FEDERICO GARCIA LORCA
Impresiones y paisajes. (1918)
Dedicatoria
Prólogo
Meditación
Ávila
Mesón de Castilla
La Cartuja: I, II Clausura
San Pedro de Cardeña
San Pedro de Cardeña: I El viaje; II Cavarrubias; III La montaña; IV El convento; V Sombras
Sepulcros de Burgos
Ciudad perdida: I Baeza; II; III Un pregón en la tarde
Los Cristos
Granada: I Amanecer de verano; IIAlbaicín; III Canéfora de pesadilla; IVSonidos; V Puestas de sol: 1) Verano; 2) Invierno
Jardines: I Jardín, II Huertos de las iglesias ruinosas, III Jardín, IV Jardín, V Jardines de las estaciones
Temas: 
Ruinas
Fresdelval
Un pueblo
Una ciudad que pasa
Un palacio del Renacimiento
Procesión
Amanecer castellano
Monasterio
Campos
Mediodía de agosto
Una visita romántica
Otro convento
Crepúsculo
Tarde dominguera en un pueblo grande
Iglesia abandonada
Pausa
Un hospicio de Galicia
Romanza de Mendelssohn
Calles de ciudad antigua
El Duero
Envío
Dedicatoria
A la venerada memoria de mi viejo maestro de música, que pasaba 
sus sarmentosas manos, que tanto habían pulsado pianos y escrito ritmos 
sobre el aire, por sus cabellos de plata crepuscular, con aire de galán 
enamorado y que sufría sus antiguas pasiones al conjuro de una sonata 
Beethoveniana. ¡Era un santo! 
Con toda la piedad de mi devoción.
El autor
...oooOOOooo...
Prólogo
Amigo lector: si lees entero este libro, notarás en él una cierta 
vaguedad y una cierta melancolía. Verás cómo pasan cosas y cosas siempre
 retratadas con amargura, interpretadas con tristeza. Todas las escenas 
que desfilan por estas páginas son una interpretación de recuerdos, de 
paisajes, de figuras. Quizá no asome la realidad su cabeza nevada, pero 
en los estados pasionales internos la fantasía derrama su fuego 
espiritual sobre la naturaleza exterior agrandando las cosas pequeñas, 
dignificando las fealdades como hace la luna llena al invadir los 
campos. Hay en nuestra alma algo que sobrepuja a todo lo existente. En 
la mayor parte de las horas este algo está dormido; pero cuando 
recordamos o sufrimos una amable lejanía se despierta, y al abarcar los 
paisajes los hace parte de nuestra personalidad. Por eso todos vemos las
 cosas de una manera distinta. Nuestros sentimientos son de más 
elevación que el alma de los colores y las músicas, pero casi en ningún 
hombre se despiertan para tender sus alas enormes y abarcar sus 
maravillas. La poesía existe en todas las cosas, en lo feo, en lo 
hermoso, en lo repugnante; lo difícil es saberla descubrir, despertar 
los lagos profundos del alma. Lo admirable de un espíritu está en 
recibir una emoción e interpretarla de muchas maneras, todas distintas y
 contrarias. Y pasar por el mundo, para que cuando hayamos llegado a la 
puerta de la "ruta solitaria" podamos apurar la copa de todas las 
emociones existentes, virtud, pecado, pureza, negrura. Hay que 
interpretar siempre escanciando nuestra alma sobre las cosas, viendo un 
algo espiritual donde no existe, dando a las formas el encanto de 
nuestros sentimientos, es necesario ver por las plazas solitarias a las 
almas antiguas que pasaron por ellas, es imprescindible ser uno y ser 
mil para sentir las cosas en todos sus matices. Hay que ser religioso y 
profano. Reunir el misticismo de una severa catedral gótica con la 
maravilla de la Grecia pagana. Verlo todo, sentirlo todo. En la 
eternidad tendremos el premio de no haber tenido horizontes. El amor y 
la misericordia para con todos y el respeto de todos nos llevará al 
reino ideal. Hay que soñar. Desdichado del que no sueñe, pues nunca verá
 la luz... Este pobre libro llega a tus manos, lector amigo, lleno de 
humildad. Te ríes, no te gusta, no lees más que el prólogo, te burlas...
 es igual, nada se pierde ni se gana... es una flor más en el pobre 
jardín de la literatura provinciana... Unos días en los escaparates y 
después al mar de la indiferencia. Si lo lees y te agrada, también es 
igual. Solamente tendré el agradecimiento espiritual tan fino y 
estimable... Esto es muy sincero. Ahora, camina por las páginas.
***
Se descorre la cortina. El alma del libro va a ser juzgada. Los ojos del
 lector son dos geniecillos que buscan las flores espirituales para 
ofrendarlas a los pensamientos. Todo libro es un jardín. ¡Dichoso el que
 lo sabe plantar y bienaventurado el que corta sus rosas para pasto de 
su alma!... Las lámparas de la fantasía se encienden al recibir el 
bálsamo perfumado de la emoción.
Se descorre la cortina.
...oooOOOooo...
Meditación
Hay un algo de inquietud y de muerte en estas ciudades calladas y 
olvidadas. No sé qué sonido de campana profunda envuelve sus 
melancolías... Las distancias son cortas, pero sin embargo qué cansancio
 dan al corazón. En algunas de ellas, como Ávila, Zamora, Palencia, el 
aire parece de hierro y el sol pone una tristeza infinita en sus 
misterios y sus sombras. Una mano de amor cubrió sus casas para que no 
llegara la ola de la juventud, pero la juventud llegó y seguirá 
llegando, y sobre las rojizas cruces veremos elevarse un aeroplano 
triunfador.
Hay almas que sufren con lo pasado... y al encontrarse en tierras 
antiguas cubiertas de moho y de quietud ancestral se olvidan de lo que 
son para mirar hacia lo que no vendrá, y si a su vez piensan en el 
porvenir llorarán de un triste y amargo desencanto... Estas gentes que 
cruzan las calles desiertas lo hacen con el cansancio gigante de estar 
rodeadas de un ritmo rojo y aplanador... ¡Los campos!... 
Estos campos, inmensa sinfonía en sangre reseca, sin árboles, sin 
matices de frescura, sin ningún descanso al cerebro, llenos de oraciones
 supersticiosas, de hierros quebrados, de pueblos enigmáticos, de 
hombres mustios, productos penosos de la raza colosal y de sombras 
augustas y crueles... Por todas partes hay angustia, aridez, pobreza y 
fuerza... y pasar campos y campos, todos rojos, todos amasados con una 
sangre que tiene de Abel y Caín... En medio de estos campos las ciudades
 rojas apenas si se ven. Ciudades llenas de encantos melancólicos, de 
recuerdos de amores trágicos, de vidas de reinas perpetuamente esperando
 al esposo que lucha con la cruz en el pecho, de recuerdos de cabalgatas
 funerales en donde al miedo de las antorchas se veía la descompuesta 
cara del santo mártir que llevaban a enterrar huyendo de la profanación 
mora, de pisadas de caballos fuertes y de sombras fatídicas de 
ahorcados, de milagros frailunos, de aparecidos blancos en pena de 
oraciones que al sonar las doce salieran de los campanarios apartando a 
las lechuzas para rogar a los vivos misericordia para su alma, de voces 
de reyes crueles y de angustiantes responsos de la Inquisición al 
chirriar las carnes quemadas de algún astrólogo hereje. Toda la España 
pasada y casi la presente se respira en las augustas y solemnísimas 
ciudades de Castilla... Todo el horror medioeval con todas sus 
ignorancias y con todos sus crímenes... "Aquí, nos dicen al pasar, 
estuvo la Inquisición; allí el palacio del obispo que presidía los autos
 de fe", y en compensación exclaman: "Aquí nació Teresa. Allí Juan de la
 Cruz"... ¡Ciudades de Castilla llenas de santidad, horror y 
superstición! ¡Ciudades arruinadas por el progreso y mutiladas por la 
civilización actual!... Estáis tan majestuosas en vuestra vejez, que se 
diría que hay un alma colosal, un Cid de ensueño sosteniendo vuestras 
piedras y ayudándoos a afrontar los dragones fieros de la destrucción...
 Unas edades borrosas pasaron por vuestras plazas místicas. Unas figuras
 inmensas os dieron fe, leyendas, y poesía colosal; vosotras continuáis 
en pie aunque minadas por el tiempo... ¿Qué os dirán las generaciones 
venideras? ¿Qué saludo os hará la aurora sublime del porvenir? Una 
muerte eterna os envolverá al sonido manso y meloso de vuestros ríos, y 
un color de oro viejo os besará siempre bajo la fuerte caricia de 
vuestro sol de fuego... Las almas románticas que el siglo desprecia, 
como vosotras sois tan románticas y tan pasadas, las consoláis muy 
dulcemente y ellas encuentran tranquilidad y un azul cansancio bajo 
vuestros techos artesonados... y las almas vagan por vuestras callejas y
 vosotras, cristianas, les mostráis para que recen... cruces rotas en 
parajes ocultos o santos muy antiguos bizantinos, fríos y rígidos, 
extrañamente vestidos, con palomas torcaces en las manos, llaves de oro o
 custodias ahumadas, colocados en los pórticos llorosos de las iglesias 
románicas o en los soportales desquiciados... ¡Ciudades muertas de 
Castilla, por encima de todas las cosas hay un hálito de pesadumbre y de
 pena inmensas! 
El alma viajera que pasa por vuestros muros sin contemplaros, no sabe la
 infinita grandeza filosófica que encerráis, y los que viven bajo 
vuestro manto casi nunca llegan a comprender los geniales tesoros de 
consuelo y resignación que tenéis. Un corazón cansado y lleno de hastío 
por los viejos y por el amor encuentra en vosotras la amarga 
tranquilidad que necesita, y vuestras noches de incomparable quietud 
amansan el espíritu rugiente de aquel que os busca para descanso y 
meditación... 
¡Ciudades de Castilla, estáis llenas de un misticismo tan fuerte y tan 
sincero que ponéis al alma en suspenso!... ¡Ciudades de Castilla, al 
contemplaros tan severas, los labios dicen algo de Haendel!...
En estas caminatas sentimentales y llenas de unción por la España de los
 guerreros, el alma y los sentidos gozan de todo y se embriagan en 
emociones nuevas que únicamente se aprenden aquí, para que cuando 
terminen dejen la maravillosa gama de los recuerdos... Porque los 
recuerdos de viaje son una vuelta a viajar, pero ya con más melancolía y
 dándose cuenta más intensamente de los encantos de las cosas... Al 
recordar, nos envolvemos de una luz suave y triste, y nos elevamos con 
el pensamiento por encima de todo... Recordamos las calles impregnadas 
de melancolía, las gentes que tratamos, algún sentimiento que nos 
invadió y suspiramos por todo, por las calles, por la estación en que 
las vimos... por volver a vivir lo mismo en una palabra. Pero si por un 
cambio de la Naturaleza pudiéramos volver a vivir lo mismo, no 
tendríamos el goce espiritual que cuando lo vemos realizado en nuestra 
fantasía... Luego un recuerdo tan dulce de los crepúsculos de oro con 
álamos de coral y pastores y rebaños acurrucados junto a un altozano, 
mientras unas aves rasgan el bravo fondo aplanador... En estos 
recuerdos, adobados siempre con la rebelde imaginación fantástica, dejan
 un dulzor amable, y si alguien en nuestro camino recorrido nos hizo 
algún mal, tenemos el perdón para él y una misericordia despreciativa 
para con nosotros mismos, por haber albergado al odio en nuestro pecho, 
porque comprendemos que todo es el momento, y al mirar al mundo con un 
corazón generoso no se puede por menos de llorar... y se recuerda... El 
campo rojo, el sol es como un pedazo de la tierra... por las veredas los
 gañanes marchan acurrucados sobre sus bestias... unos solitarios de oro
 se miran en el agua melosa de una acequia... un pregón... el ángelus 
lejano... ¡Castilla!... y al pensar esto el alma se nos llena de una 
melancolía plomiza.
...oooOOOooo...
Ávila
I
Fue una noche fría cuando llegué. En el cielo había pocas estrellas y el
 viento glosaba lentamente la melodía infinita de la noche... Nadie debe
 de hablar ni de pisar fuerte para no ahuyentar al espíritu de la 
sublime Teresa... Todos deben sentirse débiles en esta ciudad de 
formidable fuerza... 
Cuando se penetra por su evocadora muralla se debe ser religioso, hay que vivir el ambiente que se respira. 
Estas almenas solitarias, coronadas de nidos de cigüeñas, son como 
realidad de un cuento infantil. De un momento a otro espérase oír un 
cuerno fantástico y ver sobre la ciudad un pegaso de oro entre nubes 
tormentosas, con una princesa cautiva que escapara sobre sus lomos, o 
contemplar a un grupo de caballeros con plumajes y lanzas, que embozados
 en capas rondaran la muralla.
El río pasa casi sin agua por entre peñascos, bañando de frescura unos 
árboles desmirriados, que dan sombra a una evocadora ermita románica, 
relicario de un sepulcro blanco con un obispo frío rezando eternamente, 
oculto entre sombras... En las colinas doradas que cercan la ciudad la 
calma solar es enorme, y sin árboles que den sombra tiene allí la luz un
 acorde magnífico de monotonía roja... Ávila es la ciudad más castellana
 y más augusta de toda la meseta colosal... Nunca se siente un ruido 
fuerte, únicamente el aire pone en sus encrucijadas modulaciones 
violentas las noches de invierno... Sus calles son estrechas y la 
mayoría llenas de un frío nevado. Las casas son negras con escudos 
llenos de orín, y las puertas tienen dovelas inmensas y clavos 
dorados... En los monumentos una gran sencillez arquitectónica. Columnas
 serias y macizas, medallones ingenuos, puertas calladas y achatadas y 
capiteles con cabezas toscas y pelícanos besándose. Luego en todos los 
sitios una cruz con los brazos rotos y caballeros antiguos enterrados en
 las paredes y en los dulces y húmedos claustros... ¡Una sombra de 
muerta grandeza por todas partes!... En algunas oscuras plazuelas revive
 el espíritu antiquísimo, y al penetrar en ellas se siente uno bañado en
 el siglo XV. Estas plazas las forman dos o tres casonas con tejados de 
flores amarillas y únicamente un gran balcón. Las puertas cerradas o 
llenas de sombra, un santo sin brazos en una hornacina, y al fondo la 
luz de los campos que penetra por una encrucijada miedosa o por alguna 
puerta de la muralla. En el centro una cruz desquiciada sobre un 
pedestal en ruinas y unos niños andrajosos que no desentonan con el 
conjunto. Todo esto bajo un cielo grisáceo y un silencio en que el agua 
del río suena a chocar constante de espadas.
