lunes, 7 de abril de 2014


La voz de los niños

José Ortega Munilla


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La voz de los niños

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- I -

Gritos sin eco
     En una nocturnidad medrosa, en la que el viento soplaba y la lluvia caía, ocurrió en el país de que hablo un suceso memorable, memorable para los hombres buenos que aman a los afligidos. Era el mes de noviembre, el final del mes de noviembre. Entonces, el invierno imperaba trágicamente. Los vecinos de las treinta y cuatro aldeas leonesas que rodean al bosque llamado de los Gentiles hombres, recluíanse a sus hogares y apenas salían de ellos, si no eran impulsados por extrema necesidad. En aquel país las crudezas del temporal son terribles. Los vendavales tumban a los caminantes. �Veis aquel rebaño de ovejas que camina hacia la llanura, en busca de parajes menos fríos?... Pues si las coge un golpe del ventarrón, esas ovejitas mansas y tiernas caen al suelo, y algunas no se levantan más, porque al tropezar con los riscos y con las peñas sus patas se tronzan, y el pastor que cuida de ese ganado va llorando en la constante pérdida.
     Ya he apuntado el lugar geográfico de la escena: en la provincia de León, cerca de las Asturias del Rey Pelayo. Existe allí, entre las montañas y las llanuras, una convergencia de ángulos, por los que la cordillera parece convertida en un enorme, terrible soplete. Y el aire norteño trabaja sin descanso por ese camino. Los árboles se encogen, las praderías se secan, los hijos de Adán se esconden, la ganadería perece.
     No recuerdo sitio más espantable. Y lo más triste es que en [6] las horas en que el aire sopla es cuando la altura está sin nubes, y allí descubriréis el cielo limpio, el cielo azul. Por la noche, se divisan todas las estrellas de nuestro sector astronómico. Por el día, la luz solar lo invade todo. A diez leguas del sitio donde se encuentre el viajero, hallará las cimas erizadas de árboles y de arbustos; y veréis bajo el soplo del viento mortal la plenitud del astro mayor. Diríase que la verdad es cosa dura que pide sacrificio.
Los vendavales tumban a los caminantes (Pág. 5)
     El panorama adquiere la grandeza de una revelación; porque, en efecto, allí no queda nada oculto. Un espino -un árbol espinal-, que a tres leguas del lugar en que el pasajero se encuentre destaca en una loma, nos muestra escueto y perfectísimo el diseño del tronco, de las ramas y de las aristas floreales. Si acaso un cazador atrevido pasa por la línea de montañas, buscando a derecha e izquierda el vuelo de las aves, o el cuadrupear de las bestias, se le reconoce, por ser tan evidente su persona en aquel triunfo de la luz.
     Es la victoria de la Muerte, bajo el consentimiento del Sol, padre de la Creación.
     El bosque de que he hablado [7] se prolongaba por leguas de leguas. Ignorábase quién era el poseedor de esa inmensa extensión de arbolado. Disputábanse en eterno litigio el poderío de la tierra cubierta de árboles, tres duques, dos marqueses, varios plutócratas y siete municipios. Y el pleito continuaba desde largos años. Y en la ocasión de mi referencia, habían intervenido en él cientos de letrados, miles de autos y sentencias de los tribunales... Diríase que en aquello, la grandeza sublime del boscaje, intentaba liberarse de un poder personal, y los espíritus que flotaban bajo las copas de los árboles, influían en los magistrados, en los doctores de la ley civil para perturbarlos en sus juicios.
     El bosque quería ser dueño de sí mismo, esto es, delicia de todos los hombres, templo sublime en el que seres racionales y bestias, flores y arbustos, las anacrónicas encinas, los viejísimos robles, los ancianos acebuches, estremecieran sus hojas en una letanía interminable y magnífica. Y cuando el viento sutil de la sierra meneaba la floresta, parecía como que sobre ella vibraba una prez...
     El suceso a que me he referido, al comenzar esta verídica narración, es que en una finca de las que radicaban en las inmediaciones del bosque astur-leonés, vivía desde hace muchos años una familia: el guarda de la posesión, su esposa. Y este matrimonio feliz y bueno había conseguido de Dios tres hijos: Alejandro, entonces de diez años de edad... Cornelia, niña de ocho años... Félix, un muchachón que, habiendo nacido seis años antes de nuestra aventura, era recio y fornido, chiquitín, valiente, escaso de palabras, docto en la malicia, como si Dios le hubiera confiado la conducta de sus hermanitos, poniendo en él la sabiduría y la experiencia.
     Hubo en aquel período en la tierra de mi cuento, una invasión infecciosa. Murieron hombres, mujeres y niños. Hogares hubo en los que no quedó nada a vida. Los médicos se esforzaron inútilmente, y con la generosidad propia de estos salvadores de la dolencia, fueron entregándose al morir... También fallecieron los médicos. Santos y buenos varones, excelsos ciudadanos, ante los que yo deposito hoy el homenaje de mi admiración.
     Pero no era en esa tierra lo peor la crueldad del tiempo. Tampoco lo era la tragedia del morir bajo una epidemia desconocida. Además, en esa tierra había hombres crueles, gentes desalmadas, que carecían del amor a Dios, que ignoraban las obligaciones de la caridad.
     Cierto Aventurero, de linaje desconocido, un perturbador de la serenidad de los ámbitos, consiguió misteriosamente beneficios [8]incalculables. Y fue dueño del inmenso bosque. Un aristócrata caballeroso que había sacrificado sus intereses en bien del pueblo, hubo de rendirse a la realidad, se vio arruinado. Hubo de vender el magnífico predio. Y los nuevos propietarios comenzaron su gestión, arrojando al guardabosque, quien, al recibir la noticia de su cesantía, cayó en un colapso cardíaco, y murió sin que le salvaran los auxilios médicos.
     Quedaron allí los tres niños que he nombrado: Alejandro, Cornelia y Félix.
     Huérfanos de madre desde largo tiempo, recibieron del representante del nuevo propietario, esta noticia:
     -La dirección de los escrutadores del bosque necesita auxiliares jóvenes y entendidos. Vuestro padre ha muerto cuando se le comunicó la orden de la Propiedad. No podemos conservaros en la casa en que vivisteis siempre. Recibid el donativo de la nueva Empresa. Veinticinco pesetas a cada uno de vosotros. Además, os daré un documento que os autorice a circular para que podáis solicitar la caridad pública: tomad cada uno de vosotros el donativo y el documento, y andad por el mundo... No podemos hacer más.
     Aquellos niños, Alejandro, Cornelia y Félix, se quedaron inmóviles, en la tristeza suprema, al recibir el donativo y la carta de circulación. Alejandro, intentó ejercer el oficio de padre de sus hermanos, pero fracasó cuando quiso hablar ante los gerentes de los negocios del bosque... Se echó a llorar.
     Cornelia, la niña de ocho años, avanzó con ímpetu.
     Ella dijo:
     -Señor: nos expulsáis, nos arrojáis del lugar en que nuestro padre trabajó tanto... No nos creemos sólo hijos de nuestro padre, sino hijos del bosque, en el que hemos jugado y aprendido... Bien sea recibida la orden, señor, pero advertid que, a pesar de esta dádiva que nos habéis otorgado, nos arrojáis en las angustias de la vida...
     Alejandro, el hijo mayor del guardabosque, interrumpió diciendo:
     -Mi hermana Cornelia expresa bien nuestro pensamiento. No tenemos derecho a nada. Y aun      habremos de agradecerle lo que por nosotros hacéis.
     Félix, el niño de seis años, el muchachón robusto y fuerte que ronqueaba al hablar por la energía de la voz, gritó de esta manera:
     -Pobres hijos de nuestro padre... �Ya nos ganaremos la vida por los mundos!...
     Y poco después empezaba la hégira de los hijos del guardabosque.
     Ellos creían que a poca distancia [9] de la casa de madera en que vivieron siempre, habría otra casa de madera, y luego otras casas de madera, y más adelante, pueblos amparadores.
     Y empezaron a caminar los tres hermanitos en la confianza del amor universal.
     Y llegó la noche, y el sol se escondió entre celajes amenazadores... Y los tres huérfanos siguieron caminando, hasta que al fin imperó la obscuridad suprema...
     Entonces Cornelia, que era la voluntad enérgica de los tristes aventureros, lanzó su voz sonora, argentina, angélica.
     Ella dijo:
     -�Santa Virgen María!... Ampáranos... Vamos a morirnos en el bosque, de hambre y de frío...
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- II -

El eco de los gritos
     La noche era tormentosa. Bramaba el bosque con la impetuosidad de los huracanes. Los árboles más viejos se rendían al empuje del aire circulante. Añejas encinas, abuelas de todo el linaje florestal, se inclinaban al paso de los vientos. En esa noche terrible, la de mi historia, hubo robles centenarios que cabecearon en la cercanía de la muerte... [10] Toda la realidad de la vida es cosa indefensa cuando Dios quiere destruir. Y en estas contiendas humanas y sociales, si Dios no interpone su mano amparadora, magnífica, transparente, hostia que se derrama en cinco dedos, como para acariciar al buen cristiano, desaparece la esperanza.
     Porque no es posible vivir sin Dios, sin el amor del buen Jesús, a quien debemos rendir constantemente nuestras devociones.
     Los niños del guardabosque avanzaron con discutida dirección. Alejandro, quería ir a la derecha. Cornelia, que llevaba un paquetito conteniendo las ropas de sus hermanos, deseaba ir por el centro de la senda descubierta. Félix, el niño de seis años, dudaba en el itinerario.
     Y al fin llegó un rumor lejano...
     Cornelia se detuvo.
     -�Oís?... Esa voz es para nosotros...
     Alejandro repuso:
     -Oigo palabras lontanas... �Quién las dice?
     Y Félix, el menor de los hermanos aventureros, contestó:
     -Dios nos habla.
     Entonces estalló un horrísono tronar. Saltaron los relámpagos, estremeciose el suelo, el cielo se iluminó largamente. Y las rocas se menearon en una inquietud definitiva.
     Alejandro tembló. Félix, el pequeño nene del guardabosque, se entregó a los brazos de su hermana Cornelia; y ésta dijo:
     -No. No temáis, hermanos míos. Dios nos asiste. Dios nos consuela. Dios nos conduce... Caminemos. La tempestad va a cesar. La luna va a alumbrarnos. Las nubes van a desparramarse. Todo acabará inmediatamente.
     Y Félix y Alejandro se prosternaron sobre Cornelia, le besaron las manos, se sentaron sobre sus haldas. Una nueva madre les había nacido.


