martes, 23 de julio de 2013

TUICO Y LA PINTURA

CAPITULO VII
LA PINTURA ESPAÑOLA EN EL SIGLO XVII
LOS GRANDES ARTISTAS:
VELAZQUEZ.

Un año después que Zurbarán venía al mundo, en Sevilla, el artista de genio que iba a formular y a resumir, en admirables obras, todas las cualidades más elevadas y más características de la escuela española. DIEGO VELAZQUEZ DE SILVA (1599-1660), procedía de una familia noble, de origen portugués por su padre, pero establecida en Sevilla hacía más de un siglo. Mostrada su vocación por la pintura desde muy temprano, obtuvo de Herrera el Viejo que lo recibiera como discípulo suyo. Se ignora lo que duró esta primera iniciación; pero todos los biógrafos están de acuerdo en repetir que la permanencia de Velázquez en el taller de Herrera no pudo prolongarse mucho tiempo, molestado por las rudezas y las violencias del maestro. Pasó entonces a estudiar con Pacheco, cuya enseñanza tímida, mesurada y que ponía su ideal en la imitación del estilo de los florentinos, era completamente opuesta a la enseñanza esencialmente naturalista de Herrera. Así, de estos dos maestros, fue el último el que influyó con autoridad más innegable sobre el porvenir de Velázquez.
Por lo demás, consta que, sin escuchar el dogmatismo idealista de Pacheco, el joven pintor se trazó a sí mismo y siguió rigurosamente un sistema de estudios que descansaba únicamente sobre la naturaleza directamente interrogada. De todo aquel primer período consérvanse algunas naturalezas muertas y bocetos, en los que el artista hizo adoptar a sus modelos actitudes y sobre todo expresiones variadas, que trata de traducir en su verdad textual a fuerza de observación paciente y con la evidente preocupación de un efecto literal y preciso.
Los museos de Viena, de Munich y del Ermitaje, poseen algunos de estos estudios, donde ensayó su naturalismo, todavía tímido y minucioso. De 1618 a 1623, aparecen sus primeras composiciones: El Aguador de Sevilla, regalado por Fernando VII a Welington, la Adoración de los Pastores, de la National Gallery, y la Adoración de los Reyes del Museo de Madrid, fechada en 1619, el mismo año en que Zurbarán pintaba las composiciones del retablo de San Pedro en la catedral de Sevilla. Esta concordancia en sus comienzos, se encuentra marcada, en ambos jóvenes maestros, por las mismas reminiscencias y por estrechas afinidades de prácticas y de métodos, fuertemente marcadas como están por las admiraciones sucesivamente experimentadas ante las obras de Herrera el Viejo, de Roelas y y sobre todo de Ribera, ya conocido en Sevilla por algunos cuadros, y ya ilustre. Por consejo de Pacheco, con cuya hija se había casado, Velázquez emprendió, en 1622, su primer viaje a Madrid, donde fué acogido por Fonseca, dignidad del cabildo de Sevilla y sumiller de cortina del Rey, que lo presentó al primer ministro, el fastuoso conde-duque de Olivares. Solicitado para que se interesara por el artista, éste pidió a Felipe IV que concediese a Velázquez el honor de dejarse retratar por él. Pero como un viaje de la corte no permitiera que esta petición tuviera resultado inmediato, Velázquez empleó sus ocios en pintar algunos retratos, especialmente el de Góngora, y en estudiar las pinturas de las colecciones reales; y después regresó a Sevilla a esperar el resultado de las poderosas recomendaciones de que era objeto. No esperó mucho tiempo.
