentes... En un esquinazo del paseo, entre
rosales blancos y grandes matas de dompedros, unos novios se hablaban
juntando las cabezas con ansia visible de besarse... Algunas mozuelas
los miraban envidiosas de reojo... ¡Bien merecía la tarde cargada de
lujurias celestes, un beso apasionado de aquellos amantes!... En un
banco de piedra gris con brillos de espejo, una vieja apergaminada y
roñosa entretenía a un bebé rubio que manoteaba ansiosamente queriendo
cortar una rosa que temblaba serena entre el ramaje... Más allá un grupo
de niñas se abrazaron por la cintura y cantaron desafinadamente un
viejo romance de guerra y amor... Había un gran mareo de conversaciones
que flotaba zumbón en el aire... Entonces desde un viejo kiosco de
maderas carcomidas la banda de música comenzó a tocar... Eran raros y
graciosos los músicos: uno de ellos no tenía uniforme, los demás lo
tenían en estado lamentable... Una habanera de zarzuela española vibró
en el ambiente... Era cursi y melancólica, y sentimental, y odiosa...
Pasan por nuestra alma muchas melodías que nos hieren la emoción con
estos contrastes... La tuba y los bombardinos llevaban el ritmo lánguido
y casi oriental... A veces había en el sonido de dichos instrumentos
fracasos de aire y de técnica... El clarinete daba horrorosamente
carcajadas expresivas remontando los aires con notas estrambóticas y
difíciles... ¡Trabajaban verdaderamente los pobres músicos! Alguno
sudaba fatigadísimo... Sólo el redoblante serio y grave daba de cuando
en cuando un golpe seco en su instrumento..., y miraba al público como
muy satisfecho de lo que hacía... El director, hombre maduro con los
bigotes tiesos y de vientre abultado, dirigía muy expresivo moviendo los
brazos al compás de la habanera, dirigiéndose imperativamente al del
timbal cuando tenía que dar algún golpe de efecto, arqueando las cejas
pobladas, y hundiendo los ojos en blanco cuando modulaba la melodía al
tono menor para repetir el tema... Cerca del maestro estaba el que
tocaba la flauta, que era un hombre bajito excesivamente grueso, y de
mirada viva y penetrante... Soplaba con gran brío y abría
desmesuradamente los ojos... Hizo solo unos compases largos y
arrastrados, a los que el maestro entornó los ojos con inmenso agrado y
que la gente escuchó religiosamente... Un vejete sucio y harapiento que
había cerca de mí exclamó mirándome: "Ese es el mejor músico de tos...;
le viene por herencia, lo tiene en la masa de la sangre, ¿no se ha fijao
usted?"... Me fijé en el pobre músico, y era causa de gran regocijo ver
aquella bola de carne con ojos de ratón que movía con placer, y causaba
gran extrañeza ver la flauta en sus manos. El instrumento galante y
distinguido, ese tubo aristocrático y literario, hermano de la lira y la
siringa, cuyo prestigio confirmó el siglo del encaje y del clavicordio
estaba sostenido por unas manazas de piedra cubiertas de vello y arrugas
que herían torpemente los registros . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . La habanera no acababa nunca..... Las niñas la
cantaban con una letra en que el sol, el lirio y la palma, rubia, salían
a relucir...; los muchachos la silbaban con fuerza. . . . . . . . . . .
. . . . . . .
Sentado en una silla y con las manos en los bolsillos, un pollo
bien que desentonaba con el conjunto, contemplaba a la gente con gesto
de idiotez y superioridad... Algunas muchachas se reían de verlo con los
pelos laminados y una trincha apretándole la cintura...
Iba la tarde cayendo, paró la banda de tocar y el paseo se fue
quedando desierto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Comenzó la campana de la iglesia a llamar al rosario . . . . . .
. . . . . Tocó la banda otras cosas más, y la gente se fue retirando a
sus casas... Las veletas estaban rojas por la luz del atardecer, lo
demás estaba ya en sombra...