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- III -

El buen hospedero
     Después de esta aventura de la tormenta, Cornelia dijo:
     -Quiero que sigamos. Se nos ha dicho por Dios... yo lo he oído... que más adelante estará nuestra dicha. Seguidme, hermanos míos... Seguidme...
     El hermano mayor de Cornelia, Alejandro, exclamó:
     -Será imposible que lleguemos a lugar seguro. Hemos entrado en el bosque. Nos van a devorar las fieras.
     Y Cornelia repuso:
     -Vamos por nuestro camino. Dios nos lo marcó, y ya veréis cómo al punto de nuestro esfuerzo la Virgen nos sonríe y nos abre las puertas del perpetuo socorro.
      Siguieron los caminantes. Según [11] iban avanzando en el bosque, en la noche negra y trágica, los pasos de los niños titubearon.
     Cornelia representaba la energía de sus hermanos y la suya propia.
     Y entonces, en una espesura apareció una silueta blanca, resplandeciente y plácida.
     Y del fondo de esa milagrosa magnificencia surgió un canto inefable.
     -...Yo soy la voz de los niños... Yo soy el cantar de los inocentes... Uníos a mí, los que tengáis gargantas puras, no manchadas por el odio, ni por la codicia... Entonad la alabanza de Jesús. Amad a San Francisco de Asís, el que se enamoró de los humildes seres, el que le rindió la grandeza que corresponde a nuestros hermanos menores.
     Y los niños andariegos se prosternaron. Bajo sus túnicas rotas, sintieron palpitar un movimiento inesperado. Fueron ángeles... Gozaron al mismo tiempo de lo terrestre y lo divino; y como si alguien les hubiera ordenado gritar, gritaron con sus humildes voces:
     -�Somos la voz de los niños!... �Somos los niños cantores!... �Somos los que hemos atravesado los bosques del odio y hemos llegado a la mansión de Dios?
     Y este cantar ingenuo tembló en los aires, y llegó a Dios...


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- IV -

Vocablos sin léxico
     Y los tres huérfanos desdichados continuaron en su camino.
     Cornelia dijo:
     -Creo que hemos salido del mundo de los hombres, y que entramos en el mundo de los animales.
     Alejandro, exclamó
     -Nos devorarán, seguramente. Todas estas tierras, aun las más habitadas, tienen en sus montañuelas y en sus selvatismos, rincones donde las fieras se recogen. El bosque es peligroso. El lobo, la zorra, el oso, la onza y los otros animales darán con nosotros en la sepultura.
     Cornelia repuso:
     -No será tan dura la prueba. Ya veréis cómo nos salvamos, porque la Santa Madre de Dios nos protege. Orad mientras andáis, y al postre del viaje os sentiréis serenos y os hallaréis defensos.
     Como si esas palabras hubieran sido escuchadas por el ignoto sentimiento de la Naturaleza al pasar Cornelia debajo de un opulento acebuche, una rama del árbol le tocó en la frente. La niña se detuvo para librarse de la presión que en sus cabellos se ejercía. Y en la punta del árbol que había tocado la frente de la niña, apareció un bichejo. [12]
     El bichejo tenía la forma de un gusarapillo, tan alto como largo, blando y sedoso, con garras en las manos y en las patas; y el gusarapillo dijo a la niña:
     -Espera un poco. Voy a enseñarte el nuevo camino que habéis de seguir. Vas a encontrarte en breve con mi hermano Cortix, el príncipe de los antiguos árboles... Después hallarás a Flox, el príncipe de los arbustos. Más tarde toparás en una angostura, en una hondonada, en un pozo, a mi hermano Tenebrox, magnífico y prepotente dominador de las minas... Cuando en tu viaje te encuentres con el arroyo, con la fuente, o con el lago, sabrás que allí está mi más amado primo: Luciente... El aire, goza de la autoridad de mi hijo, al cual llamamos Grácil...Si vas a la huerta en busca de los agradables manjares, piensa que allí radica Pomax... Y cuando te afanes en la búsqueda del secreto de la Naturaleza, no olvides que aún queda para tu observación el prodigio de los reinos de Lixex, el señor de los indomables pebetes del perfume y de la esencia odorante.
     Y el gusarapillo se quedó extático, con su blanca boca sin nuevos modos de decir.
     Cuando el narrador de esta aventura supo que Cortix imperaba en los ancianos del bosque, acudió Flox, mágico jardinero de las flores, y luego apareció Luciente, el poderoso de los raudales... Más tarde surgieron las sabandijas... Sierpecillas, reptadoras, lagartijas, salamanquesas... Toda la tierra hervía en el orden misterioso.
     Y, así, la vida, y de este modo la producción infinita de los seres que Dios envía a la tierra para regocijo o desventura de los humanos. Y allí estaba Tenebrox, el dueño de las galerías mineras y de los profundos tesoros del metal, del carbón y del petróleo. Y Grácil, el dominador de los aires, y Pomax, el señor de los frutos, y Lixex, el gran emperador de los esparcidos perfumes.
     Y todo lo vieron los niños y todo les contentó, y les fue grato.
     No se sentían tan solos como en un principio. Les faltaba, en verdad, la compañía humana, pero tenían en cambio la compañía universal de los seres irracionales, y, sobre todo, la compañía de Dios. Y como si un impulso divino hubiese movido los labios de la niña Cornelia, ella empezó a rezar una oración que nadie le había enseñado, y que originalmente le salió de sus labios. Y luego la cantó con voz argéntea, purísima y vibradora. Los dos muchachos se unieron en el cántico, descubriendo una música totalmente nueva que sin duda había sido compuesta por el Maestro Divino. [13]
     La voz de los niños resonó en los aires y alegró el bosque. Contestándola, los pajarillos cantaron también, y entre el mundo floreal y el escondite de las verdes hojas, todo fue música. Un mágico concierto llenó el espacio.
     Entonces apareció en la lóbrega reconditez de los troncos apiñados, otra figura blanca, vestida con cendales de nieve. Era un ángel que Dios enviaba en socorro de los niños:
     Este ángel les dijo:
     -Seguidme. Acompañadme. Yo os mostraré la casa que Dios os concede para que en ella viváis en el amor fraternal, y donde dispondréis de medios con que sustentaros y vivir.
     Y poco más allá se descubrió una plazoleta, en medio de la que una linda cabaña aparecía. Construida con troncos de árboles, con su techumbre de barro, hallábase interiormente dividida en cuatro estancias. El ángel hizo entrar a los niños en la que iba a ser su nueva vivienda, y añadió:
     -No creáis que esta casa es como las otras que los hombres fabrican. Esta es obra de Dios, y aunque parece que está en la tierra, se halla en el cielo. Porque habéis de saber, niños míos, que Dios os ha concedido el tránsito a la vida eterna, en premio de haber sabido luchar confiando en Él.
     Los niños se inclinaron, cayeron de rodillas, dieron gracias a la Providencia, y cuando retornaron a la realidad, se encontraron solos: el ángel se había marchado.
     Y esa fue la vida singular y única de los tres niños buenos, cuya voz había estremecido el ambiente, y sus cánticos de fe habían logrado la protección del Señor... [14]


