miércoles, 6 de febrero de 2013

platero y yo


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  • 1. Juan Ramón JiménezPlatero y yo(Elejía andaluza)
  • 2. Platero y yo Juan Ramón Jiménez A la memoria de AGUEDILLA, la pobre loca de la calle del Solque me mandaba moras y claveles. 2
  • 3. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Prologuillo Suele creerse que yo escribí “Platero y yo” para los niños,que es un libro para niños. No. En , “La Lectura”, que sabía que yo estaba con ese libro, mepidió que adelantase un conjunto de sus páginas más idílicas parasu “Biblioteca Juventud”. Entonces, alterando la ideamomentánea, escribí este prologo: “Advertencia a los hombres que lean este libro paraniños: Este breve libro, en donde la alegría y la pena songemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para... ¡quése yo para quién!... para quien escribimos los poetas líricos...Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Québien! “Dondequiera que haya niños—dice Novalis—existe unaedad de oro.” Pues por esa edad de oro, que es como una islaespiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y seencuentra allí tan a gusto, que su mejor deseo sería no tenerque abandonarlo nunca. ¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de losniños; siempre te hallé yo en mi vida, mar de duelo; y que tubrisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trinode la alondra en el sol blanco del amanecer! Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porquecreo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, condeterminadas excepciones que a todos se le ocurren. Tambiénhabrá excepciones para hombres y para mujeres, etc. 3
  • 4. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo primero Platero Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera,que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo losespejos de azabache de sus ojos son duros cual dosescarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente consu hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes ygualdas... Lo llamo dulcemente: ¿Platero? y viene a mí con untrotecillo alegre que parece que se ríe en no sé qué cascabeleoideal... Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas,las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, consu cristalina gotita de miel... Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...;pero fuerte y seco por dentro como de piedra. Cuando pasosobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, loshombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedanmirándolo: —Tien’ asero... Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo. 4
  • 5. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo segundo Mariposas blancas La noche cae, brumosa ya y morada. Vagas claridadesmalvas y verdes perduran tras la torre de la iglesia. El caminosube, lleno de sombras, de campanillas, de fragancia de hierba,de canciones, de cansancio y de anhelo. De pronto, un hombreoscuro. con una gorra y un pincho, roja un instante la cara feapor la luz del cigarro, baja a nosotros de una casucha miserable,perdida entre sacas de carbón. Platero se amedrenta. —¿Ba argo? —Vea usted... Mariposas blancas... El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el seroncillo, yno lo evito. Abro la alforja y él no ve nada. Y el alimento idealpasa, libre y cándido, sin pagar su tributo a los Consumos... 5
  • 6. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo tercero Juegos del anochecer Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yoentramos, ateridos, por la oscuridad morada de la callejamiserable que da al río seco, los niños pobres juegan aasustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a lacabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo... Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevanunos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas sabráncómo, les han dado algo de comer , se creen unos príncipes: —Mi pare tie un reló e plata. —Y er mío, un cabayo. —Y er mío, una ejcopeta. Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que nomatará el hambre, caballo que llevará a la miseria... El corro,luego. Entre tanta negrura, una niña forastera, que habla deotro modo, la sobrina del Pájaro Verde, con voz débil, hilo decristal acuoso en la sombra, canta entonadamente, cual unaprincesa: Yo soy laaa viudita del Condeee de Oréé... ...¡Sí, sí.! ¡Cantad, soñad, niños pobres! Pronto, alamanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará,como un mendigo, enmascarada de invierno. —Vamos, Platero... 6
  • 7. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cuarto El eclipse Nos metimos las manos en los bolsillos, sin querer, y lafrente sintió el fino aleteo de la sombra fresca, igual que cuandose entra en un pinar espeso. Las gallinas se fueron recogiendoen Su escalera amparada, una a una. Alrededor, el campo enlutó suverde, cual si el velo morado del altar mayor lo cobijase. Se vió,blanco, el mar lejano, y algunas estrellas lucieron, pálidas. ¡Cómoiban trocando blancura por blancura las azoteas! Los queestábamos en ellas nos gritábamos cosas de ingenio mejor o peor,pequeños y oscuros en aquel silencio reducido del eclipse. Mirábamos el sol con todo: con los gemelos de teatro, conel anteojo de larga vista, con una botella, con un cristalahumado; y desde todas partes: desde el mirador, desde laescalera del corral. desde la ventana del granero, desde lacancela del patio. por sus cristales granas y azules... Al ocultarse el sol que un momento antes, todo lo hacía dos,tres, cien veces más grande y mejor con sus complicaciones deluz y oro, todo, sin la transición larga del crepúsculo, lo dejabasolo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y luego platapor cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sincambio. ¡Qué tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, latorre, los caminos de los montes! Platero parecía, allá en el corral, un burro menosverdadero, diferente y recortado; otro burro... 7
  • 8. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo quinto Escalofrío La luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En losprados soñolientos se ven, vagamente, no sé qué cabrasnegras, entre las zarzamoras... Alguien se esconde, tácito, anuestro pasar... Sobre el vallado, un almendro inmenso, níveo de flory de luna, revuelta la copa con una nube blanca, cobija elcamino asaeteado de estrellas de marzo... Un olor penetrante anaranjas..., humedad y silencio... La cañada de las Brujas... —¡Platero, qué... frío! Platero, no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra enel arroyo, pisa la luna y la hace pedazos. Es como si unenjambre de claras rosas de cristal se enredara, queriendoretenerlo, a su trote... Y trota Platero, cuesta arriba, encogida la grupa cual si alguienle fuese a alcanzar, sintiendo ya la tibieza suave, que pareceque nunca llega, del pueblo que se acerca... 8
  • 9. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo sexto La miga Si tú vinieras, Platero. con los demás niños, a la miga,aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como elburro de las Figuras de cera —el amigo de la Sirenita del Mar,que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal quemuestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento—;más que el médico y el cura de Palos, Platero. Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡ eres tangrandote y tan poco fino ! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, enqué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma tebastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el Credo? No. Doña Domitila —de hábito de Padre Jesús Nazareno,morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, elbesuguero— te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en unrincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca enlas manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o tepondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tancalientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuandova a llover... No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores ylas estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni tepondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro delos ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de lasbarcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas. 9
  • 10. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo séptimo El loco Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi brevesombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgandoen la blandura gris de Platero. Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles,blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos ypeludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, lastensas barrigas tostadas. Corren detrás de nosotros. Chillandolargamente: —¡El loco! ¡El loco! ¡El loco! ...Delante “está el campo, ya verde. Frente al cieloinmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos —¡tan lejos demis oídos! —se abren noblemente, recibiendo en su calma esaplacidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que viveen el sinfín del horizonte... Y quedan. allá lejos, por las altas eras, unos agudosgritos, velados finamente entrecortados, jadeantes, aburridos: —¡El lo...co! ¡El lo...co! 10
  • 11. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo octavo Judas ¡No te asustes, hombre! ¿Qué te pasa? Vamos, quietecitoEs que están matando a Judas, tonto. Sí. Están matando aJudas. Tenían puesto uno en el Monturrio, otro en la calle deEnmedio; otro ahí. En el Pozo del Concejo Yo los vi anoche,fijos como por una fuerza sobrenatural en el aire, invisible en laoscuridad la cuerda que, de doblado a balcón. Los sostenía¡Qué grotescas mezcolanzas de viejos sombreros de copa ymangas de mujer, de caretas de ministros y miriñaques, bajo lasestrellas serenas! Los perros les ladraban sin irse del todo, y loscaballos, recelosos, no querían pasar bajo ellos... Ahora las campanas dicen. Platero, que el velo del altar mayorse ha roto No creo que haya quedado escopeta en el pueblo sindisparar a Judas Hasta aquí llega el olor de la pólvora ¡Otro tiro!¡Otro! ...Sólo que Judas, hoy, Platero, es el diputado, o la maestra, oel forense, o el recaudador, o el alcalde, o la comadrona; y cadahombre descarga su escopeta cobarde, hecho niño estamañana del Sábado Santo, contra el que tiene su odio, en unasuperposición de vagos y absurdos simulacros primaverales. 11
  • 12. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo noveno Las brevas Fue el alba neblinosa y cruda, buena para las brevas, y,con las seis, nos fuimos a comerlas a la Rica. Aún, bajo las grandes higueras centenarias, cuyos troncosgrises enlazaban en la sombra fría, como bajo una falda, susmuslos opulentos, dormitaba la noche; y las anchas hojas — quese pusieron Adán y Eva— atesoraban un fino tejido de perlillas derocío que empalidecía su blanda verdura Desde allí dentro se veía,entre la baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más vivacada vez, los velos incolores del Oriente. ...Corríamos, locos, a ver quién llegaba antes a cada dahiguera. Rociíllo cogió conmigo la primera hoja de una, en unsofoco de risas y palpitaciones “Toca aquí.” Y me ponía mi mano,con la suya, en su corazón, sobre el que el pecho joven subía ybajaba como una menuda ola prisionera. Adela apenas sabíacorrer, gordiflona y chica, y se enfadaba desde lejos. Le arranqué aPlatero unas cuantas brevas maduras y se las puse sobre elasiento de una cepa vieja, para que no se aburriera. El tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, conrisas en la boca y lágrimas en los ojos. Me estrelló una brevaen la frente. Seguimos Rociíllo y yo y, más que nunca por laboca, comimos brevas por los ojos, por la nariz, por las mangas, porla nuca, en un griterío agudo y sin tregua que caía, con lasbrevas desapuntadas, en las viñas frescas del amanecer. Unabreva le dió a Platero, y ya fue el blanco de la locura. Como elinfeliz no podía defenderse ni contestar, yo tomé su partido; yun diluvio blando y azul cruzó el aire puro, en todas direcciones,como una metralla rápida. Un doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo elfemenino rendimiento. 12
  • 13. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo diez ¡Ángelus! Mira, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosasazules, rosas blancas, sin color... Diríase que el cielo sedeshace en rosas. Mira cómo se me llenan de rosas la frente,los hombros, las manos... ¿Qué haré yo con tantas rosas? —¿Sabes tú, quizá, de dónde es esta blanda flora, que yono sé de dónde es, que enternece, cada día, el paisaje y lo dejadulcemente rosado, blanco y celeste—más rosas, más rosas—,como un cuadro de Fra Angélico, el que pintaba la gloria derodillas? De las siete galerías del Paraíso se creyera que tiranrosas a la tierra. Cual en una nevada tibia y vagamente colorida, sequedan las rosas en la torre, en el tejado, en los árboles. Mira:todo lo fuerte se hace, con su adorno, delicado. Más rosas,más rosas, más rosas... Parece, Platero, mientras suena el Angelus, que esta vidanuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro,más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como ensurtidores de gracia, suba a las estrellas, que se encienden yaentre las rosas... Más rosas... Tus ojos, que tú no ves, Platero,y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas. 13
  • 14. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo once El moridero Tú, si te mueres antes que yo, no irás, Platero mío, en elcarrillo del pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco delcamino de los montes, como los otros pobres burros, como loscaballos y los perros que no tienen quien los quiera. No serán,descarnadas y sangrientas tus costillas por los cuervos —tal laespina de un barco sobre el ocaso grana—, el espectáculo feode los viajantes de comercio que van a la estación de San Juan enel coche de las seis; ni, hinchado y rígido entre las almejaspodridas de la gavia, el susto de los niños que, temerarios ycuriosos, se asoman al borde de la cuesta, cogiéndose a lasramas, cuando salen las tardes de domingo, al otoño, a comerpiñones tostados por los pinares. Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie deI pinogrande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta.Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán ycoserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás losversos que la soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachascuando lavan en el naranjal, y el ruido de la noria será gozo yfrescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, loschamarices y los verderones te pondrán, en la salud perennede la copa, un breve techo de música entre tu sueño tranquilo yel infinito cielo de azul constante de Moguer. 14
  • 15. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo doce La púa Entrando en la dehesa de los Caballos, Platero hacomenzado a cojear. Me he echado al suelo... —Pero, hombre, ¿qué te pasa? Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada,mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con elcasco la arena ardiente del camino. Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejoDarbón, su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranillaroja. Una púa larga y verde, de naranjo sano, está clavada en ellacomo un redondo puñalillo de esmeralda. Estremecido del dolorde Platero, he tirado de la púa; y me lo he llevado al pobre alarroyo de los lirios amarillos, para que el agua corriente le lama, consu larga lengua pura, la heridilla. Después hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante,él detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en laespalda... 15
  • 16. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo trece Las golondrinas Ahí la tienes ya, Platero, negrita y vivaracha en su nidogris del cuadro de la Virgen de Montemayor, nido respetadosiempre. Está la infeliz como asustada. Me parece que esta vezse han equivocado las pobres golondrinas, como seequivocaron, la semana pasada, las gallinas, recogiéndose en sucobijo cuando el sol de las dos se eclipsó. La primavera tuvo lacoquetería de levantarse este año más temprano; pero hatenido que guardar de nuevo, tiritando, su tierna desnudez en ellecho nublado de marzo. ¡Da pena ver marchitarse, en capullo,las rosas vírgenes del naranjal! Están ya aquí, Platero, las golondrinas, y apenas se lasoye, como otros años, cuando el primer día de llegar lo saludany lo curiosean todo, charlando sin tregua en su rizado gorjeo.Le contaban a las flores lo que habían visto en Africa, sus dosviajes por el mar, echadas en el agua, con el ala por vela, o enlas jarcias de los barcos; de otros ocasos, de otras auroras, deotras noches con estrellas... No saben qué hacer. Vuelan mudas, desorientadas, comoandan las hormigas cuando un niño les pisotea el camino. No seatreven a subir y bajar por la calle Nueva en insistente línearecta con aquel adornito al fin, ni a entrar en sus nidos de lospozos, ni a ponerse en los alambres del telégrafo, que el Nortehace zumbar, en su cuadro clásico de carteras, junto a losaisladores blancos... ¡Se van a morir de frío, Platero! 16
  • 17. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo catorce La cuadra Cuando, al mediodía, voy a ver a Platero, un transparenterayo del sol de las doce enciende un gran lunar de oro en laplata blanda de su lomo. Bajo su barriga, por el oscuro suelo,vagamente verde, que todo lo contagia de esmeralda, el techoviejo llueve claras monedas de fuego. Diana, que está echada entre las patas de Platero, vienea mí, bailarina, y me pone sus manos en el pecho, anhelandolamerme la boca con su lengua rosa. Subida en lo más alto delpesebre, la cabra me mira curiosa, doblando la fina cabeza deun lado y de otro, con una femenina distinción. Entre tanto,Platero, que, antes de entrar yo, me había ya saludado con unlevantado rebuzno, quiere romper su cuerda, duro y alegre almismo tiempo. Por el tragaluz, que trae el irisado tesoro del cenit, me voyun momento, rayo de sol arriba, al cielo, desde aquel idilio.Luego, subiéndome a una piedra, miro el campo. El paisaje verde nada en la lumbrarada florida ysoñolienta, y en el azul limpio que encuadra el muro astroso,suena, dejada y dulce, una campana. 17
  • 18. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo quince El potro castrado Era negro, con tornasoles granas, verdes y azules, todos deplata, como los escarabajos y los cuervos. En sus ojos nuevosrojeaba a veces un fuego vivo, como en el puchero de Ramona, lacastañera de la plaza del Marqués. ¡ Repiqueteo de su trotecorto, cuando de la Friseta de arena entraba, campeador, porlos adoquines de la calle Nueva! ¡ Qué ágil, qué nervioso, quéagudo fue, con su cabeza pequeña y sus remos finos! Pasó, noblemente, la puerta baja del bodegón, más negroque él mismo sobre el colorado sol del Castillo, que era fondodeslumbrante de la nave, suelto el andar, juguetón con todo.Después, saltando el tronco de pino, umbral de la puerta, invadió dealegría el corral verde, y de estrépito de gallinas, palomas ygorriones. Allí lo esperaban cuatro hombres, cruzados losvelludos brazos sobre las camisetas de colores. Lo llevaronbajo la pimienta. Tras una lucha áspera y breve, cariñosa unpunto, ciega luego, lo tiraron sobre el estiércol, y, sentadostodos sobre él, Darbón cumplió su oficio, poniendo un fin a suluctuosa y mágica hermosura. Thy unus’d beauty must be tomb’dwith thee, Which used,lives th’ executor to be. —Dice Shakespeare a su amigo—. ...Quedó el potro, hecho caballo, blando, sudoroso,extenuado y triste. Un solo hombre lo levantó, y, tapándolo con unamanta, se lo llevó, lentamente, calle abajo. ¡Pobre nube vana, rayo ayer, templado y sólido! Iba comoun libro descuadernado. Parecía que ya no estaba sobre latierra; que entre sus herraduras y las piedras, un elementonuevo lo aislaba, dejándolo sin razón, igual que un árbol 18
  • 19. Platero y yo Juan Ramón Jiménezdesarraigado, cual un recuerdo, en la mañana violenta, entera yredonda de primavera. 19
  • 20. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo dieciséis La casa de enfrente ¡Que encanto siempre, platero, en mi niñez, el de la casade enfrente a la mía! Primero, en la calle de la Ribera, la casillade Arreburra, el aguador, con su corral al Sur, dorado siemprede sol, desde donde yo miraba a Huelva, encaramándome enla tapia. Alguna vez me dejaban ir, un momento, y la hija deArreburra, que entonces me parecía una mujer, y que ahora, yacasada, me parece como entonces, me daba azamboas ybesos... Después, en la calle Nueva—luego Cánovas, luegoFray Juan Pérez—, la casa de don José, el dulcero de Sevilla,que me deslumbraba con sus botas de cabritilla de oro, queponía en la pita de su patio cascarones de huevos, que pintabade amarillo canario con fajas de azul marino las puertas de suzaguán; que venía, a veces, a mi casa, y mi padre le dabadinero, y él le hablaba siempre del olivar... ¡Cuántos sueños leha mecido a mi infancia esa pobre pimienta que, desde mibalcón, veía yo, llena de gorriones, sobre el tejado de donJosé!. (Eran dos pimientas que no uní nunca: una, la que veía,copa con viento o sol, desde mi balcón; otra, la que veía en elcorral de don José, desde su tronco...) Las tardes claras, las siestas de lluvia, a cada cambio levede cada día o de cada hora, ¡qué interés, qué atractivo tanextraordinario, desde mi cancela, desde mi ventana, desde mibalcón, en el silencio de la calle, el de la casa de enfrente! 20
  • 21. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo diecisiete El niño tonto Siempre que volvíamos por la calle de San José, estabael niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su sillita,mirando el pasar de los otros. Era uno de esos pobres niños aquienes no llega nunca el don de la palabra ni el regalo de lagracia; niño alegre él y triste de ver; todo para su madre, nadapara los demás. Un día, cuando pasó por la calle blanca aquelmal viento negro, no vi ya al niño en su puerta. Cantaba unpájaro en el solitario umbral, y yo me acordé de Curros, padre másque poeta, que, cuando se quedó sin su niño, le preguntaba porél a la mariposa gallega: Volvoreta d’aliñas douradas... A hora que viene la primavera, pienso en el niño tonto, quedesde la calle de San José se fue al cielo. Estará sentado en susillita, al lado de las rosas únicas, viendo con sus ojos, abiertosotra vez, el dorado pasar de los gloriosos. 21