II
La Catedral, formidable en su negrura sangrienta, cuya cabeza epopéyica 
tiene por cerebro al Tostado, dejó escapar la miel de sus torres y las 
campanas lo llenaron todo de religiosidad ideal... El interior del 
templo es abrumador por su sombra pasada incrustada en sus paredes y por
 su oscuridad tranquila, que invita a la meditación de lo supremo. 
El alma que crea y esté llena de fe celestial, que sueñe en esta 
Catedral que levantaron aquellos reyes de hierro de una edad guerrera. 
El alma que vea la grandeza de Jesús que se suma en estas sombras 
húmedas con ojos de cirios para sentir consuelo espiritual... Así, en un
 rincón escuchando al mago órgano y oyendo el tintineo grave de una 
campanilla, podrá pensar sin ser visto y gozar de una dulzura que 
únicamente encuentra allí. Eso es adoración a Dios, pero nunca entre 
luces, trompetas y ante una estatua de colorines colocada irrisoriamente
 sobre un promontorio de flores de trapo... Esta Catedral hace pensar 
aunque el alma que pasee sus galerías esté desposeída de la luz de la 
fe..... Esta Catedral es un pensamiento de más allá en medio de una 
interrogación al pasado... El incienso y la cera forman un aire marmóreo
 y místico que da consuelo a los sentidos... En algunos rincones hay 
sepulcros olvidados con estatuas mutiladas y cuadros que son una mancha 
indefinida por la que asoma algunas veces una cara espantada o una 
pierna desnuda, como un enigma. Muchos ventanales rasgados, están 
cerrados a la luz y sus dibujos se recortan sobre el muro. Las lámparas 
de plata muestran su alma amarillenta sobre las sombras santas, y un 
gran crucifijo que se levanta en el crucero pone una nota de sacra 
albura sobre la luz cenicienta del ábside... Unas viejas con largos y 
gruesos rosarios suspiran y silabean tristonas junto a las pilas de agua
 bendita y una mujerzuca reza llorosa a una virgen que tiene un corazón 
de plata sobre su pecho y una fauna absurda en sus pies. Se oyen algunos
 pasos lejanos y después una soledad de sonidos tan angustiante, que 
llena de amargura dulcísima el corazón... Al salir de la Catedral, el 
retablo de la portada está lleno de sol de la tarde, que hace de oro a 
los calados y a los santos apóstoles que en él se hallan, y dos 
monstruos cubiertos de escamas y con caras humanas, recuerdan al que 
pasa el antiguo y generoso derecho de asilo... Por calles llenas de 
quietud y oro de crepúsculo, se desemboca en una plaza que posee una 
iglesia dorada que la tarde hace un inmenso topacio... Y desde un muro 
viejo se contemplan a los campos solitarios bajo el preludio de la 
noche. En el fondo y sobre las colinas, hay una lumbrada de color rojo, y
 encima de los campos un polen amarillento y suave. La ciudad se tiñe de
 color anaranjado y las campanas dicen todas el ángelus con un aire 
pausado y ensoñador... Poco a poco la noche va llegando, unos pinos se 
mecen airosos en la umbría y las cigüeñas de las murallas vuelan sobre 
una espadaña... Pronto el oro será plata con la luna.
...oooOOOooo...
Mesón de Castilla
Yo vi un mesón en una colina dorada al lado del río de plata de la carretera. 
Bajo la enorme románica fe de estos colores trigueños, ponía una nota melancólica la casona, aburrida por los años. 
En estos mesones viejos que guardan tipos de capote y pelos ariscos, sin
 mirar a nadie y siempre jadeantes, hay toda la fuerza de un espíritu 
muerto, español... Este que yo vi, muy bien pudiera ser el fondo para 
una figura del Españoleto.
En la puerta había niños mocosos, de esos que tienen siempre un pedazo 
de pan en las manos y están llenos de migajas, un banco de piedra 
carcomida pintado de ocre, y un gallo sultán arrogante, con sus penachos
 irisados, rodeado de sus lujuriosas gallinas coqueteando graciosamente 
con sus cuellos.
Era tanta la inmensidad de los campos y tan majestuoso el canto solar, 
que la casona se hundía con su pequeñez en el vientre de la lejanía... 
El aire chocaba en los oídos como el arco de un gigantesco contrabajo, 
mientras que al cloqueo de las gallinas los niños, riñendo por una bola 
de cristal, ponían el grito en el cielo...
Al entrar, diríase que se penetraba en una covacha. Todas las paredes 
mugrientas de pringue sebosa, tenían una negrura amarillenta incrustada 
en sus boquetes, por los cuales asomaban sus estrellas de seda las 
arañas.
En un rincón estaba el despacho, con unas botellas sin tapar, un
 lebrillo descacharrado, unos tarros de latón abollados de tanto servir,
 y dos toneles grandes, de esos que huelen a vino imposible.
Era aquello como una alacena de madera por la que hubieran 
restregado manteca negruzca y en la que miles de moscas tenían su 
vivienda.
Cuando callaban el aire y los niños, sólo se oía el aleteo 
nervioso de estos insectos y los resoplidos del mulo en la cuadra 
cercana.
Luego, un olor a sudor y a estiércol que lo llenaban todo con sus masas sofocantes.
En el techo, unas sogas bordadas de moscas señalaban quizá el 
sitio de algún ahorcado; un mozo soñoliento por el mediodía se 
desperezaba chabacano con la horrible colilla entre sus labios egipcios,
 un niño rubito quemado del sol jugueteaba al runrún de un abejorro; 
otros viejos echados en el suelo como fardos roncaban con los 
desquiciados sombreros sobre las caras; en el infierno de la cuadra los 
mayorales hacían sonar los campanillos al enjaezar a los machos, 
mientras allá, entre las manchas oscuras de los fondos caseros brillaba 
el joyel purísimo de la hornilla que daba a la maritornes boquiabierta 
el apagado brillo de un cobre esmaltado de Limoges. 
Con la calma silenciosa de las moscas y del aire, rodeados de aquel ambiente angustioso, todas las personas dormitaban. 
Un reloj viejo de esos que titubean al decir la hora, dio las 
doce con una rancia solemnidad. Un carbonero con un blusón azul entró 
rascándose la cabeza, y musitando palabras ininteligibles saludó a la 
posadera, que era una mujeruca embarazada con la cabellera en desorden y
 la cara toda ojeras... 
-¿No quieres un vaso?
Y él:
- No porque tengo malo el gaznate.
¿Vienes del pueblo?
- No. Vengo donde mi hermana, que tiene esa enfermedad que es nueva... 
- Si fuera rica, contestó la mujeruca, ya el médico se la habría quitado... Ya... pero ¡los pobres!...
Y el hombre haciendo un gesto cansado repetía: 
¡Los pobres!... ¡los pobres!... 
Y acercándose el uno al otro continuaron en voz baja la eterna cantinela de los humildes. 
Luego los demás, al ruido de la conversación, se despertaron y 
comenzaron a platicar unos con otros, porque no hay cosa que haga hablar
 más a dos personas que el estar sentadas bajo un mismo techo sin 
conocerse... y todos se animaron menos la embarazada, que tenía ese aire
 cansado que poseen en sus ojos y en sus movimientos los que ven a la 
muerte o la presienten muy cerca. 
Indudablemente, aquella mujeruca era la figura más interesante del mesón. 
Llegó la hora de comer y todos sacaron de sus bolsas unos 
papelotes aceitosos y los panes morenos como de cuero. Los colocaron 
sobre el suelo polvoriento, y abriendo sus navajas comenzaron la tarea 
diaria. 
Cogían los manjares pobrísimos con las manazas de piedra, se los
 llevaban a la boca con una religiosa unción, y después se limpiaban en 
sus pantalones. 
La mesonera repartía vino tinto en vasos sucios de cristal, y 
como eran muchas las moscas que volaban sobre los pozuelos dulzones, 
éstas se caían a pares sobre las vasijas, siendo sacadas de la muerte 
por los sarmentosos dedos de la dueña. 
Llegaban tufaradas sofocantes de tocino, de cuadra, de campo soleado. 
En un rincón, entre unos sacos y tablas, el mozuelo que se 
desperezaba engullía unas sopas coloradas que la criada le servía entre 
risas e intentos a ciertas cosas poco decorosas. 
Con el vino y la comida los viajeros se alegraron, y alguno más 
contento o más triste que los demás, tarareaba entre dientes una 
monorrítmica canción. 
Y fue sonando la una y la una y media y las dos, y todo igual. 
Siguió el desfile de tipos campesinos, que todos parecen 
iguales, con sus ojos siempre entornados por la costumbre de mirar toda 
la vida al campo y al sol... y pasaron esas mujeres, que son un haz de 
sarmientos, con los ojos enfermos y los cuerpos gibosos, que van con 
gestos de sacrificadas a que las curen en la vecina ciudad, y desfilaron
 las mil figuras de tratantes, con sus látigos en la faja, que son muy 
altos, y los rumbosos de las posadas, y esos hombres castellanos, 
esclavos por naturaleza, muy finos y comedidos, que tienen aún el miedo 
al señor feudal, y que al hablarles siempre contestan: "¡Señor! 
¡señor!"... y los que son de otras regiones, que hablan exagerando sus 
palabras para llamar la atención... y hasta se asomó por aquella escena 
pintoresca el prestidigitador, que va de pueblo en pueblo, sacándose 
cintas de la boca y variando las rosas de color... Y dieron las dos y 
las dos y media, y todo igual... Como ya había sombra en la puerta, a 
ella se salieron todos los personajes para gozar del aire perfumado de 
los cerros... 
Solamente quedaron dentro adormilados aún y cubiertos de moscas,
 dos vejetes muy apagados, que con las camisas entreabiertas enseñaban 
un mechón de pelo cano de sus pechos, como mostrándonos la muerta 
bravura de su juventud.
Afuera se respiraba el aire sonado por los montes, que traía en su alma el secreto más agradable de los olores.
Las peladas y oreadas colinas, tan mansas y suaves, invitan con su blandura de hierbas secas a subir a sus cumbres llanas.
Unas nubes macizas y blancas se bambolean solemnes sobre las sierras lejanas.
Por el fondo del camino viene una carreta con los bueyes 
uncidos, que marchan muy lentos entornando sus enormes ojazos de ópalo 
azul con voluptuosidad dulcísima y babeando como si masticaran algo muy 
sabroso... Y pasaron más carretas destartaladas, con arrieros en 
cuclillas sobre ellas, y pasaron asnos tristes, aburridísimos, cargados 
de retamas y golpeados por rapaces, y hombres, hombres que no veremos 
más, pero que tienen sus vidas, y sospechosos de los que miran de 
reojo..., y silencios augustos de sonido y color... 
Dieron las tres... y las cuatro...
La tarde se deslizaba melosa, admirable...
***
El cielo comenzó a componer su sinfonía en tono menor del 
crepúsculo. El color anaranjado fue abriendo sus regios mantos. La 
melancolía brotó de los pinares lejanos, abriendo los corazones a la 
música infinita del Ángelus... 
Ciega el oro de la tierra. Las lejanías sueñan con la noche.
...oooOOOooo...
La Cartuja
... Porque el que siembra para su carne de la carne segará 
corrupción, mas el que siembra para su espíritu del espíritu segará vida
 eterna.
Epístola de San Pablo a los Efesios, VI, 8
I
El camino que conduce a la Cartuja se desliza suave entre los sauces
 y las retamas, perdiéndose entre el corazón gris de la tarde otoñal. 
Las laderas, tapizadas de verde oscuro, tienen una modulación delicada 
al morir en la llanura. Sobre el campo castellano, plomiza niebla azul 
de transparencias acuosas y fantásticas a las cosas. Ningún color 
definido en la plancha pesada del suelo. A lo lejos, torres cuadradas y 
severas de pueblo de abolengo, hoy mutilados, solos en su grandeza. 
Tristeza derramada, ingenuas montañas, acorde mayor de plomo 
derretido, suavidades simples, y en los horizontes, vagos fulgores de 
ceniza tornasol. A los lados del camino, árboles macizos de ramajes 
sonoros meditan inclinados ante la amargura inefable del paisaje. A 
veces el viento hace llegar solemnes marchas en un tono constante, que 
apaga un seco sonido de hojas marchitas.
Por una vereda va un grupo de mujeres con faldas agresivas de 
bayeta encarnada. Una puerta ojival, bordada de manchas por el sol, se 
levanta en el camino como un arco triunfal... Tuerce el sendero, y la 
Cartuja aparece con todo su ropaje funeral. El paisaje muestra toda su 
intensidad de sufrimiento, de ausencia de sol, de pobreza pasional. 
La ciudad se extiende negruzca con las rayas de las alamedas, 
enseñando al monstruo gótico de su Catedral, labor de un orfebre 
gigante, recortada sobre un triunfo color morado. El río lleno de agua 
da impresión de sequedad, las masas arbóreas semejan borrones de oro 
antiguo, los sembrados despliegan las líneas rectas de sus pentágramas, 
perdiéndose en las tonalidades húmedas del horizonte. Este paisaje 
asceta y callado tiene el encanto de la religiosidad dolorosa. La mano 
eterna no derramó en él sino la melancolía. Todas las cosas expresan en 
sus formas una amargura y desolación formidables. La visión de Dios es 
en este paisaje la de inmenso temor. Todo está sobrecogido, miedoso, 
aplanado. El alma pobre del pueblo expresa su angustia en su hablar, en 
su andar. lento y grave, en su temor al diablo, en su superstición. 