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El titiritero

     En mis viajes por la entraña española, he estado yo en muchos pueblos que pocos habitadores de las grandes urbes visitaron. Y yendo a uno de ellos, que está en lo más intrincado de Sierra Morena y que se titula Alconcer de las Monjas, encontreme en la senda que lleva a la villa una comparsa de titiriteros. Componíase de dos hombres, uno como de 30 años, otro de más de 60, de una mujer vieja y una doncellita como de 18 primaveras. Delante de todos iba un niño llevando sujeto con una cuerda un mono saltarín, que de cuando en cuando se detenía a morder alguna hierba. Detrás de todos iban dos caballos cargados con los bártulos del oficio: largas antenas de pino, las lonas de una tienda de campaña, un banco, dos sillas, un cántaro lleno de agua, unas alforjas, una raída y angosta alfombrilla, un tambor y una trompeta.
     Saludé a los titiriteros y les preguntó dónde marchaban. El más viejo, que iba fumando una sucia pipa, contestó con acento italiano, y mezclando en su decir algunos vocablos de la lengua del Dante:
     -Signore, nos vamos a Alconcer de las Monjas, que es mañana la fiesta de San Nicomedes, su Patrón, y allí daremos dos funciones. Venimos todos los años... Tutta questa gente es mi familia. La mocita sabe andar a la cuerda floja y cabalga con soltura sobre este caballejo blanco. [15]
...se puso en pie, y mirando con sospecha a sus amos,
puso el dedo en los labios y me dijo... (Pág. 16)
El joven que aquí a mi lado camina es un Hércules, levanta grandes pesas con mucho brío, se atreve con el jayán más fuerte y le derriba en tierra. Yo hago juegos de malabarista, tiro al blanco y soy domador de fieras. Ahora, por nuestra mala fortuna, se nos murió el oso que habíamos comprado en Marsella, se nos murió una cabrita blanca que acertaba la buena fortuna poniendo su pezuñita sopra il naipe sparzo en tierra.
     -�Y este muchachito que va con la mona?
     -Este muchachito, signore -replicó el viejo-, no es figlio mio. Lo habemos trobado en el camino hace siete años. Sin duda la madre lo dejó allí. Estaba tapado con una ropita muy pobre. Mi mujer lo acogió, lo tratamos como si fuera de la familia. Le hemos enseñado la dislocación; da saltos mortales, y también cabalga sobre esta bestezuela negra (y señalaba al misérrimo penco de este color), y hace otras habilidades. Será un buen artista si él quiere.
     -�Cómo te llamas?
     -Yo me llamo, señor caballero, Tristán.
     Y la vieja interrumpió, gritando: [16]
     -No piense que está sin bautizar, que yo soy molto devota de la Santa Madona.
     -�Y tú, Tristán -añadí-, estás contento?
     -Sí que lo estoy -exclamó el niño.
     -Dime la verdad, no me engañes, porque me da pena verte en estos andares. �Tú sabes leer?
    -Algo sé, pero no tanto como quisiera.
     Pensó el titiritero anciano que mis interrogaciones llevaban mal camino para su interés, y que acaso fuera yo un señor de gran poderío que le arrebatase al muchacho, al amparo de las leyes. Así, dijo:
     -No tema, señor, que nosotros seamos de esos aventureros malos que roban a las criaturas para explotarlas. A este chiquito queremos mucho, y él nos corresponde.
     Andando de esta suerte llegamos a Alconcer de las Monjas y allí fuimos a parar a la misma posada los titiriteros y yo, porque no había otro paraje donde hospedarse. Con una diferencia: que yo ocupé una sala mediana, con un lecho regular; y la tropa acrobática se instaló en una de las cuadras y se tendió sobre las enjalmas de las bestias y sobre la tienda de campaña.
     Así que los pobres circenses estuvieron dormidos, cosa que no tardó mucho en ocurrir, porque harto fatigados venían de la caminata, busqué al muchachito, a Tristán. Este se hallaba despierto; así que me vio se puso en pie, y mirando con sospecha a sus amos, puso el dedo en los labios y me dijo, como si continuara la respuesta que me había dado por la tarde:
     -Sí que estoy contento, pero podría estarlo más. Porque yo quisiera ser un trabajador, un carpintero, un albañil, cochero o labrador. Más me gustaría eso que andar de aldea en aldea dando brincos y pasando miserias.
     -�Querrías venirte conmigo? -le interrogué.
     Tristán repuso:
     -No, señor; eso no. Porque esta gente no es mala conmigo. No me martirizan demasiado. Y yo espero mi salud y mi mejora de un milagro de Dios bendito; mientras Él no lo haga, yo seguiré mi suerte.
     Me besó la mano, volvió a echarse sobre la yacija y poco después dormía como un santito. [17]
Delante de todos iba un niño llevando
sujeto con una cuerda un mono saltarín... (Pág. 14) [18]


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Rafaelillo Ozores

     Había nacido en un pueblo de la serranía malagueña, en el lugar de Parchite, famoso por sus encinares y por lo escabroso del terreno. Su padre era, sencillamente, contrabandista. Con otros cuantos de su calaña, andaba por las cercanías de Gibraltar y por todos aquellos vericuetos. Y ya se acercaba, formando parte de la hueste facciosa, a las playas, esperando la nave que iba a traer paquetes de sedería y de tabaco, ya, arreando los fuertes mulos, subía por las asperezas hasta llegar a ciertos escondites, donde aquellos bultos eran despedazados y distribuídos a los mercaderes de los pueblos circundantes. En una de las aventuras de que hablo, los carabineros dieron el alto a los contrabandistas. Quisieron éstos defenderse. Hubo un regular tiroteo, y el padre de Rafaelillo cayó muerto. Desde entonces todo fue miseria en el casón en que el chiquillo vivía con su madre. La pena y las fatigas acabaron con ésta, y he aquí que a los doce años el hijo de los Ozores se halló en medio del camino, sin más fortuna que lo que Dios le deparase, con un pedazo de manta sobre los hombros y un apetito de perro en el estómago.
     Pasaba por allí entonces una pareja de la Guardia civil. Preguntó al chico a dónde iba, y él contestó que donde Dios quisiera, porque no llevaba rumbo fijo; pero que su propósito era buscarse el modo de vivir; que era huérfano. Y cantó la palinodia sin que nadie se lo pidiera. Los guardias, que eran, como es costumbre en el benemérito Instituto, cristianos, generosos y caritativos, dieron de su almuerzo al niño; y éste devoró un chorizo [19] y media libra de pan. El más viejo de los veteranos le aconsejó que fuese a Algeciras, que no distaba de allí muchas jornadas, y que se presentase al coronel del Regimiento de Isabel II, y se ofreciera, para engancharse como corneta.
     -Tú -añadió el guardia- eres fuerte; veo que caminas como una liebre, y aprenderás el manejo del instrumento en pocas semanas. Si le caes en gracia al coronel o a alguno de los dos comandantes, ya tienes tu suerte hecha. Irás caminando al compás de los caballos, y así que oigas la orden de tu jefe, harás timbrar la cornetilla. Sigue mi consejo, que esto es lo mejor que por ahora te conviene. Y luego la Santa Virgen del Carmen dispondrá de ti.
     Pareciole muy bien a Rafaelillo Ozores este plan. Los guardias le despidieron dándole unos reales y otra ración de pan y de chorizo.


     Y fue como anunciaba el veterano. A los dos meses Rafaelillo era el corneta de órdenes del coronel de Isabel II. Maravillole a éste la ligereza de los pies del muchacho. Aunque él fuera con su caballo al galope, el chico no llegaba muy atrás, y sin que la fatiga pulmonar se lo impidiera, lanzaba por la corneta, con brío maravilloso, la orden que acababa de comunicársele.
[20]
     Alguien que me contaba la vida del trompetilla añadió:
     -Ha de saber usted que Rafaelillo, cuando su Regimiento pasó a Marruecos y tuvo duras refriegas con los moros, así le importaban las balas de éstos como los pájaros que pasaban volando por el aire. Nunca tuvo miedo. Y la fortuna le acompañó, porque nunca fue herido. Y en un trance terrible, en que buena parte de los soldados cayeron en tierra muertos muchos y muchísimos heridos, se acercó al coronel y le dijo:
     -Mi coronel: esos cochinos moros nos van a poder. �Me permite V. E. que me cuelgue a la espalda la corneta y que haga fuego con mi fusil?
     El coronel contestó:
     -Muy bien me parece, chiquito. Haz lo que has pensado. Así como así, apenas me quedan ya soldados a quienes mandar. Y la corneta debe quedar muda.
     En aquella acción gloriosa para el Regimiento, tan gloriosa como triste, el chiquillo peleó como un héroe.
     Y ya no fue corneta. Fue soldado y poco más tarde sargento. Y sobre su pecho, el viejo coronel puso un día una medalla de plata y le estrechó entre sus brazos como si fuera su hijo. [21]