  • 22. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo dieciocho La fantasma La mayor diversión de Anilla la Manteca, cuya fogosa yfresca juventud fue manadero sin fin de alegrones, era vestirsede fantasma. Se envolvía toda en una sábana, añadía harina alazucenón de su rostro, se ponía dientes de ajo en los dientes, ycuando, ya después de cenar, soñábamos, medio dormidos, en lasalita, aparecía ella de improviso por la escalera de mármol,con un farol encendido, andando lenta, imponente y muda. Era,vestida ella de aquel modo, como si su desnudez se hubiesehecho túnica. Sí. Daba espanto la visión sepulcral que traía delos altos oscuros; pero, al mismo tiempo, fascinaba su blancurasola, con no sé qué plenitud sensual... Nunca olvidaré. Platero, aquella noche de septiembre. Latormenta palpitaba sobre el pueblo hacía una hora, como uncorazón malo, descargando agua y piedra entre ladesesperadora insistencia del relámpago y del trueno.Rebosaba ya el aljibe e inundaba el patio. Los últimosacompañamientos —el coche de las nueve, las ánimas, elcartero— habían ya pasado... Fui, tembloroso, a beber alcomedor, y en la verde blancura de un relámpago, vi eleucalipto de las Velarde —el árbol del cuco, como le decíamos,que cayó aquella noche—, doblado todo sobre el tejado delalpende... De pronto, un espantoso ruido seco, como la sombra deun grito de luz que nos dejó ciegos, conmovió la casa. Cuandovolvimos a la realidad, todos estábamos en sitio diferente delque teníamos un momento antes, y como solos todos, sin afánni sentimiento de los demás. Uno se quejaba de la cabeza, otrode los ojos, otro del corazón... Poco a poco fuimos tornando anuestros sitios. 22
  • 23. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Se alejaba la tormenta... La luna, entre unas nubes enormesque se rajaban de abajo arriba, encendía de blanco en el patio elagua que todo lo colmaba. Fuimos mirándolo todo. Lord iba yvenía a la escalera del corral, ladrando loco. Lo seguimos... Platero,abajo ya, junto a la flor de la noche que mojada, exhalaba unnauseabundo olor, la pobre Anilla, vestida de fantasma, estabamuerta, aún encendido el farol en su mano negra por el rayo. 23
  • 24. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo diecinueve Paisaje grana La cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado, heridopor sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. Asu esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; ylas hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes,embalsaman el instante sereno de una esencia mojada,penetrante y luminosa. Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas deocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charquero de aguasde carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca enlos espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; yhay por su enorme garganta como un pasar profuso de umbríasaguas de sangre. El paraje es conocido; pero el momento lo trastorna y lohace extraño, ruinoso y monumental. Se dijera, a cada instante,que vamos a descubrir un palacio abandonado... La tarde seprolonga más allá de sí misma, y la hora, contagiada deeternidad, es infinita, pacífica, insondeable... —Anda, Platero. 24
  • 25. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo veinte El loro Estábamos jugando con Platero y con el loro, en el huertode mi amigo, el médico francés, cuando una mujer joven,desordenada y ansiosa, llegó, cuesta abajo, hasta nosotros.Antes de llegar, avanzando el negro ver angustiado a mí, me habíasuplicado: —Zeñorito, ¿ejtá ahí eze médico? Tras ella venían ya unos chiquillos astrosos, que, a cadainstante, jadeando, miraban camino arriba; al fin, varioshombres que traían a otro, lívido y decaído. Era un cazadorfurtivo de esos que cazan venados en el coto de Doñana. Laescopeta, una absurda escopeta vieja amarrada con tomiza, se lehabía reventado, y el cazador traía el tiro en un brazo. Mi amigo sellegó, cariñoso, al herido; le levantó unos míseros trapos que lehabían puesto, le lavó la sangre y le fue tocando huesos ymúsculos. De cuando en cuando me decía: —Ce n’est rien... Caía la tarde. De Huelva llegaba un olor a marisma, abrea, a pescado... Los naranjos redondeaban, sobre el Ponienterosa, sus apretados terciopelos de esmeralda. En una lila, lila yverde, el loro, verde y rojo, iba y venía, curioseándonos con susojitos redondos. Al pobre cazador se le llenaban de sol las lágrimassaltadas; a veces dejaba oír un ahogado grito. Y el loro: —Ce n’est rien... Mi amigo ponía al herido algodones y vendas... El pobrehombre: —¡Aaay! Y el loro, entre las lilas: 25
  • 26. Platero y yo Juan Ramón Jiménez —Ce n’est rien... Ce n’est rien... 26
  • 27. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo veintiuno La azotea Tú Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedessaber qué honda respiración ensancha el pecho cuando, al salira ella de la escalerilla oscura de madera, se siente unoquemado en el sol pleno del día, anegado de azul como al ladomismo del cielo, ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes,se da al suelo de ladrillo para que venga limpia al aljibe el agua delas nubes. ¡Qué encanto el de la azotea! Las campanas de la torreestán sonando en nuestro pecho, al nivel de nuestro corazón,que late fuerte; se ven brillar, lejos, en las viñas, los azadones,con una chispa de plata y sol; se domina todo: las otrasazoteas, los corrales, donde la gente, olvidada, se afana, cada unoen lo suyo —el sillero, el pintor, el tonelero las manchas dearbolado de los corralones, con el toro o la cabra; elcementerio, adonde a veces llega, pequeñito, apretado y negro,un inadvertido entierro de tercera; ventanas con una muchachaen camisa que se peina, descuidada, cantando; el río, con unbarco que no acaba de entrar; graneros, donde un músico solitarioensaya el cornetín, o donde el amor violento hace, redondo,ciego y cerrado, de las suyas... La casa desaparece como un sótano. ¡Qué extraño, por lamontera de cristales, la vida ordinaria de abajo: las palabras, losruidos, el jardín mismo, tan bello desde él; tú, Platero, bebiendo, enel pilón, sin verme, o jugando, como un tonto, con el gorrión o latortuga! 27
  • 28. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo veintidós Retorno Veníamos los dos, cargados, de los montes: Platero, dealmoraduj yo, de lirios amarillos. Caía la tarde de abril. Todo lo que en el Poniente habíasido cristal de oro, era luego cristal de plata; una alegoría, lisa yluminosa, de azucenas de cristal. Después, el vasto cielo fue cualun zafiro transparente, trocado en esmeralda. yo volvía triste... Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada derefulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la horapura, un aspecto monumental. Parecía, de cerca, como unaGiralda vista de lejos, y mi nostalgia de ciudades, aguda con laprimavera, encontraba en ella un consuelo melancólico. Retorno..., ¿adónde?, ¿de qué?, ¿para qué?... Pero loslirios que venían conmigo olían más en la frescura tibia de lanoche que se entraba; olían con un olor más penetrante y, almismo tiempo, más vago, que salía de la flor sin verse la flor,flor de olor sólo, que embriagaba el cuerpo y el alma desde, lasombra solitaria. —¡Alma mía, lirio en la sombra!—dije. Y pensé, de pronto, en Platero, que, aunque iba debajo de mí,se me había, como si fuera mi cuerpo, olvidado. 28
  • 29. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo veintitrés La verja cerrada Siempre que íbamos a la bodega del Diezmo, yo daba lavuelta por la pared de a calle de San Antonio y me venía a laverja cerrada que da al campo. Ponía mi cara contra los hierrosy miraba a derecha e izquierda, sacando los ojosansiosamente, cuanto mi vista podía alcanzar. De su mismoumbral, gastado y perdido entre ortigas y malvas, una veredasale y se borra, bajando, en las Angustias. Y, vallado suyoabajo, va un camino ancho y hondo por el que nunca pasé... ¡Qué mágico embeleso ver, tras el cuadro de hierros de laverja, el paisaje y el cielo mismos que fuera de ella se veían!Era como si una techumbre y una pared de ilusión quitaran de lodemás el espectáculo, para dejarlo solo a través de la verjacerrada... Y se veía la carretera, con su puente y sus álamos dehumo, y el horno de ladrillos, y las lomas de Palos, y losvapores de Huelva, y, al anochecer, las luces del muelle deRíotinto y el eucalipto grande y solo de los Arroyos sobre el moradoocaso último... Los bodegueros me decían, riendo, que la verja no teníallave... En mis sueños, con las equivocaciones del pensamientosin cauce, la verja daba a los más prodigiosos jardines, a loscampos más maravillosos... Y así como una vez intenté, fiadoen mi pesadilla, bajar volando la escalera de mármol, fui, milveces, con la mañana, a la verja, seguro de hallar tras ella loque mi fantasía mezclaba, no sé si queriendo o sin querer, a larealidad... 29
  • 30. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo veinticuatro Don José, el cura Ya, Platero, va ungido y hablando con miel. Pero la queen realidad es siempre angélica es su burra, la señora. Creo que lo viste un día en su huerta, calzones demarinero, sombrero ancho, tirando palabrotas y guijarros a loschiquillos que le robaban las naranjas. Mil veces has mirado, losviernes, al pobre Baltasar, su casero, arrastrando por loscaminos la quebradura, que parece el globo del circo, hasta elpueblo, para vender sus míseras escobas o para rezar con lospobres por los muertos de los ricos... Nunca oí hablar más mal a un hombre ni remover con susjuramentos más alto el cielo. Es verdad que él sabe, sin duda, oal menos así lo dice en su misa de las cinco, dónde y cómoestá allí cada cosa... El árbol, el terrón, el agua, el viento, lacandela; todo esto, tan gracioso, tan blando, tan fresco, tan puro,tan vivo, parece que son para él ejemplo de desorden, dedureza, de frialdad, de violencia, de ruina. Cada día, las piedrastodas del huerto reposan la noche en otro sitio, disparadas, enfuriosa hostilidad, contra pájaros y lavanderas, niños y flores. A la oración, se trueca todo. El silencio de don José seoye en el silencio del campo. Se pone sotana, manteo ysombrero de teja, y, casi sin mirada, entra en el pueblo oscuro,sobre su burra lenta, como Jesús en la muerte... 30
  • 31. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo veinticinco La primavera ¡Ay, qué relumbres y olores! ¡Ay, cómo ríen los prados! ¡Ay, qué alboradas se oyen! ROMANCE POPULAR. En mi duermevela matinal, me malhumora una endiabladachillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo,desesperado, de la cama. Entonces, al mirar el campo por laventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan sonlos pájaros. Salgo al huerto y canto gracias al Dios del día azul. ¡Libreconcierto de picos, fresco y sin fin! La golondrina riza,caprichosa, su gorjeo en el pozo; silba el mirlo sobre la naranjacaída; de fuego, la oropéndola charla, de chaparro en chaparro;el chamariz ríe larga y menudamente en la cima del eucalipto,y, en el pino grande, los gorriones discuten desaforadamente. ¡Cómo está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría deplata y de oro; mariposas de cien colores juegan por todaspartes, entre las flores, por la casa—ya dentro, ya fuera—, en elmanantial. Por doquiera, el campo se abre en estadillos, encrujidos, en un hervidero de vida sana y nueva. Parece que estuviéramos dentro de un gran panal de luz,que fuese el interior de una inmensa y cálida rosa encendida. 31
  • 32. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo veintiséis El aljibe Míralo; está lleno de las últimas lluvias, Platero. No tieneeco, ni se ve, allá en su fondo, como cuando está bajo, elmirador con sol, joya policroma tras los cristales amarillos yazules de la montera. Tú no has bajado nunca al aljibe, Platero. Yo, sí; bajécuando lo vaciaron, hace años. Mira; tiene una galería larga, yluego un cuarto pequeñito. Cuando entré en él, la vela quellevaba se me apagó y una salamandra se me puso en lamano. Dos fríos terribles se cruzaron en mi pecho cual dosespadas que se cruzaran como dos fémures bajo unacalavera... Todo el pueblo está socavado de aljibes y galerías,Platero. El aljibe más grande es el del patio del Salto del Lobo,plaza de la ciudadela antigua del Castillo. El mejor es este demi casa, que, como ves, tiene el brocal esculpido en una piezasola de mármol alabastrino. La galería de la iglesia va hasta laviña de los Puntales, y allí se abre al campo, junto al río. La que saledel hospital nadie se ha atrevido a seguirla del todo, porque noacaba nunca... Recuerdo, cuando era niño, las noches largas de lluvia,en que me desvelaba el rumor sollozante del agua redonda quecaía, de la azotea, en el aljibe. Luego, a la mañana, íbamos,locos, a ver hasta dónde había llegado el agua. Cuando estabahasta la boca, como está hoy, ¡qué asombro, qué gritos, quéadmiración! ... Bueno, Platero. Y ahora voy a darte un cubo de esta aguapura y fresquita, el mismo cubo que se bebía de una vezVillegas, el pobre Villegas, que tenía el cuerpo achicharrado yadel coñac y del aguardiente... 32
  • 33. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo veintisiete El perro sarnoso Venía, a veces, flaco y anhelante, a la casa del huerto. Elpobre andaba siempre huido, acostumbrado a los gritos y a laspedreas. Los mismos perros le enseñaban los colmillos. Y seiba otra vez, en el sol del mediodía, lento y triste, monte abajo. Aquella tarde llegó detrás de Diana. Cuando yo salía, elguarda, que en un arranque de mal corazón había sacado laescopeta, disparó contra él. No tuve tiempo de evitarlo. Elmísero, con el tiro en las entrañas, giró vertiginosamente unmomento, en un redondo aullido agudo y cayó muerto bajo unaacacia. Platero miraba al perro fijamente, erguida la cabeza.Diana, temerosa, andaba escondiéndose de uno en otro. Elguarda, arrepentido quizá, daba largas razones no sabía aquién, indignándose sin poder, queriendo acallar suremordimiento. Un velo parecía enlutecer el sol; un velo grande,como el velo pequeñito que nubló el ojo sano del perro asesinado. Abatidos por el viento del mar, los eucaliptos lloraban,más recientes cada vez hacia la tormenta, en el hondo silencioaplastante que la siesta tendía por el campo aún de oro, sobreel perro muerto. 33
  • 34. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo veintiocho Remanso Espérate, Platero... O pace un rato en ese prado tierno, silo prefieres. Pero déjame ver a mí este remanso bello, que noveo hace tantos años... Mira cómo el sol, pasando su agua espesa, le alumbra lahonda belleza verdeoro, que los lirios de celeste frescura de laorilla contemplan extasiados... Son escaleras de terciopelo,bajando en repetido laberinto; grutas mágicas con todos losaspectos ideales que una mitología de ensueño trajese a ladesbordada imaginación de un pintor interno; jardines,venustianos que hubiera creado la melancolía permanente deuna reina loca de grandes ojos verdes; palacios en ruinas,como aquel que ví en aquel mar de la tarde, cuando el solponiente hería, oblicuo, el agua baja... Y más, y más, y más;cuanto el sueño más difícil pudiera robar, tirando a la bellezafugitiva de su túnica infinita, al cuadro recordado de una horade primavera con dolor, en un jardín de olvido que no existieradel todo... Todo pequeñito, pero inmenso, porque parecedistante; clave de sensaciones innumerables, tesoro del magomás viejo de la fiebre... Este remanso, Platero, era mi corazón antes. Así me losentía, bellamente envenenado, en su soledad, de prodigiosasexuberancias detenidas... Cuando el amor humano lo hirió,abriéndole su dique, corrió la sangre corrompida, basta dejarlopuro, limpio y fácil, como el arroyo de los Llanos, Platero, en lamás abierta, dorada y caliente hora de abril. A veces, sin embargo, una pálida mano antigua me lo traea su remanso de antes, verde y solitario, y allí lo dejaencantado, fuera de él, respondiendo a las llamadas claras, “porendulzar su pena”, como Hylas a Alcides en el idilio de Chénier,que ya te he leído, con una voz “desentendida y vana”... 34
  • 35. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo veintinueve Idilio de abril Los niños han ido con Platero al arroyo o de los chopos, yahora lo traen trotando, entre juegos sin razón y risasdesproporcionadas, todo cargado de flores amarillas. Allá abajoles ha llovido —aquella nube fugaz que veló el prado verde consus hilos de oro y plata, en los que tembló, como en una lira dellanto, el arco iris—. Y sobre la empapada lana del asnucho, lascampanillas mojadas gotean todavía. ¡Idilio fresco, alegre, sentimental! ¡Hasta el rebuzno dePlatero se hace tierno bajo la dulce carga llovida! De cuando encuando vuelve la cabeza y arranca las flores a que su bocotaalcanza. Las campanillas, níveas y gualdas, le cuelgan, unmomento, entre el blanco babear verdoso y luego se le van a labarrigota cinchada. ¡Quién, como tú, Platero, pudiera comerflores..., y que no le hicieran daño! ¡Tarde equívoca de abril!... Los ojos brillantes y vivos dePlatero copian toda la hora del sol y lluvia, en cuyo ocaso,sobre el campo de San Juan, se ve llover, deshilachada, otra nuberosa. 35
  • 36. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo treinta El canario vuela Un día el canario verde, no sé cómo ni por qué, voló de sujaula. Era un canario viejo, recuerdo triste de una muerta, al que yono había dado libertad por miedo de que se muriera de hambre o defrío, o de que se lo comieran los gatos. Anduvo toda la mañana entre los granados del huerto, en elpino de la puerta, por las lilas. Los niños estuvieron, toda lamañana también, sentados en la galería, absortos en los brevesvuelos del pajarillo amarillento. Libre, Platero holgaba junto a losronsales, jugando con una mariposa. A la tarde, el canario se vino al tejado de la casa grande, yallí se quedó largo tiempo, latiendo en el tibio sol que declinaba.De pronto, y sin saber nadie cómo ni por qué, apareció en lajaula, otra vez alegre. ¡Qué alborozo en el jardín! Los niños saltaban, tocandolas palmas, arrebolados y rientes como auroras; Diana, loca,los seguía, ladrándole a su propia y riente campanilla; Platero,contagiado, en un oleaje de carnes de plata, igual que un chivillo,hacía corvetas, giraba sobre sus patas, en un vals tosco, yponiéndose en las manos, daba coces al aire claro y suave. 36
  • 37. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo treinta y uno El demonio De pronto, con un duro y solitario trote, doblemente sucioen una alta nube de polvo, aparece, por la esquina delTrasmuro, el burro. Un momento después, jadeantes,subiéndose los caídos pantalones de andrajos, que les dejanfuera las oscuras barrigas, los chiquillos, tirándole rodrigones ypiedras. Es negro, grande, viejo, huesudo—otro arcipreste—; tantoque parece que se le va a agujerear la piel sin pelo pordoquiera. Se para, y, mostrando unos dientes amarillos, comohabones, rebuzna a lo alto ferozmente, con una energía que nocuadra a su desgarbada vejez... ¿Es un burro perdido? ¿No loconoces, Platero? ¿Qué querrá? ¿De quién vendrá huyendo,con ese trote desigual y violento? Al verlo, Platero hace cuerno, primero, ambas orejas conuna sola punta, se las deja luego una en pie y otra descolgada,y se viene a mí, y quiere esconderse en la cuneta, y huir, todo aun tiempo. El burro negro pasa a su lado, le da un rozón, le tirala albarda, lo huele, rebuzna contra el muro del convento y seva trotando, Trasmuro abajo... ...Es, en el calor, un momento extraño de escalofrío—¿mío, de Platero?—, en el que las cosas parecen trastornadas,como si la sombra baja de un paño negro ante el sol ocultase,de pronto, la soledad deslumbradora del recodo del callejón, endonde el aire, súbitamente quieto, asfixia... Poco a poco, lolejano nos vuelve a lo real. Se oye, arriba, el vocerío mudable de laplaza del Pescado, donde los vendedores que acaban de llegarde la Ribera exaltan sus asedías, sus salmonetes, sus brecas,sus mojarras, sus bocas; la campana de vuelta, que pregona elsermón de mañana; el pito del amolador... 37
  • 38. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Platero tiembla aún, de cuando en cuando, mirándome,acoquinado, en la quietud muda en que nos hemos quedadolos dos, sin saber por qué... —Platero, yo creo que ese burro no es un burro... Y Platero, mudo, tiembla de nuevo todo él de un solotemblor, blandamente ruidoso, y mira, huido, hacia la gavia,hosca y bajamente... 38
  • 39. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo treinta y dos Libertad Llamó mi atención, perdida por las flores de la vereda, unpajarillo lleno de luz, que, sobre el húmedo prado verde, abría sincesar su preso vuelo policromo. Nos acercamos despacio, yodelante, Platero detrás. Había por ahí un bebedero umbrío, yunos muchachos traidores le tenían puesta una red a lospájaros. El triste reclamillo se levantaba hasta su pena,llamando, sin querer, a sus hermanos del cielo. La mañana era clara, pura, traspasada de azul. Caía delpinar vecino un leve concierto de trinos exaltados, que venía yse alejaba, sin irse, en el manso y áureo viento marero queondulaba las copas. ¡Pobre concierto inocente, tan cerca del macorazón! Monté en Platero, y, obligándolo con las piernas, subimos, enun agudo trote, al pinar. En llegando bajo la sombría cúpulafrondosa, batí palmas, canté, grité. Platero, contagiado,rebuznaba una vez y otra, rudamente. Y los ecos respondían,hondos y sonoros, como en el fondo de un gran pozo. Los pájarosse fueron a otro pinar, cantando. Platero, entre las lejanas maldiciones de los chiquillosviolentos, rozaba su cabezota peluda contra mi corazón,dándome las gracias hasta lastimarme el pecho. 39
  • 40. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo treinta y tres Los húngaros Míralos, Platero, tirados en todo su largor, como tiendenlos perros cansados el mismo rabo, en el sol de la acera. La muchacha, estatua de fango, derramada su abundantedesnudez de cobre entre el desorden de sus andrajos de lanasgranas y verdes, arranca la hierbaza seca a que sus manos,negras como el fondo de un puchero, alcanzan. La chiquilla,pelos toda, pinta en la pared, con cisco, alegorías obscenas. Elchiquillo se orina en su barriga como una fuente en su taza,llorando por gusto. El hombre y el mono se rascan, aquél lagreña, murmurando, y éste las costillas, como si tocase unaguitarra. De cuando en cuando, el hombre se incorpora, se levantaluego, se va al centro de la calle y golpea con indolente fuerzael pandero, mirando a un balcón. La muchacha, pateada por elchiquillo, canta, mientras jura desgarradamente, unadesentonada monotonía. Y el mono, cuya cadena pesa másque él, fuera de punto, sin razón, da una vuelta de campana yluego se pone a buscar entre los chinos de la cuneta uno másblando. Las tres... El coche de la estación se va, calle Nuevaarriba. El sol, solo. —Ahí tienes, Platero, el ideal de la familia de Amaro... Unhombre como un roble, que se rasca; una mujer, como una parra,que se echa; dos chiquillos, ella y él, para seguir la raza, y unmono, pequeño y débil como el mundo, que les da de comer atodos, cogiéndose las pulgas... 40