Todos los caminos escoltados por cruces herrumbrosa; en las iglesias, 
Cristos en covachas polvorientas, aderezados con abalorios, exvotos 
mugrientos y trenzas de pelo chamuscado por el tiempo, ante los cuales 
rezan los campesinos con la trágica fe del temor. ¡Inquietante paisaje 
el de las almas y los campos!...
En medio de toda esta solemnidad, la Cartuja se eleva como 
portadora de la angustia general. En la amplia plazoleta que la 
antecede, una cruz con su Cristo ventrudo pone la nota de severo 
recogimiento... La Cartuja es un sombrío caserón ungido con la frialdad 
del ambiente. El cuerpo de la iglesia se eleva sobre lo demás, coronado 
de pináculos sencillos y una cruz. Lo restante es de piedra semidorada, 
sin ningún adorno. Tres achatados arcos dan entrada a un portalón 
enjalbegado, donde hay que llamar.
La puerta se abre y aparece a contraluz un cartujo con su hábito
 blanco de lana y pálido como el mármol, con una barba enorme 
cubriéndole el pecho. Chilla la puerta apagadamente y se penetra en el 
patio. La luz es suave y tenue. En el centro, entre rosales y yedras, 
surge una blanca escultura de San Bruno, llena de majestad sentimental. A
 la izquierda está la portada de la iglesia, fuerte de línea, viril de 
conjunto, en cuyo tímpano la escena del Calvario aparece expresada con 
dolor primitivo. En los rincones hay brochazos de verde humedad que 
flota en el aire helado. El fraile nos entra en la iglesia, nevada tumba
 de reyes y príncipes, divino escenario de hechos medievales. En el 
fondo, el soberbio retablo reproduce figuras de santos ataviados 
ricamente, entre los que descuella la espantosa visión del Cristo 
tallado por Siloé, con el vientre hundido, las vértebras rompiendo la 
piel, las manos desgarradas, el cabello hecho raros bucles, los ojos 
hundidos en la muerte, y la frente deshecha en cárdeno gelatinoso... A 
su lado los evangelistas y apóstoles, fuertes e impasibles, escenas de 
la Pasión con rigidez cadavérica, y sosteniendo la Cruz, un Padre Eterno
 con gesto de orgullo y fiereza, y un mancebo corpulento con cara de 
imbécil. 
Sobre la cabeza de Cristo, el blanco pelícano de la Escritura, y
 contemplando el conjunto, coros de ángeles, medallones, escudos reales,
 maravillosos encajes ojivales y toda una fauna de santos y animales 
desconocidos. Todo el retablo tiene una sola impresión de dolor: el 
Cristo. Lo demás está divinamente ejecutado, pero no dice nada. La 
figura del Redentor aparece llena del misticismo trágico del momento, 
pero no encuentra eco en el mundo de esculturas que lo rodean. Todo está
 muy lejos de la pasión y del amor, sólo Él está desbordado de 
apasionada lujuria, de caridad y pesadumbre, en medio de la indiferencia
 y orgullo general. ¡Retablo magnífico de vibrante simbolismo! A sus 
pies, el grandioso sepulcro de los reyes de Castilla, Juan I y su mujer,
 es una hoguera de mármol blanco. Las estatuas yacentes están colocadas 
sin la muerte en los gestos. El artista supo infundir en los rostros y 
en las actitudes el retrato admirable del cansancio y el desprecio real.
 Tienen las manos transparentes y cálidas, recogiéndose los mantos 
riquísimos cuajados de piedras preciosas, recamados de labores con 
flores elegantísimas. De los dedos les pende un rosario de grandes 
cuentas, que va ondulando por los pliegues del manto a morir en los 
pies. Tienen vueltas las caras, como para no verse, con un rictus de 
supremo desdén.
Alrededor vive toda la doctrina cristiana hecha piedra: 
virtudes, apóstoles, vicios. Algunas figuras de alabastro recortan en 
las sombras sus aristocráticos perfiles; hay graciosos monjecillos en 
oración, raros hombres con libros abiertos, caras pensativas con labios 
sensuales, monos entre pámpanos, leones sobre bolas, perros dormidos y 
lazos con frutas, naranjas, peras, manzanas, racimos de uvas. Todo un 
mundo fantástico y enigmático rodeando a la realeza muerta. Al lado se 
alza otro soberbio sepulcro del infante don Alfonso, de suave ritmo, 
pleno de fúnebre severidad... La luz se apaga un poco. Frente a los 
sagrarios tiemblan las llamas. Hay olor a extraña humedad y a incienso.
Un monje de cara rasurada y de ojos brillantes aparece en el 
coro, se inclina repetidas veces, y abriendo el breviario se abisma en 
las páginas. El fraile que me acompaña me hace notar el delicado dibujo 
de la admirable sillería coral. El ruido de los pasos extiende sus ondas
 concéntricas por el aire, llenando a la iglesia de sonido... Por los 
ventanales revolotean palomas.
II
Clausura
Después de haber visitado la iglesia, el monje venerable, me llevó a
 contemplar una imagen de San Bruno colocada en un detestable altarito 
situado en una capilla reservada. "Éste es el San Bruno de Pereira", me 
dijo... y refirió una serie de anécdotas a propósito de la imagen. 
Indudablemente la escultura está bien hecha, pero ¡qué poca expresión! 
¡Qué actitud de eterna teatralidad! El santo del silencio y de la paz 
mira al crucifijo que lleva en las manos con aire indiferente, como si 
mirara otra cosa cualquiera. Ni el sufrimiento espiritual, ni la lucha 
con la carne, ni la locura celestial aparecen grabados en el gesto de la
 efigie. Es un hombre... cualquiera que haya pasado cuarenta años en el 
mundo tiene el sello mismo del sufrimiento vulgar... Estamos en España 
soportando una serie insoportable de esculturas ante las cuales los 
técnicos se extasían, pero que no poseen en sus actitudes, en sus 
expresiones un momento de emoción. Son modelos admirablemente retratados
 y a veces admirablemente policromados... pero qué lejos está el alma 
del personaje del retrato. 
Los santos héroes de historias lejanas, románticos del 
sufrimiento por amor a Dios y a los hombres, no encontraron su 
encarnación artística. ¡Hay que pasar por las salas del museo de 
Valladolid! ¡Horror! Bien es verdad que hay algunos aciertos, muy 
pocos... pero lo demás...
Causa pena profunda observar la espantable medianía de la 
escultura. Es el arte que toca más a la tierra. Los genios de ella 
llegaron a la primera nota de la escala espiritual...  Nunca dieron un 
acorde... 
Es algo la escultura, muy frío y muy ingrato al artista. La 
fuente apasionada del escultor se estrella ante la piedra que talla... 
Quiere dar vida y la da, quiere dar sentimiento y alma y la da en las 
figuras... pero no puede abrir en ellas el libro sagrado y dulce en que 
los demás hombres leen las emociones que los llevan al solitario jardín 
de los sueños... Reproducen... nunca crean... 
Este santo que tiene la rudeza de un patán y la fortaleza de un 
castellano pueblerino, me hace la impresión del retrato de un pobre lego
 antiguo, de esos que repartían la sopa boba por las tardes rodeado de 
una turba de pobres envejecidos por el hambre. Pobre idea del pobre 
señor Pereira, que imaginó al Bruno loco del misticismo reposado y 
doloroso como un hombre vulgarísimo, después de haber comido y 
discreteado un poco... Desdichada imaginación del señor Pereira, como 
casi todos los escultores que exponen en Valladolid, que hicieron de 
figuras ideales, casi fantásticas, retratos de hombres recios, de 
idiotas y de bobalicones...
"¡Ay! exclamarán muchos ¡qué disparate! Estas esculturas son 
magníficas! ¡Note usted la maravilla de esas manos! ¡Fíjese usted, qué 
cosa tan anatómica!" Sí, sí señor, pero a mí únicamente me convence el 
interior de las cosas, es decir, el alma incrustada en ellas, para que 
cuando las contemplemos puedan nuestras almas unirse con las suyas. Y 
originar en esa cópula infinita del sentimiento artístico el dolor 
agradable que nos invade frente a la belleza... A esta estatua de San 
Bruno, tan cacareada por sabios y no sabios, únicamente le observé, 
mejor, le puse toda la indiferencia cartujana. Bien es verdad que el 
autor no quiso hacer la estatua indiferente, pero así me resultó a mí. 
Aquella mirada fría, inexpresiva, ante la amargura del suplicio de la 
cruz encierra el enigma de la Cartuja... Así lo veo yo...
"... Y por unas circunstancias que no son del caso relatar pude 
entrar en clausura..." El monje de las barbas, severo y simpático, me 
acompañó.
Salimos de la iglesia... Ya la tarde quería decir sus últimas 
modulaciones en oro, rosa y gris. Era sereno el ambiente como el agua 
estancada de los bosques. Era dulce la luz como una nostalgia de 
amanecer. Eran tranquilas las palabras como rezos crepusculares...
Una puertecita achatada se abrió, y entramos en el recinto 
sagrado de la clausura. No hay suntuosidad interior en esta Cartuja de 
Miraflores. En el pasadizo de la entrada luce sus colores feos una 
horrible colección de cuadros con escenas de martirios... El retrato de 
un monje impone silencio, llevándose un dedo a los labios... el corredor
 se perdía en una claridad lechosa.
Al final, otro corredor lleno de puertecitas abiertas en la 
blancura de las paredes, y una cruz de madera pintada de negro... Hay 
solemnidad humilde, austeridad angustiosa, y silencio de inquietud en 
estas estancias. Todo callado a la fuerza. Porque sobre estos techos hay
 cielo, y palomas, y flores, y sobre estos techos hay tormentas, y 
lluvias, y nieves... pero la fuerza de unas torturas espirituales pone 
las notas de quietud espantosa en estos claustros pobres y blancos. Nada
 se oye..., nuestras pisadas son insultos que despiertan a los ecos 
lejanos.
De cuando en cuando, al detenernos en nuestra marcha, fluye el 
plomo de la quietud con toda su pasión... Huele a membrillos al pasar 
por algunas habitaciones umbrosas. Huele a sufrimientos y pasiones casi 
ahogadas. Husmea Satanás en medio de la soledad. Es doloroso el silencio
 de la Cartuja. Estos hombres se retiraron de la vida huyendo de sus 
vicios, de sus pasiones. Fueron a ocultar en este relicario de añeja 
poesía toda la amargura de su corazón. Adivinaron un estado de quietud 
espiritual, un algo encantado donde sepultar sus deseos, sus desgracias;
 pero no lo consiguieron... Seguramente aquí se reflorecieron sus 
pasiones de una manera exquisita.
La soledad es la gran talladora de espíritus. El hombre que 
entró en la Cartuja trémulo y aplanado por la vida, no encontró aquí el 
consuelo.
Somos muy desdichados los hombres, queremos regirnos por 
nuestros cuerpos y supeditar las cosas a nuestros cuerpos, sin contar 
para nada con las almas. Estos hombres sepultan aquí sus cuerpos, pero 
no sus almas. El alma está donde ella quiere. Todas nuestras fuerzas son
 inútiles para arrancarla donde se clava. Además... ¿qué sabemos 
nosotros lo que desea nuestra alma?
¡Qué angustia tan dolorosa estos sepulcros de hombres que se 
mueven como muñecos en un teatro de tormentos! ¡Qué carcajadas de risa y
 llanto dará el corazón! Nuestras almas reciben las pasiones admirables,
 y ya no se pueden sacudir de ellas. Lloran los ojos, rezan los labios, 
se retuercen las manos, pero es inútil; el alma sigue apasionada, y 
estos hombres buenos, infelices, que buscan a Dios en estos desiertos 
del dolor, debían comprender que eran inútiles las torturas de la carne 
cuando el espíritu pide otra cosa.
Es harta cobardía estos ejemplos de los cartujos. Ansían vivir 
cerca de Dios aislándose... pero yo pregunto ¿qué Dios será el que 
buscan los cartujos? No será el Jesús seguramente... No, no... Si estos 
hombres desdichados por los golpes de la vida  soñaran con la doctrina 
del Cristo, no entrarían en la senda de la penitencia sino en la de la 
caridad. La penitencia es inútil, es algo muy egoísta y lleno de 
frialdad. Con la oración nada se consigue, como nada se consigue tampoco
 con la maceración. En la oración se pide algo que no nos pueden 
conceder. Vemos o queremos ver una estrella lejana, pero que borra lo 
exterior, lo que nos rodea. La única senda es la caridad, el amar los 
unos a los otros. 
Todos los sufrimientos puede tenerlos el alma, lo mismo en el 
estado de penitencia que en el de caridad; por eso estos hombres que se 
llaman cristianos debían no huir del mundo, como hacen, sino entrar en 
él remediando las desgracias de los demás, consolando ellos para ser 
consolados, predicando el bien y esparciendo la paz. Así serían con sus 
espíritus abnegados verdaderos Cristos del Evangelio ideal. Es 
verdaderamente anticristiano una Cartuja. Todo el amor que Dios mandó 
nos profesáramos falta allí, ni ellos mismos se quieren. Sólo se hablan 
los domingos un rato, y sólo están juntos durante los rezos y la comida.
 No son ni hermanos. Viven solos...
¡Y todo por no pecar... por no hablar! ¡Como si en las 
meditaciones íntimas no hubiera pecado! Quieren, como he dicho antes, 
ser cuerpos sin mancha, porque el alma... el alma puede con todas las 
maceraciones. Estos desdichados a quien todos debemos compadecer, creen 
engañarse y engañar sus sentidos con una tortura de la carne. ¿Quién 
puede asegurar que alguno o casi todos no sienten deseos, ni aman a 
mujeres lejanas por quien entraron allí; ni odien ni se desesperen?.. 