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Salió de las sombras

     Cuando hace pocos años surgió la terrible huelga en las minas de Navalahunda, los mineros, después de cometer violencias, destruir la maquinaria y causar víctimas entre los ingenieros y capataces, huyeron del país. Casi todos eran de tierras lejanas, aventureros, sin patria conocida. Seguros de que iban a ser castigados por sus audacias criminales, emprendió cada cual la ruta que le pareció más pacífica.
     La Guardia civil y las tropas de Caballería de la ciudad inmediata, acudieron prontamente para restablecer el orden. Encontráronse con que todo el paraje de las minas estaba desierto. No sonaba ya el ronco trepidar de las máquinas, que extraían incesantemente el agua del fondo de las minas para hacerlas compatibles con la estancia de los obreros en las profundas galerías. No había en los caseríos inmediatos la actividad y el movimiento que les eran propios. Diríase que la muerte había pasado por aquel país llevándose a todos los vivos.
     Una pareja de soldados de a caballo fue destinada a guardar una de las bocas de la mina. Se apearon de sus bridones, sentáronse sobre una peña, y allí intentaron descansar. No habían pasado muchos minutos cuando creyeron oír que en el fondo del pozo surgía una voz débil que gritaba:
     -�Socorro! �Socorro!
     No había duda. En lo hondo estaba alguien en trance de morir. Los soldados se aproximaron a la boca y gritaron:
     -�Quién llama? �Qué quieres?
     Y la voz continuó gritando:
     -�Socorro! �Socorro!
     No tenían los soldados modos [22] de descender al pozo, porque las escaleras las habían destrozado los huelguistas. Tampoco había en sus mochilas ni en el rendaje de los caballos, cuerdas bastante largas para intentar el descenso. Entonces, la misma voz que en lo hondo solicitaba auxilio añadió:
     -�Quiénes sois?
     -Somos dos soldados -vociferó uno de ellos.
     Y como si estas palabras hubieran tranquilizado al que parecía sometido a la sentencia de morir en la tumba impenetrable, dijo:
     -A la izquierda hay un casetón de madera donde hallaréis cuerdas. Empalmad tres o cuatro y echádmelas, yo subiré.
     En efecto; los soldados encontraron lo que para ellos era entonces un inmenso, valiosísimo tesoro. Empalmaron varios de aquellos cables de recio esparto y, poniendo una piedra atada al cabo de todos, la arrojaron por la boca del pozo. Poco más tarde sintieron un tirón. Es que la cuerda había llegado a las manos del que pedía salir de las tinieblas.
     La misma voz de antes dijo:
     -Tened fuerte, que yo voy a trepar.
     Diez minutos después aparecía por la boca del pozo la cabeza [23] peluda de un muchachito. Los soldados le cogieron en brazos, le hicieron sentarse en el suelo y le preguntaron quién era:
     -Soy Jenaro, el galopín de este pozo, el que trabaja desde hace mucho tiempo para servir a los mineros y llevarles la cantimplora con agua y el botellón del aguardiente. A las veces, cuando uno se fatiga, me da el zapapico y me obliga a que yo golpee sobre los peñascos, que caen abajo... He sabido que iba aquí a pasar algo muy gordo. Salieron de la mina los obreros y a mí me dio miedo seguirles, porque me había yo enterado de sus propósitos criminales, y oí desde abajo el tiroteo, y las voces de odio, y los lamentos de las víctimas. Me bajé a lo más hondo, me escondí en un hueco y allí he estado dos días y dos noches. Y hubiera seguido siempre, porque me daba espanto salir a la tierra, y que allí me acogotaran estos malvados, que tanto me han hecho padecer en la vida. Pero el hambre me ha obligado a pedir auxilio. He tenido la suerte de caer en las manos de ustedes, señores soldados.
     Halagoles a los hombres de armas este lenguaje. Y como comprendieran que el muchacho estaba desfallecido de necesidad, restauraron sus energías con un trozo de galleta y un vasito de aguardiente. Y cuando observaron que el minerito estaba repuesto, quisieron averiguar quién era. Y el muchacho dijo:
     -Soy, como ya he dicho, Jenaro, el galopín del pozo del Cuervo. Soy huérfano. Y cuando no me he muerto ya en este padecer es porque Dios quiere que viva muchos años.
     -�Quieres venirte con nosotros? - preguntó un soldado.
     Y el niño dijo:
     -No. Quiero seguir aquí. Pero ya no trabajaré de minero. Veré a ver si me hacen pastor o guarda de los ánades de los Marqueses, esos grandes señores que tienen una finca junto al río, y que son muy buenos. Ellos favorecieron a mi madre cuando estaba enferma. Seguro estoy de que no me rechazarán.
     -Pues anda con Dios.
     Y el chiquillo cogió una vara que halló en el suelo y con paso decidido y firme echó adelante por una cuesta que conducía al Río de los Sauces. Iba camino de la buenaventura, seguro de que sus fuerzas y su bondad le llevarían a puerto de salud. [24]
En aquella acción gloriosa para el Regimiento, tan gloriosa como triste,
el chico peleó como un héroe. (Pág. 20) [25]


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El yegüerizo

     Allá, en una de las hondonadas de la sierra de Córdoba, a una legua del poblado de Ovejo, halléme hace años con una numerosa piara de yeguas, entre las que había algunos potritos recién nacidos. Sonaba el cencerro de una yegua blanca, vieja y experimentada, que era la madrina de las otras, la que las guiaba en los cambios de pastizales, y, en las noches crudas, al encerradero protector. En la soledad de la hermosísima campiña sólo había un hombre, mejor dicho, no era un hombre, era un niño... Era un niño de unos diez años de edad, de mediana talla, fornido. Vestía traje de estezado, una chaquetilla corta, unos calzones con hebillas en la parte baja, y un recio cinturón en el talle. Calzaba abarcas, cubría su cabeza con una monteruca de paño, y llevaba al hombro un largo cayado de enebro, que es la madera más dura que se cría por aquellas tierras.
     Preguntéle:
     -�Qué haces tu aquí?
     El niño se destocó de la montera, me saludó con reverencia y repuso:
     -Señor, yo soy el yegüerizo... Quiero decir, el que guarda esta piara.
     -Y �quién es tu amo?
     -Mi amo es el señor Francisco, el de Villaviciosa, un hombre muy rico, que tiene muchas leguas de tierra, dos cortijadas, ganado de toros y vacas, así como de cabras y ovejas. Él vive en Villaviciosa; es ya muy viejo, pero aún está saludable, y de cuando en cuando se me presenta, caballero en Lucerito, éste es el nombre de la bestia que le conduce. Es buen señor, aunque algunas veces se queja demasiado [26] y pide milagros a los que le servimos; pero yo le quiero mucho y le respeto porque me da el pan... Él fue el amo de mi padre, el tío Rufo, el de Bernardarias. Murió mi padre y quedé yo al amparo de la viuda, mi madre, bonísima, en la que pienso a toda hora. Cuando tuve ocho años, el señor Francisco, el de Villaviciosa, dijo a mi madre que si quería que viniera yo a cuidar de las yeguas. Mi madre contestó que era yo muy tierno aún para esos afanes; pero el señor Francisco insistió hasta conseguir lo que deseaba.
Cada quince días viene un gañán montado en una burra
para traerme los avíos de comer. (Pág. 27)
     -Es, pues, un hombre caritativo.
     -Caritativo no sé, bondadoso sí. Y digo que no sé si es caritativo, porque pienso que él buscaba de esta manera que el pastor yegüerizo le costara menos que si hubiera dado esta comisión a un hombre hecho y derecho... Ello es que desde entonces me tiene Dios aquí, muy contento y holgado.
     -�Y cuánto tiempo estás sin bajar a poblado?
     -�Ah! No sé, mucho tiempo; a veces sólo bajo el día del Corpus para confesarme con el abad [27] de la aldea, y para recibir el Cuerpo Santo de Dios.
     -�Y todo ese tiempo estás aquí solo?
     -Todo ese tiempo. Pero no crea, señor, que las yeguas me acompañan. A todas las llamo por su nombre y todas acuden a mi voz. Cada quince días viene un gañán montado en una burra para traerme los avíos de comer.
     -�Y qué comes?
     -Pues ya verá, señor: como tasajo de cabra, tocino, gazpachos de aceite y vinagre con su correspondiente pan.
     -�Y quince días te dura el pan?
     -Durillo está al final de la primera semana, pero yo lo mojo con agua de este regato que aquí nace, y me sabe a gloria.
     -�Y estás contento?
     -Y tan contento... Porque los seis reales que cada día me gano los recibe mi madre, que ya está muy vieja, y le sirven para ayudarse a no pasar hambre.
     Oyendo al niño quedé admirado de sus palabras. Era garrido, de ojos negros luminosísimos, y en sus labios rojos había siempre una sonrisa de satisfacción.
     Despedime con afecto de aquella simpática criatura, y cuando yo seguí mi camino de cazador y me interné en las profundidades de la montanera, escuché que el niño cantaba con voz clara y armoniosa:
               �Guiando voy mi piara en busca del Ramonal.
Si las yegüecitas comen �qué me importa lo demás?� [28]


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El hijo del héroe

     Fui invitado a asistir a un reparto de premios de una Escuela benéfica. Y allí me dijo el Director:
     -Nuestro gran problema pedagógico es el del hijo de Eliseo Cadaversi, el héroe maravilloso de Joló. El general Cadaversi fue seguramente el postrer héroe a lo Hernán Cortés... Recordará usted el caso...
     -Si no lo recordara sería un imbécil, o un español de los que están supeditados a la extranjería... Cadaversi ejecutó maravillas. Era un genio de la guerra...
     -Pues bien. Aquí, en este Colegio, recibe educación el hijo del héroe de Joló... Muchacho excelente, aplicado, celoso de sus deberes... constituye, no obstante esos méritos, una dificultad para nuestra organización.
     -�Por qué?...
     -Porque ese mozo sueña con la gloria de su padre... Lo que quiere decir que sueña con la gloria de su Patria... Y la remembranza le atosiga y le inquieta...
     -Eso que usted me dice me recuerda las amarguras de Alejandro Macedón, cuando sus maestros insignes querían detenerle en el designio de su voluntad... Aristóteles le dijo: �Anda despacio...� Y Alejandro repuso: �Despacio no se anda... Eso es reptar como los ofidios... Los hombres saltan, los caballos galopan...�
     -Ese es el caso respecto a Eliseo Cadaversi, que se llama, en nombre, como el héroe joloano... de quien, según le he manifestado, es hijo. Este muchacho no se aviene a las necesarias vulgaridades de la existencia. Sabe que aquel héroe realizó prodigios, y aspira a imitarle. Yo le he advertido [29] que no siempre es posible lo grande, y que, en último término, para prepararse a ello hay que teclear en lo prosaico, como el gran dominador del piano, antes de poseer el secreto de las mágicas sonoridades, ha de afanarse en los ejercicios... Y él me responde: �Es verdad, pero déjeme vivir en el sueño de lo extraordinario...� Y lo peor es que el ejemplo del joven Cadaversi nos indisciplina a toda la muchachería escolar... Hasta el más insignificante se infatúa con las altas vanidades...
     -Debéis poner correctivo inmediato, asegurando a todos que el héroe surge del esfuerzo de cada día. Para ser mañana grande hay que resignarse a ser primeramente pequeño... Y ésta es la doctrina que importa derramar sobre la nueva humanidad... [30]