  • 41. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo treinta y cuatro La novia El claro viento del mar sube por la cuesta roja, llega alprado del cabezo, ríe entre las tiernas florecillas blancas;después, se enreda por los pinetes sin limpiar y mece,hinchándolas como velas sutiles, las encendidas telarañascelestes, rosas, de oro... Toda la tarde es ya viento marino. Y elsol y el viento ¡dan un blando bienestar al corazón! Platero me lleva, contento, ágil, dispuesto. Se dijera queno le peso. Subimos, como si fuésemos cuesta abajo, a lacolina. A lo lejos, una cinta de mar, brillante, incolora, vibra,entre los últimos pinos, en un aspecto de paisaje isleño. En losprados verdes, allá abajo, saltan los asnos trabados de mata enmata. Un estremecimiento sensual vaga por las cañadas. Depronto, Platero yergue las orejas, dilata las levantadas narices,replegándolas hasta los ojos y dejando ver las grandeshabichuelas de sus dientes amarillos. Está respirandolargamente, de los cuatro vientos, no sé qué honda esenciaque debe transirle el corazón. Sí. Ahí tiene ya, en otra colina,fina y gris sobre el cielo azul, a la amada. Y dobles rebuznossonoros y largos desbaratan con su trompetería la horaluminosa y caen luego en gemelas cataratas. He tenido que contrariar los instintos amables de mi pobrePlatero. La bella novia del campo lo ve pasar, triste como él,con sus ojazos de azabache cargados de estampas... ¡Inútilpregón misterioso, que ruedas brutalmente, como un instintohecho carne libre, por las margaritas! Y Platero trota indócil, intentando a cada instantevolverse, con un reproche en su refrenado trotecillo menudo: —Parece mentira, parece mentira, parece mentira... 41
  • 42. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo treinta y cinco La sanguijuela Espera. ¿Qué es eso, Platero? ¿Qué tienes? Platero está echando sangre por la boca. Tose y va despacio,más cada vez. Comprendo todo en un momento. Al pasar estamañana por la fuente de Pinete, Platero estuvo bebiendo en ella. y,aunque siempre bebe en lo más claro y con los dientes cerrados, sinduda una sanguijuela se le ha agarrado a la lengua o al cielo de laboca... —Espera, hombre. Enseña... Le pido ayuda a Raposo, el aperador, que baja por allí delAlmendral, y entre los dos intentamos abrirle a Platero la boca.Pero la tiene como trabada con hormigón romano. Comprendocon pena que el pobre Platero es menos inteligente de lo queyo me figuro... Raposo coge un rodrigón gordo, lo parte encuatro y procura atravesarle un pedazo a Platero entre lasquijadas... No es fácil la empresa. Platero alza la cabeza alcenit, levantándose sobre las patas, huye, se revuelve... Por fin,en un momento sorprendido, el palo entra de lado en la bocade Platero. Raposo se sube en el burro y con las dos manostira hacia atrás de los salientes del palo para que Platero no losuelte. Sí, allá dentro tiene, llena y negra, la sanguijuela. Con dossarmientos hechos tijera se la arranco... Parece un costalillo dealmagra o un pellejillo de vino tinto; y, contra el sol, es como elmoco de un pavo irritado por un paño rojo. Para que no saquesangre a ningún burro más, la corto sobre el arroyo, que unmomento tiñe de la sangre de Platero la espumela de un brevetorbellino... 42
  • 43. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo treinta y seis Las tres viejas Súbete aquí en el vallado, Platero. Anda, vamos a dejarque pasen esas pobres viejas... Deben de venir de la playa o de los montes. Mira. Una es ciegay las otras dos la traen por los brazos. Vendrán a ver a don Luis, elmédico, o al hospital... Mira qué despacito andan, qué cuido, quémesura ponen las dos que ven en su acción. Parece, que las trestemen a la misma suerte. ¿Ves cómo adelantan las manos cualpara detener el aire mismo, apartando peligros imaginarios, conmimo absurdo, hasta las más leves ramitas en flor, Platero?. Que te caes, hombre... Oye qué lamentables palabras vandiciendo. Son gitanas. Mira sus trajes pintorescos, de lunares yvolantes. . ¿Ves? Van a cuerpo, no caída, a pesar de la edad,su esbeltez. Renegridas, sudorosas. sucias, perdidas en el polvocon sol de mediodía, aún una flaca hermosura recia lasacompaña, como un recuerdo seco y duro... Míralas a las tres, Platero. ¡Con qué confianza llevan la vejeza la vida, penetradas por la primavera esta, que hace florecerde amarillo el cardo en la vibrante dulzura de su hervoroso sol! 43
  • 44. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo treinta y siete La carretilla En el arroyo grande, que la lluvia había dilatado hasta laviña, nos encontramos, atascada, una vieja carretilla, perdidatoda bajo su carga de hierba y de naranjas. Una niña, rota ysucia, lloraba sobre una rueda, queriendo ayudar con el empujede su pechillo en flor al borricuelo, más pequeño, ¡ay!, y másflaco que Platero. Y el borriquillo se despechaba contra elviento, intentando, inútilmente, arrancar del fango la carreta, algrito sollozante de la chiquilla Era vano su esfuerzo, como el delos niños valientes, como el vuelo de esas brisas cansadas delverano que se caen, en un desmayo, entre las flores. Acaricié a Platero y, como pude, lo enganché a la carretilla,delante del borrico miserable. Lo obligué entonces, con un cariñosoimperio, y Platero, de un tirón, sacó carretilla y rucio del atolladero, yles subió la cuesta. ¡Qué sonreír el de la chiquilla. Fue como siel sol de la tarde, que se quebraba, al ponerse entre las nubesde agua, en amarillos cristales, le encendiese una aurora trassus tiznadas lágrimas. Con su llorosa alegría, me ofreció dos escogidasnaranjas, finas, pesadas, redondas. Las tomé, agradecido, y ledi una al borriquillo débil, como dulce consuelo; otra, a Platero,como premio áureo. 44
  • 45. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo treinta y ocho El pan Te he dicho, Platero, que el alma de Moguer es el vino,¿verdad? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es igualque un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, ydorado en torno — ¡oh sol moreno!—, como la blanda corteza. A mediodía, cuando el sol quema más, el pueblo enteroempieza a humear y a oler a pino y a pan calentito. A todo elpueblo se le abre la boca. Es como una gran boca que come ungran pan. El pan se entra en todo: en el aceite, en el gazpacho,en el queso y la uva, para dar sabor a beso, en el vino, en el caldo,en el jamón, en él mismo, pan con pan. También solo, como laesperanza, o con una ilusión... Los panaderos llegan trotando en sus caballos, se paran encada puerta entornada, tocan las palmas y gritan : “¡Elpanaderooo!...“ Se oye el duro ruido tierno de los cuarteronesque, al caer en los canas tos que brazos desnudos levantan,chocan con los bollos, de las hogazas con las roscas... Y los niños pobres llaman, al punto, a las campanillas delas cancelas o a los picaportes de los portones, y lloranlargamente hacia adentro: “¡Un poquiiito de paaan!...” 45
  • 46. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo treinta y nueve Aglae ¡Que reguapo estás hoy, Platero! Ven aquí... ¡Buen jaleote ha dado esta mañana la Macaria! Todo lo que es blanco ytodo lo que es negro en ti luce y resalta como el día y como lanoche después de la lluvia. ¡Qué guapo estás, Platero! Platero, avergonzado un poco de verse así, viene a mílento, mojado aún de su baño, tan limpio que parece unamuchacha desnuda. La cara se le ha aclarado, igual que unalba, y en ella sus ojos grandes destellan vivos, como si la másjoven de las Gracias le hubiera prestado ardor y brillantez. Se lo digo, y en un súbito entusiasmo fraternal, le cojo lacabeza, se la revuelvo en cariñoso apretón, le hago cosquillas...Él, bajos los ojos, se defiende blandamente con las orejas, sinirse, o se liberta, en breve correr, para pararse de nuevo en seco,como un perrillo juguetón. —¡Qué guapo estás, hombre! —le repito. Y Platero, lo mismo que un niño pobre que estrenara untraje, corre tímido, hablándome, mirándome en su huida con elregocijo de las orejas, y se queda, haciendo que come unascampanillas coloradas, en la puerta de la cuadra. Aglae, la donadora de bondad y de hermosura, apoyadaen el peral que ostenta triple copa de hojas, de peras y degorriones, mira la escena sonriendo, casi invisible en latransparencia del sol matinal. 46
  • 47. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cuarenta El pino de la corona Dondequiera que paro, Platero, me parece que paro bajoel pino de la Corona. Adondequiera que llego—ciudad, amor,gloria—me parece que llego a su plenitud verde y derramadabajo el gran cielo azul de nubes blancas. El es faro rotundo yclaro en los mares difíciles de mi sueño, como lo es de losmarineros de Moguer en las tormentas de la barra; segura cimade mis días difíciles, en lo alto de su cuesta roja y agria, quetoman los mendigos, camino de Sanlúcar. ¡Qué fuerte me siento siempre que reposo bajo surecuerdo! Es lo único que no ha dejado, al crecer yo, de sergrande, lo único que ha sido mayor cada vez. Cuando lecortaron aquella rama que el huracán le tronchó, me parecióque me habían arrancado un miembro; y, a veces, cuandocualquier dolor me coge de improviso, me parece que le duele alpino de la Corona. La palabra magno le cuadra como al mar, como al cielo y comoa mi corazón. A su sombra, mirando las nubes, handescansado razas y razas por siglos, como sobre el agua, bajoel cielo y en la nostalgia de mi corazón. Cuando, en el descuidode mis pensamientos, las imágenes arbitrarias se colocandonde quieren, o en esos instantes en que hay cosas que se vencual en una visión segunda y a un lado de lo distinto, el pino dela Corona, transfigurado en no sé qué cuadro de eternidad, seme presenta, más rumoroso y más gigante aún, en la duda,llamándome a descansar a su paz, como el término verdaderoy eterno de mi viaje por la vida. 47
  • 48. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cuarenta y uno Darbón Darbón, el médico de Platero, es grande como el bueypío, rojo como una sandía. Pesa once arrobas. Cuenta, segúnél, tres duros de edad. Cuando habla le faltan notas, cual a los pianos viejos;otras veces, en lugar de palabra, le sale un escape de aire. Yestas pifias llevan un acompañamiento de inclinaciones decabeza, de manotadas ponderativas, de vacilaciones chochas,de quejumbres de garganta y salivas en el pañuelo, que no haymás que pedir. Un amable concierto para antes de la cena. No le queda muela ni diente, y casi sólo come migajón depan, que ablanda primero en la mano. Hace una bola y ¡a la bocaroja! Allí la tiene, revolviéndola, una hora. Luego, otra bola, yotra Masca con las encías, y la barba le llega, entonces, a laaguileña nariz. Digo que es grande como el buey pío. En la puerta delbanco, tapa la casa. Pero se enternece, igual que un niño, conPlatero. Y si ve una flor o un pajarillo, se ríe de pronto, abriendotoda su boca, con una gran risa sostenida, cuya velocidad yduración él no puede regular, y que acaba siempre en llanto.Luego, ya sereno, mira largamente del lado del cementerio viejo: — Mi niña, mi pobrecita niña... 48
  • 49. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cuarenta y dos El niño y el agua En la sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralónpolvoriento, que, por despacio que se pise, lo llena a uno hastalos ojos de su blanco polvo cernido, el niño está con la fuente, engrupo franco y risueño, cada uno con su alma. Aunque no hayun solo árbol, el corazón se llena, llegando, de un nombre, quelos ojos repiten escritos en el cielo azul Prusia con grandesletras de luz: Oasis. Ya la mañana tiene calor de siesta y la chicharra sierra suolivo, en el corral de San Francisco. El sol le da al niño en lacabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el suelo,tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la palmaun tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojosnegros contemplan arrobados. Habla solo, sorbe su nariz, serasca aquí y allá entre sus harapos con la otra mano. Elpalacio, igual siempre y renovado a cada instante, vacila aveces. Y el niño se recoge entonces, se aprieta, se sume en sí,para que ni ese latido de la sangre que cambia, con un cristalmovido solo, la imagen tan sensible de un calidoscopio, le robeal agua la sorprendida forma primera. —Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo, peroese niño tiene en su mano mi alma. 49
  • 50. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cuarenta y tres Amistad Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y él melleva siempre a donde quiero. Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gustaacercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar al cielo al travésde su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredilla queva, entre céspedes, a la Fuente vieja; que es para mí una fiestaver el río desde la colina de los pinos, evocadora, con subosquecillo alto, de parajes clásicos. Como me adormile,seguro, sobre él, mi despertar se abre siempre a uno de talesamables espectáculos. Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el camino setorna fragoso y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lobeso, lo engaño, le hago rabiar... El comprende bien que loquiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente alos demás, que he llegado a creer que sueña mis propiossueños. Platero se me ha rendido como una adolescenteapasionada. De nada protesta. Sé que soy su felicidad. Hastahuye de los burros y de los hombres... 50
  • 51. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cuarenta y cuatro La arrulladora La chiquilla del carbonero, bonita y sucia cual unamoneda, bruñidos los negros ojos y reventando sangre loslabios prietos entre la tizne, está a la puerta de la choza,sentada en una teja. durmiendo al hermanito. Vibra la hora de mayo, ardiente y clara como un sol pordentro. En la paz brillante se oye el hervor de la olla que cueceen el campo, la brama de la dehesa de los Caballos, la alegríadel viento de mar en la maraña de los eucaliptos. Sentida y dulce, la carbonera canta: Mi niiiño se va a dormiii en graaasia de la Pajtoraaa... Pausa. El viento en las copas... ...y pooor dormirse mi niñooo, se duermeee la arruyadoraaa... El viento... Platero, que anda, manso, entre los pinosquemados, se llega, poco a poco... Luego se echa en la tierrafosca y, a la larga copla de madre, se adormila, igual que un niño. 51
  • 52. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cuarenta y cinco El árbol del corral Este árbol, Platero; esta acacia que yo mismo sembré,verde llama que fue creciendo, primavera tras primavera, y queahora mismo nos cubre con su abundante y franca hoja pasadade sol poniente, era, mientras viví en esta casa, hoy cerrada, elmejor sostén de mi poesía. Cualquier rama suya, engalanadade esmeralda por abril o de oro por octubre, refrescaba, sólocon mirarla un punto, mi frente, como la mano más pura de unamusa. ¡Qué fina, qué grácil, qué bonita era! Hoy, Platero, es dueña casi de todo el corral. ¡Qué bastase ha puesto! No sé si se acordará de mí. A mí me parece otra. Entodo este tiempo en que la tenía olvidada, igual que si noexistiese, la primavera la ha ido formando, año tras año, a sucapricho, fuera del agrado de mi sentimiento. Nada me dice hoy, a pesar de ser árbol, y árbol puestopor mí. Un árbol cualquiera que por primera vez acariciamos,nos llena, Platero, de sentido el corazón. Un árbol que hemosamado tanto, que tanto hemos conocido, no nos dice nada vuelto aver Platero. Es triste; mas es inútil decir más. No, no puedo mirar ya,en esta fusión de la acacia y el ocaso, mi lira colgada. La ramagraciosa no me trae el verso, ni la iluminación interna de lacopa el pensamiento. Y aquí, adonde tantas veces vine de lavida, con una ilusión de soledad musical, fresca y olorosa,estoy mal, y tengo frío, y quiero irme, como entonces, delcasino, de la botica o del teatro, Platero. 52
  • 53. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cuarenta y seis La tísica Estaba derecha en una triste silla, blanca la cara y mate, cualun nardo ajado, en medio de la encalada y fría alcoba. Le habíamandado el médico salir al campo, a que le diera el sol deaquel mayo helado; pero la pobre no podía. —Cuando yego ar puente—me dijo—¡ya v’usté, zeñorito,ahí ar lado que ejtá!, m’ahogo... La voz pueril, delgada y rota, se le caía, cansada; comose cae, a veces, la brisa en el estío. Yo le ofrecí a Platero para que diese un paseíto. Subidaen él, ¡qué risa la de su aguda cara de muerta, toda ojos negrosy dientes blancos! ...Se asomaban las mujeres a las puertas a vernos pasar.Iba Platero despacio, como sabiendo que llevaba encima unfrágil lirio de cristal fino. La niña, con su hábito cándido de laVirgen de Montemayor, lazado de grana, transfigurada por lafiebre y la esperanza, parecía un ángel que cruzaba el pueblo,camino del cielo del Sur. 53
  • 54. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cuarenta y siete El rocío Platero—le dije—, vamos a esperar las Carretas. Traen elrumor del lejano bosque de Donaña, el misterio del pinar de lasAnimas, la frescura de las Madres y de los dos Fresnos, el olorde la Rocina... Me lo lleve, guapo y lujoso, a que piropeara a las muchachaspor la calle de la Fuente, en cuyos bajos aleros de cal se moría,en una vaga cinta rosa, el vacilante sol de la tarde. Luego nospusimos en el vallado de los Hornos, desde donde se ve todo elcamino de los Llanos. Venían ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave lloviznade los Rocíos caía sobre las viñas verdes, de una pasajeranube malva. Pero la gente no levantaba siquiera los ojos al agua. Pasaron, primero, en burros, mulas y caballos ataviados ala moruna y la crin trenzada, las alegres parejas de novios,ellos alegres, valientes ellas. El rico y vivo tropel iba, volvía, sealcanzaba incesantemente en una locura sin sentido. Seguíaluego el carro de los borrachos, estrepitoso, agrio y trastornado.Detrás, las carretas, con lechos, colgadas de blanco, con lasmuchachas morenas, duras y floridas, sentadas bajo el dosel,repicando panderetas y chillando sevillanas. Más caballos, másburros... Y el mayordomo—”¡Viva la Virgen del Rocíoooo!¡Vivaaaa!”—calvo, seco y rojo, el sombrero ancho a la espalda y lavara de oro descansada en el estribo. Al fin, mansamente tiradopor dos grandes bueyes píos, que parecían obispos con susfrontales de colorines y espejos, en los que chispeaba el trastornodel sol mojado, cabeceando con la desigual tirada de la yunta,el Sin Pecado, amatista y de plata en su carro blanco, todo enflor, como un cargado jardín mustio. 54
  • 55. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Se oía ya la música, ahogada entre el campaneo y loscohetes negros y el duro herir de los cascos herrados en laspiedras... Platero, entonces, dobló sus manos, y, como una mujer,se arrodilló—¡una habilidad suya!—, blando, humilde y consentido. 55
  • 56. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cuarenta y ocho Ronsard Libre ya Platero del cabestro. y paciendo entre las castasmargaritas del pradecillo, me he echado yo bajo un pino, hesacado de la alforja moruna un breve libro y, abriéndolo por unaseñal, me he puesto a leer en alta voz: Comme on voit sur la branche au mois de mai la rose Ensa belle jeunesse, en sa première fleur, Rendre le ciel jaloux de... Arriba, por las ramas últimas, salta y pía un leve pajarillo, queel sol hace, cual toda la verde cima suspirante, de oro. Entrevuelo y gorjeo se oye el partirse de las semillas que el pájaro seestá almorzando. ...jaloux de sa vive couleur... Una cosa enorme y tibia avanza, de pronto, como unaproa viva, sobre mi hombro. Es Platero, que, sugestionado, sinduda, por la lira de Orfeo, viene a leer conmigo. Leemos: ...vive couleur, Quand l’aube ses pleurs au point du jour l’a... Pero el pajarillo, que debe de digerir aprisa, tapa lapalabra con una nota falsa. Ronsard, olvidado un instante de su soneto “Quand ensongeant ma follâtre j’accolle”..., se debe de haber reído en elinfierno... 56
  • 57. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cuarenta y nueve El tío de las vistas De pronto, sin matices, rompe el silencio de la calle elseco redoble de un tamborcillo. Luego, una voz cascadatiembla un pregón jadeoso y largo. Se oyen carreras, calleabajo... Los chiquillos gritan: “ ¡El tío de las vistas! ¡Las vistas!¡Las vistas! En la esquina, una pequeña caja verde con cuatrobanderitas rosas, espera sobre su catrecillo, la lente al soI. Elviejo toca y toca el tambor. Un grupo de chiquillos sin dinero,las manos en el bolsillo o a la espalda, rodean, mudos, la cajita.A poco, llega otro corriendo, con su perra en la palma de lamano. Se adelanta, pone sus ojos en la lente... —¡Ahooora se verá... al General Prim... en su caballoblancoooo...!—dice el viejo forastero con fastidio, y toca eltambor. —¡El puerto..., de Barcelonaaa...! —y más redoble. Otros niños van llegando con su perra lista, y la adelantanal punto al viejo, mirándolo absortos, dispuestos a comprar sufantasía. El viejo dice: —Ahooora se verá... el castillo de la Habanaaa ¡ —y tocael tambor... Platero, que se ha ido con la niña y el perro de enfrente aver las vistas, mete su cabezota por entre las de los niños, porjugar. El viejo, con un súbito buen humor, le dice: “¡Venga tu perra!” Y los niños sin dinero se ríen todos sin ganas, mirando alviejo con una humilde solicitud aduladora... 57
  • 58. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cincuenta La flor del camino ¡Que pura, Platero, y qué bella esta flor del camino! Pasana su lado todos los tropeles—los toros, las cabras, los potros,los hombres, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malvay fina, en su vallado solo, sin contaminarse de impureza alguna. Cada día, cuando, al empezar la cuesta, tomamos elatajo, tú la has visto en su puesto verde. Ya tiene a su lado unpajarillo, que se levanta —¿por qué—? al acercarnos; o estállena, cual una breve copa, del agua clara de una nube deverano; ya consiente el robo de una abeja o el voluble adorno deuna mariposa. Esta flor vivirá pocos días, Platero, aunque su recuerdo podráser eterno. Será su vivir como un día de tu primavera, como unaprimavera de mi vida... ¿Qué le diera yo al otoño, Platero acambio de esta flor divina, para que ella fuese, diariamente, elejemplo sencillo y sin término de la nuestra? 58
  • 59. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cincuenta y uno Lord No sé si tú, Platero, sabrás ver una fotografía. Yo se lashe enseñado a algunos hombres del campo y no veían nada enellas. Pues éste es Lord, Platero, el perrito foxterrier de que aveces te he hablado. Míralo. Está, ¿lo ves?, en un cojín de los delpatio de mármol, tomando, entre las macetas de geranios, el solde invierno. ¡Pobre Lord! Vino de Sevilla cuando yo estaba allípintando. Era blanco, casi incoloro de tanta luz, pleno como unmuslo de dama, redondo e impetuoso como el agua en la boca deun caño. Aquí y allá, mariposas posadas, unos toques negros.Sus ojos brillantes eran dos breves inmensidades desentimientos de nobleza. Tenía vena de loco. A veces, sinrazón, se ponía a dar vueltas vertiginosas entre las azucenasdel patio de mármol, que en mayo lo adornan todo, rojas, azules,amarillas de los cristales traspasados de sol de la montera, comolos palomos que pinta don Camilo... Otras se subía a lostejados y promovía un alboroto piador en los nidos de losaviones... La Macaria lo enjabonaba cada mañana, y estabatan radiante siempre como las almenas de la azotea sobre el cieloazul, Platero. Cuando se murió mi padre pasó toda la noche velándolojunto a la caja. Una vez que mi madre se puso mala se echó alos pies de su cama y allí se pasó un mes sin comer ni beber...Vinieron a decir un día a mi casa que un perro rabioso lo habíamordido... Hubo que llevarlo a la bodega del Castillo y atarlo allíal naranjo, fuera de la gente. La mirada que dejó atrás por la callejuela cuando se lollevaban sigue agujereando mi corazón como entonces,Platero; igual que la luz de una estrella muerta, viva siempre,sobrepasando su nada con la exaltada intensidad de su 59