Empezaron a entrar en el pueblo los trabajadores, venían
cansados y harapientos, andando pausadamente con las azadas al hombro y
las cabezas bajas... Detrás de ellos llegaron los rebaños dulces y
reposados, dejando estelas polvorientas al son de las esquilas..., y
llegaron las piaras de mulas retozonas haciendo correr asustadas a las
niñas, y los potrillos suaves y lanudos, que relinchaban presintiendo la
cálida gratitud del establo... Todo el aire se llenó de esquilas y
cencerros broncos de balidos y relinchos... Y por último, entraron en el
pueblo los cerdos, dando feroces gruñidos y corriendo a sus casas
seguidos de sus dueñas, que van detrás de ellos con un cuartillo relleno
de habas o de maíz para fascinarlos y meterlos en las zahurdas... Otra
vez quedó el pueblo en silencio... Por el paseo solitario cruzó el señor
cura, que iba a los rezos de la tarde. Un niño pasó silbando con una
alcuza en la mano.
Sobre unos tapiales blanquísimos con reflejo de crepúsculo
muerto, se recortan los negros garabatos retorcidos de dos viejas que
van devotamente a rezar el rosario..., y que al fin se hunden en la boca
profunda de la puerta de la iglesia... En las casas preparan las
cenas... Por una calle que da a los campos vienen lentamente dos vacas
grandes, rubias y simpáticas, arrastrando sus tetas por el camino...
Detrás dos niños las azuzan con varas. . . . . . . . . . . . . . . . . .
. Luego se oye una guitarra y un piano viejo de la casa de un rico que
dice a Czerny monótonamente.
...oooOOOooo...
Iglesia abandonada
En los arrabales de la ciudad muerta se levanta la iglesia que
hace tiempo no recibió las dulces caricias del órgano y del incienso...
Está ruinosa y el culto en ella es imposible... Las fiestas solemnes en
que el palio se mecía entre nubes olorosas, y las casullas ricas
brillaban en las sombras, se fueron de la iglesia. Hoy tan sólo la
habitan unos cuantos santos desdichados y malaventurados, que dejaron
allí por inservibles... En el retablo del altar mayor sólo queda una
escultura de San Marcos, que tiene al toro sin cuernos... Es la iglesia
fría, y espantosa por los santos sucios y despintados con caras
sarcásticas... Es tremendo estos templos llenos de figuras tristes e
inexpresivas, retrepadas en las paredes, con carnes acardenaladas y
podridas y con bocas que tienen gestos de inferioridad . . . . . . . . .
. . . . . . . . .
Lo único que hay bello en la iglesia es un medallón olvidado, en
que una Virgen griega bendice con la mano rota, mientras enseña al Niño
que la mira amorosamente.
Es hermoso el medallón... Tiene el alabastro matices de oros
perdidos... Rodeando el edificio hay entre las hierbas crecidas,
higueras, malvas silvestres y rosales antiguos de pitiminí... En una
puerta están las guardianas de la iglesia, que son dos mujeres sucias
con los ojos legañosos, que tienen aire misterioso de sibylas.
...oooOOOooo...
Pausa
Bajo el árbol del romanticismo, la flor preciosa de nuestro
corazón se abrirá hacia una infinita tranquilidad después de la
muerte... El silencio no puede darnos nunca las llaves del inmenso
sendero... En la tonalidad desfallecida de una orquesta muriente quizá
nuestro corazón aprenderá a sufrir con elegancia su calvario
desconocido.
El silencio tiene su música, pero el sonido tiene la esencia de
la música del silencio... El pavoroso problema lo tiene que resolver el
corazón... Ante la espléndida visión de los campos desiertos y sonoros
el alma adivina algo de su soledad. Por el camino rojo de la imaginación
pasan las mujeres con las cabelleras en desorden. Nos sonríen, son
nuestras en sus bocas, escanciamos nuestras almas y sonreímos con la
tranquilidad inquietante del soñar.