En los primeros meses del año 1623, Fonseca envió a su protegido una carta del conde-duque invitándolo a volver a Madrid. A su llegada, el joven maestro hizo el retrato de Fonseca, que fue llevado a palacio y enseñado al rey, a los infantes y a todos los grandes personajes de la corte, y que obtuvo un gran éxito. Este fué el punto de partida de la fortuna de Velázquez: Felipe IV lo agregó en seguida a su servicio. El rey quiso hasta que el artista le hiciera un gran retrato ecuestre que, terminado en 1623, fué expuesto un día entero a la admiración de la multitud delante de la iglesia de San Felipe el Real. De esta pintura, cuya belleza fué celebrada en prosa y en verso por los escritores contemporáneos y devorada por un incendio, hoy no queda otro recuerdo que el primer estudio que posee el Museo del Prado y que representa a Felipe IV pintado de más de medio cuerpo, vestido con su armadura de acero bruñido cruzada por una banda de color de rosa. En este hermoso y franco estudio, el rey no parece tener más de dieciocho años, y su labio superior no está todavía adornado con aquellos bigotes de guías afiladas y levantadas que tendrá después en todos sus retratos. Otra representación de Felipe IV, pintado de cuerpo entero, vestido de negro y con una carta en la mano, siguió con diferencia de algunos meses a la ejecución de la primera. Después vino el retrato del infante don Carlos, hermano del rey; uno y otro forman parte del Museo del Prado. Todo es ya del más distinguido corte en estas pinturas, severas de factura, muy justas de modelado, precisas, semejantes de aspecto y comparables, por la conciencia de la ejecución, a los retratos más hermosos de Antonio Moro. Pero bajo la factura de una tranquilidad casi holandesa, tan característica de aquel primer período de producción, se siente apuntar un temperamento de investigación, de genial atrevimiento, que tardará poco en emanciparse de toda fórmula extraña y en mostrar, por el empleo de una práctica menos tímida, una ejecución original personalísima.
Asuntos de caza, pintorescos, movidos, poblados de hidalgos y de ojeadores, tales como la Cacería de ciervos, conservada en Londres en la colección de lord Ashburton, y la Cacería en el Hoyo, perteneciente a la National Gallery, ocuparon, al mismo tiempo que un gran número de pinturas de caza muerta y de caballos, encargadas por Felipe IV, los pinceles de su pintor. El boceto titulado Reunión de hidalgos, que forma parte del Museo del Louvre, data muy probablemente de aquel período, anterior al primer viaje del artista a Italia. También fué alrededor de los años de 1625 a 1626 cuando Velázquez pintó los retratos, de su mujer y de su hija, o al menos el encantador boceto de ésta última; estos diversos retratos están en el Museo del Prado. Queriendo perpetuar el recuerdo del edicto por el cual su padre había ordenado la expulsión de los últimos descendientes de los moros, convertidos o no, que permanecían en España, Felipe IV abrió en 1627 un concurso entre los pintores de la corona. Vicente Carducho, Eugenio Caxés, y Angelo Nardi, florentino de origen y que también tenía el título de pintor del rey, y Diego Velázquez, recibieron la orden de componer cada uno un cuadro destinado a glorificar el acto de Felipe III. Un cargo de gentil hombre de cámara debía ser la recompensa del vencedor. Velázquez lo ganó. Desgraciadamente, su composición, titulada Expulsión de los moriscos, pereció en el incendio de 1734 que destruyó el Alcázar de Madrid. No nos queda de él más que la descripción dada por Palomino.
Luis de Góngora