  • 60. Platero y yo Juan Ramón Jiménezdoloroso sentimiento... Cada vez que un sufrimiento materialme punza el corazón, surge ante mí, larga como la vereda de lavida a la eternidad, digo, del arroyo al pino de la Corona, la miradaQue Lord dejó en él para siempre cual una huella macerada. 60
  • 61. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cincuenta y dos El pozo ¡El pozo!... Platero, ¡qué palabra tan honda, tanverdinegra, tan fresca, tan sonora! Parece que es la palabra laque taladra, girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría. Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, alalcance de la mano, ha abierto, entre los ladrillos con verdín,una flor azul de olor penetrante. Una golondrina tiene, más abajo,el nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta, hay un palaciode esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una piedra a suquietud, se enfada y gruñe. Y el cielo, al fin. (La noche entra, y la luna se inflama allá en el fondo,adornada de volubles estrellas. ¡Silencio! Por los caminos se haido la vida a lo lejos. Por el pozo se escapa el alma a lo hondo.Se ve por él como el otro lado del crepúsculo. Y parece que vaa salir de su boca el gigante de la noche, dueño de todos lossecretos del mundo. ¡Oh laberinto quieto y mágico, parque umbríoy fragante, magnético salón encantado!) —Platero, si algún día me echo a este pozo, no será pormatarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas. Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale,asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina. 61
  • 62. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cincuenta y tres Albérchigos Por el callejón de la Sal, que retuerce su breve estrechez,violeta de cal con sol y ciclo azul, hasta la torre, tapa de su fin,negra y desconchada de esta parte del Sur por el constantegolpe del viento de la mar; lentos, vienen niño y burro. El niño,hombrecito enanillo y recortado, más chico que su caídosombrero ancho, se mete en su fantástico corazón serrano, quele da coplas y coplas bajas: ...con grandej fatiguiiiyaaaa yo je lo pediaaa... Suelto, el burro mordisquea la escasa hierba sucia delcallejón, levemente abatido por la carguilla de albérchigos. Decuando en cuando, el chiquillo, como si tornara un punto a lacalle verdadera, se para en seco, abre y aprieta sus desnudaspiernecillas terrosas, como para cogerle con fuerza, en la tierra,y, ahuecando la voz con la mano, canta duramente, con unavoz en la que torna a ser niño en la e: —¡Albéeerchigooo!... Luego, cual si la venta le importase un bledo —como diceel padre Díaz—, torna a su ensimismado canturreo gitano: ...yo a ti no te curpooo, ni te curparíaaa... Y le da varazos a las piedras, sin saberlo... Huele a pan calentito y a pino quemado. Una brisa tardaconmueve levemente la calleja. Canta la súbita campanada gordaque corona las tres, con su adornillo de la campana chica. Luego unrepique, nuncio de fiesta, ahoga en su torrente el rumor de lacorneta y los cascabeles del coche de la estación, que parte,pueblo arriba, el silencio, que se había dormido. Y el aire traesobre los tejados un mar ilusorio en su olorosa, movida y 62
  • 63. Platero y yo Juan Ramón Jiménezrefulgente cristalidad, un mar sin nadie también, aburrido desus olas iguales en su solitario esplendor. El chiquillo torna a su parada, a su despertar y a su grito: —¡Albéeerchigooo!... Platero no quiere andar. Mira y mira al niño y husmea ytopa a su burro. Y ambos rucios se entienden en no sé quémovimiento gemelo de cabezas, que recuerda, un punto, el delos osos blancos. —Bueno, Platero; yo le digo al niño que me dé su burro,y tú te irás con él y serás un vendedor de albérchigos..., ¡ea! 63
  • 64. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cincuenta y cuatro La coz Ibamos, cortijo de Montemayor, al herradero de losnovillos. El patio empedrado, umbrío bajo el inmenso y ardientecielo azul de la tardecita, vibraba sonoro del relinchar de losalegres caballos pujantes, del reír fresco de las mujeres, de losafilados ladridos inquietos de los perros. Platero, en un rincón, seimpacientaba. —Pero, hombre—le dije—, si tú no puedes venir connosotros; si eres muy chico... Se ponía tan loco, que le pedía al Tonto que se subiera enél y lo llevara con nosotros. Por el campo claro, ¡qué alegre cabalgar! Estaban lasmarismas risueñas, ceñidas de oro, con el sol en sus espejosrotos, que doblaban los molinos cerrados. Entre el redondo troteduro de los caballos. Platero alzaba su raudo trotecillo agudo, quenecesitaba multiplicar insistentemente, como el tren de Riotintosu rodar menudo, para no quedarse solo con el Tonto en elcamino. De pronto sonó como un tiro de pistola. Platero lehabía rozado la grupa a un fino potro tordo con su boca, y elpotro le había respondido con una rápida coz. Nadie hizo caso,pero yo le vi a Platero una mano corrida de sangre. Eché pie a tierray , con una espina y una crin, le prendí la vena rota. Luego ledije al Tonto que se lo llevara a casa. Se fueron los dos, lentos y tristes, por el arroyo seco que bajadel pueblo. tornando la cabeza al brillante huir de nuestro tropel... Cuando, de vuelta del cortijo, fui a ver a Platero, me loencontré mustio y doloroso —¿Ves—le suspiré—que tú no puedes ir a ninguna partecon los hombres? 64
  • 65. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cincuenta y cinco Asnografía Leo en un Diccionario: Asnografía, s. f. : Se dice,irónicamente, por descripción del asno. ¡Pobre asno! ¡Tan bueno, tan noble, tan agudo comoeres! Irónicamente... ¿Por qué? ¿Ni una descripción seriamereces, tú, cuya descripción cierta sería un cuento deprimavera? ¡Si al hombre que es bueno debieran decirle asno!¡Si al asno que es malo debieran decirle hombre¡Irónicamente... De ti, tan intelectual, amigo del viejo y del niño,del arroyo y de la mariposa, del sol y del perro, de la flor y de laluna, paciente y reflexivo, melancólico y amable, Marco Aurelio delos prados... Platero, que sin duda comprende, me mira fijamente consus ojazos lucientes, de una blanda dureza, en los que el solbrilla, pequeñito y chispeante, en un breve y convexofirmamento verdinegro. ¡Ay! ¡Si su peluda cabezota idílicasupiera que yo le hago justicia, que yo soy mejor que esoshombres que escriben Diccionarios, casi tan bueno como él ! Y he puesto al margen del libro: Asnografía, sentidofigurado: Se debe decir, con ironía, ¡claro está!, por descripcióndel hombre imbécil que escribe Diccionarios. 65
  • 66. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cincuenta y seis Corpus Entrando por la calle de la Fuente, de vuelta del huerto,las campanas, que ya habíamos oído tres veces desde losArroyos, conmueven, con su pregonera coronación de bronce,el blanco pueblo. Su repique voltea y voltea entre el chispeantey estruendoso subir de los cohetes, negros en el día, y lachillona metalería de la música. La calle, recién encalada y ribeteada de almagra, verdeatoda, vestida de chopos y juncias. Lucen las ventanas colchasde damasco granate, de percal amarillo, de celeste raso, y,donde hay luto, de lana cándida, con cintas negras. Por lasúltimas casas, en la vuelta del Porche, aparece, tarda, la Cruzde los espejos, que, entre los destellos del Poniente, recoge yala luz de los cirios rojos que lo gotean todo de rosa. Lentamentepasa la procesión. La bandera carmín, y San Roque, Patrón delos panaderos, cargado de tiernas roscas; la bandera glauca, ySan Telmo, Patrón de los marineros, con su navío de plata enlas manos; la bandera gualda, y San Isidro, Patrón de loslabradores, con su yuntita de bueyes; y más banderas de máscolores, y más Santos, y luego, Santa Ana, dando lección a la Virgenniña, y San José, pardo, y la Inmaculada, azul... Al fin, entre laGuardia Civil, la Custodia, ornada de espigas granadas y deesmeraldinas uvas agraces su calada platería, despaciosa en sunube celeste de incienso. En la tarde que cae, se alza, limpio, el latín andaluz de lossalmos. El sol, ya rosa, quiebra su rayo bajo, que viene por lacalle del Río, en la cargazón de oro viejo de las dalmáticas y lascapas pluviales. Arriba, en derredor de la torre escarlata, sobre elópalo terso de la hora serena de junio, las palomas tejen susaltas guirnaldas de nieve encendida... 66
  • 67. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Platero, en aquel hueco de silencio, rebuzna. Y sumansedumbre se asocia con la campana, con el cohete, con ellatín y con la música de Modesto, que tornan al punto al claromisterio del día; y el rebuzno se le endulza, altivo, y, rastrero, se lediviniza... 67
  • 68. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cincuenta y siete Paseo Por los hondos caminos del estío, colgados de tiernasmadreselvas, ¡cuán dulcemente vamos! Yo leo, canto, o digoversos al cielo. Platero mordisquea la hierba escasa de losvallados en sombra, la flor empolvada de las malvas, lasvinagreras amarillas. Está parado más tiempo que andando. Yolo dejo... El cielo azul, azul, azul, asaeteado de mis ojos enarrobamiento, se levanta, sobre los almendros cargados, a susúltimas glorias. Todo el campo, silencioso y ardiente, brilla. Enel río, una velita blanca se eterniza, sin viento. Hacia losmontes, la compacta humareda de un incendio hincha susredondas nubes negras. Pero nuestro caminar es bien corto. Es como un día suave eindefenso, en medio de la vida múltiple. ¡Ni la apoteosis del cielo, niel ultramar a que va el río, ni siquiera la tragedia de las llamas! Cuando, entre un olor a naranjas, se oye el hierro alegre yfresco de la noria, Platero rebuzna y retoza alegremente. ¡Quésencillo placer diario! Ya en la alberca, yo lleno mi vaso y beboaquella nieve líquida. Platero sume en el agua umbría su boca,y bebotea, aquí y allá, en lo más limpio, avaramente... 68
  • 69. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cincuenta y ocho Los gallos No sé a qué comparar el malestar aquel, Platero... Unaagudeza grana y oro que no tenía el encanto de la bandera denuestra patria sobre el mar o sobre el cielo azul... Sí. Tal vez unabandera española sobre el cielo azul de una plaza de toros...mudéjar... como las estaciones de Huelva a Sevilla. Rojo yamarillo de disgusto, como en los libros de Galdós, en lasmuestras de los estancos, en los cuadros malos de la otraguerra de Africa... Un malestar como el que me dieron siemprelas barajas de naipes finos con los hierros de los ganaderos enlos oros, los cromos de las cajas de tabacos y de las cajas depasas, las etiquetas de las botellas de vino, los premios delcolegio del Puerto, las estampitas del chocolate... ¿A qué iba yo allí o quién me llevaba? Me parecía elmediodía de invierno caliente, como un cornetín de la banda deModesto... Olía a vino nuevo, a chorizo en regüeldo, a tabaco...Estaba el diputado, con el alcalde y el Litri, ese torero gordo ylustroso de Huelva... La plaza del reñidero era pequeña yverde; y la limitaban, desbordando sobre el aro de madera ,caras congestionadas, como vísceras de vaca en carro o decerdo en matanza, cuyos ojos sacaba el calor, el vino y elempuje de la carnaza del corazón chocarrero. Los gritos salíande los ojos... Hacía calor y todo—¡tan pequeño: un mundo degallos! —estaba cerrado. Y en el rayo ancho del alto sol, que atravesaban sin cesar,dibujándolo como un cristal turbio, nubaradas de lentos humosazules, los pobres gallos ingleses, dos monstruosas y agriasflores carmíneas, se despedazaban, cogiéndose los ojos,clavándose, en saltos iguales, los odios de los hombres, 69
  • 70. Platero y yo Juan Ramón Jiménezrajándose del todo con los espolones con limón... o conveneno. No hacían ruido alguno, ni veían, ni estaban allí siquiera... Pero y yo, ¿por qué estaba allí, y tan mal? No sé... Decuando en cuando miraba con infinita nostalgia por una lonarota, que trémula en el aire, me parecía la vela de un bote de laRibera, un naranjo sano, que en el sol puro de fuera aromaba elaire con su carga blanca de azahar... ¡Qué bien—perfumada mialma—ser naranjo en flor, ser viento puro, ser sol alto! ...Y, sin embargo, no me iba... 70
  • 71. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cincuenta y nueve Anochecer En el recogimiento pacífico y rendido de los crepúsculosdel pueblo, ¡qué poesía cobra la adivinación de lo lejano, elconfuso recuerdo de lo apenas conocido! Es un encantocontagioso que retiene todo el pueblo como enclavado en lacruz de un triste y largo pensamiento. Hay un olor al nutrido grano limpio que, bajo las frescasestrellas, amontona en las eras sus vagas colinas—¡ohSalomón!—,tiernas y amarillentas. Los trabajadores canturreanpor lo bajo, en un soñoliento cansancio. Sentadas en loszaguanes, las viudas piensan en los muertos, que duermen tancerca, detrás de los corrales. Los niños corren de una sombra aotra, como vuelan de un árbol a otro los pájaros... Acaso, entre la luz sombría que perdura en las fachadasde cal de las casas humildes, que ya empiezan a enrojecer lasfarolas de petróleo, pasan vagas siluetas terrosas, calladas,dolientes—un mendigo nuevo, un portugués que va hacia lasrozas, un ladrón acaso—, que contrastan, en su oscuraapariencia medrosa, con la mansedumbre que el crepúsculomalva, lento y místico, pone en las cosas conocidas... Loschiquillos se alejan, y en el misterio de las puertas sin luz se hablade unos hombres que “sacan el unto a los niños para curar a lahija del rey, que está hética”... 71
  • 72. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo sesenta El sello Aquél tenía la forma de un reloj, Platero. Se abría la cajitade plata y aparecía, apretado contra el paño de tinta morada,como un pájaro en su nido. ¡Qué ilusión cuando, después deoprimirlo un momento contra la palma blanca, fina y malva demi mano aparecía en ella la estampilla: Francisco Ruiz, Moguer. ¡Cuánto soñé yo con aquel sello de mi amigo del colegio de donCarlos! Con una imprentilla que me encontré arriba, en elescritorio viejo de mi casa, intenté formar uno con mi nombre.Pero no quedaba bien, y, sobre todo, era difícil la impresión. Noera como el otro, que con tal facilidad dejaba, aquí y allá, en unlibro, en la pared, en la carne, su letrero: Francisco Ruiz, Moguer. Un día vino a mi casa, con Arias, el platero de Sevilla, unviajante de escritorio. ¡Qué embeleso de reglas, de compases, detintas de colores, de sellos! Los había de todas las formas ytamaños. Yo rompí mi alcancía, y con un duro que meencontré, encargué un sello con mi nombre y pueblo. ¡Quélarga semana aquélla! ¡Qué latirme el corazón cuando llegabael coche del correo! ¡Qué sudor triste cuando se alejaban, en lalluvia, los pasos del cartero! ¡Al fin una noche, me lo trajo. Eraun breve aparato complicado, con lápiz, pluma, iniciales paralacre..., qué sé yo! Y dando a un resorte, aparecía la estampilla,nuevecita, flamante. ¿Quedó algo por sellar en mi casa? ¿Qué no era mío? Siotro me pedía el sello—¡cuidado, que se va a gastar ¡—, ¡quéangustia! Al día siguiente, ¡con qué prisa alegre llevé al colegiotodo!: libros. blusa, sombreros, botas, manos, con el letrero: 72
  • 73. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Juan Ramón Jiménez, Moguer. 73
  • 74. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo sesenta y uno La perra parida La perra de que te hablo, Platero, es la de Lobato, eltirador. Tú la conoces bien, porque la hemos encontradomuchas veces por el camino de los Llanos... ¿Te acuerdas?Aquella dorada y blanca, como un poniente anubarrado demayo... Parió cuatro perritos, y Salud, la lechera, se los llevó a suchoza de las Madres porque se le estaba muriendo un niño, ydon Luis le había dicho que le diera caldo de perritos. Tú sabesbien lo que hay de la casa de Lobato al puente de las Madres,por la pasada de las Tablas... Platero, dicen que la perra anduvo como loca todo aqueldía, entrando y saliendo, asomándose a los caminos,encaramándose en los vallados, oliendo a la gente... Todavía ala oración la vieron, junto a la casilla del celador, en los Hornos,aullando tristemente sobre unos sacos de carbón contra el ocaso. Tú sabes bien lo que hay de la calle de Enmedio a lapasada de las Tablas... Cuatro veces fue y vino la perra durantela noche, y cada una se trajo a un perrito en la boca, Platero. Y alamanecer, cuando Lobato abrió su puerta, estaba la perra en elumbral mirando dulcemente a su amo, con todos los perritosagarrados, en torpe temblor, a sus tetillas rosadas y llenas... 74
  • 75. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo sesenta y dos Ella y nosotros Platero, acaso ella se iba— ¿adónde?—en aquel trennegro y soleado que, por la vía alta, cortándose sobre losnubarrones blancos, huía hacia el Norte. Yo estaba abajo, contigo, en el trigo amarillo y ondeante,goteado todo de sangre de amapolas, a las que ya julio ponía lacoronita de ceniza. Y las nubecillas de vapor celeste—¿teacuerdas?— entristecían un momento el sol y las flores,rodando vanamente hacia la nada... ¡Breve cabeza rubia, velada de negro!... Era como elretrato de la ilusión en el marco fugaz de la ventanilla. Tal vezella pensara: “¿Quiénes serán ese hombre enlutado y eseburrillo de plata?” ¡Quiénes habíamos de ser! Nosotros... ¿verdad, Platero? 75
  • 76. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo sesenta y tres Gorriones A mañana de Santiago está nublada de blanco y gris,como guardada en algodón. Todos se han ido a misa. Noshemos quedado en el jardín los gorriones, Platero y yo. ¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, aveces,llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y salen en laenredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos! Estecae sobre una rama, se va y la deja temblando; el otro se bebeun poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquélha saltado al tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, queel día pardo aviva. ¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre monotonía delo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, lesdicen a ellos las campanas. Contentos, sin fatales obligaciones,sin esos olimpos ni esos avernos que extasian o queamedrantan a los pobres hombres esclavos, sin más moral quela suya ni más Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulceshermanos. Viajan sin dinero y sin maletas: mudan de casa cuando seles antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y sotienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben delunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento;aman el amor sin nombre, la amada universal. Y cuando las gentes ¡las pobres gentes!, se van a misalos domingos, cerrando las puertas, ellos, en un alegre ejemplode amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía fresca yjovial, al jardín de las casas cerradas, en las que algún poeta,que ya conocen bien, y algún burrillo tierno—¿te juntasconmigo?—los contemplan fraternales. 76
  • 77. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo sesenta y cuatro Frasco Vélez Hoy no se puede salir, Platero. Acabo de leer en laplazoleta de los Escribanos el bando del alcalde: “Todo Can que transite por los andantes de esta Noble Ciudadde Moguer, sin su correspondiente Sálamo o bozal, serápasado por las armas por los Agentes de mi Autoridad.” Eso quiere decir, Platero, que hay perros rabiosos en elpueblo. Ya ayer noche he estado oyendo tiros y más tiros de laGuardia municipal, nocturna consumera volante, creacióntambién de Frasco Vélez, por el Monturrio, por el Castillo, por losTrasmuros. Lolilla, la tonta, dice alto por las puertas y ventanas que nohay tales perros rabiosos, y que nuestro alcalde actual, asícomo el otro, Vasco, vestía al Tonto de fantasma, busca lasoledad que dejan sus tiros para pasar su aguardiente de pita y dehigo. Pero ¿y si fuera verdad y te mordiera un perro rabioso?¡No quiero pensarlo, Platero! 77
  • 78. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo sesenta y cinco El verano Platero va chorreando sangre, una sangre espesa ymorada, de las picaduras de los tábanos. La chicharra sierra unpino, que nunca llega... Al abrir los ojos, después de uninmenso sueño instantáneo, el paisaje de arena se me tornablanco, frío en, su ardor. espectral. Están los jarales bajos constelados de sus grandes floresvagas, rosas de humo, de gasa, de papel de seda, con lascuatro lágrimas de carmín; y una calina que asfixia, enyesa lospinos chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunaresnegros, se eterniza, mudo, en una rama. Los guardas de los huertos suenan el latón para asustar alos rabúos, que vienen, en grandes bandos celestes, pornaranjas... Cuando llegamos a la sombra del nogal grande rajodos sandías, que abren su escarcha grana y rosa en un largocrujido fresco. Yo me como la mía lentamente, oyendo, a lolejos, las vísperas del pueblo. Platero se bebe la carne de azúcarde la suya como si fuese agua. 78
  • 79. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo sesenta y seis Fuego en los montes La campana gorda!... Tres..., cuatro toques... ¡Fuego!Hemos dejado la cena, y, encogido el corazón por la negraangostura de la escalerilla de madera hemos subido, enalborotado silencio afanoso, a la azotea. —¡En el campo de Lucena! —grita Anilla, que ya estabaarriba, escalera abajo, antes de salir nosotros a la noche... —¡Tan, tan, tan, tan! Al llegar afuera—¡qué respiro!—, lacampana limpia su duro golpe sonoro y nos amartilla a losoídos y nos aprieta el corazón. —Es grande, es grande... Es un buen fuego... Sí. En el negro horizonte de pinos, la llama distanteparece quieta en su recortada limpidez. Es como un esmaltenegro y bermellón, igual a aquella Caza de Piero di Cosimo, endonde el fuego está pintado sólo con negro, rojo y blancopuros. A veces brilla con mayor brío otras, lo rojo se hace casi rosa,del color de la luna naciente... La noche de agosto es alta y parada, yse diría que el fuego está ya en ella para siempre, como unelemento eterno... Una estrella fugaz corre medio cielo y sesume en el azul, sobre las Monjas... Estoy conmigo... Un rebuzno de Platero, allá abajo, en el corral, me trae ala realidad... Todos han bajado... Y en un escalofrío, con que lablandura de la noche, que ya va a la vendimia, me hiere, sientocomo si acabara de pasar junto a mí aquel hombre que yo creíaen mi niñez que quemaba los montes, una especie de Pepe elPollo—Oscar Wilde moguereño—, ya un poco viejo, moreno ycon rizos canos, vestida su afeminada redondez con una chupanegra y un pantalón de grandes cuadros en blanco y marrón,cuyos bolsillos reventaban de largas cerillas de Gibraltar... 79