Serán nuestras, pero nosotros seremos después piedras, y flores,
y nuestro pensamiento... ¡Ah nuestro pensamiento!... Toda el alma
quiere extenderse por los campos y posarse en los pinares lejanos entre
el terciopelo negro de sus músicas... Pasa a lo lejos un rebaño con las
esquilas cansadas, y un viejo de ojos hundidos. En el cielo hay nubes
como bloques inmensos de mármoles extraños..., y la imaginación loca nos
abre un camino de dolores amables . . . . . . . . . . .
La luna sale majestuosa entre montes. ¡Salud, compañera del
viajero enamorado y sensual. Salud, vieja amiga y consoladora de los
tristes. Auxilio de los poetas. Refugio de pasionales. Rosa perversa y
casta. Arca de sensualidad y de misticismo. Artista infinita del tono
menor. Salud, sereno faro de amor y llanto! ¡Ah los campos! Cómo renacen
a otro mundo con la luna...
El silencio sólo está en el pensamiento doloroso y en la
muerte... El tremendo camino se abre ante nosotros y por fuerza hemos de
pasar por él...
...oooOOOooo...
Un hospicio de Gaalicia
Es el otoño gallego, y la lluvia cae silenciosa y lenta sobre el
verde dulce de la tierra. A veces entre las nubes vagas y soñolientas
se ven los montes llenos de pinares. La ciudad está callada. Frente a
una iglesia de piedra negriverdosa, donde los jaramagos quieren prender
sus florones, está el hospicio humilde y pobre... Da impresión de
abandono el portalón húmedo que tiene... Ya dentro, se huele a comida
mal condimentada y pobreza extrema. El patio es románico... En el centro
de él juegan los asilados, niños raquíticos y enclenques, de ojos
borrosos y pelos tiesos. Muchos son rubitos, pero el tinte de la
enfermedad les fue dando tonalidades raras en las cabezas... Pálidos,
con los pechos hundidos, con los labios marchitos, con las manos
huesudas pasean o juegan unos con otros en medio de la llovizna eterna
de Galicia... Algunos, más enfermos, no juegan y sentados en recachas
están inmóviles, con los ojos quietos y las cabecitas amagadas. Otro hay
cojito, que se empeña en dar saltos sobre unos pedruscos del suelo...
Las monjas van y vienen presurosas al son de los rosarios. Hay un rosal
mustio en un rincón.
Todas las caras son dolorosamente tristes...; se diría que
tienen presentimientos de muerte cercana... Esta puerta achatada y
enorme de la entrada, ha visto pasar interminables procesiones de
espectros humanos que pasando con inquietud han dejado allí a los niños
abandonados... Me dio gran compasión esta puerta por donde han pasado
tantos infelices..., y es preciso que sepa la misión que tiene y quiere
morirse de pena, porque está carcomida, sucia, desvencijada... Quizá
algún día, teniendo lástima de los niños hambrientos y de las graves
injusticias sociales, se derrumbe con fuerza sobre alguna comisión de
beneficencia municipal donde abundan tanto los bandidos de levita y
aplastándolos haga una hermosa tortilla de las que tanta falta hacen en
España... Es horrible un hospicio con aires de deshabitado, y con esta
infancia raquítica y dolorosa. Pone en el corazón un deseo inmenso de
llorar y un ansia formidable de igualdad...
Por una galería blanca y seguido de monjas avanza un señor muy
bien vestido, mirando a derecha e izquierda con indiferencia... Los
niños se descubren respetuosos y llenos de miedo. Es el visitador... Una
campana suena... La puerta se abre chillando estrepitosamente, llena de
coraje... Al cerrarse, suena lentamente como si llorara... No cesa de
llover...
...oooOOOooo...