Retrato ecuestre de Felipe IV (3000x3000)
Cabeza de venado

Entre 1628 y 1629, terminaba Velázquez esa célebre y tan original pintura que el catálogo del Museo del Prado registra con el título Reunión de bebedores, y que se llama más habitualmente Baco ó los Borrachos. A despecho del título mitológico que Velázquez, acaso irónicamente, había dado a esta composición, es, en suma, singularmente realista, lo mismo en su concepto que en su ejecución. Aun notando en ella el empleo parcial de los métodos justos y atentos, aplicados en sus primeros retratos, y también algunas vagas reminiscencias y huellas de convencionalismos en el claro-oscuro, se siente ya claramente toda la extensión de la evolución que su genio está en camino de realizar, en la manera de ver, de observar y de interpretar la naturaleza. En suma, el Baco es una obra intermedia, pero ya muy potente, en la que el maestro acusa su pasado, su filiación y sus admiraciones de la juventud, y que muestra claramente, por el contrario, sus progresos singulares, sus esfuerzos nuevos y sus tendencias tan verdaderamente personales y libres.
En Agosto de 1628, Rubens, encargado por la infanta Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos, de una misión diplomática, llegaba a Madrid donde iba a permanecer durante nueve meses. Velázquez fué su huésped. Los dos artistas compartieron el mismo taller y juntos visitaron las galerías reales, ya tan ricas en obras maestras de las diversas escuelas, y las colecciones formadas por los grandes, entonces muy numerosas. Las relaciones de estrecha intimidad que unieron en seguida a los dos maestros, podrían hacer suponer que el gran pintor flamenco, aunque no fuera más que por las numerosas obras que emprendió durante su estancia en Madrid, debió ejercer sobre Velázquez alguna influencia, siquiera limitada a los métodos de ejecución. Sin embargo, no es así, y en ninguna de las obras de Velázquez posteriores al viaje de Rubens se encuentra traza de ello. Pero Rubens, apoyándose en su propio ejemplo, aconsejó a su joven huésped que fuese a Italia a consultar y estudiar las grandes obras de los maestros del pasado, y Velázquez, siguiendo este consejo, lo aprovechó inmediatamente.
Venecia fué la primera ciudad que visitó el artista. Colorista como era, debía naturalmente enamorarse de las grandes obras de la escuela veneciana. Si le entusiasma Tiziano, Veronés lo seduce, pero Tintoreto lo encanta y lo cautiva por encima de todo. De este fogoso maestro copió la Crucifixión y la Cena y a su vuelta ofreció al rey esta última reproducción. Obligado por la guerra a salir de Venecia, fué a Ferrara ya Bolonia, tomó el camino de Loreto y visitó la Santa Casa; llegado a Roma, donde permaneció durante un año, copió allí muchos fragmentos del Juicio final, los Profetas y las Sibilas de la Capilla Sixtina, y luego la Escuela de Atenas el Parnaso, y el Incendio del Borgo, así como algunas otras obras de Rafael y de Miguel Ángel.
Alojado en la Villa-Médicis, pintó allí del natural dos encantadores y bellos estudios de paisaje, con partes de arquitectura, que están hoy en el Museo del Prado, hizo igualmente su propio retrato que envió á Sevilla a su suegro y emprendió, para ofrecerlas al rey, dos grandes composiciones, de las cuales una, la Fragua de Vulcano está en el Museo del Prado y la otra, la Túnica de José, en el Escorial
A excepción de los coloristas, no se ve, en las pinturas ejecutadas por Velázquez en Italia, que el estudio de las obras de los maestros haya modificado su propio sentimiento artístico y ejercido sobre él una influencia sensible y duradera. Poco inclinado por temperamento a las abstracciones, siéntese en La fragua como en La túnica que Velázquez tiene horror a las fórmulas transcritas y que no se cuida más que de las verdades tangibles y formales. Fuera de la realidad no ve nada, no busca nada; no se pica nada de idealismo y no muestra más altas miras que traducir la naturaleza en su carácter, su movimiento, su vida, con su imprevisto pintoresco y su curiosa diversidad. También hay que notar, lo mismo en La fragua que en El Baco, así como en otras composiciones mitológicas ó alegóricas, que el artista no se inquieta apenas del sentido filosófico o místico de su asunto, en el que parece más bien no ver más que un simple hecho, una escena verdadera y vivida que expone lisamente, pero no siempre sin alguna ironía. Su Mercurio y Argos, su Dios Marte, sus figuras deEsopo y de Menipo, atestiguan suficientemente este corte burlón y muy andaluz de su espíritu: en el fondo el Olimpo le hace sonreír.

La Fragua de Vulcano
El Triunfo de Baco, o Los Borrachos
Esopo y Menipo 
Marte, dios de la Guerra

En Napóles, donde pintó el retrato de la infanta María, hermana de Felipe IV y prometida del rey de Hungría, pasó Velázquez los últimos meses de su estancia en Italia. Ligóse entonces estrechamente con Ribera, pintor titular del virrey y ya en el apogeo de su fortuna y de su fama. Ya hemos dicho cuánta admiración había concebido Velázquez en sus principios por las obras de este gran pintor realista; parece que este entusiasmo aumentó aún, porque la mayoría de las pinturas del maestro valenciano que se ven hoy en el Museo de Madrid, fueron adquiridas a instigación de Velázquez.
En los primeros meses del año 1631, volvía a entrar en Madrid el artista. Pintó entonces al infante Don Baltasar Carlos, de edad de dos años, y el retrato del rey, que fué enviado a Florencia, así como una figura modelada por el escultor sevillano Martínez Montañés, con objeto de servir de modelos para la ejecución de la estatua ecuestre de Felipe IV. Esta estatua, concebida por Velázquez, pero fundida por Tacca, es la que está erigida en Madrid en la plaza de Oriente.
De 1635 a 1638 son los vivientes y tan sobrios retratos donde Velázquez ha representado, en paisajes de azuladas lejanías, al infante Baltasar Carlos a la edad de seis años, a Felipe IV, y a su hermano el infante Don Fernando, los tres en traje de caza y teniendo a su lado maravillosos perros. Durante este mismo lapso de tiempo, el artista pintó también el soberbio retrato ecuestre del heredero presunto de la corona, el infante Baltasar Carlos, galopando en un caballito bayo claro, y llevando en la mano el bastón de mando.