  • 80. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capitulo sesenta y siete El arroyo Este arroyo, Platero, seco ahora, por el que vamos a la dehesade los Caballos, está en mis viejos libros amarillos, unas vecescomo es, al lado del pozo ciego de su prado, con sus amapolaspasadas de sol y sus damascos caídos; otras, ensuperposiciones y cambios alegóricos, mudado, en misentimiento, a lugares remotos, no existentes o sólosospechados... Por él, Platero, mi fantasía de niño brilló sonriendo, comoun vilano al sol, con el encanto de los primeros hallazgos,cuando supe que él, el arroyo de los Llanos, era el mismoarroyo que parte el camino de San Antonio por su bosquecillode álamos cantores; que andando por él, seco, en verano, sellegaba aquí; que echando un barquito de corcho allí, en losálamos, en invierno, venía hasta estos granados, por debajodel puente de las Angustias, refugio mío cuando pasaban toros... ¡Qué encanto este de las imaginaciones de la niñez,Platero, que yo no sé si tú tienes o has tenido! Todo va y viene,en trueques deleitosos; se mira todo y no se ve, más que comoestampa momentánea de la fantasía... Y anda uno semiciego, mirando tanto adentro comoafuera, volcando, a veces, en la sombra del alma la carga deimágenes de la vida, o abriendo al sol, como una flor cierta, yponiéndola en una orilla verdadera, la poesía, que luego nuncamás se encuentra, del alma iluminada. 80
  • 81. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo sesenta y ocho Domingo La pregonera vocinglería de la esquila de vuelta, cercanaya, ya distante, resuena en el cielo de la mañana de fiesta, como sitodo el azul fuera de cristal. Y el campo, un poco enfermo ya,parece que se dora de las notas caídas del alegre revuelo florido. Todos, hasta el guarda, se han ido al pueblo para ver laprocesión. Nos hemos quedado solos Platero y yo. ¡Qué paz! ¡Quépureza! ¡Qué bienestar! Dejo a Platero en el prado alto, y yo meecho, bajo un pino lleno de pájaros que no se van, a leer. OmarKhayam... En el silencio que queda entre dos repiques, el herviderointerno de la mañana de septiembre cobra presencia y sonido.Las avispas orinegras vuelan en torno de la parra cargada desanos racimos moscateles, y las mariposas, que andan confundidascon las flores, parece que se renuevan, en una metamorfosis decolorines, al revolar. Es la soledad como un gran pensamiento de luz. De cuando en cuando, Platero deja de comer, y me mira... Yo,de cuando en cuando, dejo de leer, y miro a Platero... 81
  • 82. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo sesenta y nueve El canto del grillo Platero y yo conocemos bien, de nuestras correríasnocturnas, el canto del grillo. El primer canto del grillo, en el crepúsculo, es vacilante,bajo y áspero. Muda de tono, aprende de sí mismo y, poco apoco, va subiendo, va poniéndose en su sitio, como si fuerabuscando la armonía del lugar y de a hora. De pronto, ya lasestrellas en el cielo verde y transparente, cobra el canto undulzor melodioso e cascabel libre. Las frescas brisas moradas van y vienen; se abren deltodo las flores de la noche y vaga por el llano una esencia puray divina, de confundidos prados azules, celestes y terrestres. Y elcanto del grillo se exalta, llena todo el campo; es cual la voz dela sombra. No vacila ya, ni se calla. Como surtiendo de sípropio, cada nota es gemela de la otra, en una hermandad deoscuros cristales. Pasan, serenas, las horas. No hay guerra en el mundo yduerme bien el labrador, viendo el cielo en el fondo alto de susueño. Tal vez el amor, entre las enredaderas de una tapia,anda extasiado, los ojos en los ojos. Los habares mandan alpueblo mensajes de fragancia tierna, cual en una libreadolescencia candorosa y desnuda. Y los trigos ondean, verdesde luna, suspirando al viento de las dos, de las tres, de lascuatro... El canto del grillo, de tanto sonar, se ha perdido... ¡Aquí está! ¡Oh canto del grillo por la madruga da cuando,corridos de escalofríos, Platero y yo nos vamos a la cama porlas sendas blancas de relente! La luna se cae, rojiza y soñolienta. Yael canto está borracho de luna, embriagado de estrellas,romántico, misterioso, profuso. Es cuando unas grandes nubesluctuosas, bordeadas de un malva azul y triste, sacan el día de lamar, lentamente... 82
  • 83. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo setenta Los toros A que no sabes, Platero, a qué venían esos niños? A versi yo los dejaba que te llevasen para pedir contigo la llave enlos toros de esta tarde. Pero no te apures tú. Ya les he dichoque no lo piensen siquiera... ¡Venían locos, Platero! Todo el pueblo está conmovidocon la corrida. La banda toca desde el alba, rota ya y desentonada,ante las tabernas; van v vienen coches y caballos calle Nueva arriba,calle Nueva abajo. Ahí detrás, en la calleja, están preparando elCanario, ese coche amarillo que les gusta tanto a los niños, para lacuadrilla. Los patios se quedan sin flores, para las presidentas.Da pena ver a los muchachos andando torpemente por lascalles con sus sombreros anchos, sus blusas, su puro, oliendoa cuadra y a aguardiente... A eso de las dos, Platero, en ese instante de soledad consol, en ese hueco claro del día, mientras diestros y presidentasse están vistiendo, tú y yo saldremos por la puerta falsa y nosiremos por la calleja al campo, como el año pasado... ¡Qué hermoso el campo en estos días de fiesta, en quetodos lo abandonan! Apenas si en un majuelo, en una huerta,un viejecito se inclina sobre la cepa agria, sobre el regato puro... A lolejos sube sobre el pueblo, como una corona chocarrera, elredondo vocerío, las palmas la música de la plaza de toros, quese pierden a medida que uno se va, sereno, hacia la mar... Y elalma, Platero, se siente reina verdadera de lo que posee porvirtud de su sentimiento, del cuerpo grande y sano de laNaturaleza, que, respetado, da a quien lo merece elespectáculo sumiso de su hermosura resplandeciente y eterna. 83
  • 84. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo setenta y uno Tormenta Miedo. Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajoahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.) Silencio... Elamor se para. Tiembla la culpa. El remordimiento cierra losojos. Más silencio... El trueno, sordo, retumbante, interminable, como un bostezoque no acaba del todo, como una enorme carga de piedra quecayera del cenit al pueblo, recorre, largamente, la mañana desierta.(N o hay por dónde huir.) Todo lo débil—flores, pájaros—desaparece de la vida. Tímido, el espanto mira, por la ventana entreabierta, a Dios,que se alumbra trágicamente. Allá en Oriente, entredesgarrones de nubes, se ven malvas y rosas tristes, sucios, fríos,que no pueden vencer la negrura. El coche de las seis, queparecen las cuatro, se siente por la esquina, en un diluvio,cantando el cochero por espantar el miedo. Luego, un carro dela vendimia, vacío, de prisa... ¡Ángelus! Un Ángelus duro y abandonado, solloza entreel tronido. ¿El último Ángelus del mundo? Y se quiere que lacampana acabe pronto, o que suene más, mucho más, queahogue la tormenta. Y se va de un lado a otro, y se llora, y nose sabe lo que se quiere... (No hay por dónde escapar.) Los corazones están yertos.Los niños llaman desde todas partes... —¿Qué será de Platero, tan solo en la indefensa cuadradel corral? 84
  • 85. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo setenta y dos Vendimia Este año, Platero, ¡qué pocos burros han venido con uva!Es en balde que los carteles digan con grandes letras: A seisreales. ¿Dónde están aquellos burros de Lucena, de Almonte,de Palos, cargados de oro líquido, prieto, chorreante, como tú,conmigo, de sangre; aquellas recuas que esperaban horas y horasmientras se desocupaban los lagares? Corría el mosto por lascalles, y las mujeres y los niños llenaban cántaros, orzas, tinajas... ¡Qué alegres en aquel tiempo las bodegas, Platero, labodega del Diezmo! Bajo el gran nogal que cayó el tejado, losbodegueros lavaban, cantando, las botas con un fresco, sonoroy pesado cadeneo; pasaban los trasegadores, desnuda lapierna, con las jarras de mosto o de sangre de toro, vivas yespumeantes; y allá en el fondo, bajo el alpende, los tonelerosdaban redondos golpes huecos, metidos en la limpia virutaolorosa... Yo entraba en Almirante por un a puerta y salía por laotra—las dos alegres puertas correspondidas, cada una de lascuales le daba a la otra su estampa de vida y de luz, entre el cariñode los bodegueros... Veinte lagares pisaban día y noche. ¡Qué locura, qué vértigo,qué ardoroso optimismo! Este año, Platero, todos están con lasventanas tabicadas, y basta y sobra con el del corral y con doso tres lagareros. Y ahora, Platero, hay que hacer algo, quesiempre no vas a estar de holgazán... Los otros burros han estado mirando, cargados, a Platero, librey vago; y para que no lo quieran mal ni piensen mal de él, me llegocon él a la era vecina, lo cargo de uva y lo paso al lagar, biendespacio, por entre ellos... Luego me lo llevo de allídisimuladamente... 85
  • 86. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo setenta y tres Nocturno Del pueblo en fiesta, rojamente iluminado hacia el cielo,vienen agrios valses nostálgicos en el viento suave. La torre seve, cerrada, lívida, muda y dura, en Un errante limbo violeta,azulado, pajizo... Y allá, tras las bodegas oscuras del arrabal, laluna caída, amarilla, y soñolienta, se pone, solitaria, sobre el río. El campo está solo con sus árboles y con la sombra de susárboles. Hay un canto roto de grillo. Una conversación somnámbulade aguas ocultas, una blandura húmeda, como si se deshiciesen lasestrellas. . . Platero, desde la tibieza de su cuadra, rebuznatristemente. La cabra andará despierta, y su campanilla insiste agitada,dulce luego. Al fin, se calla... A lo lejos, hacia Montemayor,rebuzna otro asno... Otro, luego, por el Vallejuelo... Ladra un perro... Es la noche tan clara, que las flores del jardín se ven de sucolor, como en el día. Por la última casa de la calle de laFuente, bajo una roja y vacilante farola, tuerce le esquina unhombre solitario... ¿Yo? No; yo, en la fragante penumbraceleste, móvil y dorada, que hacen la luna, las lilas, la brisa y lasombra, escucho mi hondo corazón sin par... La esfera gira, sudorosa y blanda... 86
  • 87. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo setenta y cuatro Sarito Para la vendimia, estando yo una tarde grana en la viñadel arroyo, las mujeres me dijeron que un negrito preguntabapor mí. Iba yo hacia la era cuando él venía ya vereda abajo: —¡Sarito! Era Sarito, el criado de Rosalina, mi novia portorriqueña.Se había escapado de Sevilla para torear por los pueblos, yvenía de Niebla, andando, el capote, dos veces colorado, alhombro, con hambre y sin dinero. Los vendimiadores lo acechaban de reojo, en un maldisimulado desprecio; las mujeres, más por los hombres quepor ellas, lo evitaban. Antes, al pasar por el lagar, se había peleadoya con un muchacho, que le había partido una oreja de un mordisco Yo le sonreía y le hablaba afable. Sarito, no atreviéndosea acariciarme a mí mismo, acariciaba a Platero, que andabapor allí comiendo uva; y me miraba, en tanto, noblemente... 87
  • 88. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo setenta y cinco Última siesta ¡Qué triste belleza, amarilla y descolorida, la del sol de latarde, cuando me despierto bajo la higuera! Una brisa seca, embalsamada de derretida jara, meacaricia el sudoroso despertar. Las grandes hojas, levementemovidas, del blando árbol viejo, me enlutan o me deslumbran.Parece que me mecieran suavemente en una cuna que fuese delsol a la sombra, de la sombra al sol. Lejos, en el pueblo desierto, las campanas de las tres suenanlas vísperas, tras el oleaje de cristal del aire. Oyéndolas, Platero,que me ha robado una gran sandía de dulce escarcha grana,en pie, inmóvil me mira con sus enormes ojos vacilantes, en losque le anda una pegajosa mosca verde. Frente a sus ojos cansados, mis ojos se me cansan otravez... Torna la brisa, cual una mariposa que quisiera volar y a laque, de pronto, se le doblaran las alas... las alas..., mispárpados flojos, que, de pronto, se cerraran... 88
  • 89. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo setenta y seis Los fuegos Para septiembre, en las noches de velada, nos poníamosen el cabezo que hay detrás de la casa del huerto, a sentir el puebloen fiesta desde aquella paz fragante que emanaban los nardosde la alberca. Pioza, el viejo guarda de viñas, borracho en el suelode la era, tocaba cara a la luna, hora tras hora, su caracol. Ya tarde, quemaban los fuegos. Primero eran sordosestampidos enanos; luego, cohetes sin cola, que se abríanarriba, en un suspiro, cual un ojo estrellado que viese, uninstante, rojo, morado, azul el campo; y otros, cuyo esplendorcaía como una doncellez desnuda que se doblara de espaldas,como un sauce de sangre que gotease flores de luz ¡Oh, quépavos reales encendidos, qué macizos aéreos de claras rosas,qué faisanes de fuego por jardines de estrellas¡ Platero, cada vez que sonaba un estallido, se estremecía,azul, morado, rojo en el súbito iluminarse del espacio; y en laclaridad vacilante, que agrandaba y encogía su sombra sobreel cabezo, yo veía sus grandes ojos negros que me mirabanasustados. Cuando, como remate, entre el lejano vocerío del pueblo,subía al cielo constelado la áurea corona giradora del castillo,poseedora del trueno gordo, que hace cerrar los ojos y taparselos oídos a las mujeres, Platero huía entre las cepas, comoalma que lleva el diablo, rebuznando enloquecido hacia lostranquilos pinos en sombra. 89
  • 90. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo setenta y siete El vergel Como hemos venido a la capital, he querido que Platerovea El Vergel... Llegamos despacito, verja abajo, en la gratasombra de las acacias y de los plátanos, que están cargadostodavía. El paso de Platero resuena en las grandes losas queabrillanta el riego, azules de cielo a trechos, y a trechos blancasde flor caída, que, con el agua, exhala un vago aroma dulce yfino. ¡Qué frescura y qué olor salen del jardín, que empapatambién el agua, por la sucesión de los claros de yedra goteantede la verja! Dentro, juegan los niños. Y entre su oleada blancapasa, chillón y tintineador, el cochecillo del paseo, con susbanderitas moradas y su toldillo verde; el barco del avellanero,todo engalanado de granate y oro, con las jarcias ensartadasde cacahuetes y su chimenea humeante; la niña de los globos,con su gigantesco racimo volador, azul, verde y rojo; elbarquillero, rendido bajo su lata roja... En el cielo, por la masade verdor tocado ya del mal otoño, donde el ciprés y la palmeraperduran, mejor vistos, la luna amarillenta se va encendiendo,entre nubecillas rosas... Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en El Vergel, medice el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla y sugran reloj de plata: —Er burro no pué’entrá, zeñó. —¿El burro? ¿Qué burro?— le digo yo, mirando más alláde Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal. —¡Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de zéee...! Entonces, ya en la realidad, como Platero no pude entrarpor ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar, y me voy denuevo con él, verja arriba, acariciándolo y hablándole de otra cosa... 90
  • 91. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo setenta y ocho La luna Platero acababa de beberse dos cubos de agua con estrellasen el pozo del corral, y volvía a la cuadra, lento y distraído, entrelos altos girasoles. Yo le aguardaba en la puerta, echado en el quiciode cal y envuelto en la tibia fragancia de los heliotropos. Sobre el tejadillo, húmedo de las blanduras deseptiembre, dormía el campo lejano, que mandaba un fuertealiento de pinos. Una gran nube negra, como una gigantescagallina que hubiese puesto un huevo de oro, puso la luna sobreuna colina. Yo le dije a la luna: ...Ma sola ha questa luna in ciel, che da nessuno cader fu vista mai se non in sogno. Platero la miraba fijamente, y sacudía, con un duro ruidoblando, una oreja. Me miraba absorto y sacudía la otra... 91
  • 92. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo setenta y nueve Alegría Platero juega con Diana, la bella perra blanca que separece a la luna creciente, con la vieja cabra gris, con los niños... Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro, sonando suleve campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. YPlatero, poniendo las orejas en punta, cual dos cuernos de pita,la embiste blandamente y la hace rodar sobre la hierba en flor. La cabra va al lado de Platero, rozándose a sus patas,tirando con los dientes de la punta de las espadañas de lacarga. Con una clavellina o con una margarita en la boca, sepone frente a él, le topa en el testuz, y brinca luego, y bajaalegremente, mimosa, igual que una mujer... Entre los niños, Platero es de juguete. ¡Con qué pacienciasufre sus locuras! ¡Cómo va despacito, deteniéndose,haciéndose el tonto, para que ellos no se caigan! ¡Cómo losasusta, iniciando, de pronto, un trote falso! ¡Claras tardes del otoño moguereño! Cuando el aire purode octubre afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozoidílico de balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladreos y decampanillas... 92
  • 93. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ochenta Pasan los patos He ido a darle agua a Platero. En la noche serena, toda denubes vagas y estrellas, se oye, allá arriba, desde el silencio delcorral, un incesante pasar de claros silbidos. Son los patos. Van tierra adentro, huyendo de latempestad marina. De cuando en cuando, como si nosotroshubiéramos ascendido o como si ellos hubiesen bajado, seescuchan los ruidos más leves de sus alas, de sus picos, comocuando, por el campo, se oye clara la palabra de alguno que valejos... Horas y horas, los silbidos seguirán pasando, en un huirinterminable. Platero, de cuando en cuando, deja de beber y levanta lacabeza como yo, como las mujeres de Millet, a las estrellas,con una blanda nostalgia infinita... 93
  • 94. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ochenta y uno La niña chica La niña chica era la gloria de Platero. En cuanto la veíavenir hacia él, entre las lilas, con su vestidillo blanco y su sombrerode arroz, llamándolo dengosa: “¡Platero, Plateriiillo!”, el asnuchoquería partir la cuerda, y saltaba igual que un niño, y rebuznabaloco. Ella, en una confianza ciega, pasaba una vez y otra bajoél, y le pegaba pataditas, y le dejaba la mano, nardo cándido, enaquella bocaza rosa, almenada de grandes dientes amarillos; o,cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance, lo llamaba contodas las variaciones mimosas de su nombre: “¡Platero! ¡Platerón!¡Platerillo! ¡Platerete! ¡Platerucho!” En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba,río abajo, hacia la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en sudelirio, lo llamaba triste:”¡Plateriiillo!... “ Desde la casa oscura yllena de suspiros se oía, a veces, la lejana llamada lastimeradel amigo. ¡Oh estío melancólico! ¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde delentierro! Septiembre, rosa y oro, como ahora, declinaba. Desde elcementerio, !cómo resonaba la campana de vuelta en el ocasoabierto, camino de la gloria!... Volví por las tapias, solo y mustio;entré en la casa por la puerta del corral, y, huyendo de loshombres, me fui a la cuadra y me senté a pensar, con Platero. 94
  • 95. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ochenta y dos El pastor En la colina, que la hora morada va tornando oscura ymedrosa, el pastorcillo, negro contra el verde ocaso de cristal,silba en su pito, bajo el temblor de Venus. Enredadas en lasflores, que huelen más y ya no se ven, cuyo aroma las exaltahasta darles forma en la sombra en que están perdidas, tintineanparadas, las esquilas claras y dulces del rebaño, disperso unmomento, antes de entrar al pueblo, en el paraje conocido. —Zeñorito, zi eze gurro juera mío... El chiquillo, más moreno y más idílico en la hora dudosa,recogiendo en los ojos rápidos cualquier brillantez del instante,parece uno de aquellos mendiguillos que pintó BartoloméEsteban, el buen sevillano. Yo le daría el burro... Pero ¿qué iba yo a hacer sin ti, Platero? La luna, que sube, redonda, sobre la ermita deMontemayor, se ha ido derramando suavemente por el prado,donde aún yerran vagas claridades del día; y el suelo floridoparece ahora de ensueño, no sé qué encaje primitivo y bello; ylas rocas son más grandes, más inminentes y más tristes; yllora más el agua del regato invisible... Y el pastorcillo grita, codicioso, ya lejos: — ¡Ayn! Zi eze gurro juera míooo... 95
  • 96. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ochenta y tres El canario se muere Mira, Platero, el canario de los niños ha amanecido hoymuerto en su jaula de plata. Es verdad que el pobre estaba yamuy viejo... El invierno último, tú te acuerdas bien, lo pasósilencioso, con la cabeza escondida en el plumón. Y al entrar estaprimavera, cuando el sol hacía jardín la estancia abierta y abrían lasmejores rosas del patio, él quiso también engalanar la vidanueva, y cantó pero su voz era quebradiza y asmática, como lavoz de una flauta cascada. El mayor de los niños, que lo cuidaba, viéndolo yerto en elfondo de la jaula, se ha apresurado, lloroso, a decir: —¡Puej no l’a faltao na: ni comida, ni agua! No. No le ha faltado nada, Platero. “Se ha muerto porquesí” , diría Campoamor, otro canario viejo... Platero, ¿habrá un paraíso de los pájaros? ¿Habrá unvergel verde sobre el cielo azul, todo en flor de rosales áureos,con almas de pájaros blancos, rosas, celestes, amarillos? Oye, a la noche, los niños, tú y yo bajaremos el pájaromuerto al jardín. La luna está ahora llena, y a su pálida plata, elpobre cantor, en la mano cándida de Blanca, parecerá el pétalomustio de un lirio amarillento Y lo enterraremos en la tierra delrosal grande. A la primavera, Platero, hemos de ver al pájaro salir delcorazón de una rosa blanca. El aire fragante se pondrá canoro,y habrá por el sol de abril un errar encantado de alas invisiblesy un reguero secreto de trinos claros de oro puro. 96
  • 97. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ochenta y cuatro La colina ¿No me has visto nunca, Platero, echado en la colina,romántico y clásico a un tiempo? ...Pasan los toros, los perros, los cuervos, y no me muevo,ni siquiera miro. Llega la noche, y sólo me voy cuando lasombra me quita. No sé cuándo me vi allí por vez primera y aúndudo si estuve nunca. Ya sabes qué colina digo; la colina rojaaquella que se levanta, como un torso de hombre y de mujer,sobre la viña vieja de Cobano. En ella he leído cuanto he leído y he pensado todos mispensamientos. En todos los museos vi este cuadro mío, pintadopor mí mismo: yo, de negro, echado en la arena, de espaldas amí, digo a ti o a quien mirara, con mi idea libre entre mis ojos yel Poniente. Me llaman, a ver si voy ya a comer o a dormir, desde la casa dela Piña. Creo que voy, pero no sé si me quedo allí. Y yo estoy cierto,Platero, de que ahora no estoy aquí, contigo, ni nunca endonde esté, ni en la tumba ya muerto; sino en la colina roja,clásica a un tiempo y romántica, mirando, con un libro en lamano, ponerse el sol sobre el río... 97