Romanza de Mendelssohn
Quieto está el puerto. Sobre la miel azul del mar las barcas
cabecean soñolientas. A lo lejos se ven las torres de la ciudad y las
pendientes rocosas del monte... Es la hora crepuscular y empiezan a
encenderse las luces de los barcos y de las casas... Se ve el caserío
invertido en las aguas en medio de los ziszás dorados y temblorosos de
los reflejos. Hay un agradable y suave color de luna sobre las aguas...
Se queda el muelle desierto y silencioso..., sólo pasan dos hombrotes
vestidos de azul que hablan acaloradamente... De un piano lejano llegó
la romanza sin palabras... Romanza maravillosa llena del espíritu
romántico del 1830... Empezó lentamente con aire rubato delicioso y
entró después con un canto rebosante de apasionamientos. A veces la
melodía se callaba mientras los graves daban unos acordes suaves y
solemnes... Llegaba sobre el puerto la música envolviéndolo todo en una
fascinación de sonido sentimental. Las olas encajonadas caían lamiendo
voluptuosamente las gradas del embarcadero... Seguía el piano la romanza
cuando se hizo de noche. Sobre las aguas verdes y plomizas pasó una
barca blanca como un fantasma al compás lento de los remos.
...oooOOOooo...
Calles de ciudad antigua
Las calles sucias con yerbas secas, casas desconchadas, gárgolas
arrancadas, santos sin cabeza y hechos un montón de piedras. Hay
portadas con columnas repujadas, con medallones carcomidos, con
guirnaldas romanas... En una calle oscura hay un pilar que bucea entre
flores de color pálido.
En otra hay soportales achatados con arcos desvencijados donde
hay mujeres tristes y herrerías húmedas... Muchos balcones se derrumban
de margaritas y geranios que son luces cegadoras con el sol potente del
verano... Conchas en las fachadas... Palacios pequeños sin ventanas con
llamadores de lunas.
Casas blancas sin cristales en los balcones. Iglesias
ornamentadas espléndidamente con blandones severos de piedra dorada, con
guirnaldas de calaveras recortando los altares, con portadas suntuosas y
complicadas en las que hay hombres robustos luchando con toros alados,
canastos de hojas raras por las que asoman mancebos con las caras de
entrecejo fruncido, con capiteles dorados que tienen hombres y animales
naciendo entre acantos. Paramentos desbordantes de adornos de donde
surgen niños con lenguas de serpiente dándose las manos deformes,
matronas desarrolladas y lujuriosas que sostienen entre sus brazos
musculosos columnas llenas de lemas latinos y fechas memorables,
bayaderas de gestos incitantes, cimeras frías y burlonas, angelotes
voladores sobre grifos y cariátides, rostros tristes con los ojos
cerrados...
Al pasar por las plazas desiertas y melancólicas... llegan
rumores de escuela... En una, los niños dicen con sonsonete: "... los
santos padres que estaban esperando el santo
advenimiento....."...................
Al final de las calles vibran los campos bajo el sol terrible del mediodía veraniego.
...oooOOOooo...
El Duero
Pasa el río por Zamora, verde y manso. La enorme calva bizantina
del cimborrio se mira en las aguas profundas... Pasan lentas las barcas
sobre las ondas.
A lo lejos, entre las pardas modulaciones del terreno, asoman
los montes pobres de color... Las iglesitas románicas descienden por las
callejas hasta el río... Éste va lentamente arrastrando su gran
prestigio de evocaciones históricas al sonido grave y suave que
produce...
Terminó la antigua historia romántica del río... No queda nada
de lo que antes viera el agua... La historia está quieta... Pero todavía
el viejo y solemne Duero sueña y ve combatiendo borrosamente a las
grandes figuras de su romance.
...oooOOOooo...
Envio
A mi querido maestro D. Martín D[omínguez] Berrueta y a mis queridos
compañeros Paquito L[ópez] Rodríguez, Luis Mariscal, Ricardo G[ómez]
Ortega, Miguel Martínez Carlón y Rafael M[artínez] Ibáñez, que me
acompañaron en mis viajes.
...oooOOOooo...
TELÓN.
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