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El niño sin letras

     Un peón de albañil, de cierta urbe importantísima, vino a verme en ocasión no lejana, diciéndome de esta manera:
     -Me permito molestar a usted, interrumpiendo su trabajo, con un propósito que ha de parecerle estimable. No vengo a pedir a usted dinero, ni recomendaciones para destino, ni cosa alguna semejante. Lo que voy a solicitarle es un maestro para mi hijo. Ha de saber usted, respetable señor mío, que mi hijo mayor, Andrés, cuenta hoy ocho años y aún no ha podido entrar en ninguna escuela, porque en las que tienen organizadas en esta ciudad la Nación y el Municipio, no hay espacio bastante para los que solicitan la gracia de la enseñanza. A duras penas he enseñado yo a mi Andresito a deletrear y a hacer palotes. Eso no es bastante. Yo quiero que mi hijo sepa más. �Dónde le conduciré?
     Quedé confuso, aturdido, avergonzado.
     De manera que yo, que defiendo la cultura de mi patria, me encuentro con la realidad triste. Hay un déficit de escuelas, hay un déficit de maestros. No me importaría un déficit económico, porque eso lo hay en todos los pueblos, entre los más grandes y más modernos. Pero el hecho de que muchos millares de muchachitos españoles no tengan donde les enseñen, ni local donde sean admisibles, es una ignominia, es un bochorno.
     Conseguí, no sin grandes dificultades, que Andresito fuese recibido en una escuela religiosa en los Escolapios matritenses de la calle de Hortaleza. Había resuelto el problema de aquel padre; pero quedaba en pie el problema [31] magno, trágico. Sin embargo, existen un Ministerio de Instrucción pública, y un Presupuesto de Instrucción pública.
     Acabé por resignarme ante la terrible ignominia.
     Un mes más tarde de esta anécdota vino a verme Andresito, el hijo del peón albañil.
     Con esa lozana y presta audacia de los que van seguros por un buen camino, el muchachito llegó hasta mí. Verdad es que llegar a mí no es difícil, porque mi puerta está abierta para cuantos vienen a honrarme.
     Andresito me saludó con reverencia. Yo no sabía quién era aquel muchacho. Menudo, cenceño, airoso, desenvuelto, me dirigió un pequeño discurso que ya tenía él pensado, y me dijo:
     -Vengo a darle gracias, señor, porque me ha abierto las puertas de una escuela, la de los bondadosos Padres Escolapios. Y por ello me encuentro contento y satisfecho, y orgulloso además. Para mí está todo concluido. Pero ahora no vengo sólo a darle gracias, sino a que escriba artículos, ya que Dios le ha dado gracias de escribirlos, y que en ellos diga que hacen falta escuelas, que no haya bancos vacíos, que no se dé el caso que en mí se dio.
     La intrépida palabra del niño me impresionó enormemente. Ved de qué manera cómo la voz de un niño en sus decires, se imponía [32] a un viejo, a un viejo que ha trabajado cuanto le era posible en su larga existencia, porque no faltara a quien aspirase al estudio un rincón donde hubiese un banco, una mesa y un maestro...
     -Haré lo que pueda, niño querido. Pero no soy sino un escritor. No soy un gobernante. No seré nunca Ministro de Instrucción pública. Tienes razón en cuanto me has manifestado.
     Regalé al hijo del peón de albañil tres o cuatro libros de aventuras amenas e instructivas. Puse en sus manos un rosario, para que con él rezara ante la Virgen del Carmen... Y me levantaba de mi sillón para acompañarle a la puerta, cuando Andresito añadió:
     -Muchas gracias, señor, muchas gracias... Pero yo quería pedirle otra cosa.
     -�Qué quieres?
     -Quería que recomendase a usted a un amigo mío, a un muchacho de mi edad, con el cual juego en las horas de descanso. A él le ocurre lo que a mí. Quiere aprender, y no sabe dónde.
     Y Andresito, poniendo en su rostro un mohín de ternura y de súplica que me llegó al fondo del alma, acabó con estas palabras:
     -Sea usted con este niño, mi amigo, tan bueno como lo ha sido conmigo... �Haga usted que lo admitan en mi escuela! Los Padres Escolapios son muy buenos. Es verdad que les falta sitio, pero les sobra corazón.
     �Oh grandeza de las almas nobles! Ellas saben agradecer magníficamente.
     Prometí al Andresito que recomendarla a su amigo:
     -�Quiere usted ver a mi amiguito? -dijo el muchacho.
     -Venga enseguida. �Dónde está?
     Andresito me contestó:
     -Ya sabía yo que iba a conseguir de usted este nuevo favor... Mi amigo, que se llama Eladio, y es hijo de un fontanero de la Villa, ha venido conmigo, está abajo, en el portal.
     Yo sentí una inmensa ternura en aquel momento. En mis ojos ancianos surgieron las lágrimas. En efecto, la escena era superior a toda las frialdades del ciudadano sereno.
     Y mientras yo intentaba dominar mi ternura, se me presentó Andresito con Eladio. Y Andresito dijo a su compañero:
     -Este es el señor... Este es el hombre que nos quiere.
     Yo abracé a los dos niños, y confío en que serán dos buenos ciudadanos. [33]