  • 98. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ochenta y cinco El otoño Ya el sol, Platero, empieza a sentir pereza de salir de sussábanas, y los labradores madrugan más que él. Es verdad queestá desnudo y que hace fresco. ¡Cómo sopla el Norte! Mira, por el suelo, las ramitas caídas; esel viento tan agudo, tan derecho, que están todas paralelas,apuntadas al Sur. El arado va, como una tosca arma de guerra, a la labor alegrede la paz, Platero; y en la ancha senda húmeda, los árbolesamarillos, seguros de verdecer, alumbran, a un lado y otro,vivamente, como suaves hogueras de oro claro, nuestro rápidocaminar. 98
  • 99. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ochenta y seis El perro atado La entrada del otoño es para mí, Platero, un perro atado,ladrando limpia y largamente, en la soledad de un corral, de unpatio o de un jardín, que comienzan con la tarde a ponerse fríosy tristes... Dondequiera que estoy, Platero, oigo siempre, en estosdías que van siendo cada vez más amarillos, ese perro atado, queladra al sol de ocaso... Su ladrido me trae, como nada, la elegía. Son losinstantes en que la vida anda toda en el oro que se va, como elcorazón de un avaro en la última onza de su tesoro que searruina. Y el oro existe apenas, recogido en el almaavaramente y puesto por ella en todas partes, como los niñoscogen el sol con un pedacito de espejo y lo llevan a las paredesen sombra, uniendo en una sola las imágenes de la mariposa yde la hoja seca... Los gorriones, los mirlos, van subiendo de rama en ramaen el naranjo o en la acacia, más altos cada vez con el sol. Elsol se torna rosa, malva... La belleza hace eterno el momentofugaz y sin latido, como muerto para siempre aún vivo. Y elperro le ladra, agudo y ardiente, sintiéndola tal vez morir, a labelleza... 99
  • 100. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ochenta y siete La tortuga griega Nos la encontramos mi hermano y yo volviendo, un mediodía,del colegio por la callejilla. Era en agosto— ¡aquel cielo azulPrusia, negro casi, Platero!—, y para que no pasáramos tantocalor, nos traían por allí, que era más cerca... Entre la hierba dela pared del granero, casi como tierra, un poco protegida por lasombra del Canario, el viejo familiar amarillo que en aquelrincón se pudría, estaba, indefensa. La cogimos, asustados,con la ayuda de la mandadera y entramos en casa anhelantes,gritando: “¡Una tortuga, una tortuga!” Luego la regamos, porqueestaba muy sucia, y salieron, como de una calcomanía, unosdibujos en oro y negro... Don Joaquín de la Oliva, el Pájaro Verde y otros queoyeron a éstos, nos dijeron que era una tortuga griega. Luego,cuando en los Jesuítas estudié yo Historia Natural, la encontrépintada en el libro, igual a ella en un todo, con ese nombre; y lavi embalsamada en la vitrina grande, con un cartelito querezaba ese nombre también. Así, no cabe duda, Platero, deque es una tortuga griega. Ahí está, desde entonces. De niños hicimos con ellaalgunas perrerías: la columpiábamos en el trapecio, le echábamos aLord, la teníamos días enteros boca arriba... Una vez, el Sorditole dio un tiro para que viéramos lo dura que era. Rebotaron losplomos, y uno fue a matar un pobre palomo blanco que estababebiendo bajo el peral. Pasan meses y meses sin que se la vea. Un día, depronto, aparece en el carbón, fija, como muerta. A veces, unnido de huevos hueros, son señal de su estancia en algún sitio; comecon las gallinas, con los palomos, con los gorriones, y lo quemás le gusta es el tomate. A veces, en primavera, seenseñorea del corral, y parece que ha echado de su seca vejez 100
  • 101. Platero y yo Juan Ramón Jiménezeterna y sola una rama nueva; que se ha dado a luz a sí misma paraotro siglo... 101
  • 102. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ochenta y ocho Tarde de octubre Han pasado las vacaciones y, con las primeras hojasamarillas, los niños han vuelto al colegio. Soledad. El sol de lacasa, también con hojas caídas, parece vacío, En la ilusiónsuenan gritos lejanos y remotas risas... Sobre los rosales, aún con flor, cae la tarde, lentamente.Las lumbres del ocaso prenden las últimas rosas, y el jardín,alzando como una llama de fragancia hacia el incendio delPoniente, huele todo a rosas quemadas. Silencio. Platero, aburrido como yo, no sabe qué hacer. Poco apoco se viene a mí, duda un punto, y, al fin, confiado, pisandoseco y duro en los ladrillos, se entra conmigo por la casa... 102
  • 103. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ochenta y nueve Antonia El arroyo traía tanta agua, que los lirios amarillos, firmegala de oro de sus márgenes en el estío, se ahogaban enaislada dispersión, donando a la corriente fugitiva, pétalo apétalo, su belleza... ¿Por dónde iba a pasarlo Antoñilla con aquel trajedominguero?. Las piedras que pusimos se hundieron en el fango.La muchacha siguió, orilla arriba, hasta el vallado de los chopos, aver si por allí podía... No podía... Entonces yo le ofrecí a Platero,galante. Al hablarle yo, Antoñilla se encendió toda, que mando suarrebol las pecas que picaban de ingenuidad el contorno de sumirada gris. Luego se echó a reír, súbitamente, contra unárbol... Al fin se decidió. Tiró a la hierba el pañuelo rosa deestambre, corrió un punto y, ágil como una galga, seescarranchó sobre Platero, dejando colgadas a un lado y otrosus duras piernas, que redondeaban, en no sospechadamadurez, los círculos rojos y blancos de las medias bastas. Platero lo pensó un momento, y, dando un salto seguro, seclavó en la otra orilla. Luego, como Antoñilla, entre cuyo rubor yyo estaba ya el arroyo, le taconeara en la barriga, salió trotando porel llano, entre el reír de oro y plata de la muchacha morenasacudida. ...Olía a lirio, a agua, a amor. Cual una corona de rosascon espinas, el verso que Shakespeare hizo decir a Cleopatra,me ceñía, redondo, el pensamiento: ¡O happy horse, to bear the weight of Antony! —¡Platero!— le grité, al fin, iracundo, violento y desentonado... 103
  • 104. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo noventa El racimo olvidado Después de las largas lluvias de octubre, en el oro celeste deldía abierto, nos fuimos todos a las viñas. Platero llevaba la merienday los sombreros de las niñas en un cobujón del seroncillo, y en elotro, de contrapeso, tierna, blanca y rosa, como una flor dealbérchigo, a Blanca. ¡Qué encanto el del campo renovado! Iban los arroyosrebosantes, estaban blandamente aradas las tierras, y en loschopos marginales, festoneados todavía de amarillo, se veíanya los pájaros, negros. De pronto, las niñas, una tras otra, corrieron, gritando: —¡Un raciiimo! ¡Un raciiimo! En una cepa vieja, cuyos largos sarmientos enredadosmostraban aún algunas renegridas y carmíneas hojas secas,encendía el picante sol un claro y sano racimo de ámbar, brillosocomo la mujer en su otoño. ¡Todas lo querían! Victoria, que locogió, lo defendía a su espalda. Entonces yo se lo pedí, y ella, conesa dulce obediencia voluntaria que presta al hombre la niña que vapara mujer, me lo cedió de buen grado. Tenía el racimo cinco grandes uvas. Le di una a Victoria,una a Blanca, una a Lola, una a Pepa—¡los niños!—, y laúltima, entre risas y palmas unánimes, a Platero, que la cogió,brusco, con sus dientes enormes. 104
  • 105. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo noventa y uno Almirante Tú no lo conociste. Se lo llevaron antes que tú vi nieras.De él aprendí la nobleza. Como ves, la tabla con su nombre siguesobre el pesebre que fué suyo, en el que están su silla, subocado y su cabestro. ¡Qué ilusión cuando entró en el corral por vez primera,Platero! Era marismeño y con él venía a mí un cúmulo defuerza, de vivacidad, de alegría. ¡Qué bonito era! Todas lasmañanas, muy temprano, me iba con él ribera abajo y galopabapor las marismas levantando las bandadas de grajos que merodeaban por los molinos cerrados. Luego subía por la carretera yentraba, en duro y cerrado trote corto, por la calle Nueva. Una tarde de invierno vino a mi casa monsieur Dupont, elde las bodegas de San Juan, su fusta en la mano. Dejó sobre elvelador de la salita unos billetes y se fue con Lauro hacia elcorral. Después, ya anochecido, como en un sueño, vi pasarpor la ventana a monsieur Dupont con Almirante, enganchadoen su charret, calle Nueva arriba, entre la lluvia. No sé cuántos días tuve el corazón encogido. Hubo quellamar al médico y me dieron bromuro y éter y no sé qué más, hastaque el tiempo, que todo lo borra, me lo quitó del pensamiento, comome quitó a Lord y a la niña también, Platero. Sí, Platero. ¡Qué buenos amigos hubierais sido Almirante ytú! 105
  • 106. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo noventa y dos Viñeta Platero, en los húmedos y blandos surcos paralelos de laoscura haza recién arada, por los que corre ya otra vez un ligerobrote de verdor de las semillas removidas, el sol, cuya carreraes ya tan corta, siembra, al ponerse, largos regueros de orosensitivo. Los pájaros frioleros se van, en grandes y altosbandos, al Moro. La más leve ráfaga de viento desnuda ramasenteras de sus últimas bojas amarillas. La estación convida a miramos el alma, Platero. Ahoratendremos otro amigo: el libro nuevo, escogido y noble. Y elcampo todo se nos mostrará abierto, ante el libro abierto,propicio en su desnudez al infinito y sostenido pensamientosolitario. Mira, Platero, este árbol que, verde y susurrante, cobijó, nohace un mes aún, nuestra siesta. Solo, pequeño y seco, se recorta,con un pájaro negro entre las hojas que le quedan, sobre latriste vehemencia amarilla del rápido Poniente. 106
  • 107. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo noventa y tres La escama Desde la calle de la Aceña, Platero, Moguer es otropueblo. Allí empieza el barrio de los ma rineros. La gente habla deotro modo, con términos marinos, con imágenes libres y vistosas.Visten mejor los hombres, tienen cadenas pesadas y fuman buenoscigarros y pipas largas. ¡Qué diferencia entre un hombre sobrio, secoy sencillo de la Carretería, por ejemplo, Raposo, y un hombre alegre,moreno y rubio, Picón, tú lo conoces, de la calle de la Ribera! Granadilla, la hija del sacristán de San Francisco, es de la calledel Coral. Cuando vienen algún día a casa, deja la cocina vibrandode su viva charla gráfica. Las criadas, que son una de la Friseta, otradel Monturrio, otra de los Hornos, la oyen embobadas. Cuenta deCádiz, de Tarifa y de la Isla; habla de tabaco de contrabando, de telasde Inglaterra, de medias de seda, de plata, de oro... Luego saletaconeando y contoneándose, ceñida su figulina ligera y rizadaen el fino pañuelo negro de espuma... Las criadas se quedan comentando sus palabras decolores. Veo a Montemayor mirando una escama de pescadocontra el sol, tapado el ojo izquierdo con la mano... Cuando lepregunto qué hace, me responde que es la Virgen del Carmen,que se ve, bajo el arco iris, con su manto abierto y bordado, enla escama; la Virgen del Carmen, la Patrona de los marineros;que es verdad, que se lo ha dicho Granadilla... 107
  • 108. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo noventa y cuatro Pinito ¡Eese!... !Eese!... ¡Eese!... ¡... maj tonto que Pinitooo!... Casi se me había olvidado quién era Pinito. Ahora,Platero, en este sol suave del otoño, que hace de los valladosde arena roja un incendio más colorado que caliente, la voz de esechiquillo me hace, de pronto, ver venir a nosotros, subiendo la cuestacon una carga de sarmientos renegridos, al pobre Pinito. Aparece en mi memoria y se borra otra vez. Apenaspuedo recordarlo. Lo veo, un punto, seco, moreno, ágil, con un restode belleza en su sucia fealdad; mas, al querer fijar mejor suimagen, se me escapa todo, como un sueño con la mañana, yya no sé tampoco si lo que pensaba era de él... Quizá ibacorriendo casi en cueros por la calle Nueva, en una mañana deagua, apedreado por los chiquillos; o, en un crepúsculoinvernal, tornaba, cabizbajo y dando tumbos, por las tapias delcementerio viejo, al Molino de viento, a su cueva sin alquiler,cerca de los perros muertos, de los montones de basura y conlos mendigos forasteros. —... maj tonto que Pinitooo!... ¡Eese!... ¡Qué daría yo, Platero, por haber hablado una vez solacon Pinito, El pobre murió, según dice la Macaria, de unaborrachera, en casa de las Colillas, en la gavia del Castillo, haceya mucho tiempo, cuando era yo niño aún, como tú ahora,Platero. Pero ¿sería tonto? ¿Cómo, cómo sería? Platero, muerto él sin saber yo cómo era, ya sabes que, segúnese chiquillo, hijo de una madre que lo conoció sin duda, yo soymás tonto que Pinito. 108
  • 109. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo noventa y cinco El río Mira, Platero, cómo han puesto el río entre las minas, elmal corazón y el padrastreo. Apenas si su agua roja recogeaquí y allá, esta tarde, entre el fango violeta y amarillo, el solponiente; y por su cauce casi sólo pueden ir barcas de juguete.¡Qué pobreza! Antes, los barcos grandes de los vinateros, laúdes,bergantines, faluchos—El Lobo, La joven Eloísa, el SanCayetano, que era de mi padre y que mandaba el pobreQuintero; La Estrella, de mi tío, que, mandaba Picón—, poníansobre el cielo de San Juan la confusión alegre de susmástiles—¡sus palos mayores, asombro de los niños!—; o ibana Málaga, a Cádiz, a Gibraltar, hundidos de tanta carga devino... Entre ellos, las lanchas complicaban el oleaje con susojos, sus santos y sus nombres pintados de verde, de azul, deblanco, de amarillo, de carmín... Y los pescadores subían alpueblo sardinas, ostiones, anguilas, lenguados, cangrejos... Elcobre de Riotinto lo ha envenenado todo. Y menos mal,Platero, que con el asco de los ricos comen los pobres la pescamiserable de hoy... Pero el falucho, el bergantín, el laúd, todosse perdieron. ¡Qué miseria! ¡Ya el Cristo no ve el aguaje alto en lasmareas! Sólo queda, leve hilo de sangre de un muerto,mendigo harapiento y seco, la exangüe corriente del río, colorde hierro igual que este ocaso rojo sobre el que La Estrella,desarmada, negra y podrida, al cielo la quilla mellada, recortacomo una espina de pescado su quemada mole, en dondejuegan, cual en mi pobre corazón las ansias, los niños de loscarabineros. 109
  • 110. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo noventa y seis La granada ¡Qué hermosa esta granada, Platero! Me la ha mandadoAguedilla, escogida de lo mejor de su arroyo de las Monjas.Ninguna fruta me hace pensar, como ésta, en la frescura delagua que la nutre. Estalla de salud fresca y fuerte. ¿Vamos acomérnosla? ¡Platero, qué grato gusto amargo y seco el de la piel, duray agarrada como una raíz a la tierra! Ahora, el primer dulzor,aurora hecha breve rubí, de los granos que se vienen pegadosa la piel. Ahora, Platero, el núcleo apretado, sano, completo,con sus velos finos, el exquisito tesoro de amatistascomestibles, jugosas y fuertes, como el corazón de no sé qué reinajoven. ¡Qué llena está, Platero! Ten, come. ¡Qué rica! ¡Con quéfruición se pierden los dientes en la abundante sazón alegre yroja! Espera, que no puedo hablar. Da al gusto una sensacióncomo la del ojo perdido en el laberinto de colores inquietos deun calidoscopio. ¡Se acabó! Yo ya no tengo granados, Platero. Tú no viste los delcorralón de la bodega de la calle de las Flores. Ibamos por lastardes... Por las tapias caídas se veían los corrales de lascasas de la calle del Coral, cada uno con su encanto, y elcampo, y el río. Se oía el toque de las cornetas de loscarabineros y la fragua de Sierra... Era el descubrimiento deuna parte nueva del pueblo que no era la mía, en su plenapoesía diaria. Caía el sol y los granados se incendiaban comoricos tesoros, junto al pozo en sombra que desbarataba lahiguera llena de salamanquesas... ¡Granada, fruta de Moguer, gala de su escudo! ¡Granadasabiertas al sol grana del ocaso! ¡Granadas del huerto de lasMonjas, de la cañada del Peral, de Sabariego, con los 110
  • 111. Platero y yo Juan Ramón Jiménezreposados valles hondos con arroyos donde se queda el cielorosa, como en mi pensamiento, hasta bien entrada la noche! 111
  • 112. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo noventa y siete El cementerio viejo Yo quería, Platero, que tú entraras aquí conmigo; por esote he metido, entre los burros del ladrillero, sin que te vea elenterrador. Ya estamos en el silencio... Anda... Mira, éste es el patio de San José. Ese rincón umbrío yverde, con la verja caída, es el cementerio de los curas... Estepatinillo encalado que se funde, sobre el Poniente, en el sol vibrantede las tres, es el patio de los niños... Anda... El Almirante...Doña Benita... La zanja de los pobres, Platero... ¡Cómo entran y salen los gorriones de los cipreses!¡Míralos qué alegres! Esa abubilla que ves ahí, en la salvia, tiene elnido en un nicho... Los niños del enterrador. Mira con qué gustose comen su pan con manteca colorada... Platero, mira esas dosmariposas blancas... El patio nuevo... Espera... ¿Oyes? Los cascabeles... Es elcoche de las tres, que va por la carretera a la estación... Esos pinosson los del Molino de viento... Doña Lutgarda... El capitán... AlfreditoRamos, que traje yo, en su cajita blanca, de niño, una tarde deprimavera, con mi hermano, con Pepe Sáenz y con AntonioRivero... ¡Calla...! El tren de Riotinto que pasa por el puente...Sigue... La pobre Carmen, la tísica, tan bonita, Platero... Mira esa rosacon sol... Aquí está la niña, aquel nardo que no pudo con susojos negros... Y aquí, Platero, está mi padre... Platero... 112
  • 113. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo noventa y ocho Lipiani Échate a un lado, Platero, y deja pasar a los niños de laescuela. Es jueves, como sabes, y han venido al campo. Unos díaslos lleva Lipiani a lo del padre Castellano; otros, al puente delas Angustias; otros, a la Pila. Hoy se conoce que Lipiani estáde humor, y, como ves, los ha traído hasta la Ermita. Algunas veces he pensado que Lipiani te deshombrara—ya sabes lo que es desasnar a un niño, según palabra de nuestroalcalde— ;pero me temo que te murieras de hambre. Porque elpobre Lipiani, con el pretexto de la hermandad en Dios y aquello deque los niños se acerquen a mí, que él explica a su modo, haceque cada niño reparta con él su merienda, las tardes de campo,que él menudea, y así se come trece mitades él solo. ¡Mira qué contentos van todos! Los niños, como corazonazosmal vestidos, rojos y palpitantes, traspasados de la ardorosafuerza de esta alegre y picante tarde de octubre. Lipiani,contoneando su mole blanda en el ceñido traje canela decuadros, que fue de Boria, sonriente su gran barba entrecanacon la promesa de la comilona bajo el pino... Se queda elcampo vibrando a su paso como un metal policromo, igual quela campana gorda que ahora, calladas ya a sus vísperas, siguezumbando sobre el pueblo como un gran abejorro verde, en latorre de oro desde donde ella ve la mar. 113
  • 114. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo noventa y nueve El castillo ¡Que bello está el cielo esta tarde, Platero, con su metálica luzde otoño, como una ancha espada de oro limpio! Me gusta venir poraquí, porque desde esta cuesta en soledad se ve bien elponerse del sol y nadie nos estorba, ni nosotros inquietamos anadie... Sólo una casa hay, blanca y azul, entre las bodegas y losmuros sucios que bordean el jaramago y la ortiga, y se diríaque nadie vive en ella. Este es el nocturno campo de amor de laColilla y de su hija, esas buenas mozas blancas, iguales casi,vestidas siempre de negro. En esta gavia es donde se murió Pinito ydonde estuvo dos días sin que lo viera nadie. Aquí pusieron loscañones cuando vinieron los artilleros. A don Ignacio, ya tú lohas visto, confiado, con su contrabando de aguardiente.Además, los toros entran por aquí de las Angustias, y no hay nichiquillos siquiera. ...Mira la viña por el arco del puente de la gavia, roja ydecadente, con los hornos de ladrillo y el río violeta al fondo.Mira las marismas, solas. Mira cómo el sol poniente, almanifestarse, grande y grana, como un dios visible, atrae a él eléxtasis de todo y se hunde, en la raya de mar que está detrásde Huelva, en el absoluto silencio que le rinde el mundo; esdecir, Moguer, su campo, tú y yo, Platero. 114
  • 115. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo cien La plaza vieja de toros Una vez más pasa por mí, Platero, en incogible ráfaga, lavisión aquella de la plaza vieja de toros que se quemó una tarde...de..., que se quemó, yo no sé cuando... Ni sé tampoco cómo era por dentro... Guardo una idea dehaber visto— ¿o fue en una estampa de las que venían en elchocolate que me daba Manolito Flórez?— unos perros chatos,pequeños y grises, como de maciza goma, echados al aire por untoro negro... Y una redonda soledad absoluta, con una altahierba muy verde... Sólo sé cómo era por fuera, digo porencima; es decir, lo que no era plaza... Pero no había gente...Yo daba, corriendo, la vuelta por las gradas de pino, con lailusión de estar en una plaza de toros buena y verdadera, comolas de aquellas estampas, más alto cada vez; y, en elanochecer de agua que se venía encima, se me entró, parasiempre ,en el alma, un paisaje lejano de un rico verdor negro,a la sombra, digo, al frío del nubarrón, con el horizonte depinares recortado sobre una ola y leve claridad corrida y blanca,allá sobre el mar... Nada más... ¿Qué tiempo estuve allí? ¿Quién me sacó?¿Cuándo fue? No lo sé, ni nadie me lo ha dicho, Platero... Perotodos me responden cuando les hablo de ello: —Sí; la plaza del Castillo, que se quemó... Entonces síque venían toreros a Moguer... 115
  • 116. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento uno El eco El paraje es tan solo, que parece que siempre hay alguienpor él. De vuelta de los montes, los cazadores alargan por aquí elpaso y se suben por los vallados para ver más lejos. Se dice que,en sus correrías por este término, hacía noche aquí Parrales, elbandido... La roca roja está contra el naciente y, arriba, algunacabra desviada, se recorta, a veces, contra la luna amarilla delanochecer. En la pradera, una charca que solamente secaagosto, coge pedazos de cielo amarillo, verde, rosa, ciega casi porlas piedras que desde lo alto tiran los chiquillos a las ranas, opor levantar el agua en un remolino estrepitoso. ...He parado a Platero en la vuelta del camino, junto alalgarrobo que cierra la entrada del prado negro todo de susalfanjes secos; y aumentando mi boca con mis manos, he gritadocontra la roca: “¡Platero!” La roca, con respuesta seca, endulzada un poco por elcontagio del agua próxima, ha dicho: “¡Platero!” Platero ha vuelto, rápido, la cabeza, irguiéndola yfortaleciéndola, y con un impulso de arrancar, se haestremecido. “¡Platero!”, he gritado de nuevo a la roca. La roca de nuevo ha dicho: “¡Platero!” Platero me ha mirado, ha mirado a la roca y, remangandoel labio, ha puesto un interminable rebuzno contra el cenit. La roca ha rebuznado larga y oscuramente con él en unrebuzno paralelo al suyo, con el fin más largo. Platero ha vuelto a rebuznar. La roca ha vuelto a rebuznar. 116