Tendrán el Cristo delante como el San Bruno de Pereira, llorarán 
invocando a los espíritus celestiales, pero sus almas amarán y desearán y
 odiarán... y la carne también se desatará... y por las noches muchos 
hombres de éstos que son jóvenes y vibrantes de vida, verán desde su 
cama visiones de mujeres a quien amaron, gentes a quien despreciaron, y 
amarán y despreciarán, y querrán cerrar los ojos, pero los tendrán 
abiertos... porque los hombres no somos quién ni podemos encauzar 
nuestras almas hacia el lago sin inquietud y sin dolor que deseamos. 
Estos hombres admirables de decisión, huyen del ruido creyendo que los 
pecados se esconden en él, y cayeron en otro lugar propicio a los 
pensamientos y por lo tanto al pecado. Cayeron en un jardín abonado para
 el bien y el mal, y gustaron una gran pasión, ellos que tanto huían de 
ella. La gran pasión del silencio.
Aquí mueren habiendo apurado la copa de la pasión espiritual, y 
sin haber hecho ningún bien... ¿Bien a ellos?... Creo que no, porque si 
hubieran apurado sus lágrimas entre los desgraciados, se llevarían al 
otro reino un rosal piadoso con las rosas blancas del recuerdo, mientras
 así mueren sin haber gustado las maravillas espirituales del bien 
cumplido... Además estamos aquí sin saber por qué... ¿Dios nos da 
sufrimientos? pues sufrámoslos... no nos queda otro remedio.
Pero a veces me parece que sois geniales protestantes del mismo 
Dios al huir del mundo que el creó, para buscar otro Dios de calma y 
sosiego... pero no podéis, porque las crueldades refinadas por su dolor 
que acompañan a nuestro corazón, viven con nosotros hasta la muerte...
¡Qué silencio tan abrumador! Todos ven así el silencio 
cartujano, paz y tranquilidad. Yo sólo veo la inquietud, desasosiego, 
pasión formidable que late como un enorme corazón por estos claustros. 
El alma siente deseos de amar, de amar locamente y deseos de otra alma 
que se funda con la nuestra... deseos de gritar, de llorar, de llamar a 
aquellos infelices que meditan en las celdas, para decirles que hay sol,
 y luna, y mujeres, y música; de llamarlos para que se despierten para 
hacer bien por su alma, que está en las tinieblas de la oración, y 
cantarles algo muy optimista y agradable... pero el silencio reza su 
canto gregoriano y pasional.
Al pasar por una estancia fría y severa, se ve una Virgen con su
 manto celeste bordado de estrellas, con un niño chiquito alegre, 
llevando su corona altísima imperial... algo que recordaba el mes de 
Mayo..., una alegría religiosa entre aquella tristeza cartujana.
Nadie se ve por los salones, sólo nos habla la humedad y olores extraños de cera, de huerto umbrío.
Y más silencio, y silencio, y una gran sensualidad... ¡Enorme 
pesadilla la de estos hombres que huyen de las asechanzas de la carne y 
entran en el silencio y la soledad, que son los grandes afrodisíacos!...
Pasamos por el comedor, que tiene una dignidad señorial con su 
púlpito para las tremendas lecturas de martirios y ejemplos píos... con 
los vasos blancos, las mesas pobres con aire de castidad... Unas 
cortinas rojas dejan pasar la luz llenando al salón de tinte rojizo 
tristísimo... más corredores deshabitados, y el gran patio de la 
Cartuja.
Tiene este patio un rincón de cipreses lleno de miedo y 
misterio, donde son enterrados los monjes. Una cruz se alza en el centro
 cuajada de herrumbre de color oro viejo. Una gran sombra azul llena la 
melancolía del ambiente.
Hay rosales mustios, y madreselvas cubriendo románticamente los 
muros. Hay mimbres de las que lloran sus ramas elegantísimas y 
funerales. Hay plantaciones en el suelo y perales y manzanos...
En el centro, una gran fuente canta la melodía del agua con el 
runrún temeroso..., tiene algas que chorrean lamiendo la piedra... Un 
mascarón sonríe con su cara rota y casi borrada...
En el fondo y junto al cementerio hay un triunfo de yedras... 
Cae la tarde preñada de color íntimo y suave... Atravesamos otra vez lo 
andado y salimos al patio exterior de la Cartuja... Todo estaba bañado 
de rosa maravilloso. Era la quietud de la naturaleza.
Sonó la campana el ángelus con su voz grave y armoniosa... El 
monje se arrodilló, cruzó las manos, besó al suelo... En el tejado bajo 
una covacha se arrullaban dos palomas...
Hora en que pasan las almas hacia la eternidad... El viento 
hablaba entre las ramas y ponía temblores de manantial en las hojas de 
las yedras... Al salir, las lejanías esparcían su infinito tono gris.
...oooOOOooo...
San Pedro de Cardeña
Sobre el aire lleno de frescura primaveral está cayendo toda la 
oración castellana. Por los montes de trigos olorosos brillan las 
arañas, y en las lejanías brumosas el sol pone unos rojos cristales 
opacos... Los árboles suenan a mar y en toda la solitaria llanada 
inmensa el resol da raros tonos de esmalte. En los pueblos se respira el
 ambiente de quietud honda; las eras de seda se llenan de rubio incienso
 y cascabeleos pausados como oficios a la resignación del trabajo..., 
mientras una fuente besa siempre a la acequia que la traga... Bajo las 
suaves sombras de los olmos y los nogales, los niños harapientos gritan 
alegres espantando a las gallinas..., las torres silenciosas, con 
jardines salvajes en los tejados; las casas cerradas con toda la 
tristeza de su humildad... y un canto de mozuelo que viene del trigal...
 
En un remanso que parece un bloque de mármol verde, lavan unas 
mujeres desgreñadas como Medusas entre risas y parloteos chismosos... 
La sublime unidad de las tierras castellanas se mostraba en su 
solo y solemne color. Todo tiene la austeridad cartujana, el 
aburrimiento de lo igual, la inquietud de lo interrogante, la 
religiosidad de lo verdadero, la solemnidad de lo angustioso, la ternura
 de lo simple, lo aplanador de lo inmenso.
Las sierras lejanas se ven como indecisas escorias violeta, 
algunos árboles tienen alma de oro con el sol de la tarde, y en los 
últimos términos los mansos y oscuros colores abren sus enormes abanicos
 cubriendo de terciopelo tornasol las dulces y melancólicas colinas...
Los segadores con las guadañas dan muerte a las espigas entre las cuales enseñan las amapolas la tela antigua de su flor.
Por los fondos de plomo comienza a sonar el arrebol; el aire se 
para, y bajo la mística coloración indefinida, la tarde castellana dice 
su eterna y cansada canción...
Suenan las carretas por los caminos, los insectos músicos 
tienden al aire las cuerdas de sus gritos, parece que los henos y las 
flores sin nombre han roto las arcas de sus aromas para acariciar a la 
blanda oscuridad...; parece que del profundo e incomprensible diálogo 
divino, brotara una explicación a la eternidad...
En las aguas se reflejan los árboles en medio de la tristeza de 
un otoño ideal..., y por las hondonadas umbrosas, llenas de sombra ya, 
se oyen balar las ovejas a la monotonía de una esquila pausada. 
Toda la grandeza rítmica del paisaje está en su amarillo rojizo,
 que impide hablar a ningún otro color... Las yerbas secas que alfombran
 a los suelos se amansan y entre los nogales y los olmos una torre 
severa, con las ventanas vacías, asoma su cabezota cansada del tiempo.
***
El sol pone transparencias de aguas verdes sobre el prado en que parlotearon doña Sol y doña Elvira. 
En el sentimiento de la historia de piedra, el silencio pone su 
hondura religiosa sólo turbada por las palomas, con sus aleteos suaves. 
Todo el monasterio, al que ya aman las yedras y las golondrinas,
 enseña sus ojos vacíos de una tristeza desconsoladora, y desmoronándose
 lentamente deja que las yedras lo cubran y los saúcos en flor...
Los luminosos acordes del sol de tarde envuelven a los olmos y 
nogales de flores amarillas, mientras los fondos de verde macizo van 
tomando su bronceado color. 
Al pasar, enjambres untosos de moscas levantan un murmullo 
melodioso y los pájaros vuelan alocados posándose en los chopos que 
parecen hoscos tenebrarios.
En el gran compás del monasterio se levantan grandes piedras como tumbas, cercadas de ortigas y flores moradas. 
En un lado del caserón, hay una portada sencilla con los 
escalones dislocados, una torre con escudos negruzcos, y sobre ella el 
hieratismo de las cigüeñas con sus zancas y picos rosa...
Sus grandes nidos enredan sus marañas en los pináculos.
La gesta colosal quisiera hablar en el misterio soleado, pero ya
 las cimeras y los petos de malla huyeron por un fondo sin luz... 
La figura amorosa de Jimena que describe la formidable leyenda, 
aún parece esperar al caballero más amante de las guerras que de su 
corazón y esperará siempre como esperan los Quijotes a sus Dulcineas sin
 notar la espantosa realidad. 
Toda la historia de aquel amor fuerte, está dicha sobre estos 
suelos; todas las melancolías de la mujer del Cid pasaron por aquí..., 
todas las palabras de réplica mimosa y apasionada se oyeron por estos 
contornos, hoy muertos...
Rey de mi alma y destas tierras, conde. 
	¿Por qué me dejas? ¿Adónde vas? ¿Adónde?
Pero el héroe tenía ante todo que ser héroe, y apartando a la 
dulzura de su lado, marchaba entre fijosdalgo en busca de la muerte..., y
 la mujer dolorida y llorosa pasearía entre estos sauces y entre estos 
nogales renovados, hasta que algún religioso con barba blanca y calva 
esmaltada viniera en su busca para conducirla a su aposento en donde 
quizá todas las noches oyera a los gallos cantar... Y lo desearía y lo 
amaría por grande y por fuerte, pero todo en vano, pues tan sólo algunas
 horas pudo de sus caricias gozar...
La figura de doña Jimena es la nota más femenina y subyugadora 
que tiene el romancero... Casi se esfuma al lado de las bravatas y 
contrastes de Rodrigo su marido, pero tiene el encanto suave del amor. 
Jimena siente un amor gigante visto a través de las páginas de 
los romances. Amor reposado, lleno de un apasionamiento vibrante que 
tiene que ahogar ante el fantasma del deber... En el interior del 
convento y junto a la fuente de los mártires surge el claustro románico 
lleno de escombros y de polvo... Luego la iglesota grande, profanada, y 
el sepulcro del Cid y su mujer, en donde las estatuas llenas de 
esmeraldas derretidas de humedad, yacen mutiladas y sin alma... Lo demás
 todo ruinas con hilos de plata de las babosas, ortigas, rudas, 
enredaderas, y mil hojas entre las piedras caídas..., y cubierto con una
 amarga y silenciosa pátina de humedad...
Las cigüeñas están paradas, tan rígidas que parecen adornos sobre los pináculos... 
Hay olor a prados y a antigüedad. Bajo las sombras de la tarde 
desfallecida, el convento acariciado por los nogales cargados de fruto, 
tiene más preguntas y más evocación...
***
Al salir de su hondura, todos los claros reflejos del sol ya muerto 
se esparcen por las tierras llanas... Una llanura de oro viejo coronada 
por un nimbo rojo, unas murallas de plata oxidada, y en los cielos la 
azul frialdad de la luna en creciente... Por encima de todo esto, es la 
gesta que da voces de hierro sobre los campos, muy altas, muy 
fantásticas, muy sangrientas, sirviéndole de perfume, el sollozo de una 
canción de tarde de Schumann que pasa dolorosamente por mi alma.
...oooOOOooo...
Monasterio de Silos
I
El viaje
Hay que salir de Burgos en esos odiosos automóviles incómodos, que 
van jadeando ansiosamente con la enorme balumba de maletas y sacos de 
viaje. Ante el auto se abre el gran ángulo de la carretera, que se 
pierde en el confín, con sus filas de álamos esbeltos y rumorosos. 
Es un día del Agosto sereno y el sol resalta la gama roja del 
paisaje... En algunas umbrías de retamas, tiene el suelo el encanto de 
un rosa fuerte, en los árboles y en las hondonadas, brilla toda la 
escala del azul, en los tremendos vientres de las ondulaciones grita el 
rojo ensangrentado, y sobre las lejanías indefinidas, hay truenos de 
plomo y de sol. A veces quiere la llanura ser la expresión del paisaje, 
pero en seguida nacen los suaves lomos de las colinas.
Entre las muertas desolaciones del color, surgen cruces antiguas
 casi derrumbadas, cercadas de árboles y de hierbas... Pasan los 
pueblos, tristones, mudos, de una amargura apasionada, con sus iglesias 
como bloques de piedra, enseñando las torres llenas de fortaleza, con 
sus ábsides silenciosos... El automóvil va jadeante y antipático 
insultando con su bocina a la gravedad del paisaje, hundiéndonos en 
vagas sombras y en plenitudes de luz. 
Pasa el automóvil junto a un maravilloso palacio del 
renacimiento enclavado en estas soledades a la sombra de grandes 
árboles, con sus balcones volados, sus rejas espléndidas..., hoy solo, 
cerrado, luciendo su altiva grandeza junto a un huerto de jazmines... En
 seguida brota la leyenda popular... "Esto, me dicen, fue el refugio de 
una tapada señorial que enamoró a Felipe Segundo..." Las torres del 
palacete se pierden entre los ramajes. Sigue la carretera su cinta 
silenciosa llena de claridad cegadora... Entre las torres que desfilan 
por ella hiere nuestra emoción un torreón guerrero de piedra gris, solo,
 a la salida de un pueblecito, con traza de romance de amores, un poco 
desvencijado por el peso dulce de un manto soberbio de yedras. Son los 
álamos altísimos y escuetos, dando a la carretera un acento funeral.