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Rasgos de España

La reina y los pobres
     Entre los homenajes que recibirá hoy Su Majestad la Reina doña Victoria Eugenia con motivo de la celebración de su santo, y fuera de los rituales palatinos, sentirá la hermosa Señora misteriosas vibraciones del afecto disperso que palpita en todas las clases sociales para amar y admirar a la augusta consorte del Monarca. La inteligencia y la energía que ella pone en la defensa del pobre, en el amparo del tuberculoso, en la protección de los débiles, serán recompensadas por maneras que no caben en la etiqueta. Millares de favorecidos manifestarán su gratitud a la Reina. Yo imagino, en visión fantástica, que muchos, muchos corazones, estremecidos de amor, se reunirán en la ofrenda de la gratitud.
     He tenido la fortuna de asistir en la tarde del día 17, en el salón de Columnas del Real Palacio, al reparto de trajes hecho personalmente por la Reina a los pobres de la capital. Fue una fiesta de familia, de la que forman parte en esta buena tierra castellana los altos palaciegos. La Reina Victoria Eugenia, la Reina madre, la infanta doña Isabel y las infantitas doña Beatriz y doña Cristina, presidían el acto. Allí estaban el ilustre obispo de Madrid-Alcalá y la mayor parte de las clamas de la grandeza. De cada parroquia llegaba el cura con la presidenta del grupo y con dos pobres, varón y hembra. Las infantitas recibían de las damas el paquete de prendas. La Señora los tomaba de sus manos y los entregaba a los favorecidos. [34] Y, no obstante lo enojoso del trabajo, la Reina interrogaba. He aquí que llega una mujer del pueblo con un niñito de pecho. Ella le abrigaba bajo los pliegues del mantón. La Reina dijo:
     -�Cuántos hijos tiene usted?
     Y la pobre madre, que temblaba en la emoción, dijo:
     -Señora: tengo once hijos, y uno, el mayor, sirve en el Ejército.
     La Reina Victoria Eugenia estrechó la mano de la desventurada y exclamó:
     -Póngase a mi lado y espere a que el reparto concluya. Quiero dedicarle un recuerdo personal.
     Y así, en las fotografías, ha aparecido, cerca de una de las infantitas, esta mujer que llevaba al niñito en sus brazos. Y la infanta Cristina conversaba con la pobre, dedicándole palabras de afecto y de simpatía.
     Terminó el reparto. Entonces la Reina ordenó que de su caja particular trajesen cien pesetas, y entregó un billete del Banco a la fecunda, noble y valerosa madre.
     -Mas quisiera darle -añadió la Reina-, mucho más. �Cuántos sacrificios realiza usted, pobre hija mía!
     Aquella mujer recibió el billete, besó la mano de la egregia donante, [35] y se alejó entre la muchedumbre, que llenaba el amplio recinto.
     Y Su Alteza la infanta doña Isabel, con su espíritu práctico, bien conocedor de la calidad espiritual del pueblo madrileño, se aproximó a la favorecida y le dijo, acariciándola:
     -Que no se le pierda ese billete, que no se le quiten...
     Un murmullo de admiración rompió el silencio. En verdad que esta escena es admirable y fortalecedora.
     Entre tanto, ocurrían allí cosas curiosas. Algunos de los menesterosos que iban a recibir la dádiva que ha de librarles del frío en este invierno terrible de 1920 se arrodillaban, llenos de veneración. Era preciso ayudarles a incorporarse. Y la Reina le otorgaba, no sólo el regalo de los trajes, sino palabras de aliento. Aquella garganta prodigiosa, en la que los vocablos españoles, perfectamente pronunciados, tomaban sonoridades de canción evangélica, añadía a la generosidad el honor. Y los curas párrocos, que acompañaban a los míseros, apenas podían expresar a la Reina el reconocimiento: tan honda era la impresión que recibían los que conocen mejor que nadie la miseria de la capital. [36]
     Hubo un caso curioso. Una, de las pobres se dirigió a la Reina madre doña María Cristina le dijo:
     -�Es usted la señorita de Loy-gorry?
     Ha de advertirse que la secretaria del Ropero de Caridad de Santa Victoria es doña Carmen García Loygorry. Ella no quiere que se hable de su trabajo. Me ha prohibido que la nombre. Pero... �cómo suprimir su persona, su empeño admirable, su generosidad sin límites, en esta croniquilla del bien nacional? La señorita de Loygorri había leído, con arte exquisito, una breve Memoria, en, que narraba el plan de caridad que iba a ser realizado. Ella trataba por todos los medios de alejarse de la explosión del magnesio cuando los fotógrafos intentaban reproducir el cuadro. Ella dábase por satisfecha con la confianza y la simpatía de la Reina y con el cumplimiento de un deber cristiano.
     Pues bien; la pobre de que hablo supuso que Su Majestad la Reina doña María Cristina era la señorita de Loygorri.
     Contestó la Reina:
    -No, no lo soy.
     Y con esa curiosidad inquiridora propia del pueblo, la mendicante añadió:
     -Entonces �quién es usted?
     Y la Reina dijo:
    -�Soy la madre del Rey!
     No dijo �soy la Reina Cristina�. Ante el espectáculo de los dolientes, dió salida a los estremecimientos de su alma... ��La madre del Rey!�
     Todo correspondía al propósito de la Reina Victoria, a quien se debe esta iniciativa brillantísimamente desarrollada. Propágase por el país. Damas generosas establecen en todas partes sucursales del Ropero de Santa Victoria. Y es de esperar que, en breve, no haya una sola población española donde no funcione un organismo semejante.
     Solemnidad tal debía ser celebrada, a ser posible, en sitio en el que pudieran presenciarla las multitudes. Porque, así, la propaganda del amor se difundiría infinitamente. Bien quisiera yo, ahora más que nunca, disponer de medios literarios eficaces para transmitir a los lectores la grandeza de la sencilla escena. La Reina, que entrega los lotes de ropa a los pobres... Las infantitas Cristina y Beatriz, que van distribuyendo esos paquetes y los sostienen en sus manos hasta el momento en que lo reciben los escogidos... Y esas infantitas, con sus cabezas rubias, en que el pelo de oro forma un nimbo luminoso, dan al cuadro caracteres de gracia angélica...
     Todo había concluido. La Reina hablaba entre las damas, refiriendo sus impresiones del caso. [37] Honrome dirigiéndome la palabra:
     -�Es muy triste -me dijo-, es muy triste que haya tantas desdichas en la vida...! �Pobres gentes...! Trabajan, sufren, se defienden del hambre... Y este frío del invierno de Castilla da a esos sacrificios formas espantosas... Yo hago cuanto puedo... Acaso aún pueda hacer más. Pero si no acierto, no será por falta de deseo... Yo amo a estas gentes, yo las dedico mis oraciones y mis pensamientos...
     Y en el rostro de nieve y de oro de la Reina palpitaba una emoción, que acaso iba a concretarse en lágrimas.
     Y aquí acaban mis notas. �Pobre cronista, que no sabe, narrar lo que vio! [38]


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Rasgos españoles

El ángelus
     En lo alto de la loma llena de cardos y tomillos, el viejo se detuvo, descubrió la cabeza, puso el sombrero bajo un brazo, y juntando las manos oró. A lo lejos, la campana de la iglesia sonaba lentamente, y las vibraciones se extendían en un aire azulado, tibio, en el que palpitaban perfumes misteriosos. Volaban las golondrinas chillando, cantaban los grillos, y de cuando en cuando el autillo lanzaba su nota desde el nido oculto. Era la hora vespertina del Ángelus.
     Y cuando hubo puesto fin a sus oraciones, callada la campanita, cuyo postrer latido murió al unirse en el reposo la copa de bronce y el badajo, el viejo contempló la aldea que en una hondonada aparecía, con su caserío de adobes, con sus chimeneas bajas que entonces empezaban a humear, con sus calles angostas, y en el centro el espacio irregular de una placeta, por las que andaban cerdos, perros y gallinas.Un labrador que tornaba al pueblo, montado a mujeriegas en una de las mulas de su yunta, saludó al viejo, diciendo: �Buenas tardes, señor cura.� Y el viejo devolvió el saludo llamando por su nombre de pila al labriego.
     Al llegar a estas líneas imagino yo que el lector interviene y dice: �Bien. Es la escena corriente. La he visto muchas veces. Es de una vulgaridad abrumadora. �Por qué se nos exhibe de nuevo?� Y yo contesto: Vulgar es porque ocurre todos los días, y se repite en muchos millares de pueblos españoles. [39] Pero, �la han visto todos los residentes en las grandes ciudades? Y los que la han visto, �se han fijado en lo que significa la oración de ese viejo desde el altozano, contemplando la aldea...? Porque no se advierte señal alguna de que la escena vulgar, vulgarísima, haya llevado al espíritu director de España las consecuencias y las resoluciones que corresponden.
     El viejo que descubre su cabeza al anunciar la campana la hora del Ángelus es el cura de la aldea. Aldea o pueblo, villa o ciudad. Es el rector de las conciencias de un vecindario en el que apenas hay otro agente de la vida moral de la muchedumbre ignorante. Acaso un médico estudioso, o un farmacéutico que siente el amor de la ciencia. Mas el cura significa la esperanza de muchos, el alivio de los dolores de casi todos; la misa que reúne cada domingo al pueblo, y que es el solo acto espiritual de la mísera tribu; un sermón de vez en cuando, escaso de saber, mísero de elocuencia, pero, cuando menos, expresión de ideas, recuerdo de grandezas, propaganda ennoblecedora que acaso levanta algún corazón a las esferas del sacrificio.
     En defensa de ese obscuro sacerdote no voy a citar frase alguna de los defensores de la fe, sino la de un revolucionario: Ruiz Zorrilla dijo que �el cura de almas debía ser respetado, porque sin él las tierras españolas, abandonadas de cultura, se verían convertidas en viveros de barbarie�. Y consecuente con esta doctrina aquel fracasado y honradísimo político estableció en su programa la necesidad de que el bajo clero se hallara bien retribuido. Y Castelar, el príncipe de la elocuencia hispana, a quien ahora niegan el mérito los que no le han oído, exclamaba: �Si alguna vez pasara por mi alma helada un soplo de calor, y la fe surgiera en mi conciencia triste, iría a oír el oficio dominical en la iglesia de una aldea, y me prosternaría ante la humilde ara en la que oficia un cura labriego, de rostro tostado por el aire de la castiza estepa, y le pediría su perdón, a él, que es el sacrificio hecho vida resignada y dulce.�
     �Sabéis vosotros, los frívolos y mundanos habitadores de las grandes urbes, cómo viven esos curas de pueblo? �Estáis seguros de que coman lo bastante para resistir su labor dura, penosa, sin reposo y sin alegría? Si la impresión de las humanas flaquezas arroja a alguno por la pendiente de la codicia, y le mancha de pecado, son mayoría los que sufren, los que resisten, los que comparten con el pobre, su pobreza, los que santifican el [40] lugar, los que iluminan la obscuridad social, los que saturan de santidad la carne vil.
...asciende al altar cada mañana para decir su misa, rodeado de niños. (Pág. 42)
     Mientras en las grandes ciudades se erigen templos suntuosos, en los pueblos se hunden los antiguos y tradicionales. Mientras sobra el dinero para obras piadosas donde abundan los fieles ricos, falta totalmente allí donde mora la miseria. No ha mucho que hallándome yo en un castizo lugarejo supe que el cura párroco cobraba del Estado diariamente una peseta, la cuarta parte del jornal de un mozo de labranza.
     Yo conversaba con aquel cura rudo, anciano, trágico en su aspecto de campesino tonsurado, y no oía en sus labios una queja. Todo era conformidad. La iglesiuca casi derrumbada, la sacristía húmeda y obscura, las casullas deterioradas, el misal desencuadernado, la vieja campana inmóvil en la espadaña amenazada de hundimiento... Sólo quedaba allí en pie firme y enhiesta la fe del sacerdote.
     No faltará quien diga al leer este artículo: �Es que lo que debe morir muere, y la muerte de los decrépitos empieza por las extremidades...� Pero, �es que en verdad ha muerto lo único inmortal? [42] Pues entonces es que la tierra es un cementerio y nosotros no somos sino guardianes de tumbas.
Un labrador que tornaba al pueblo, montando a mujeriegas
en una de las mulas de su yunta, saludó al viejo... (Pág. 38)
[41]
     En mis horas de titubeo, cuando la desesperación me invade, pienso yo en una aldea montañosa, denominada Puente Viesgo, y allí veo a un viejecito cojo, que se llama don José Oria, el cual asciende al altar cada mañana para decir su misa, rodeado de niños. Y por la tarde reza el rosario entre niños también. Intentando un día arreglar el campanario, sufrió una caída y se rompió una pierna. Curó como pudo; pero ya no le fue dado subir al presbiterio sino renqueando, y él lo estima como forma de su humildad y lo acepta como humillación merecida. Cada domingo narra el Evangelio con sencillez conmovedora, y cuando concluye su plática y se vuelve al altar para seguir el divino oficio, apoyándose torpemente en la pierna rota, no me parece a mí que cojea, sino que ensaya el paso final que ha de llevarle al cielo.
     Como ése, muchos. No constituirán Juntas de Defensa. No serán nunca temibles. Sólo serán respetables. Del desdén del mundo nace su grandeza. Y al sonar en los campanarios el toque del Ángelus, yo me acuerdo de mi cura aldeano y le pido perdón de mis culpas. [43]