  • 117. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Entonces, Platero, en un rudo alboroto testarudo, se hacerrado como un día malo, ha empezado a dar vueltas con eltestuz o en el suelo, queriendo romper la cabezada, huir, dejarmesolo, hasta que me lo he ido trayendo con palabras bajas, ypoco a poco su rebuzno se ha ido quedando solo en surebuzno, entre las chumberas. 117
  • 118. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento dos Susto Era la comida de los niños. Soñaba la lámpara su rosadalumbre tibia sobre el mantel de nieve y los geranios rojos y laspintadas manzanas coloreaban de una áspera alegría fuerteaquel sencillo idilio de caras inocentes. Las niñas comían comomujeres; los niños discutían como algunos hombres. Al fondo,dando el pecho blanco al pequeñuelo, la madre, joven, rubia ybella, los miraba sonriendo. Por la ventana del jardín, la claranoche de estrellas temblaba, dura y fría. De pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, a los brazosde la madre. Hubo un súbito silencio, y luego, en un estrépito desillas caídas, todos corrieron tras ella, con un raudo alborotar,mirando espantados a la ventana. ¡El tonto de Platero! Puesta en el cristal su cabezotablanca, agigantada por la sombra, los cristales y el miedo,contemplaba, quieto y triste, el dulce comedor encendido. 118
  • 119. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento tres La fuente vieja Blanca siempre sobre el pinar siempre verde; rosa o azul,siendo blanca, en la aurora; de oro o malva en la tarde, siendoblanca; verde o celeste, siendo blanca en la noche; la Fuentevieja, Platero, donde tantas veces me has visto parado tantotiempo, encierra en sí, como una clave o una tumba, toda laelegía del mundo, es decir, el sentimiento de la vida verdadera. En ella he visto el Partenón, las Pirámides, las catedralestodas. Cada vez que una fuente, un mausoleo, un pórtico medesvelaron con la insistente permanencia de su belleza,alternaba en mi duermevela su imagen con la imagen de laFuente vieja. De ella fui a todo. De todo torné a ella. De tal manera está en susitio, tal armoniosa sencillez la eterniza, el color y la luz sonsuyos tan por entero, que casi se podría coger de ella en la mano,como su agua, el caudal completo de la vida. La pintó Böcklinsobre Grecia; fray Luis la tradujo; Beethoven la inundó dealegre llanto; Miguel Ángel se la dio a Rodin. Es la cuna y es la boda; es la canción y es el soneto; es larealidad y es la alegría; es la muerte. Muerta está ahí, Platero, esta noche, como una carne demármol entre el oscuro y blando verdor rumoroso; muerta,manando de mi alma el agua de mi eternidad. 119
  • 120. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento cuatro Camino ¡Qué de hojas han caído la noche pasada, Platero! Parece quelos árboles han dado una vuelta y tienen la copa en el suelo yen el cielo las raíces, en un anhelo de sembrarse en él. Mira esechopo: parece Lucía, la muchacha titiritera del circo, cuando,derramada la cabellera de fuego en la alfombra, levanta,unidas, sus finas piernas bellas, que alarga la malla gris. Ahora, Platero, desde la desnudez de las ramas, lospájaros nos verán entre las hojas de oro, como nosotros losveíamos a ellos entre las hojas verdes, en la primavera. Lacanción suave que antes cantaron las hojas arriba, ¡en quéseca oración arrastrada se ha tornado abajo! ¿Ves el campo, Platero, todo lleno de hojas secas?Cuando volvamos por aquí, el domingo que viene, no verás unasola. No sé dónde se mueren. Los pájaros, en su amor de laprimavera, han debido de decirles el secreto de ese morir belloy oculto, que no tendremos tú ni yo, Platero... 120
  • 121. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento cinco Piñones Ahí viene, por el sol de la calle Nueva, la chiquilla de lospiñones. Los trae crudos y tostados. Voy a comprarle, para ti ypara mí, una perra gorda de piñones tostados, Platero. Noviembre superpone invierno y verano en días dorados yazules. Pica el sol, y las venas se hinchan como sanguijuelas,redondas y azules... Por las blancas calles tranquilas y limpiaspasa el liencero de la Mancha con su fardo gris al hombro; elquincallero de Lucena, todo cargado de luz amarilla, sonando sutin tan que recoge en cada sonido el sol... Y, lenta, pegada a lapared, pintando con cisco, en larga raya, la cal, doblada con suespuerta, la niña de la Arena, que pregona larga ysentidamente: “¡A loj tojtaiiitoooj piñoneee...!” Los novios los comen juntos en las puertas, trocando,entre sonrisas de llama, meollos escogidos. Los niños que vanal colegio, van partiéndolos en los umbrales con una piedra...Me acuerdo que, siendo yo niño, íbamos al naranjal deMariano, en los Arroyos, las tardes de invierno. Llevábamos unpañuelo de piñones tostados, y toda mi ilusión era llevar lanavaja con que los partíamos, una navaja de cabo de nácar,labrada en forma de pez, con dos ojitos correspondidos de rubí, altravés de los cuales se veía la torre Eiffel... ¡Qué gusto tan bueno dejan en la boca los piñonestostados, Platero! ¡Dan un brío, un optimismo! Se siente unocon ellos seguro en el sol de la estación fría, como hecho yamonumento inmortal, y se anda con ruido, y se lleva sin peso laropa de invierno, y hasta echaría uno un pulso con León,Platero, o con el Manquito, el mozo de los coches... 121
  • 122. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento seis El toro huido Cuando llego yo, con Platero, al naranjal, todavía lasombra está en la cañada, blanca de la uña de león conescarcha. El sol aún no da oro al cielo incoloro y fúlgido, sobreel que la colina de chaparros dibuja sus más finas aulagas... Decuando en cuando, un blando rumor ancho y prolongado me hacealzar los ojos. Son los estorninos, que vuelven a los olivares, enlargos bandos, cambiando en evoluciones ideales... Toco las palmas... El eco... ¡Manuel! .... Nadie... Depronto, un rápido rumor grande y redondo... El corazón late conun presentimiento de todo su tamaño. Me escondo, conPlatero, en la higuera vieja... Sí, ahí va. Un toro colorado pasa, dueño de la mañana,olfateando, mugiendo, destrozando por capricho lo queencuentra. Se para un momento en la colina y llena el valle,hasta el cielo, de un lamento corto y terrible. Los estorninos, sinmiedo, siguen pasando con un rumor que el latido de mi corazónahoga, sobre el cielo rosa. En una polvareda, que el sol que asoma ya toca de cobre,el toro baja, entre las pitas, al pozo. Bebe un momento, y luego,soberbio, campeador, mayor que el campo, se va, cuestaarriba, los cuernos colgados de despojos de vid, hacia elmonte, y se pierde, al fin, entre los ojos ávidos y ladeslumbrante aurora, ya de oro puro. 122
  • 123. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento siete Idilio de noviembre Cuando, anochecido, vuelve Platero del campo con sublanca carga de ramas de pino para el horno, casi desaparecebajo la amplia verdura rendida. Su paso es menudo, unido,como el de la señorita del circo en el alambre, fino, juguetón...Parece que no anda. En punta las orejas, se diría un caracol debajode su casa. Las ramas verdes, ramas que, erguidas, tuvieroncuervos— ¡qué horror !, ¡ahí han estado, Platero!— , se caen,pobres, hasta el polvo blanco de las sendas secas del crepúsculo. Una fría dulzura malva lo nimba todo. Y en el campo, que vaya a diciembre, la tierna humildad del burro cargado empieza,como el año pasado, a parecer divina... 123
  • 124. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento ocho La yegua blanca Vengo triste, Platero... Mira; pasando por la calle de las Flores,ya en la Portada, en el mismo sitio en que el rayo mató a losdos niños gemelos, estaba muerta la yegua blanca del Sordo.Unas chiquillas casi desnudas la rodeaban, silenciosas. Purita, la costurera, que pasaba, me ha dicho que elSordo llevó esta mañana la yegua al moridero, harto ya dedarle de comer. Ya sabes que la pobre era tan vieja como donJulián y tan torpe. No veía, ni oía, y apenas podía andar... Aeso del mediodía, la yegua estaba otra vez en el portal de suamo. El, irritado, cogió un rodrigón y la quería echar a palos. Nose iba. Entonces la pinchó con la hoz. Acudió la gente y , entremaldiciones y bromas, la yegua. salió, calle arriba, cojeando,tropezándose. Los chiquillos la seguían con piedras y gritos... Alfin, cayó al suelo y allí la remataron. Algún sentimientocompasivo revoló sobre ella: “¡Dejadla morir en paz!”, como sitú o yo hubiésemos estado allí, Platero; pero fue como unamariposa en el centro de un vendaval. Todavía, cuando la he visto, las piedras yacían a su lado,fría ya ella como ellas. Tenía un ojo abierto del todo, que, ciegoen su vida, ahora que estaba muerta parecía como si mirara.Su blancura era lo que iba quedando de luz en la calle oscura, sobrela que el cielo del anochecer, muy alto con el frío, seaborregaba todo de levísimas nubecillas de rosa... 124
  • 125. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento nueve Cencerrada Verdaderamente, Platero, que estaban bien. Doña Camilaiba vestida de blanco y rosa, dando lección, con el cartel y elpuntero, a un cochinito. El, Satanás, tenía un pellejo vacío demosto en una mano y con la otra le sacaba a ella de la faltriquera unabolsa de dinero. Creo que hicieron las figuras Pepe el Pollo yConcha la Mandadera, que se llevó no sé qué ropas viejas demi casa. Delante iba Pepito el Retratado, vestido de cura, en unburro negro, con un pendón. Detrás, todos los chiquillos de lacalle de Enmedio, de la calle de la Fuente, de la Carretería, dela plazoleta de los Escribanos, del callejón de tío Pedro Tello,tocando latas, cencerros, peroles, almireces, gangarros,calderos, en rítmica armonía, en la luna llena de las calles. Ya sabes que doña Camila es tres veces viuda y que tienesesenta años, y que Satanás, viudo también, aunque una solavez, ha tenido tiempo de consumir el mosto de setenta vendimias.¡Habrá que oírlo esta noche detrás de los cristales de la casacerrada, viendo y oyendo su historia y la de su nueva esposa,en efigie y en romance! Tres días, Platero, durará la cencerrada. Luego, cadavecina se irá llevando del altar de la plazoleta, ante el que,alumbradas las imágenes, bailan los borrachos, lo que es suyo.Luego seguirá unas noches más el ruido de los chiquillos. Al fin,sólo quedarán la luna llena y el romance... 125
  • 126. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento diez Los gitanos Mírala, Platero. Ahí viene, calle abajo, en el sol de cobre,derecha, enhiesta, a cuerpo, sin mirar a nadie... ¡Qué bien lleva supasada belleza, gallarda todavía, como en roble, el pañueloamarillo de talle, en invierno, y la falda azul de volantes,lunareada de blanco! Va al Cabildo, a pedir permiso paraacampar, como siempre, tras el cementerio. Ya recuerdas lostenduchos astrosos de los gitanos, con sus hogueras, susmujeres vistosas y sus burros moribundos, mordisqueando lamuerte, en derredor. ¡Los burros, Platero! ¡Ya estarán temblando los burros dela Friseta, sintiendo a los gitanos desde, los corrales bajos! (Yoestoy tranquilo por Platero, porque para llegar a su cuadratendrían los gitanos que saltar medio pueblo, y, además,porque Rengel, el guarda, me quiere y lo quiere a él.) Pero, poramedrentarlo en broma, le digo, ahuecando y poniendo negrala voz: —¡Adentro, Platero, adentro! ¡Voy a cerrar la cancela, quete van a llevar! Platero, seguro de que no lo robarán los gitanos, pasa,trotando, la cancela, que se cierra tras él con duro estrépito dehierro y cristales, y salta y brinca, del patio de mármol al de lasflores y de éste al corral, como una flecha, rompiendo—¡brutote!—,en su corta fuga, la enredadera azul. 126
  • 127. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento once La llama Acércate más, Platero. Ven... Aquí no hay que guardaretiquetas. El casero se siente feliz a tu lado, porque es de los tuyos.Allí, su perro, ya sabes que te quiere. Y yo, ¡no te digo nada,Platero!...! ¡Qué frío hará en el naranjal! Ya oyes a Raposo:“¡Dioj quiá que no je queme nesta noche muchaj naranja!” ¿No te gusta el fuego, Platero? No creo que mujerdesnuda alguna pueda poner su cuerpo con la llamarada. ¿Quécabellera suelta, que brazos, qué piernas resistirían lacomparación con estas desnudeces ígneas? Tal vez no tenga laNaturaleza muestra mejor que el fuego. La casa está cerrada y lanoche fuera y sola; y, sin embargo, !cuánto más cerca que elcampo mismo estamos, Platero, de la Naturaleza, en estaventana abierta al antro plutónico! El fuego es el universodentro de casa. Colorado e interminable, como la sangre deuna herida del cuerpo, nos calienta y nos da hierro, con todas lasmemorias de la sangre. Platero, ¡qué hermoso es el fuego! Mira cómo Alí, casiquemándose en él, lo contempla con sus vivos ojos abiertos. ¡Quéalegría! Estamos envueltos en danzas de oro y danzas desombras. La casa toda baila, y se achica y se agiganta enjuego fácil, como los rusos. Todas las formas surgen de él, eninfinito encanto: ramas y pájaros, el león y el agua, el monte yla rosa. Mira: nosotros mismos, sin quererlo, bailamos en lapared, en el suelo, en el techo. ¡Qué locura, qué embriaguez, qué gloria! El mismo amorparece muerte aquí, Platero. 127
  • 128. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento doce Convalecencia Desde la débil iluminación amarilla de mi cuarto deconvaleciente, blando de alfombras y tapices, oigo pasar por lacalle nocturna, como en un sueño con relente de estrellas, ligerosburros que retornan del campo, niños que juegan y gritan. Se adivinan cabezotas oscuras de asnos, y cabecitasfinas de niños que, entre los rebuznos, cantan, con cristal yplata, coplas de Navidad. El pueblo se siente envuelto en unahumareda de castañas tostadas, en un vaho de establos, en unaliento de hogares en paz... Y mi alma se derrama, purificadora, como si un raudal deaguas celestes le surtiera de la peña en sombra del corazón.¡Anochecer de redenciones! ¡Hora íntima, fría y tibia a untiempo, llena de claridades infinitas! Las campanas, allá arriba, allá fuera, repican entre lasestrellas. Contagiado, Platero rebuzna en su cuadra, que, eneste instante de cielo cercano, parece que está muy lejos... Yolloro, débil, conmovido y solo, igual que Fausto... 128
  • 129. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento trece El burro viejo 129
  • 130. Platero y yo Juan Ramón Jiménez ...En fin, anda tan cansado que a cada passo se pierde... (El potro rucio del Alcayde de los Vélez.) Romancero general. No sé cómo irme de aquí, Platero. ¿Quién lo deja ahí al pobre,sin guía y sin amparo? Ha debido de salirse del moridero. Yo creo que no nosoye ni nos ve. Ya lo viste esta mañana en ese mismo vallado, bajolas nubes blancas, alumbrada su seca miseria mohina, quellenaban de islas vivas las moscas, por el sol radiante, ajeno ala belleza prodigiosa del día de invierno. Daba una lenta vuelta,como sin oriente, cojo de todas las patas, y se volvía otra vez almismo sitio. No ha hecho más que mudar de lado. Esta mañanamiraba al Poniente y ahora mira al Naciente. ¡Qué traba la de la vejez, Platero! Ahí tienes a ese pobreamigo, libre y sin irse, aun viniendo ya hacia él la primavera. ¿Oes que está muerto, como Bécquer, y sigue en pie, sinembargo? Un niño podría dibujar su contorno fijo, sobre el cielo delanochecer. Ya lo ves... Lo he querido empujar y no arranca... Ni atiende alas llamadas... Parece que la agonía lo ha sembrado en el suelo... Platero, se va a morir de frío en ese vallado alto, estanoche, pasado por el Norte... No sé cómo irme de aquí; no séqué hacer. Platero... 130
  • 131. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento catorce El alba En las lentas madrugadas de invierno, cuando los gallosalertas ven las primeras rosas del alba y las saludan galantes,Platero, harto de dormir, rebuzna largamente. ¡Cuán dulce sulejano despertar, en la luz celeste que entra por las rendijas dela alcoba! Yo, deseoso también del día, pienso en el sol desdemi lecho mullido. Y pienso en lo que habría sido del pobre Platero si en vezde caer en mis manos de poeta hubiese caído en las de uno deesos carboneros que van, todavía de noche, por la duraescarcha de los caminos solitarios, a robar los pinos de losmontes, o en las de uno de esos gitanos astrosos que pintanlos burros y les dan arsénico y les ponen alfileres en las orejaspara que no se les caigan. Platero rebuzna de nuevo. ¿Sabrá que pienso en él?¿Qué me importa? En la ternura del amanecer, su recuerdo mees grato como el alba misma. Y, gracias a Dios, él tiene una cuadratibia y blanda como una cuna, amable como mi pensamiento. 131
  • 132. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento quince Florecillas A mi madre. Cuando murió Mamá Teresa, me dice mi madre, agonizócon un delirio de flores. Por no sé qué asociación, Platero, conlas estrellitas de colores de mi sueño de entonces, niñopequeñito, pienso, siempre que lo recuerdo, que las flores desu delirio fueron las verbenas, rosas, azules, moradas. No veo a Mamá Teresa más que a través de los cristalesde colores de la cancela del patio, por los que yo miraba azul ograna la luna y el Sol, inclinada tercamente sobre las macetascelestes o sobre los arrriates blancos. Y la imagen permanece sinvoler la cara —porque yo no me acuerdo cómo era—,bajo el solde la siesta de agosto o bajo las lluviosas tormentas deseptiembre. En su delirio dice mi madre que llamaba a no sé quéjardinero invisible, Platero. El que fuera, debió de llevársela por unavereda de flores, de verbenas, dulcemente. Por ese camino tornaella, en mi memoria, a mí, que la conservo a su gusto en misentir amable, aunque fuera del todo de mi corazón, comoentre aquellas sedas finas que ella usaba, sembradas todas deflores pequeñitas, hermanas también de los heliotropos caídosdel huerto y de las lucecillas fugaces de mis noches de niño. 132
  • 133. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento dieciséis Navidad ¡La candela en el campo!... Es tarde de Nochebuena, y unsol opaco y débil clarea apenas en el cielo crudo, sin nubes, todo grisen vez de todo azul, con un indefinible amarillor en el horizontede Poniente... De pronto, salta un estridente crujido de ramasverdes que empiezan a arder; luego, el humo apretado, blancocomo armiño, y la llama, al fin, que limpia el humo y puebla elaire de puras lenguas momentáneas, que parecen lamerlo. ¡Oh la llama en el viento! Espíritus rosados, amarillos,malvas, azules, se pierden no sé donde, taladrando un secretocielo bajo; ¡y dejan un olor de ascua en el frío! ¡Campo, tibioahora, de diciembre! ¡Invierno con cariño! ¡Nochebuena de losfelices! Las jaras vecinas se derriten. El paisaje, a través del airecaliente, tiembla y se purifica como si fuese de cristal errante. Ylos niños del casero, que no tienen Nacimiento, se vienenalrededor de la candela, pobres y tristes, a calentarse lasmanos arrecidas, y echan en las brasas bellotas y castañas,que revientan, en un tiro. Y se alegran luego, y saltan sobre el fuego que ya lanoche va enrojeciendo, y cantan: ...Camina, María, camina José... Yo les traigo a Platero, y se lo doy, para que jueguen con él. 133
  • 134. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento diecisiete La calle de la ribera Aquí, en esta casa grande, hoy cuartel de la Guardia Civil,nací yo, Platero. ¡Cómo me gustaba de niño y qué rico me parecíaeste pobre balcón, mudéjar a lo maestro Garfia, con susestrellas de cristales de colores! Mira por la cancela, Platero;todavía las lilas, blancas y lilas, y las campanillas azulesengalanan, colgando la verja de madera, negras por el tiempo, delfondo del patio, delicia de mi edad primera. Platero, en esta esquina de la calle de las Flores se ponían porla tarde los marineros, con sus trajes de paño de varios azules,en hazas, como el campo de octubre. Me acuerdo que meparecían inmensos; que, entre sus piernas, abiertas por lacostumbre del mar, veía yo, allí abajo, el río, con sus listasparalelas de agua y de marisma, brillantes aquéllas, secas éstas yamarillas; con un lento bote en el encanto del otro brazo del río;con las violentas manchas coloradas en el cielo del Poniente...Después, mi padre se fue a la calle Nueva, porque losmarineros andaban siempre navaja en mano, porque loschiquillos rompían todas las noches la farola del zaguán y lacampanilla y porque en la esquina hacía siempre muchoviento... Desde el mirador se ve el mar. Y jamás se borrará de mimemoria aquella noche en que nos subieron a los niños todos,temblorosos y ansiosos, a ver el barco inglés aquel que estabaardiendo en la Barra... 134
  • 135. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento dieciocho El invierno Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve,Platero. Llueve. Y las últimas flores que el otoño dejóobstinadamente prendidas a sus ramas exangües, se cargande diamantes. En cada diamante, un cielo, un palacio de cristal, unDios. Mira esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla,¿ves?, se le cae la nueva flor brillante, como su alma, y se quedamustia y triste, igual que la mía. El agua debe de ser tan alegre como el sol. Mira, si no,cuál corren, felices, los niños bajo ella, recios v colorados, alaire las piernas. Ve cómo los gorriones se entran todos, enbullanguero bando súbito, en la yedra, en la escuela, Platero,como dice Darbón, tu médico. Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones.Mira cómo corren las canales del tejado. Mira cómo se limpianlas acacias, negras ya y un poco doradas todavía; cómo torna anavegar por la cuneta el barquito de los niños, parado ayer entre lahierba. Mira ahora, en este sol instantáneo y débil, cuán bello elarco iris que sale de la iglesia y muere, en una vaga irisación, anuestro lado. 135
  • 136. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento diecinueve Leche de burra La gente va más deprisa y tose en el silencio de lamañana de diciembre. El viento vuelca el toque de misa en elotro lado del pueblo. Pasa vacío el coche de las siete... Medespierta otra vez un vibrador ruido de los hierros de laventana... ¿Es que el cielo ha atado a ella otra vez, como todoslos años, su burra? Corren presurosas las lecheras arriba y abajo, con sucántaro de lata en el vientre, pregonando su blanco tesoro en elfrío. Esta leche que saca el ciego a su burra es para loscatarrosos. Sin duda, el ciego, como es ciego, no ve la ruina, mayor,si es posible, cada día, cada hora, de su burra. Parece ellaentera un ojo ciego de su amo... Una tarde, yendo yo conPlatero por la cañada de las Animas, me vi al ciego dandopalos a diestro y siniestro tras la pobre burra, que corría por losprados, sentada casi en la hierba mojada. Los palos caían enun naranjo, en la noria, en el aire, menos fuertes que losjuramentos que, de ser sólidos, habrían derribado el torreón delCastillo . . . No quería la pobre burra vieja más advientos, y sedefendía del Destino vertiendo en lo infecundo de la tierra, comoOnán, la dádiva de algún burro desahogado... El ciego, que vive suoscura vida vendiendo a los viejos por un cuarto, o por una promesa,dos dedos del néctar de los burrillos, quería que l a burra detuviese,en pie, el don fecundo, causa de su dulce medicina. Y ahí está la burra, rascando su miseria en los hierros dela ventana, farmacia miserable, para todo otro invierno, deviejos fumadores, tísicos y borrachos... 136