Por fin se descansa al dejar el automóvil, que se pierde en las 
lontananzas gritando horrorosamente. Quedamos los viajeros en el corazón
 de Castilla, rodeados de sierras severas, en medio del abrumador y 
grandioso paisaje. Hay suavidades de sedas fuertes sobre los suelos...
Para llegar a Silos se toma una diligencia desvencijada y pobre,
 tirada por tres bestezuelas llenas de mataduras donde se cebaban las 
moscas. Los viajeros eran personas vulgares, con gestos de idiotez, que 
ansiaban subirse pronto no les fueran a quitar el sitio, gentes que no 
veían la maravilla solemne de las lejanías. Unas mujeres con niños en 
brazos, un cura con la sotana verdosa y sin afeitar, otro jovencito con 
unas gafas enormes con aire de seminarista, y unos deplorables tratantes
 en ganado. Nada interesante decían; unos dormitaban, y otros charlaban 
de cosas idiotas... El mayoral arreaba graciosamente al ganado con una 
voz de armoniosa virilidad gutural. Tenía cierto gesto de arrogancia y 
señorío. Blancas nubes de polvo envolvían al coche. A veces éste se 
deslizaba rápido por las cuestas entre las garras grises de los tomillos
 empolvados, al sonsonete lánguido y adormecedor de los collares. 
En el interior de la diligencia todas las personas callábamos. 
Era uno de esos instantes de meditación general que suceden en los 
viajes y en los que el sueño va tendiendo sus cadenas melosas e 
invisibles derramando sus bálsamos en los corazones, haciendo entornar 
los ojos en un espasmo de gratitud corporal, y danzando con las cabezas 
caprichosamente... Alguien pronunciaba una palabra y en seguida callaba;
 el ambiente adormecedor y lánguido le hacía callar. El señor cura 
roncaba beatíficamente, con la boca entreabierta y moviendo el vientre 
con ritmo ridículo; el joven de las gafas suspiraba con afeminamiento 
monjil, alguno se desperezaba, y una mujer de mirada apacible hizo 
florecer en la semioscuridad de su traje un seno blanco, enorme, 
temblorosamente augusto, para dar de mamar a la nena rechoncha y 
rubiasca, que posó en su punta ennegrecida la casta rosa de su boquita. 
El mayoral comenzó a cantar fuertemente. Yo temblé todo. Pensaba
 hallar por estas seriedades de color y luz, alguien que pusiera en su 
voz algún noble canto castellano, que tanta fortaleza tienen y tanta 
tranquilidad..., pero quedé horrorizado. En vez de una melodía casi 
gregoriana por su lentitud y sencillez (matiz que tienen muchos cantos 
de estas tierras) escuché un cuplé espantoso, de una fea chulería 
madrileña. El cochero gritaba las notas de una manera imposible de 
soportar. Todas mis meditaciones se rompieron... Sólo pensaba 
amargamente en la detestable y criminal obra de algunos musiquillos 
españoles... Haced melodías; pero ¡por Dios y su madre! ¡no hagáis 
habaneras de alma grosera y canallesca!... Los cascabeleos de los 
animales tienen un crescendo, y me libran piadosamente del cantar... Los
 montes surgían con suavidades doradas enseñando sus lomos escamados con
 piedras redondas y tomillares oscuros. 
Tiene la diligencia un descanso en un pueblecito tranquilo, con chimeneas enormes.
La plaza conserva algunas casas hundidas en el suelo, con 
escudos admirables y originales cubiertos de negro. En una de ellas hay 
una fragua, viéndose entre las negruras profundas del antro, el inmenso 
granate del carbón encendido, y los ojos parados y penetrantes de los 
trabajadores. Juegan unos niños con un perro en pleno sol. En un 
sombrajo pobre hay gallinas jadeantes. Mis compañeros de viaje se 
despiertan, charlan y protestan porque no nos ponemos en marcha. Una de 
las bestias, vieja y cansada, tiene una formidable expresión de dolor, 
moviendo resignadamente la cabezota, cerrando sus ojos pitarrosos 
enrojecidos por el polvo de la carretera, tratando de aspirar 
involuntariamente un aire consolador. ¡Pobre animalejo simpático y 
trabajador, que recorres estos caminos siempre en los inviernos crueles y
 los estíos espléndidos! ¿Quién creerá que eres más noble y digno que 
estas gentecillas que chillan siempre llenas de egoísmos? ¡Pobre víctima
 de nuestro Dios, condenada para siempre a llevar y traer gentes que ni 
siquiera te miran! ¿Quién creerá que eres más buena, santa y digna de 
admiración que muchísimos hombres? ¡Pobre podredumbre fisiológica, 
humilde sacerdote de un rito de fuerza! ¡Cuántas más elegancia y 
caballerosidad tienes que estos tratantes que llevo a mi lado! Y el 
animalejo humilde y bueno, movía desesperadamente todo su cuerpo, 
espantando a las moscas que iban a cebarse en las heridas hondas que 
tenía sobre sus lomos...
Otra vez seguimos la carretera adelante y el paisaje fue tomando
 serios acordes de grandeza salvaje. Había montes potentes de sencillez y
 grandeza, peñascos rudos, y manchones de rojos extraños.
Serpenteaba el camino por el monte haciendo curvas y pendientes 
rápidas. Otro momento de meditación íntima invadió a los viajeros. 
Momentos estos en que se borra el paisaje con un solo color. Momentos 
silenciosos de monotonía solar. Momentos de inquietud sin inquietud... 
La diligencia desciende airosa del monte por una cuesta reptilínea y se 
divisan en el fondo de un valle pequeño y agradable, los tejados rojos 
de un pueblo junto a los cristales mansos de un río.
II
Covarrubias
Entra la diligencia en la primera calle atrayendo las miradas de las
 gentes. Pasa una cruz de estructura bizantina, admirable y solitaria y 
se cruza por bajo de un soberbio arco de triunfo, puerta de la ciudad. 
Es dorado y aristocrático, de un renacimiento maravilloso. Tiene grandes
 rejas repujadas y adornos de cuernos de la abundancia, hojas y escudos.
 Después el coche se detiene junto a una puerta ojival en que impera un 
escudito. Es el mesón. El mesonero es a la vez médico del pueblo. Es una
 figura extraña, con los ojos desencajados, con grandes tufos a la 
malagueña y de una finura comedida. Surgió de una puerta rodeado de su 
chiquillería y nos saludó amablemente... En una mesa vi unos libros de 
Pérez Zúñiga y de Marquina, que son los favoritos de dicho buen señor. 
Este pueblo tiene rincones magníficos de añejo carácter. La 
calle principal, estrecha, oscura, con casas antiguas desvencijadas y 
panzudas, con escudos hasta en los dinteles más humildes. En el suelo 
triunfa un empedrado brutal.  Hay en las puertas de las casas mujerucas 
fracasadas, con los ojos hundidos en las arrugas amarillas de su piel. 
Hay hombres que andan lentamente, con las caras negruzcas, los hombros 
estrechos. En un soportal con columnas macizas hay figuras humanas 
retrepadas en las paredes, angustiadas inconscientemente de aquel 
ambiente tan abrumador. Siente ansia el corazón de ver una cara fresca y
 rosada de mujer. Pasan unas mozuelas por la calle con sus refajos 
vuelosos, de caderas exageradas pasadas de moda, pero en sus rostros 
jóvenes está impreso el amargo sello del aburrimiento trágico de la 
población.
La plaza principal tiene armonía de leyenda guerrera. En el 
fondo se alza el palacio del conde Fernán González, con su gran portada 
ojival, con sus balcones caballerescos. La hierba, esa artística 
enamorada de lo antiguo, orla con su cinta verde al palacio abandonado y
 ruinoso. Más hacia la derecha empiezan las columnas de un soportal 
ahumado.
A la salida del pueblo aparece una gran pirámide truncada, una 
gran torre de plata sucia en la cual las lluvias han señalado bucles 
esfumados de oro, de granates, de topacios... Es la torre de doña 
Urraca. En el interior nada hay de particular a no ser el eco de leyenda
 popular que encierran todas estas reliquias de la antigüedad. Es la 
leyenda incompleta, o a mí no me la contaron... Sólo me dijeron, 
señalándome el sitio: "Ahí estuvo emparedada mucho tiempo la infantina 
doña Urraca por orden de su padre"..... "Pero, ¿por qué?"... Y el señor 
acompañante no lo sabe decir.
Tiene esto perfume de cuento de niños. Una infantina medieval 
emparedada por su padre... ¿Sería por amor tal vez?... No lo sabía el 
señor acompañante, pero mejor está así. Hoy, esta torre grandiosamente 
romántica, es un palomar. En las barbacanas destrozadas, en su techo, 
hay nidos de palomas que la cercan siempre con sus aleteos. Un rosal de 
té quiere abrazar la fortaleza.
Más allá se levanta el chato campanil de la colegiata, cobijando
 al cuerpo de la iglesia. Tiene la iglesia el eterno ojival de estas 
tierras, con los trazos fuertes que se besan en un rosetón, con los 
arcos un poco chatos, con los mismos ventanales de siempre. En las 
paredes chorreando humedad, los monumentos sepulcrales enseñan a los 
caballeros rígidos con sus armaduras, a las cartelas con inscripciones, a
 los angelotes... Debajo del altar mayor están los sepulcros de las 
hijas de Fernán González, custodiados por un ángel. En una capilla de la
 iglesia y junto a una fila absurda de soberbias esculturas románicas, 
bizantinas y góticas, puestas sobre una tabla carcomida a son y sin ton,
 está el altar de los patrones del pueblo, los santos mártires San Cosme
 y San Damián. Son dos muñecos de caras estúpidas vestidos de un damasco
 descolorido, con cabelleras tiesas y apretadas, y con unos sombreros 
enormes llenos de polvo. Estaban cercados de exvotos, y ante ellos una 
luz lloraba tranquila. El párroco declaró que eran las imágenes 
favorecidas por el pueblo, el cual había depositado en ellas todo su 
entusiasmo religioso... Una gran pena crepuscular me invadió... Toda la 
fe de un pueblo estaba depositada en estos muñecos mal hechos, juguetes 
de un hijo de gigante... Es decir, que toda la visión del más allá de 
esta desdichada población mira únicamente a estas dos ridiculeces con 
forma... En las demás capillas hay santos llenos de polvo, con los 
trajes deplorables... Más allá está el gran retablo flamenco de la 
adoración de los Magos. La Virgen, llena de gracia candorosa y de 
movimiento musical, tiene al Niño sobre las rodillas para que reciba la 
ofrenda piadosa del rey negro, que sostiene un cáliz de oro entre sus 
manos distinguidas... Los demás personajes no están en el alma de la 
escena. Todos contemplan. Solo hay un diálogo de ojos entre María la 
dulce y el negro monarca de los ensueños infantiles...
En la amplia sacristía y sobre las cómodas, hay cuadros de 
colores suaves. Hay algún interior flamenco que tiene la luz admirable, 
de Vermeer... En el claustro, lleno de hierbas marchitas, el sol habla 
en tono dorado. Los calados de la arquería escriben sus formas sobre el 
suelo calcinado... 
Ya en la calle había un perfume intenso de pan. Unas mozuelas 
pasaron ramplonas, secreteando. El río copiaba a un puente... Cabeceaban
 los álamos.
III
La montaña
Atravesando callejas de estructuras fantásticas, con las casas 
hundidas en la tierra parda, donde se percibe el olor de los establos 
calientes, se da vista a un rincón oculto con una iglesia cerrada llena 
de silencio magno. Para volver a la plaza principal se cruza una calle 
estrecha y agobiadora, con una casa en la que reza una inscripción: 
"Aquí nació el divino Vallés". Una mujerzuca vestida de negro, con los 
ojos muy grandes, azulados, bobos, dice con voz chillona, como queriendo
 explicar: "Sí, sí, el divino Vallés, el divino Vallés, el médico de 
Felipe Segundo" ... Damos gracias a la mujer, y atravesando la plaza 
llegamos al mesón...
Hay que tomar el coche otra vez para subir a Silos. A la salida 
del pueblo comienza la gran cuesta por la que hemos de subir... Sobre la
 plata azul lunar del río, se retratan los árboles, fundiendo sus verdes
 oscuros en el abismo enigmático de las aguas. Sobre el cielo hay un 
florecer continuo de nubes blancas que matizan la melodía solar... Trepa
 el coche la cuesta con cansancio. Ni el mayoral arrea siquiera las 
bestias. El sol escancia su esencia de fuego.
Los rojos tejados de Covarrubias se van hundiendo en la hermosa 
armonía del paisaje, la torre funeral de doña Urraca quiere mirarse en 
el río. Hay sombras de humedad por las riberas...
A poco estamos en plena sierra. Luchan las cumbres unas con 
otras para levantarse más, las primeras se acusan salvajes, llenas de 
tomillos y encinas, otras más lejanas álzanse grises, pálidas y moradas,
 y en los confines asoman algunas su violeta fundido con el cielo.
Avanza el coche lentamente por la carretera que es como un 
enorme anillo que abarcara los vientres de los montes. Brilla el paisaje
 su tono opaco y sobrio... Vive en el ambiente una soledad augusta y 
salvaje. Hay derrumbaderos inmensos de piedras rojizas. Hay garras 
sobrehumanas con terciopelos de musgos polvorientos. Hay contorsiones de
 bárbaras danzas en los árboles sobre los abismos. 
Suena el viento de la sierra con ruido dramático... Viento 
fuerte, cargado de aromas admirables. Viento agradable y dulce, con 
solemnidad bíblica. Viento de leyendas de ánimas y cuentos de lobos. 
Viento que tiene alma de invierno eterno, acostumbrado a ladridos de 
perros y rodar de peñas en el misterio de la media noche... Viento lleno
 de poesía popular, cuyo encanto miedoso nos enseñó la abuela al conjuro
 de sus cuentos...