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Ramita de romero

     Delante de la iglesia estaba un muchachito de aspecto serrano. Vendía ramas de romero. Eso ocurrió hace pocos días, en uno de la Semana Santa. Ese muchacho me ofreció su mercancía. Cosa barata. Por cinco céntimos me dió una brazada de ramos de la olorosa planta montaraz. Entré en el templo, voló sobre mi mercancía el soplo divino de la bendición... Pareciome que había aumentado de peso. Claro que no había aumentado. Lo que sí había crecido era mi responsabilidad... Porque tener en las manos un pedazo de arbusto sobre el que haya descendido la sublimidad, impone al poseedor deberes máximos, acaso imposibles de cumplir.
     El serranito cantaba el anuncio de sus ramos con voz angélica. Menudo, brioso, ágil, el guadarrameño pareciome el natural conductor de la planta olorosa. Él había tomado la carga de romero de entre los peñascales de Navacerrada y había venido a pie, según costumbre de los suyos, para añadir a las solemnidades de Semana Santa este detalle de gracia inocente y conmovedora �...Romerito de olor... -decía- el amor de los hombres a Dios...�
     Era la montaña que acudía a la Corte, representada por la rústica florecilla. Y con ella venía el aroma de lo clásico, de la vieja España, de las venerables tradiciones, de la Fe ingenua, inconmovible, la de los días áureos de lo pretérito.
     Surgía en torno el aroma de Santa Teresa, de San Juan de la Cruz, de los luchadores que descubrieron, conquistaron y evangelizaron [44]las tierras colombinas.
     Parda florecita: tu olor me encanta.
     Quien no ha vivido en las soledades montañeras, ignora lo que son esas nonadas grandiosas... �Qué hermosura, qué deleite!... Sentado el viajero sobre un risco, mirando el horizonte, en la placidez suprema de la bienandanza, veía llegar un pajarito, tan inocente y cándido que ignoraba que acaso se acercaba a la muerte, porque se acercaba al hombre... El se posaba en una rama... Y la rama no se movía... La idealidad, ingrávida, brota siempre...
Ese muchacho me ofreció su mercancía. (Pág. 44)
     Momentos sublimes los de este conocimiento de la realidad natural... Hora de calma suprema y amorosa.
     Azul el cielo, lejanas nubes bogadoras, sonar de esquilas de los rebaños, gritos de pájaros... Allá van las grullas, primeras anunciadoras del nuevo tiempo dulce... Pasan las cigüeñas en su viaje anual... Son nuestras amigas, las que persiguen a las víboras y a los sapos... Los negros cuervos se alejan... Y en el despertar [45] de la primavera, las mariposas surgen en la ignorancia de que ellas van a morir antes de haberse enterado de que nacieron para poetizar las vulgaridades ambientes.
     A la puerta del templo he comprado yo la ramita de romero. Ella me perfuma, ella me enternece, evocando la visión de los campos renacidos a la luz.
     Y el niño que me vendió la ramita, me ha dicho:
     -Esta es una costumbre nuestra... Cogemos del monte la flor del romero. La traemos a Madrid... Y vendemos esa ramita. Ello nos produce muy poco. No es, pues, el negocio lo que intentamos: es una rutina que adoramos. Y si no la continuásemos, porque ello era oficio de nuestros padres y de nuestros abuelos, creeríamos haber interrumpido el amor a Jesús...
     De manera que este oficio de los vendedores de romero, que se practica delante de las iglesias de Madrid, durante la Semana Santa, no está aún sindicalizado.
     Gloria a Dios, que pone en los más inocentes hábitos de los niños y en la rusticidad de sus trabajos perfumes excelsos...
     La flor del romero es el suave poemita de la Salve, vibrando en el santo olor. [46]


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El niño vestido de blanco

     En el mes de mayo veréis por las calles muchos niños vestidos de blanco. Las muchachitas llevan un velo que las cubre la cabeza y el traje. Los muchachitos lucen en el brazo derecho un lazo. Unos y otras adornan sus cuellos con cadenas de que penden una cruz y una medalla.Ellos van alegres, orgullosos, satisfechos, y les acompañan padres, abuelos, hermanos. No es necesario que diga que esos angelitos acaban de hacer su primera comunión. El magno acontecimiento ha puesto en el hogar en que ellos moran tierno júbilo, emoción infinita. Es uno de los pocos momentos de poesía que estremecen dulcísimamente la vida de la familia. Piadosos y descreídos coinciden en la satisfacción.
     Recuerdo esta anécdota: Jaurés, el gran orador socialista de Francia, inicuamente sacrificado por un energúmeno del �chauvinismo�, no era creyente, pero su esposa lo era. Quiso ella que su hija viviera en el seno de la Iglesia de Dios, y cuando llegó la ocasión, la llevó a recibir el pan eucarístico. Los intransigentes amigos de Jaurés increparon a éste por haberlo consentido. Y el hombre, por tantos motivos desventurado, contestó: ��Qué idea tenéis de la libertad? Yo la quiero para todos. �Cómo había de negársela a la hija de mi vida? Ella cree. Feliz ella. Feliz también mi compañera, que cree asimismo. No sólo he consentido lo que era un derecho de la niña, sino que he vestido mi alma de blanco para honrar la pureza de ese acto, en el que mis dos corazones adorados han cumplido un alto anhelo...�Y estas palabras, que traen a mi [47] memoria el maravilloso cuento, de Balzac, La misa del ateo, son aplicables en infinitos casos en que no todos los que viven bajo el mismo techo piensan y sienten con unanimidad respecto al magno problema de la existencia.
     Esos niños vestidos de blanco que andan por la villa son como volantes ramitos de jazmín que perfuman la prosa triste. Ellos encienden en muchos espíritus fríos fervorosos anhelos de un ideal. Ellos marchan repartiendo un santo estímulo de salvadoras propagandas. Niños amados, niños envidiables: sois corazoncitos limpios y sanos, y la Santa Hostia, al entrar en vosotros, os hace resplandecientes como iluminado fanal. Constituís en ese día el arranque de la Humanidad que se acerca a Dios. Nunca el cielo tan próximo a la tierra.
     Yo quiero anotar aquí este rasgo de la crónica del bien para que las líneas que estampo quiten espacio a la abundante y prolija crónica del mal, dueña de la equivocada atención de las gentes.
     Cien vidas que tuviera daría por que el niño que acaba de descender del altar se conservara en la perfección angélica en que ahora se encuentra. Pero no. Es necesario que él sufra la prueba. Ha de vivir en el valle de lágrimas, ha de pelear con el pecado, ha de defenderse de sus embestidas, ha de sentir el cerco de las pasiones... y la certeza de que así ha de ser, acibara la alegría que, de prolongarse, me haría dichoso, plenamente dichoso.
     No diré yo como el amargo poeta: ��Los niños...! �Lástima que luego sean hombres...!� No lo diré, porque está ordenado que la inocencia pelee. Por eso la imaginería cristiana pone en la mano de los ángeles guardadores la espada refulgente e invencible. Pero esta debida conformidad no me libra de la tristeza de saber que esos niños vestidos de blanco que he visto hoy saliendo de un templo, sufrirán penas, llorarán, sin que haya en el mundo quien los consuele; serán víctimas de los odios, padecerán iniquidades... �Pobrecitos...!
     Y bajo el peso de la dolorosa profecía iba entibiándose en mí el placer de haber visto el desfile de los inocentes santificados, cuando descubrí una niñita, vestida de blanco también, igualmente gozadora de la primera visita al Tabernáculo. Ella iba con humildísimo traje de míseras telas, en las que en vano había la gracia materna buscado modo de embellecer a la hija... �Esa -pensé- es la víctima de la escasez. Es la que desde los años iniciales padece dolor, hambre algunas veces, y escucha los quejidos de la desesperación familiar... Sin embargo, hoy su rostro [48] sonríe, su animita ingenua flota en el éter de inesperadas venturas... Si el espíritu de la resignación ha prendido en ella, como la planta florida y trepadora en el tronco del árbol, será firme ante las desdichas, dechado de abnegación bajo los golpes de la persecución. En las horas crueles se acordará la mujer del instante en que la niña se arrodilló al pie del sacerdote, cuando éste levantaba en sus manos la Hostia... Héroes triunfadores, mártires alegres, pobres y ricos, esos niños que adornan la villa, no necesitan dádivas del acaso. Guardando cuidadosos la cierta fortuna que Dios les otorgó, sabrán y podrán resistir las vilezas sociales. Repitan siempre la frase de fray Luis de León, el autor de Los nombres de Cristo: �El que se asocia a Dios en el dolor, se asegura en la dicha eterna.�
Ellos van alegres, orgullosos, satisfechos y
les acompañan sus padres, abuelos, hermanos... (Pág. 46)
[48]
     Y los niños, vestidos de blanco, seguían desfilando en mi contemplación. �Jesús iluminaba las calles donde pululan los hombres! [50]