Baltasar CarlosDon FernandoBaltasar Carlos

La época siguiente de 1639 a 1648, es particularmente fecunda en obras admirables. El maestro está entonces en plena posesión de todos los recursos de su original y libre talento. Una tras otra, produjo obra maestra sobre obra maestra: ya elCristo en la cruz (1639), de aspecto tan trágico y tan conmovedor, y después los retratos del Duque Francisco de Módena, del Almirante Pulido Pareja, actualmente en la National Gallery, y el del Conde de Benavente; ya el prestigioso retrato ecuestre del Conde-duque de Olivares (1640-42), alzando de manos su caballo de batalla delante de un ejército, y señalando al enemigo con un gesto soberbiamente imperioso. La intensidad de acción y el irresistible arranque de este grupo, lanzado en campo raso y pintado en plena luz, alcanzan el más alto poder de movimiento, de relieve y de ilusión. En ninguna otra obra del artista se encontraría tanta grandeza, un dibujo tan verdadero, más justo, y una ejecución más franca. A pesar de su realismo, jamás pintura de ninguna escuela tuvo más elegancia y nobleza de las que muestra aquí el asombroso y vigoroso genio de Velázquez.
Pintó con frecuencia al conde-duque de Olivares, representándolo de busto, de cuerpo entero, tomando parte en las cacerías reales o vigilando en el picadero, en su cualidad de caballerizo mayor, los ejercicios de equitación del joven príncipe Baltasar Carlos. El levantamiento de Cataluña y los triunfos de los ejércitos franceses en el Rosellón obligaron a Felipe IV a ponerse a la cabeza de sus tropas. La corte acompañó al rey en su viaje a Aragón. Pero antes de ir a establecerse en Zaragoza, Felipe residió algunos meses en Aranjuez, donde Velázquez tuvo ocasión de pintar varios de los más hermosos sitios de aquella residencia, especialmente los dos grandes paisajes conservados en el Museo del Prado, y que representan la Calle de la Reina y los Jardines de la isla, con la fuente de los Tritones.
El año siguiente fué señalado con la caída del poder del conde-duque. La aflicción de Velázquez, que perdía en el un amigo y un decidido protector, fué profunda. Por un momento hasta pudo temer verse envuelto en la desgracia del favorito; pero no sucedió así. Felipe tenía necesidad de su pintor para secundar, o más bien para dirigir al inepto marqués de Malpica, que ocupaba entonces el cargo de intendente de los edificios del rey. En 1644, el artista acompañaba de nuevo a Felipe IV, que había tomado al fin el mando del ejército que operaba en Aragón: sitiaba a Lérida, de la que logró apoderarse y donde hizo una entrada triunfal. Esta fué para Velázquez una nueva ocasión de pintarlo a caballo, revestido con media armadura de acero bruñido, con adornos de oro, y llevando el rico y elegante traje en que nos lo muestra la pintura conservada en el Museo del Prado y que es una de sus joyas.
Conde Duque de Olivares
Don Juan Francisco de Pimentel, conde de Benavente
Jardines de la isla, con la fuente de los Tritones (1600x1800)

Los otros tres grandes retratos ecuestres que posee el mismo Museo, y que representan a Felipe III, a Margarita de Austria, su mujer, y a Isabel de Valois, primera mujer de Felipe IV, fueron ejecutados hacia 1644, para la decoración interior del palacio del Buen Retiro. También fué alrededor del mismo año cuando pintó el soberbio retrato de cuerpo entero del infante don Baltasar Carlos, vestido de negro y con el Toisón de oro al cuello. Esta fué la última vez que Velázquez retrató al heredero presunto, muerto en 1646 en Zaragoza.
Este joven príncipe había agregado a su persona al discípulo de Velázquez, JUAN BAUTISTA MARTINEZ DEL MAZO, que se casó con una hija del maestro en 1634. Por orden del infante, Mazo había comenzado la Vista de Zaragoza, del Museo del Prado, que fué terminada en 1647, cuyos numerosos personajes, agrupados en ambas orillas del Ebro, son de la mano de Velázquez.
Felipe III (3000)Isabel de Borbon (1600)Margarita de Austria(1600)
Vista de Zaragoza (3000x1600)