En la cara me abofetea francamente, ungiéndome con la nevada frescura que encierra...
A medida que vamos andando van naciendo grandes chorreones de 
encinares sobre la tierra en declive, remolinos de yedras azules, dulces
 enebros inclinándose en las pendientes bravías. 
A veces y dominando las malezas empolvadas, se levantan ensueños
 maravillosos de ciudades medievales, murallas de un oro formidable como
 encantados castillos de leyenda bruja, evocaciones de antiguas 
construcciones orientales, parajes sombríos de tragedia guerrera... A 
medida que cambiamos de posición surgen nuevas ciudades de piedra, con 
murallas formidables en las que avanzan cubos ramayanescos... Sobre esas
 murallas hay puertas de piedra como el sepulcro de Darío en 
Narkch-I-Rustem, con toda la fúnebre grandiosidad de dicho monumento. 
Algunas veces entre las llamas pétreas de las rocas, se dibujan 
espléndidas escalinatas de una fastuosidad imperial, que nacen de un 
abismo para conducir a un sitio ignoto e imposible... La carretera va 
desliando su cinta serena. Agota el color gris hasta sus tonos más 
raros. En algunos barrancos profundos se mueve un mar de verdor fuerte. 
En los valles que cruzamos brillan los trigos llenos de sol. 
Pasan los pueblecitos originalísimos de color, con sus campanarios 
esbeltos y románticos, con los tejados rojos, las casas grises y 
oscuras. En alguna pequeña hondonada un pueblo de éstos lleno de gracia 
se recuesta en el declive con una dulce sonrisa ingenua. Unos nogales 
enormes, corpulentos, centenarios, riman su color bronceado con el rojo 
pelado de los suelos. Más allá, algunas pobres plantaciones y unas hoyas
 anchas rebosantes de morado. Parece copiar este panorama algún dibujo 
infantil... Los otros pueblos nacen de verduras veraniegas enseñando sus
 torres con sus campanas que semejan Santos Cristos desfigurados.
Los árboles lejanos y los cipresales parecen torres góticas esfumadas en tintas suaves. 
Vuelven a pasar las agrestes plenitudes de la sierra. De grietas
 enormes nacen alcaparras como verdes cascadas congeladas sobre las 
piedras. Hay raros alfabetos en los suelos y en las paredes gigantes. 
Hay rostros y escenas dibujados en las canteras. Hay pedruscos 
redondeados que están sobre las pendientes con ansia de rodar a la calma
 cárdena de las honduras. Hay serios bosquecillos de retamas que son las
 moradas oscuras de los lagartos. En el olvido de algunos esquinazos 
abren las bocas de sus antros las culebras.
Bajo la calma divina del cielo rueda el coche al son de los 
cascabeles, espantando a las codornices que vuelan alocadas por el 
miedo, y ahuyentando a algunos sapos espantosos que meditaban en la 
vereda del camino.
De las cumbres más altas descienden al abismo silenciosas 
procesiones de pinos con sus cuerpos morados, con sus cabezas de 
ensueños crepusculares.
Brotan de los suelos piedras lisas y pulimentadas como si fueran
 calaveras de gigantes enterrados. En los declives hormiguean líricos 
manantiales de flores amarillas, de sencillas rosas tornasoladas, de 
espumas florales bravías...
Y más encinas... y más enebros... y más pinos y más viento fuerte y acariciador.
Los altos álamos de cascabeles que cantó Góngora, rumorean 
gratamente su tempo rubato. Después de varias calmas de mutismo interior
 apareció ante mi vista el antiguo monasterio. Entre la fortaleza del 
caserío se levantaba la torre de la iglesia que parecía desde la 
carretera, una custodia procesional de piedra gris, o una gran copa de 
bálsamo como las que puso en manos de sus Magdalenas el genial Leonardo 
da Vinci.
El caserío se asienta en una suave hondonada... los montes amenazadores quieren derrumbarse sobre él.
IV
El convento
Unas murallas almenadas abarcan al caserío. En el interior está el monasterio. 
La portada es fea, desproporcionada. A nuestra llamada apareció 
un lego sucio y desarrapado que abrió la puerta. Tenía un aire humilde 
de mujer... Entramos en un gran patio de desolaciones doradas, todo 
piedra, de una frialdad artística desconcertante. Se cree hallar a la 
entrada de este monacato al claustro románico que le da fama. La 
impresión es desagradable. Por fin nos dan hospitalidad...
La celda es blanca y sombría con un Crucifijo modernista y una 
mesa de palo llena de manchas de tinta. En un rincón la cama oculta su 
blancura entre cortinas. Por la entreabierta ventana llegaba el evocador
 y fantástico viento serrano... De cuando en cuando se oye en la soledad
 el frufrú brusco de los sayales frailunos al cruzar la galería. Ya 
pronto sería de noche. La campana del convento hacía jugar con su bronce
 a los sonidos lejanos de las sierras... Dos perrazos enormes que había 
en el primer patio se preparaban para aullar en la media noche... Fuera 
de la celda se divisaba una galería en la cual danzaban rítmicamente las
 sombras. Desembocaba en una escalera de piedra gris en la que 
triunfaban por su tamaño colosal unas figuras lamentables de santos 
frailes, con los negros sayales, los báculos dorados, las coronas 
absurdas, ante las cuales ardía santamente una luz roja desconsolada. 
Había miedos de color por las honduras pétreas... Se escuchaban sordos 
ruidos de sayales, tintinear de rosarios, cuchicheos misteriosos, 
escalas cromáticas de pasos que se apagaban en terciopelos profundos, y 
silencios fuertes que sonaban a caricias de la inquietud... La luz se 
iba escapando por los ventanales precipitándose las cascadas de sombra 
por las crujías y aposentos...
Al entrar en la celda, estaba invadida por la luna llena... 
Cerré la puerta... todo era un silencio sonoro. Quiso el alma meditar 
pero el sacro horror de la paz pasional se opuso. Era una hora nunca 
vivida por mí y sólo era posible la contemplación involuntaria. Se abren
 las rosas de nuestro mundo interior en estos reinos del silencio y al 
exhalar todos sus perfumes caemos inevitablemente en la miel de la 
confusión espiritual...
La luna caía de lleno en la estancia. Al acostarme sentí la 
trágica impresión de ser un prisionero en aquella mortecina soledad...
A poco los perros comenzaron sus ladridos y lamentaciones 
patéticas. Tenían algo sus voces de profético en el silencio. Clamaban 
dolorosamente, quizá contra su forma y su vida.
Eran los aullidos masas espesas que hacían temblar a la horrible emoción
 del miedo, sonidos que les salían de lo más hondo de su alma, monólogos
 de actores de una tragedia formidable, que sólo siente la luna que 
pasea entre estrellas su luz femenina y romántica. Llantos de almas 
grandes embriagadas de dolores infinitos, preguntas sombrías a un 
espíritu frío e impasible, canciones de lúgubre armonía dichas con una 
trompa de dolor extrahumano, gritos apocalípticos de torturados 
cavernosos, imprecaciones fúnebres que tienen acento bíblico, acordes 
dantescos que hieren el corazón... Caos simbólicos de una vida de 
pensamiento... Hay algo ultrafuneral que nos llena de pavor en el 
aullido del perro. No sabemos qué clase de emoción nos invade, sólo 
comprendemos que hay algo en el sonido que no es dicho por el animal, 
sólo pensamos que en las modulaciones musicalmente espantosas que 
encierra se esconde un espíritu sobrenatural... Comienza el aullido por 
un grito atiplado, doliente y entrecortado como un sollozo humano, 
después entra fuertemente en grave tesitura de un suplicio infernal... y
 hay temor, mucho temor en el perro cuando aúlla, porque aguza los 
oídos, tiembla, entorna los ojos con expresión de maleficio satánico, y a
 veces se entrecorta con un hipar de desgarramiento interior. Es algo 
que eriza el cabello, son presentimientos de angustia latente en los 
mundos lo que nos invade al oír el drama del aullido. Es una maldición 
sarcástica que viene de muy lejos, es un horror supremo... y queremos no
 oírlo y apretarnos con nosotros mismos... y queremos correr y cantar...
 pero siempre nos llega la intensidad dramática del atroz sonido dicho 
por la lira del miedo, que a veces quiere estallar en abismáticos y 
negros sonidos y a veces quiere escalar una nota desconocida en la gama 
extraña de los miedos. 
En una nueva Teogonía que soñara el enorme y admirable Mauricio 
Maeterlinck, el perro sería un ser de alma buena, hijo de un caballo 
fantástico y de una virgen rara, pero al que la Muerte tomara para 
anunciar sus triunfos sobre los hombres... y el perro fiel y amigo de 
los humanos sufriría enormemente, pero sería el heraldo genial de la 
Pálida... La Muerte llega y ordena a los perros cantar su canción... 
Ellos al presentirla gritan, no quieren obedecerla, pero ella les hiere 
con sus espuelas de plata invisible y entonces nace el aullido. No se 
comprende de otra manera cómo un animal tan noble y pacífico pueda 
gritar con esa solemnidad aterradora y fúnebre... Sí, es la muerte, la 
muerte, la que pasa por los ambientes con su enorme guadaña 
ensangrentada que los perros ven a la luz de la luna..., es la muerte 
inevitable que flota en los ambientes en busca de sus víctimas, es la 
muerte el pensamiento que nos inquieta al conjuro diabólico del 
aullido... Hacia unos parajes enigmáticos e imposibles lleva la muerte a
 las almas... Ven los perros (esos seres de una mitología desconocida) 
una mentira o una verdad y aúllan, aúllan lentamente, majestuosamente, 
con la voz profunda que mana de muy hondo, en la cual el espanto tiene 
fastuosidades 
asiáticas..........................................................................
No cesan los perros de aullar... En las paredes altísimas y 
blancas de la celda, la luz amarilla de una vela pone ondas de sombras 
extrañas y vivientes latidos que lo llenan todo. A veces
parece que el techo se quiere hundir en la opacidad lejana de la luz... 
Siguen los perros su tragedia. Alguien desde una ventana, quizá lleno de
 religiosa superstición, quiere hacerlos callar... Hay miedo intenso en 
mi alma. Dentro de mí se agita una afirmación sobre el aullido de los 
perros, que escribió el loco y fantástico Conde de Lautréamont. En la 
habitación se quebraban melosamente dos grandes chorros turquesa de la 
luna.
***
En la mañana siguiente me despertaron los cantos hermosos de los 
frailes y los potentes ladridos de los perros. La muerte ya los había 
abandonado. Descendí por las galerías espléndidas de luz, cruzándome con
 algunos religiosos que me saludaron con complacencia. Estaba la mañana 
magnífica, agradable. Mañana del estío en estos lugares de sabor 
serrano. Tuvo la luz un marcado matiz azul al entrar en el formidable 
claustro románico. No se puede dar idea del salto que se da en la 
historia al penetrar en este rincón de antigüedades vivientes, de 
leyendas románticas de monjes y guerreros. Es el claustro bajo el que 
tiene la emoción de lo pasado, y las historias de tormentos artísticos 
grabadas en piedras. Es achatado, bajo, profundo, solemne, fuerte, 
emotivo. En sus galerías proporcionadas y maravillosamente tristes, está
 clavada la esencia eurítmica de una edad brutal, tosca y solemnemente 
expresiva. Los arcos viriles y graves, se quieren perder en un fondo de 
negruras y austeridades profundas. La luz es de un suave azul.
En el final de una galería hay una inmensa Virgen bizantina, 
pintada de colores fuertes. Está sentada en un trono con el Niño en sus 
rodillas. En las vírgenes de esta clase se nota siempre un candor 
ingenuo, lleno de religiosidad adorable..., pero en ésta está retratada 
la soberbia dignidad de un candor feroz. Y supone silencio y extrañeza 
la enorme imagen, que da con la cabeza en el techo, con los ojos muy 
abiertos sin mirar a ninguna parte, con las manazas exageradas, con la 
rigidez de su época... En el suelo del claustro entierran a los 
monjes..., vemos señales de enterramientos que sólo se conocen por una 
letra... Más allá, en la misma galería en que está la imagen bizantina 
se levanta el antiguo sepulcro de Santo Domingo, al que sostienen dos 
leones quiméricos. Frente a él hay una capillita feísima, detestable, de
 la que protestan las grandezas del claustro, que tiene por retablo una 
estampa muy grande, con un rechoncho Corazón de Jesús catalán, rubio y 
guapo, luciendo su flamante peinado chulesco y su barba recién peinada 
por el peluquero.
Cada vez que se miran las arquerías magníficas, estalla en el 
alma un acorde de majestuosidad antigua... Hay sobre los suelos un 
empedrado caprichoso y característico. Hay humedades inefables y 
consoladoras... En el centro del patio, antiguo cementerio, una fuente, 
también detestable e insultante (es de risco modernista), canta una rima
 de sosiego. La maravilla espiritual de un ciprés sube muy alto, 
queriendo besar al campanario vecino. En el jardinito hay algunos 
árboles más, unas alfombras de flores amarillas y yerbas umbrosas... 
En una pared del claustro duerme un caballero de nobleza 
castellana, que fue el héroe de una hermosísima gesta de amor. Un monje 
inteligentísimo y sabio nos la cuenta. Pasan por la leyenda que tuvo 
realidad en las tierras de Castilla, las figuras de siempre... El 
caballero generoso y valiente, el moro aristocrático y amigo, las 
mujeres de ambos... Luego las bodas llenas de magnificencia, las 
guerras, y la tragedia final... un amor de amistad que triunfa del amor 
patriótico)... Fuerte y serena surge la leyenda de los labios 
apasionados del religioso, brillan sus ojos melancólicos en el ensueño 
de una evocación artística.