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El caballo del Rey

     Fernando III, el Santo, gobernó Castilla por la abdicación de su madre y fue rey de León al morir su padre, Alfonso IX. Este monarca ha dejado en la historia de España un renombre glorioso, que no se olvidará nunca. Él sentía tres amores intensos: la devoción a Dios, el amor a la Patria, el amor a la ciencia.
     No cabe en estas líneas todo lo que hay que decir de tan egregio soberano, ni siquiera el sumario de sus hechos. Bien es que sólo me propongo apuntar anécdotas.
     Fernando, el Rey Santo, tenía un caballo nacido cerca del Guadalquivir. Elegante de figura, gracioso en los movimientos, fuerte y piafador, cuando el soberano cabalgaba e iba a sus expediciones guerreras o pacíficas, era asombro de las gentes el grupo sublime del jinete y del bridón.
     Este caballo tenía una cualidad singularísima, que dio mucho que hablar a las gentes. Cuando llegaba a montarle su señor, sin que nadie le obligara con el látigo o golpe de freno, separaba cuanto era posible las manos de las patas, de suerte que saltara en la silla sin esfuerzo el rey. Y una vez que el Rey Santo, yendo a una cacería, se separó de sus servidores y se halló perdido entre el boscaje, el caballo se detuvo de improviso. Y bien que Fernando, el monarca, le espoleara, no quiso partir. Quedose allí fijo sobre sus cuatro lucientes pezuñitas.
     El rey castigaba al caballo demasiado. Ya surgía la sangre de los ijares. Como Fernando no era cruel, ni podía serlo teniendo en su alma la generosidad infinita, lanzó un grito diciendo:      -Señor, �qué he de hacer? �Quedarme por la noche en esta guarida de fieras, que me devorarán?
     Y dice la leyenda que el caballo [51] torció la cabeza y habló, contestando al Rey:
     -Señor mío: Yo me he parado porque vamos mal. Hay que retroceder. Llegan a mis belfos los calientes olores de vuestra cocina, que está en dirección contraria de la que seguimos. Retornemos, y en media hora os conduciré a vuestro alcázar.
     Quedó pasmado el rey de que un caballo hablase. Soltó las bridas, y el bridón rectificó el curso de la marcha, y, en efecto, poco después el rey estaba entre sus palatinos.
     Quiso entonces Fernando premiar al caballo. Y dispuso que le dieran doble o triple ración de cebada escogida, sin mezcla de paja.
     Y el caballo tornó a hablar. Y dijo:
     -No quiero más ración que la que me dais, señor, que es siempre abundante. Lo único que quiero es que me curéis las heridas que me habéis hecho con las espuelas. Y que sepáis que hay que tener caridad con todos y mucho más con los animales indefensos.
     Fernando recibió este milagro como una enseñanza divina. Cayó de rodillas ante su caballo. Luego le besó la frente. Pidió un paño mojado en agua limpia para restaurar las erosiones del vientre de la bestia... Y desde entonces el rey Fernando fue tan humilde que no castigó a nadie, porque suponía que sería error lamentable destruir una vida o perturbarla, creyéndose él señor en el acierto de la verdad. [52]


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La era

      �España ignora a España... Descubrir a España es la misión de la gente futura.� Así dijo aquel olvidado y maravilloso escritor que fue entre los hombres don Serafín Estébanez Calderón y en el mundo de las artes El Solitario... Y él lo decía de las ferias y fiestas andaluzas, de que fue narrador afortunado. ��Ah, Mairena, Mairena del Alcor...!�) �Habéis leído esa página...? Si no la conocéis, os impongo la pena de buscarla, cierto que si la hallarais se os convertiría el castigo en placer.
     Los que viajamos en el ferrocarril pasamos por la vida nacional sin verla. Y los que andan en automóvil, ésos son como ciegos, para los que el espectáculo no existe. La rapidez oculta la realidad. Aparte el terror que turba el ánimo, ya que es cosa sabida que detrás de cada vuelta se halla, una oficina mortuoria, falta a la retina humana el don de ver lo que huye entre nubes de polvo y humo de los substitutivos de la gasolina. Se llega... si se llega; pero el viaje queda inédito. Nunca como ahora andan de tierra en tierra y de pueblo en pueblo los españoles. Nunca fue más ignorado el tránsito.
     Los viejos que caminaban en coches de colleras sabían dónde estaba el rincón bello, y allí se detenían. Nunca pasaron nuestros abuelos ante un viejo santuario sin rezar en él. Y en la llanada cubierta de árboles, y en la cumbre ornada de encinas, y en los adarves del río, en que juncos y olmos se combinan, paraban ellos para almorzar o merendar cabe la fuente conocida: que de trecho en trecho ha puesto la Providencia, para la sed del caminante, el chorro próvido... Dulce modo de viaje, que está negado a los modernos, los cuales sólo quieren llegar pronto, [53] bien que el llegar no sea sino el trueque de una ilusión por un desengaño.
     Preámbulo es esto para recordar a mis lectores que en todos los pueblos y aldeas de España hay ahora un paraje en que se trabaja frenéticamente, sin que el exceso de la labor signifique molestias para los que la realizan. Quiero hablaros de la era.
Otro de estos primitivos aparatos circula sobre el blanco montón caliente de la mies,
guiado por un niño. (Pág. 54)
     Paréceme a mí la era como el altar de los sacrificios y los premios de la actividad nacional. La era es el espacio en que el esfuerzo y los sacrificios de todo el año logran su recompensa. En más de seis mil lugares de nuestra tierra la era es en estos días, en que julio acaba y va a comenzar agosto, algo que está sobre las fórmulas habituales de la expresión pictórica. Allí se congrega todo el vecindario en el último empeño de la labor anual.
     Un viejo aforismo castellano dice:
                                   �El pueblo en la era,          
y en la torre la cigüeña.�
     Es que los labradores, una vez recogido el fruto de la siega, se afanan por esconder los granos. Temen la tormenta, que llega sin avisar, y descarga antes de [54] la hora en que sea posible levantar las eras, antes de que las parvas hayan sido trilladas, antes de que el esfuerzo de los pobres cultivadores de la ingrata tierra sea cumplido.
     Los que no han asistido a esta fiebre de trabajo, en el que concurren viejos y niños, los dueños de los sembradíos y sus jornaleros, ignoran adónde alcanza el incansable afán humano. Bajo el sol ardiente del estío, las gentes van y vienen. Las bestias sudan, estremecidas al estallar del látigo, removiendo con sus herradas pezuñas la parva. Acaso suena una canción, que se desmaya y perece en la fiera atmósfera canicular. Un decrépito aldeano consume sus postreras energías en arrear a los animales enganchados al trillo. Otro de estos primitivosaparatos circula sobre el blando montón caliente de la mies, guiado por un niño. Estalla el cáñamo que pende de la fusta; se oyen voces con que, a través de cien generaciones laboriosas, se han puesto de acuerdo el hombre y la bestia: aquél, para  anunciar el castigo, ésta, para apresurar la marcha antes de recibir el brutal aviso en el sufrido lomo... Más allá el bieldo se mueve, buscando el caprichoso girar de los vientos, a fin de que la paja triturada se eleve en nube de oro, mientras el grano desciende cerca de los costales que han de guardarle... Allá está el botijo poroso, que encierra el agua fría, a cuyo recreo acuden los sedientos... Y de cuando en cuando llegan los abuelos, los que ya no pueden trabajar, los que trillaron en los tiempos lejanos, cuando España era otra España... Ellos miran la era, discuten con los hijos, desestiman la obra que éstos realizan, rememoran sus días y se alejan, agitando la senecta cabeza temblorosa. Son la tradición que preside la empresa libertadora del hambre nacional.
     En tanto una nube pasa. Es ella verdinegra, y camina rápida por el cielo. Los trilladores miran con espanto a las alturas. �Será esa nube la que los arruine...? No, no es ésa. Aun pueden esperar los desventurados. Y ellos se afanan loca, infatigablemente. En una hora hacen la labor de un día. Los trillos giran vertiginosamente al galopar de la pécora sumisa. Ya no se oyen canciones... El hombre ha sentido el terror de los altos poderes, y se apresura a concluir el empeño de los diez meses de lucha... �Pobres labradores! Así viven los españoles, la mayor partede los españoles. La era es el paraje en que se liquidan los sacrificios de una nación para la que todo es adverso: el clima y la ley.

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