  • 137. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento veinte Noche pura Las almenadas azoteas blancas se cortan secamentesobre el alegre cielo azul, gélido y estrellado. El norte silenciosoacaricia, vivo, con su pura agudeza. Todos creen que tienen frío, y se esconden en las casas ylas cierran. Nosotros, Platero, vamos a ir despacio, tú con tulana y con mi manta, yo con mi alma, por el limpio pueblo solitario. ¡Qué fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo unatorre de piedra tosca con remate de plata libre! ¡Mira cuántaestrella! De tantas como son, marean. Se diría el cielo unmundo de niños, que le está rezando a la tierra un encendidorosario de amor ideal. ¡Platero, Platero! ¡Diera yo toda mi vida y anhelara que túquisieras dar la tuya por la pureza de esta alta noche de enero,sola, clara y dura! 137
  • 138. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento veintiuno La corona de perejil A ver quien llega antes! El premio era un libro de estampas, que yo había recibidola víspera, de Viena. —¡A ver quién llega antes a las violetas!... A la una... A lasdos... A las tres! Salieron las niñas corriendo, en un alegre alboroto blancoy rosa al sol amarillo. Un instante, se oyó en el silencio que clesfuerzo mudo de sus pechos abría en la mañana, la hora lentaque daba el reloj de la torre del pueblo. el menudo cantar de unmosquitito en la colina de los pinos, que llenaban los liriosazules, el venir del agua en el regato... Llegaban las niñas alprimer naranjo, cuando Platero, que holgazaneaba por allí,contagiado del juego, se unió a ellas en su vivo correr. Ellas,por no perder, no pudieron protestar ni reírse siquiera... Yo les gritaba: “¡Que gana Platero! ¡Que gana Platero!” Sí; Platero llegó a las violetas antes que ninguna, y sequedó allí, revolcándose en la arena. Las niñas volvieron protestando sofocadas, subiéndoselas medias, cogiéndose el cabello: —¡Eso no vale! . ¡Eso no vale! ¡Pues no! ¡Pues no! ¡ Puesno, ea! Les dije que aquella carrera la había ganado Platero, yque era justo premiarlo de algún modo. Que bueno, que el libro,como Platero no sabía leer, se quedaría para otra carrera de ellas;pero que a Platero había que darle un premio. Ellas, seguras ya del libro, saltaban y reían, rojas: —¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! 138
  • 139. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Entonces, acordándome de mí mismo, pensé que Platerotendría el mejor premio en su esfuerzo, como yo en mis versos.Y cogiendo un poco de perejil del cajón de la puerta de lacasera, hice una corona, y se la puse en la cabeza, honor fugazy máximo, como a un lacedemonio. 139
  • 140. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento veintidós Los Reyes Magos ¡Qué ilusión, esta noche, la de los niños, Platero! No eraposible acostarlos. Al fin, el sueño los fue rindiendo: a uno, enuna butaca; a otro, en el suelo, al arrimo de la chimenea; aBlanca, en una silla baja; a Pepe, en el poyo de la ventana, lacabeza sobre los clavos de la puerta, no fueran a pasar losReyes... Y ahora, en el fondo de esta afuera de la vida, sesiente como un gran corazón pleno y sano, el sueño de todos, vivoy mágico. Antes de la cena, subí con todos. ¡Qué alboroto por laescalera, tan medrosa para ellos otras noches! ‘’A mí no me da miedode la montera, Pepe; ¿y a ti?’’, decía Blanca, cogida muy fuertede mi mano. Y pusimos en el balcón, entre las cidras, loszapatos de todos. Ahora, Platero, vamos a vestirnos Montemayor,tita, María Teresa, Polilla, Perico, tú y yo, con sábanas y colchasy sombreros antiguos. Y a las doce pasaremos ante la ventanade los niños en cortejo de disfraces y de luces, tocandoalmireces, trompetas y el caracol que está en el último cuarto.Tú irás delante conmigo, que seré Gaspar y llevaré unasbarbas blancas de estopa, y llevarás, como un delantal, labandera de Colombia, que he traído de casa de mi tío, elcónsul... Los niños, despertados de pronto, con el sueñocolgado aún, en jirones, de los ojos asombrados, se asomaránen camisa a los cristales, temblorosos y maravillados. Después,seguiremos en su sueño toda la madrugada, y mañana,cuando, ya tarde, los deslumbre el cielo azul por los postigos,subirán, a medio vestir, al balcón, y serán dueños de todo eltesoro. El año pasado nos reímos mucho. ¡Ya verás cómo nosvamos a divertir esta noche, Platero, camellito mío! 140
  • 141. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento veintitrés Mons-urium El Monturrio, hoy. Las colinitas rojas, más pobres cada día porla cava de los areneros, que, vistas desde el mar, parecen deoro y que nombraron los romanos de ese modo brillante y alto.Por él se va, más pronto que por el cementerio, al Molino deviento. Asoma ruinas por doquiera, y en sus viñas, loscavadores sacan huesos, monedas y tinajas. ...Colón no me da demasiado bienestar, Platero. Que siparó en mi casa, que si comulgó en Santa Clara, que si es desu tiempo esta palmera o la otra hospedería... Está cerca y no valejos, y ya sabes los dos regalos que nos trajo de América. Los queme gusta sentir bajo mí, como una raíz fuerte, son los romanos,los que hicieron ese hormigón del Castillo que no hay pico nigolpe que arruine, en el que no fue posible clavar la veleta de laCigüeña, Platero... No olvidaré nunca el día en que, muy niño, supe estenombre: Mons-urium, Se me ennobleció de pronto el Monturrioy para siempre. Mi nostalgia de lo mejor, ¡tan triste en mi pobrepueblo!, halló un engaño deleitable. ¿A quién tenía yo queenvidiar ya? ¿Qué antigüedad, qué ruina—catedral o castillopodría ya retener mi largo pensamiento sobre los ocasos de lailusión? Me encontré de pronto como sobre un tesoroinextinguible. Moguer, Monte de oro, Platero; puedes vivir ymorir contento. 141
  • 142. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento veinticuatro El vino Platero, te he dicho que el alma de Moguer es el pan, No.Moguer es como una caña de cristal grueso y claro, que esperatodo el año, bajo el redondo cielo azul, su vino de oro. Llegadoseptiembre, si el diablo no agua la fiesta, se colma esta copa,hasta el borde, de vino y se derrama casi siempre como uncorazón generoso. Todo el pueblo huele entonces a vino, más o menosgeneroso, y suena a cristal. Es como si el sol se donara en líquidahermosura y por cuatro cuartos, por el gusto de encerrarse en elrecinto transparente del pueblo blanco, y de alegrar su sangrebuena. Cada casa es, en cada calle, como una botella en laestantería de Juanito Miguel o del Realista, cuando el Poniente lastoca de sol. Recuerdo La fuente de la indolencia, de Turner, queparece pintada toda, en su amarillo limón, con vino nuevo. AsíMoguer, fuente de vino que, como la sangre, acude a cadaherida suya, sin término; manantial de triste alegría que, igual alsol de abril, sube a la primavera cada año, pero cayendo cada día. 142
  • 143. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento veinticinco La fábula Desde niño, Platero, tuve un horror instintivo al apólogo,como a la iglesia, a la Guardia Civil, a los toreros y al acordeón.Los pobres animales, a fuerza de hablar tonterías por boca delos fabulistas, me parecían tan odiosos como en el silencio delas vitrinas hediondas de la clase de Historia Natural. Cadapalabra que decían, digo, que decía un señor acatarrado,rasposo y amarillo, me parecía un ojo de cristal, Un alambre deala, un soporte de rama falsa. Luego, cuando vi en los circos deHuelva y de Sevilla animales amaestrados, la fábula, que habíaquedado, como las planas y los premios, en el olvido de la escueladejada, volvió a surgir como una pesadilla desagradable de miadolescencia. Hombre ya, Platero, un fabulista, Jean de La Fontaine, dequien tú me has oído tanto hablar y repetir, me reconcilió con losanimales palantes; y un verso suyo, a veces, me parecía vozverdadera del grajo, de la paloma o de la cabra. Pero siempredejaba sin leer la moraleja, ese rabo seco, esa ceniza, esa plumacaída del final. Claro está, Platero, que tú no eres un burro en el sentido vulgarde la palabra, ni con arreglo a la definición del Diccionario de laAcademia Española. Lo eres, sí, como yo lo sé y lo entiendo. Tútienes tu idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni ésta eldel ruiseñor. Así, no temas que vaya yo nunca, como has podidopensar entre mis libros, a hacerte héroe charlatán de una fabulilla,trenzando tu expresión sonora con la de la zorra o el jilguero,para luego deducir, en letra cursiva, la moral fría y vana delapólogo. No, Platero... 143
  • 144. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento veintiséis Carnaval ¡Qué guapo está hoy Platero! Es lunes de Carnaval, y losniños, que se han disfrazado vistosamente de toreros, depayasos y de majos, le han puesto el aparejo moruno, todobordado, en rojo, verde, blanco y amarillo, de recargadosarabescos. Agua, sol y frío. Los redondos papelillos de colores vanrodando paralelamente por la acera, al viento agudo de latarde, y las máscaras, ateridas, hacen bolsillos de cualquiercosa para las manos azules. Cuando hemos llegado a la plaza, unas mujeres vestidasde locas, con largas camisas blancas, coronados los negros ysueltos cabellos con guirnaldas de hojas verdes, han cogido aPlatero en medio de su coro bullanguero y, unidas por lasmanos, han girado alegremente en torno de él. Platero, indeciso, yergue las orejas, alza la cabeza y,como un alacrán cercado por el fuego, intenta, nervioso, huirpor doquiera. Pero, como es tan pequeño, las locas no lotemen y siguen girando, cantando y riendo a su alrededor. Loschiquillos, viéndolo cautivo, rebuznan para que él rebuzne. Toda laplaza es ya un concierto altivo de metal amarillo, de rebuznos,de risas, de coplas, de panderetas y almireces... Por fin, Platero, decidido igual que un hombre, rompe elcorro y se viene a mí trotando y llorando, caído el lujosoaparejo. Como yo, no quiere nada con los Carnavales... Noservimos para estas cosas... 144
  • 145. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento veintisiete León Voy yo con Platero, lentamente, a un lado cada uno de lospoyos de la plaza de las Monjas, solitaria y alegre en estacalurosa tarde de febrero, el temprano ocaso comenzado ya,en un malva diluído en oro, sobre el hospital, cuando de prontosiento que alguien más está con nosotros. Al volver la cabeza,mis ojos se encuentran con las palabras: don Juan... Y León dauna palmadita... Sí, es León, vestido ya y perfumado para la música delanochecer, con su saquete a cuadros, sus botas de hilo blancoy charol negro, su descolgado pañuelo de seda verde y, bajo elbrazo, los relucientes platillos. Da una palmadita y me dice que acada uno le concede Dios lo suyo; que si yo escribo en losdiarios..., él con ese oído que tiene, es capaz... “Y a v’osté, donJuan, loj platiyo... El ijtrumento más difisi... El uniquito que zetoca zin papé...”Si él quisiera fastidiar a Modesto, con ese oído,pues silbaría, antes que la banda las tocara, las piezas nuevas.“Ya v’osté... Ca cuá tié lo zuyo... Ojté ejcribe en loj diario... Yotengo más juersa que Platero... Toq’ust’ aquí... Y me muestra su cabeza vieja y despelada, en cuyocentro, como la meseta castellana, duro melón viejo y seco, ungran callo es señal clara de su duro oficio. Da una palmadita, un salto, y se va silbando, un guiño enlos ojos con viruelas, no sé qué pasodoble, la pieza nueva, sinduda, de la noche. Pero vuelve de pronto y me da una tarjeta: LEON Decano de los mozos de cuerda de Moguer 145
  • 146. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento veintiocho El molino de viento ¡Qué grande me parecía entonces, Platero, esta charca, y quéalto ese circo de arena roja! ¿ Era en esta agua donde se reflejabanaquellos pinos agrios, llenando luego mi sueño con su imagen debelleza? ¿Era éste el balcón desde donde yo vi una vez elpaisaje más claro de mi vida, en una arrobadora música del sol? Sí, las gitanas están y el miedo a los toros vuelve. Estátambién, como siempre, un hombre solitario —¿el mismo, otro?—,un Caín borracho que dice cosas sin sentido a nuestro paso,mirando con su único ojo al camino, a ver si viene gente... ydesistiendo al punto... Está el abandono y está la elegía. pero ¡quénuevo aquél, y ésta qué arruinada! Antes de volverle a ver en él mismo, Platero, creí ver eseparaje, encanto de mi niñez, en un cuadro de Courbet y en otrode Böcklin. yo siempre quise pintar su esplendor, rojo frente alocaso de otoño, doblado con sus pinetes en la charca de cristalque socava la arena... Pero sólo que, ornada de jaramago, unamemoria, que no resiste la insistencia, como un papel de sedaal lado de una llama brillante, en el sol mágico de mi infancia. 146
  • 147. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento veintinueve La torre No, no puedes subir a la torre. Eres demasiado grande.¡Si fuera la Giralda de Sevilla! ¡Cómo me gustaría que subieras! Desde el balcón delreloj se ven ya las azoteas del pueblo, blancas, con sus monterasde cristales de colores y sus macetas floridas pintadas de añil.Luego, desde el del Sur, que rompió la campana gorda cuandola subieron, se ve el patio del Castillo, y se ve el Diezmo, y seve, en la marea, el mar. Más arriba, desde las campanas, se vencuatro pueblos y el tren que va a Sevilla, y el tren de Riotinto y laVirgen de la Peña. Después hay que guindar por la barra dehierro y allí le toca rías los pies a Santa Juana, que hirió el rayo,y tu cabeza, saliendo por la puerta del templete. entre losazulejos blancos y azules, que el sol rompe en oro, sería elasombro de los niños que juegan al toro en la plaza de la Iglesia,de donde subiría a ti, agudo y claro, su gritar de júbilo. ¡A cuántos triunfos tienes que renunciar, pobre Platero!¡Tu vida es tan sencilla como el camino corto del Cementerio viejo! 147
  • 148. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento treinta Los burros del arenero Mira, Platero, los burros del Quemado; lentos, caídos, consu picuda y roja carga de mojada arena, en la que llevanclavada, Como en el corazón, la vara de acebuche verde conque les pegan... 148
  • 149. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento treinta y uno Madrigal Mírala, Platero. Ha dado, como el caballito del circo por lapista, tres vueltas en redondo por el jardín, blanca como la leveola única de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia. Me lafiguro en el rosal silvestre que hay del otro lado y casi la veo através de la cal. Mírala. Ya está aquí otra vez. En realidad, sondos mariposas: una blanca, ella; otra negra, su sombra. Hay,Platero, bellezas culminantes que en vano pretenden otrasocultar. Como en el rostro tuyo los ojos son el primer encanto, laestrella es el de la noche y la rosa y la mariposa lo son deljardín matinal. Platero, ¡mira qué bien vuela! ¡Qué regocijo debe de serpara ella el volar así! Será como es para mí, poeta verdadero, eldeleite del verso, Toda se interna en su vuelo, de ella misma a sualma, y se creyera que nada más le importa en el mundo, digo, en eljardín. Cállate, Platero... Mírala. ¡Qué delicia verla volar así, puray sin ripio! 149
  • 150. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento treinta y dos La muerte Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos losojos y tristes. Fuí a él, lo acaricié hablándole, y quise que selevantara... El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una manoarrodillada... No podía... Entonces le tendí su mano en el suelo,lo acaricié de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico. El viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la enormeboca desdentada hasta la nuca y meció sobre el pecho lacabeza congestionada, igual que un péndulo. —Nada bueno, ¿eh? No sé qué contestó... Que el infeliz se iba... Nada... Queun dolor... Que no sé qué raíz mala... La tierra, entre la yerba... A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla dealgodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas,rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelorizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que secae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza... Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez quepasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bellamariposa de tres colores... 150
  • 151. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento treinta y tres Nostalgia Platero, tú nos ves, ¿verdad? ¿Verdad que ves cómo se ríeen paz, clara y fría, el agua de la noria del huerto; cuál vuelan,en la luz última, las afanosas abejas en torno del romero verdey malva, rosa y oro por el sol que aún enciende la colina? Platero, tú nos ves, ¿verdad? ¿Verdad que ves pasar por la cuesta roja de la Fuentevieja los borriquillos de las lavanderas, cansados, cojos, tristesen la inmensa pureza que une tierra y cielo en un solo cristal deesplendor? Platero, tú nos ves, ¿verdad? Verdad que ves a los niños corriendo arrebatados entre lasjaras, que tienen posadas en sus ramas sus propias flores,liviano enjambre de vagas mariposas blancas, goteadas decarmín? Platero, tú nos ves, ¿verdad? Platero, ¿verdad que tú nos ves? Sí, tú me ves. Y yo creooír, sí, sí, yo oigo en el Poniente despejado, endulzando todo elvalle de las viñas, tu tierno rebuzno lastimero... 151
  • 152. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento treinta y cuatro El borriquete Puse en el borriquete de madera la silla, el bocado y elronzal del pobre Platero, y lo llevé todo al granero grande, alrincón en donde están las cunas olvidadas de los niños. Elgranero es ancho, silencioso, soleado. Desde él se ve todo elcampo moguereño: el Molino de viento, rojo, a la izquierda;enfrente, embozado en pinos, Montemayor, con su ermitablanca; tras de la iglesia, el recóndito huerto de la Piña; en elPoniente, el mar, alto y brillante en las mareas del estío. Por las vacaciones, los niños se van a jugar al granero.Hacen coches, con interminables tiros de sillas caídas; hacenteatros, con periódicos pintados de almagra; iglesias, colegios... A veces se suben en el borriquete sin alma, y con un jaleoinquieto y raudo de pies y manos, trotan por el prado de sussueños: —¡Arre, Platero! ¡Arre, Platero! 152
  • 153. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento treinta y cinco Melancolía Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura dePlatero, que está en el huerto de la Piña, al pie del pinoredondo y paternal. En torno, abril había adornado la tierrahúmeda de grandes lirios amarillos. Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde,toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, seiba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño deamor nuevo. Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar.Quietos y serios, sus ojos brillantes en mis ojos me llenaban depreguntas ansiosas. —¡Platero, amigo!—le dije yo a la tierra—; si, comopienso, estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomopeludo a los ángeles adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado?Platero, dime: ¿te acuerdas aún de mí? Y, cual contestando a mi pregunta, una leve mariposablanca, que antes no había visto, revolaba insistentemente,igual que un alma, de lirio en lirio... 153
  • 154. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento treinta y seis A Platero en el cielo de Moguer Dulce Platero trotón, burrillo mío, que llevaste mi almatantas veces —¡sólo mi alma!— por aquellos hondos caminosde nopales, de malvas y de madreselvas; a ti este libro que habla deti ahora que puedes entenderlo. Va a tu alma, que ya pace en el Paraíso, por el alma denuestros paisajes moguereños, que también habrá subido alcielo con la tuya; lleva montada en su lomo de papel a mi alma,que, Caminando entre zarzas en flor a su ascensión, se hacemás buena, más pacífica, más pura cada día. Sí. Yo sé que, a la caída de la tarde, cuando, entre lasoropéndolas y los azahares, llego lento y pensativo, por elnaranjal solitario, al pino que arrulla tu muerte, tú, Platero, felizen tu prado de rosas eternas, me verás detenerme ante loslirios amarillos que ha brotado tu descompuesto corazón. 154
  • 155. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento treinta y siete Platero de cartón Platero, cuando, hace un año, salió por el mundo de Loshombres un pedazo de este libro que escribí en memoria tuya,una amiga tuya y mía me regaló este Platero de cartón. ¿Loves desde ahi? Mira: es mitad gris y mitad blanco, tiene la bocanegra y colorada. los ojos enormemente grandes yenormemente negros; lleva unas angarillas de burro con seismacetas de flores de papel de seda, rosas, blancas y amarillasmueve la cabeza y anda sobre una tabla pintada de añil, con cuatroruedas toscas. Acordándome de ti, Platero, he ido tomándole cariño aeste borrillo de juguete. Todo el que entra en mi escritorio ledice sonriendo: “Platero”. Si alguno no lo sabe y me preguntaqué es, le digo yo: “Es Platero...” Y de tal manera me haacostumbrado el nombre al sentimiento, que ahora yo mismo,aunque esté solo, creo que eres tú y lo mimo con mis ojos. ¿Tú? ¡Qué vil es la memoria del corazón humano! Este Platerode cartón me parece hoy más Platero que tú mismo, Platero... Madrid, 1915. 155
  • 156. Platero y yo Juan Ramón Jiménez Capítulo ciento treinta y ocho A Platero en su tierra Un momento, Platero, vengo a estar con tu muerte. No hevivido. Nada ha pasado. Estás vivo y yo contigo... Vengo solo.Ya los niños y las niñas son hombres y mujeres. La ruina acabó suobra sobre nosotros tres —ya tú sabes—, y sobre su desiertoestamos en pie, dueños de la mejor riqueza: la de nuestro corazón. ¡Mi corazón! Ojalá el corazón les bastara a ellos dos comoa mí me basta. Ojalá pensaran del mismo modo que yo pienso.Pero, no; mejor será que no piensen... Así no tendrán en su memoriala tristeza de mis maldades, de mis cinismos, de misimpertinencias. ¡Con qué alegría, qué bien te digo a ti estas cosas que nadiemás que tú ha de saber!... Ordenaré mis actos para que elpresente sea toda la vida y les parezca el recuerdo; para que elsereno porvenir les deje el pasado del tamaño de una violeta yde su color, tranquilo en la sombra, y de su olor suave. Tú, Platero, estás solo en el pasado. Pero ¿qué más te dael pasado a ti, que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienesen tu mano, grana como el corazón de Dios perenne, el sol decada aurora? Moguer, 1916. 156

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