En el techo original y raro, pintado de colores, en los que 
predomina el rojo, el blanco y el gris, que el tiempo fue dando vaguedad
 borrosa, hay escritas millares de escenas raras y desconocidas. Sobre 
las vigas se ven pinturas estrambóticas de difícil interpretación. En 
unas hay animales fantásticos, toros, serpientes, grifos, leones, 
murciélagos, signos cabalísticos, contorsiones de líneas. En algún lugar
 hay pintada grotescamente una escena de gran profanación religiosa... 
Es una misa celebrada por un asno, al que sirve de acólito otro animal. 
El oficiante está revestido de casulla y demás ornamentos. En el fondo 
hay una cruz negra. Hay alguna otra escena llena de humorismo gracioso y
 discreto. 
Se nota un gran contraste entre estas pinturas llenas de una 
gracia irónica, y un sangriento refinamiento de burla, y la soberbia 
robustez de los capiteles sobre la columna chata y sentida. 
Los capiteles grandes y macizos según la proporción del 
conjunto, son el encanto artístico del claustro... Muestran una época en
 que el sentimiento de las líneas tuvo una admirable apoteosis de 
comprensión y de fuerza. Los dibujos son de una sobriedad complicada, un
 bosque de líneas graciosas y mórbidas ordenado y correcto... Son tallos
 vegetales lo que muestra la piedra dorada, son tejidos artísticos, 
bordados primorosos y delicados. Es cada capitel una piedra preciosa 
enorme, pero sin brillo. Está tallada magistralmente. Tienen los 
capiteles hojas raras, acantos varios, enredaderas exóticas, enrejados 
cálidos, plantas míticas desconocidas, estilizaciones vegetales. En los 
más predominan las representaciones de animales. Ya había visto en Ávila
 el capitel de dos pelícanos con los cuellos amorosa y extrañamente 
enlazados en un estremecimiento espasmódico; pero no había visto las 
representaciones de locura en el capitel románico. Bien pudiera ser 
porque nunca contemplé tan de cerca el capitel, pero el caso es que me 
causó asombro y admiración profunda las escenas de tortura infinita que 
observé. En medio de lo de la fauna de tallos y hojas aparecen en 
algunos capiteles arpías de pesadilla con cuerpos de búho, con alas de 
águila, con cabezas de mujer..., y estos pájaros se muerden unos a 
otros, juntando sus bocas, antechocando sus alas, en espantosas 
inversiones de expresión inverosímil... En otros estas escenas están 
formadas por animales extravagantes, que se muerden las colas unos sobre
 otros con marcada expresión sexual, de un sexualismo satánico, formando
 trinidades espantosas de tortura carnal.
En algunos, seguramente de los últimos que se labraron, hay 
figuras humanas, unas representaciones simbólicas y una escena de la 
historia santa. En las cuatro esquinas del claustro hay bajorrelieves 
con una virgen guardada por angelotes preciosos remotamente italianos, y
 escenas de la vida de Jesús. Éste aparece representado con vestiduras 
orientales, el cabello y la barba hechos bucles menudos y rígidos como 
un sacerdote asirio.
Tienen las figuras de los bajorrelieves majestuosidad de danza 
bruta y melancólica, la gravedad litúrgica de un oficio sagrado, el 
hieratismo inquietante de una visión celeste... Se ve el claustro alto 
pleno de luz dulcísima...
Por un fondo de luz azulada avanzan dos novicios, que pasan muy 
cerca. Uno tiene cara de inteligencia; el otro posee en su rostro un 
carácter bestial... Son oblatos.
Subimos al claustro alto, adornado frailunamente con santos 
grandotes, cuadros antiguos y fotografías... Toca una campana grave. 
Cruzan los monjes la galería para ir al coro... Por una puerta se 
pierden, cubiertos con la elegancia severa de las cogullas.
***
Es la hora de la misa mayor. Por las encrucijadas y las galerías se 
sienten los pasos ligeros y apagados de los monjes que van a coro... 
Clama una campana lentamente... La mañana serena se derrama espléndida 
sobre la masa conventual. Tiene el ciprés un divino anhelo de sol... El 
claustro románico queda desierto y sonoro. Por la hermosa puerta que 
comunica con el sepulcro de Santo Domingo pasa una procesión de monjes. 
Las cabezas se ocultan en las severas cogullas.
Con ellos voy a la iglesia. Es una iglesia fría, enorme, 
destartalada, antipática. No tiene retablos, ni imágenes, ni color. En 
el altar principal se venera un San Sebastián mártir, que muestra su 
desnudez de una manera antiartística. En el suelo están los ciriales 
fúnebres de las familias del pueblo. Está la iglesia desierta, húmeda...
 sólo dos o tres viejos consumidos, de miradas perdidas, tosen de cuando
 en cuando turbando al eco que se levanta y les contesta lúgubremente. 
El coro aparece encerrado tras una verja fuerte.
Yo tomo asiento en el antecoro entre los legos y los oblatos... 
La ceremonia comienza. El Abad ocupa su alto sitial presidiendo a las 
dos negras filas de monjes. Empiezan las salutaciones a la Trinidad 
católica haciendo todos una soberbia inclinación de cuerpos que no 
levantan hasta que han apurado el último Gloria. Luego se sientan, se 
levantan, se quitan las capuchas, se las vuelven a poner, todo esto con 
un ritmo admirable, con una teatralidad trágicamente solemne, 
conservando toda la enorme fortaleza de la litúrgica antigua. Hay una 
pausa corta mientras salen los oficiantes que van a decir la Misa. Éstos
 cruzan la iglesia muy despacio precedidos de novicios con incensarios 
que no tenían las manos precisamente como las de los mónagos del 
delicado verso de Verlaine. Los sacerdotes llevan capuchas blancas como 
las albas, en las que resalta la tela rica de las casullas, de un verde 
brillante y plateado. El altar los esperaba con los divinos cirios 
encendidos, con los paños inmaculados y religiosos, orlados de encajes 
humildes. Son los monjes que ofician hombres de tez curtida, de andar 
grosero, de manos impuras por el color negruzco que tienen, llenas de 
cerdas, ese castigo cruel de la naturaleza. Seguramente el prodigioso 
altar temblará. Debiera por estética no permitir a estos hombres decir 
la Misa, tocar el cáliz de aristocracias santas, alzar la hostia sublime
 símbolo de pureza y de paz universal. Las tareas sacerdotales debiera 
tenerlas la mujer, cuyas manos que son azucenas rosadas, se perdieran 
entre las blancuras de las randas, manos dignas de alzar la hostia y de 
bendecir, lirios de verdadero encanto sacerdotal, y cuyas bocas pudieran
 posarse en el cáliz como suaves granates de pureza apasionada, únicos 
labios iniciados por su belleza o por su significación simbólica, para 
recibir las armonías místicas e inefables de la sangre del cordero 
celestial. Es feo que estos hombrotes burdos hundan sus labios en las 
prístinas claridades del gran misterio y sacrificio.
Llegan los sacerdotes al altar y empieza el canto gregoriano formidable y emocionante.
Tienen los monjes las cabezas dulcemente inclinadas sobre los 
breviarios. Están en el abismo de la austeridad musical. Entra luz 
potente por los ventanales. De todos los pechos, con el mismo ritmo y la
 misma acentuación grave, brota la melodía de severidad monumental. La 
melodía, como enorme columna de mármol negro que se perdiera entre las 
nubes, no tiene solución. Es accidentada y lisa, profunda y de un vago 
sentimiento interior. Van las voces recorriendo todas las melancolías 
tonales a través del mundo fantástico de las claves. Hay exageraciones 
de solemnidad catedralicia en el canto... Hay una danza caprichosa y 
extraña de notas, huyendo de la modulación sentimental. Quiere el canto 
gregoriano dar la impresión de grandeza, de austeridad recia, de 
recogimiento espiritual, de incensar seriamente a la divinidad con voz 
exenta de apasionamiento. Quiere la melodía elevarse por encima de todas
 las cosas existentes. Entonar cánticos de alabanzas muy serenos, muy 
reposados, pero muy lejos de la tragedia del corazón. Las notas huyen de
 los puntos emocionales. Hay jadeares enormes en los cuales una sílaba 
va recorriendo notas y notas, que no tienen la resolución que se 
espera... Tiene el canto gregoriano en Silos un gran ambiente de 
sentimiento. Estas melodías, que deben decirse al unísono y sin música, 
las cantan aquí acompañadas por un órgano de voces suaves y 
armoniosas... y ¡está claro! hay en las voces de los monjes entre las 
nieblas musicales del órgano un gran sentimiento individual. Es día de 
fiesta, y el oficio tiene gran parsimonia de solemnidad en las 
ceremonias... Las danzas sagradas de los oficiantes repercuten en el 
coro. Se abrazan los sacerdotes y todos los monjes hacen lo mismo. 
Cantan un Agnus Dei de melodía rarísima y arcaica... Termina la misa con
 una gran solemnidad coral. Las voces potentes y hermosísimas quieren 
levantar el techo en medio de los nubarrones de acordes que deja escapar
 el órgano... Los pobres legos, hombrotes bonachones y rudos, cantan con
 gran unción religiosa. Se acaba la ceremonia y van los monjes en 
procesión al sepulcro de Santo Domingo, que está colocado en un altar 
deplorable. Allí se arrodillan y rezan.
En las paredes hay grilletes procedentes de antiguos cautivos redimidos. 
Por las amplias estancias del monasterio llenas de cuadros con 
escenas sagradas, paseo con un monje buenísimo y amable. Es el 
organista. Tiene en la manera de expresarse una grata inocencia nativa. 
Él, me enseña el relicario que encierra  maravillosas arquetas de 
esmaltes azules y dorados, huesos de santos... luego veo el cáliz de 
Santo Domingo, enorme copa de plata adornada con labores orientales, y 
la patena grande y espléndida, rodeada de gemas de colores...
Paseamos por una amplia galería. En un rincón de ella hay un 
gran cuadro, en el que está pintado graciosamente mal, el mar, y sobre 
las ondas encrespadas y furiosas una gran nave altísima con dos escalas 
para subir a bordo. Al pie de ella un monje señala una escala por la que
 suben frailes... Mi amigo explicó: "Aquello era la representación 
simbólica de una promesa de su orden. Aquel monje que estaba al pie de 
la nave era nuestro padre San Benito, invitando a las almas a entrar en 
los conventos de su hábito. El mar es el mundo con sus desengaños y sus 
penas, la barca es la salvación eterna". Yo callaba contemplativo. "Ha 
de saber usted, continuó mi acompañante, que todos los de nuestras 
comunidades benedictinas nos salvamos por el solo hecho de ser 
religiosos..., así lo prometió nuestro santo fundador." Entonces exclamé
 yo: "...No sé cómo no tienen ustedes las casas abarrotadas de 
creyentes..., porque mire usted que la promesa es hermosa"... El monje 
sonrió escépticamente... "¡Ay, amigo, me dijo, están los tiempos muy 
malos!"... y seguimos deambulando por el corredor.
Después hablamos de música. El pobre no conocía nada más que el 
canto llano. Entró de niño en el convento y no ha salido de allí.
No sabía lo que eran las maravillas sinfónicas de la orquesta ni
 había paladeado el romanticismo grave del violonchelo, ni se había 
estremecido ante la furia solemne de las trompas..., únicamente sabía el
 secreto del órgano, pero puesto al servicio del arcaísmo gregoriano... 
Le nombré a Beethoven y sonó a cosa nueva en sus oídos el apellido 
inmortal. Entonces yo le dije: "... Soy muy mal músico y no sé si me 
acordaré de algún trozo de música, de esa que usted no conoce, pero sin 
embargo, vamos al órgano a ver si recuerdo...".
Atravesamos la iglesia solitaria, subimos unas escaleras 
estrechas y polvorientas y entramos en el recinto del órgano... El 
religioso, a instancias mías, cantó con la armonía del órgano el Agnus 
Dei que había dicho en la misa. Era maravillosamente estupendo... 
Cantaba mi amigo lentamente, plácidamente, con quietud casi pastoral.
Después yo me senté en el órgano. Allí estaban los teclados 
místicos con pátina amarillenta, filas de pajes del ensueño que 
despiertan a los sonidos. Allí estaban los registros para formar las 
divinas agrupaciones de voces. El monje inflaba los fuelles... Entonces 
vino a mi memoria, esa obra de dolor extrahumano, esa lamentación de 
amor patético, que se llama el allegretto de la séptima sinfonía. Di el 
primer acorde y entré en el hipo angustioso de su ritmo constante y de 
pesadilla.
No había dado tres compases cuando apareció en la puerta del 
camerino el fraile que contó las leyendas en el claustro... Tenía una 
palidez acentuada. Se acercó a mí y tapándose los ojos con las manos con
 acento de profundo dolor me dijo: "Siga usted, siga usted!"... pero 
quizá por una misericordia de Dios, al llegar donde el canto toma 
acentos apasionados y llenos de amor doloroso, mis dedos tropezaron con 
las teclas y el órgano se calló. No me acordaba de más... El monje 
apasionado, tenía los ojos puestos en un sitio muy lejos. Ojos que 
tenían toda la amargura de un espíritu que acababa de despertar de un 
ensueño ficticio, para mirar hacia un ideal de hombre perdido quizá para
 siempre. Ojos los suyos de españoles centelleares [sic], cobijados por 
las cejas que ya le empezaban a nevar. Ojos los suyos de inteligencia, 
de pasión, de lucha constante... Al dejar de sollozar el órgano, salió 
sin decirnos nada y se perdió escaleras abajo... El organista exclamó: 
"¡Sus cosas!"... Y reía, reía serenamente, bobamente sin comprender nada
 de lo que acababa de pasar allí. Descendimos del órgano. Al salir de la
 iglesia sentimos una gran palpitación en el ambiente, era un libro 
enorme que se había cerrado sobre el facistol.
***
Pasan las horas tranquilas y apacibles.
Por los claustros cruzan religiosos que van a sus quehaceres. 