Para distraer al rey, que se aburría en Aragón, su pintor hizo a su vista el retrato del enano el Primo, al que representó sentado en medio de un campo desierto y accidentado, vestido de negro, cubierta la cabeza con un sombrero de anchas alas ligeramente inclinado sobre la oreja, y hojeando gravemente un infolio. En el suelo están apilados otros volúmenes; sobre uno de ellos hay un tintero de cuerno, donde moja la pluma. Esta pintura, tan sugestiva de aspecto y tan fisionómica, de una ejecución tan perfecta y sin embargo tan sencilla en cuanto a los tonos empleados: negro, blanco y un poco de ocre, comienza la serie de aquella extraña colección de figuras de idiotas, de enanos, de bufones y de monstruos de la naturaleza, que el artista produjo sucesivamente para el mayor placer de Felipe IV.
Comprendemos en esta serie todos esos retratos que están en el Museo del Prado, y que su catálogo designa con los nombres de el Niño de Vallecas, el Bobo de CoriaSebastián de MorraPablillos de ValladolidPernia ó Barbarroja,Juan de Austria y Antonio el Inglés. La lista de estas representaciones heteróclitas era en otro tiempo más extensa, pues muchos han perecido en los incendios del Alcázar y del palacio del Pardo y de la Torre de la Parada. El marqués de Leganés poseía también, en su rica colección, algunos de estos retratos de bufones, igualmente de manos de Velázquez.
"el niño de Vallecas""Calabacillas, el niño de Coria"
"don Sebastián de Morra""Diego de Acedo" el Primo
"Juan de Austria"El bufón del perro"Barbarroja"

Si la fecha de 1647, dada por el catálogo del Museo del Prado, es la que conviene adoptar para la terminación de esa grandiosa y viviente composición que se llama la Rendición de Breda, ó más habitualmente las Lanzas, no es por eso menos plausible que la idea primera de esta elocuente pintura de historia debió ser inspirada á Velázquez por los relatos del vencedor de Breda, por el marqués Ambrosio Spínola mismo. En efecto, el artista había atravesado el Mediterráneo en compañía del ilustre general, cuando su primer viaje a Italia; es, pues, de suponer que fué en este momento cuando recogió todas las particularidades y las peripecias de aquel acontecimiento de guerra, tan glorioso para las armas españolas, y que se propuso desde entonces traducirlas en una obra digna de su asunto.
Delante de Breda, cuya silueta se dibuja en el horizonte, en medio de una inmensa llanura medio inundada, que cortan acá y allá canales y trincheras, donde se alzan barracones, largas filas de tiendas y trabajos de sitio, el ejército español está formado sobre las armas como para una parada o una batalla. En puntos diversamente alejados flotan sus enseñas y sus estandartes, de cuarteles blanco, rosa y azul. A la derecha, en el centro, se alzan cuadros de picas, y, semejantes a un bosque de mástiles, esas altas lanzas que han hecho dar su título al cuadro. En los primeros términos, se agrupan las escoltas de los dos jefes de ejército: a la derecha los españoles, de aspecto distinguido y altanero; a la izquierda los holandeses, más pesados de figura y de aspecto flemático. En el espacio que queda libre en el centro del cuadro, se abordan el general español y Justino de Nassau, que mandaba en Breda. Este se inclina y presenta a su vencedor la llave de la fortaleza, que el marqués Spínola recibe con la cabeza desnuda y el sombrero y el bastón de mando en la mano; y adelantándose hacia Justino de Nassau y poniéndole la otra mano en el hombro, lo felicita calurosamente por su larga y hermosa defensa. Su gesto, su actitud, su expresión, están impregnados de tanta afabilidad y gracia, que parece que se oyen las corteses palabras que salen de sus labios, y que recogen con atención los personajes mezclados de las dos escoltas. Para romper la monotonía de las masas y dar movimiento y animación a los primeros términos, Velázquez ha pintado el caballo de Spínola retrocediendo vivamente de lado sobre el espectador, mientras, que, en la escolta holandesa, un paje se esfuerza en retener por la brida el caballo del príncipe de Nassau.
Todo en este vasto lienzo esta iluminado en plena luz, francamente, sin propósito, como sin artificio. Por todas partes circula allí el aire, extendiendo una atmósfera perceptible sobre aquel paisaje de inmensas perspectivas, bañándolo de claridades, de espejeos de agua y de frescura, envolviendo las formas, acariciando los contornos, serenando y ligando entre sí las coloraciones graves, un poco sordas en su resonancia, acá y allá discretamente mezcladas de algunas notas claras, y fundiendo todo el conjunto de este magnífico espectáculo en una amplia y poderosa harmonía.
La rendición de Breda, o Las Lanzas

La Rendición de Breda fué la última gran obra que pintó Velázquez antes de realizar su segundo viaje a Italia; el principal objeto de esta nueva ausencia era adquirir para el rey pinturas y antigüedades destinadas a decorar el Alcázar, del que Velázquez dirigía entonces los embellecimientos. Después de haber contratado en Bolonia, al servicio de Felipe IV, dos hábiles fresquistas y estuquistas, Colonna y Mitelli, que colaboraron en la decoración del Alcázar, Velázquez se fijó en Roma. El acontecimiento de esta nueva estancia del artista fué el retrato del Papa Inocencio X, Giovanni Battista Pamphili, que se conserva en el palacio Doria.
Todo ha sido dicho sobre esta obra maestra, maravilla de intensidad de vida y de delicadeza de ejecución. «En un sillón rojo, sobre un manto rojo, ha dicho M. Taine, en una tela roja, bajo un gorro rojo, una cara roja, la cara de un pobre tonto; ¡haced con esto un cuadro que no se olvide jamás!»
INOCENCIO X

Después de haber enviado a España numerosos vaciados de los más hermosos mármoles antiguos y preciosas pinturas, adquiridas en el curso de su viaje o encargadas por él a artistas célebres, Velázquez abandonó Roma, y desembarcó en 1651 en Barcelona. Algún tiempo después de su vuelta, el rey lo designaba para desempeñar el cargo de aposentador del palacio, cargo que iba a absorber en gran parte, por las obligaciones, las asiduidades y los múltiples deberes de toda naturaleza que exigía, las horas que el artista habría empleado más felizmente en pintar.
Sin embargo, a despecho de los abrumadores detalles que lo absorbían, Velázquez produjo aún composiciones considerables, tales como las Hilanderas o interior de la fábrica de tapices de Santa Isabel, la Coronación de la Virgen, el retrato del escultor Martínez Montañés, la Visita de San Antonio abad a San Pablo ermitaño, diversos retratos de Felipe IV y de su segunda mujer, Mariana de Austria, el de la infanta Margarita que está en el Louvre, del infante Felipe Próspero, conservado en el Museo de Viena, y el célebre cuadro de las Meninas, que forma parte del Museo del Prado. Algunas de estas obras, y particularmente las Hilanderas y las Meninas marcan una evolución característica, y como una última manera, en el prodigioso talento del maestro. Obligado a abandonar con frecuencia su taller, y queriendo, sin embargo, satisfacer los incesantes y caprichosos deseos de Felipe IV, Velázquez inventa entonces ese método atrevido, que sus compatriotas llaman manera abreviada, pero que, para hacer comprender mejor su naturaleza, llamaremos nosotros, a falta de un término más preciso, impresionismo.
Este método de pintar, todo de sensibilidad y de primer impulso, espontáneo, abreviado, muy sutil en su procedimiento, donde el gran artista encuentra medio de decir mucho sin insistir, sin apoyar, sin dejar ver jamás el esfuerzo, y que parece descuidado, no es sin embargo en él, por lo demás, más que el resultado premeditado, buscado, seguro, de una ciencia consumada, de una práctica, o más bien, de una delicadeza soberana, absolutamente segura de sí misma, de sus efectos y de sus medios de expresión.
Velázquez nos ha dejado, pues, en las Hilanderas, en las Meninas y en los retratos del escultor y de la infanta María Teresa, con sus fórmulas mejor definidas y más completas, los ejemplos más perfectos de impresionismo que se puede encontrar, aun en la pintura moderna.
Las Hilanderas

El 3 de Junio de 1660, un gran acontecimiento, el matrimonio de Luis XIV con la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, venía al fin a sellar la paz entre las dos coronas de Francia y de España. Encargado en esta ocasión por el rey de dirigir la decoración del pabellón alzado en la Isla de los Faisanes y cada una de cuyas alas habían sido amuebladas por las dos naciones de la manera más suntuosa, Velázquez cumplió su cometido con el más exquisito gusto, y fué vivamente cumplimentado por los dos reyes. Pero las ocupaciones de estos dos géneros que había tenido como aposentador durante el viaje de Madrid, y los preparativos que había debido ordenar por todo el camino para la estancia del rey y de la corte, le habían causado penosas fatigas. Al volver a Madrid cayó gravemente enfermo; luego, después de una aparente mejoría, experimentó de nuevo un violento acceso de fiebre que lo arrebataba el 6 de agosto de 1660, a los sesenta y un años de edad. Ocho días después, doña María Pacheco, su digna compañera, lo seguía a la tumba.
Coronación de la Virgen


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