Cavan los legos en la huerta. Alguna vez se oyen lejanos acordes del 
órgano tocado por algún novicio que lo estudia. Siempre el mismo 
ambiente por las estancias. Llega la hora de comer, una campana suena, y
 todos nos dirigimos al comedor. A la entrada el abad afable, nos lava 
las manos como respeto y sumisión al peregrino.
Al entrar, todos los monjes están colocados en sus sitios. El abad preside en su trono de madera. Todos están de pie. 
El comedor es un salón espléndido y sombrío con dos negras 
columnas en el centro. No hay manteles en las mesas. Se respira grandeza
 pobre. El abad con los ojos bajos exclama: "Benedicite" y todos 
contestan: "Benedicite"... y el salmo. Vuelven las inclinaciones a los 
glorias dichos con sonsonete funeral. Hay un silencio al Pater Noster...
 y después alguien desde lo hondo del comedor reza una oración con voz 
fina..., y al terminar, todos responden lúgubremente: ..."Amén"... y se 
sientan a comer. Entra un lego que no oiría la campana y llega tarde al 
refectorio. Se arrodilla ante el abad con las manos sobre el pecho, y 
con gesto lastimoso de pobre hombre inclina la cabeza. El superior lo 
bendice descuidadamente así como el que da un manotazo al aire, y 
entonces el desdichado vejete se retira a comer. 
En el púlpito blanco a parece un jovencito demacrado con color 
de ictericia, la cabeza larga, desproporcionada. Se santigua y abriendo 
un librote venerable comienza a leer.
Es la historia de un antiguo padre de la iglesia lo que cuenta 
el libro... La eterna tentación del demonio en los anacoretas... Lucha 
cruenta con el enemigo invisible que ellos creen del exterior sin notar 
que está escondido muy hondo en el corazón... El santo de la historia es
 un torturado por conseguir lo infinito. Lo abandona todo y se dedica a 
su contemplación interior..., pero de ese misticismo admirable surge la 
tentación..., y son monstruos verdes de ojos amarillos, lo que ve bajo 
el lecho, y son serpientes de fuego con cabezas de ratón, y son lagartos
 gelatinosos y horribles lo que contempla en sus pesadillas... Una vida 
de martirios espantosos. Revive la Edad Media en la leyenda frailuna. El
 santo huye de las infernales visiones y pasa las noches en vela preso 
de un fanatismo miedoso, en las oscuras y trágicas soledades de una 
iglesia, golpeándose el pecho, abrazado a un Cristo... Del natural 
desquiciamiento del héroe su imaginación tomó los senderos divinos de 
las visiones celestiales..., y se siente arrebatado por ángeles 
maravillosos y ve entre nubes la suma majestad del omnipotente en su 
trono de soles con la cara bondadosa de un Noel, y habla con la 
dulcísima y sagrada María de Nazaret en su camino de flores bajo la 
lluvia de luz estrellada. Un día el santo admirable, se quedó dormido. 
Sus compañeros no lograban despertarlo: llegó la noche y observaron que 
el durmiente se elevó en los aires y así estuvo largo rato. Luego 
descendió, se despertó, y contó maravillado lo que había visto. Soñó que
 entre nubes lo llevaron los ángeles a parajes deliciosos y allí su 
espíritu quiso dejar abandonado al cuerpo..., pero como no lo 
consiguiera porque así estaría mandado por el Señor, los ángeles lo 
volvieron otra vez a la tierra, y el santo sollozó... Era muy fantástico
 y literario todo lo que pasaba en la leyenda..., cabezas cortadas que 
vuelven a su sitio, apariciones en monasterios viejos y 
desaparecidos..., eco de la fe primitiva. El joven fraile leía 
espantosamente mal. 
Tropezaba a cada instante, y hacía pausas incongruentes. Su voz 
era de niño en escuela pueblerina. La trágica vida del santo desquiciado
 e histérico, no hacía mella en los espíritus de los monjes. La habrían 
oído tantas veces que había llegado a serles indiferente. Los monjes 
comían con gran apetito, alguno se apipaba de lo lindo. Los manjares 
eran sencillos y frugales. Entre el odioso sonsonete de la lectura se 
oía el choque de los tenedores contra los platos de porcelana.
Al terminar la comida hay más rezos y más inclinaciones solemnes.
Después se forma una procesión y se sale del comedor cantando el
 Miserere, para dirigirse a la tumba de Santo Domingo, donde después de 
orar se disuelve. Empieza el trabajo en el convento.
Deambulando por una galería desde cuyas ventanas se divisan los 
montes lejanos, enormes grises macizos con fulgores de plata, me 
encontré al monje raro de la escena en el órgano. 
Me acerqué a él y charlamos. La conversación fue de música. "¿Le
 gusta a usted mucho la música?", le pregunté, y él sonriendo 
amablemente contestó: "Más de lo que usted se figura, pero yo me retiré 
de ella porque me iba a embrutecer. Es la lujuria misma... yo le doy a 
usted un consejo... abandónela si no quiere pasar una vida de tormentos.
 Todo en ella es falso... Ahora mi única música es el canto 
gregoriano"...
Después charlamos de otras cosas. Es el religioso un hombre de 
gran corazón y de una sabiduría extrema. "Cómo se conoce, le dije, que 
ha sido usted hombre de gran mundo"... "¡Demasiado! exclamó con 
tristeza. Pero yo que he sufrido tanto con los hombres he hallado aquí 
un refugio de serenidad y de paz. Ya voy para viejo y no tengo 
ilusiones, quiero morir aquí"...
El religioso me cuenta que fue amigo inseparable del genial 
Darío Regoyos y que actualmente entre los que van a visítale al 
monasterio figuran Zuloaga y Unamuno... En un estante de cristal están 
guardadas algunas pajaritas de papel que hace en sus ocios el gran 
pensador de Salamanca. Indudablemente es un tipo admirable este artista 
benedictino.
Nos separamos. Él tiene que estudiar, pues pronto quiere cantar 
misa. Por el fondo de la galería se pierde su figura entre el ruido 
sedoso de los mantos.
Nada se oye sino la fuente del patio románico y algunos piares de pájaros sobre los árboles del huerto. 
Horas graves de tristeza íntima y meditativa.
V
Sombras
Llegan a lo lejos los mantos de la noche...
Los montes se hunden en las ráfagas claras del horizonte... Una tonalidad azul envuelve al monasterio.
A la salida del comedor después de haber cenado marchamos a la 
huerta. Los religiosos tienen un rato de ocio. La huerta adquiere 
brillos de misterio en la modulación crepuscular. Todo está quieto y 
monacal...
Por las veredas que hay entre los árboles frutales, pasean los 
monjes viejos discutiendo de teología y de cosas santas, los novicios 
ríen y juegan en un altozano entre ramajes. Suena el croar de ranas de 
las charcas y acequias, y mientras tanto entre la calma augusta del 
ambiente asoma por entre montes la luna llena, hermosa, magnífica, 
aristocrática y patriarcal llenando de luz divina los confines. Ladran 
los perros.
En un rincón de la huerta donde hay un estanque lleno de algas y
 musgos, y donde la luna se mira al temblor del agua, se sientan dos 
frailes ancianos, inclinan las cabezas y quedan en un estado de 
inquietud. 
Entre un yerbazal se esconde un lagarto.
Es la última hora del crepúsculo, y quieren entrar las sombras 
de la tentación... Los viejos se inclinan y rezan sosegadamente, 
perdidamente; los jóvenes luchan hasta vencer o no vencer... Mas allá 
los montes y más allá y más allá, se abre la sangrienta interrogación al
 infinito... Llama la campana con bronceado hastío al rezo tenebroso y 
suplicante. 
Queda solitaria la huerta.
Por un temblor de ramajes cruza la sombra viviente de Gonzalo de
 Berceo que suspira enseñando su roto laúd... A poco y ya esfumado el 
último acorde de luz, el viento de las sierras empieza a esparcir su 
hermosura y olor . . . . . . . . . . . . . .
En la iglesia están los monjes rezando sin acompañamiento de órgano. Hay sombras oscuras por todas partes.
En el fondo del templo brilla una luz amarillenta que se recorta
 como un corazón de fuego. Entre las pausas miedosas de los rezos, 
alguien tose.
Al terminar el Magníficat dicho de una manera ordinaria y 
sentida, el abad se adelanta sobre las oscuridades de la iglesia y 
rezando devotamente, con el hisopo en la mano, derrama agua bendita en 
las negruras tremendas del templo.
En éste parece oírse ruido extraño, algo así como de alguien que
 corre. Son los demonios del mal que van a ocultarse en sus antros, 
huyendo de la plegaria y del agua bendita. La luz ilumina oscilando 
alguna cara de carne roja... 
Viene el silencio nocturno sobre el convento... La luna en los 
claustros graba las columnas sobre los suelos. El ciprés enseña su forma
 en el tejado. Pasos apagados y ruidos de rosarios vuelven a sonar por 
los corredores. Calla la fuente... Sólo la luna se filtra por todo el 
monasterio entre las quimeras de las sombras...
...oooOOOooo...
Sepulcros de Burgos
I
La ornamentación
La ornamentación es el ropaje y las ideas que envuelven a toda 
obra artística. La idea general de la obra son las líneas y por lo tanto
 su expresión. El artista lo primero que debe tener en cuenta para la 
mejor comprensión de su alma es el primer golpe de vista o sea el 
conjunto del monumento, pero para expresar sus pensamientos y su 
intención filosófica, se vale de la ornamentación, que es lo que habla 
gráfica y espiritualmente al que lo contempla... Siempre tiene muy en 
cuenta los temas, cuya modulación trágica o sentimental ha de conmover a
 la mayor parte de los hombres, y las figuras enigmáticas que lo dicen 
todo o nada, y cuya no comprensión ha de hacer pensar... Luego el medio 
ambiente porque cada cosa ha de estar colocada en su centro, y es tan 
grande la influencia de lugar que varía por completo su expresión... El 
tiempo, así como es el gran destructor y el gran ensoñador, es el gran 
artista de la melancolía. Nosotros sentimos en toda su grandeza los 
pasados por monumentos, tanto por su historia como por su color..., y 
parece que los antiguos escultores hicieron sus sepulcros para mirarlos 
ahora... Y qué amargura tienen bajo el eterno color de tarde de los 
claustros... En todos ellos se desarrollan las mismas ideas de muerte y 
de vida, envueltas en una burla sarcástica... Hay como un ansia de decir
 cosas, que no podían decir por temor a ser quemados vivos o encerrados 
para siempre en una oscura prisión.
Por regla general los artistas que los hacían, los mismos que 
trabajaron en los coros y en todas las obras catedralicias, eran gentes 
del pueblo, y por lo tanto oprimidos por la nobleza y el clero..., por 
eso cuando con sus manos callosas tomaron el lápiz y el cincel lo 
hicieron con toda la rabia y con toda intención perversa contra aquellos
 de que eran esclavos. Una prueba de esto son las misericordias de los 
coros y las ideas de los sepulcros... Hasta la misma literatura de 
aquellos tiempos esboza sus ideas anticlericales en figuras simbólicas, 
muy difíciles de interpretar... ¡cuántas cosas que no se explican!... En
 un sepulcro macizo, en el que descansa un antiguo obispo, el artista 
puso por ménsulas a dos dulces cabezas de Jesús, que soportan con 
cansada expresión el arco pesado cubierto de una viña de grandes 
racimos... Es muy extraño esto, cuando es sabido que los santos, aunque 
estuvieran en función de columnas, nunca lo estuvieron en función de 
cariátides, porque los que hicieron las portadas tuvieron con ellos esa 
piedad...
En los sepulcros góticos, la ornamentación de ideas corre por 
unas ricas venas con sangre de pámpanos por los que se retuercen 
pájaros, caracoles, lagartos luchando con pelícanos, quimeras de 
pesadilla y monstruos alados con cabeza de león. Todo muy diminuto como 
temiendo que se vea..., o como si toda aquella fauna engendro del 
demonio se escondieron entre los racimos huyendo del incienso o de las 
fúnebres salmodias gregorianas... El caballero siempre está con un libro
 y cobijado por ángeles y santos con un paje o un perro a los pies... 
Toda la flora del gótico se desarrolla en los arcos y en las florenzas 
en que adquiere su apogeo. Tuvieron los góticos el especial cuidado de 
no romper las líneas y dar una aparente impresión de sencillez 
ornamental, pero tuvieron la gran filosofía y la gran burla en sus 
figuras.
Si nos detenemos ante un sepulcro gótico, observaremos los 
enormes ríos de figurillas graciosas, de diablillos engarzados como 
piedras preciosas sobre los doseles de encaje y de formas suavísimas 
ocultas en las sombras de las impostas, pero todo ello en germen... Un 
estilo tenía que venir que abriendo sus venas ricas las dejara esparcir 
sobre sus retablos y sobre sus columnas para dar lugar a una forma ebria
 de adornos. El estilo barroco.
Los góticos, voy diciendo, tienen más puñal para con los vicios 
en sus sepulcros. Se ven retratados los pecados capitales..., en algún 
sepulcro alguno triunfó... 
Luego, calvarios ingenuos, escenas de la historia santa y 
bosques de ángeles... Los apóstoles los colocaron sobre las pilastras al
 lado de aquella perversión, con rostros de éxtasis, de rabia, de 
quietud... 
Estos sepulcros, sin embargo, son los que tienen más 
cristianismo y menos paganía... Ellos son como una muestra de aquellas 
edades de hambre y superstición..., tan llenas de terrores a Belcebú y 
de gracia picaresca e intencionada. Ellos también son una muestra de los
 ya pasados horrores, mostrándonos sus mil escudos con las riquezas del 
que ya no es ni polvo...
Pero así como en los sepulcros románicos se sienten los albores 
de aquella fe cristiana y tremenda, en los del renacimiento toda la 
austeridad románica y la filosofía gótica se cambian en un paganismo y 
una lujuria amasada con un raro misticismo que pone al alma en 
suspenso... Y a las líneas elegantes y finas del gótico suceden las 
fuertes y clásicas líneas romanas y griegas... Y son los plintos llenos 
de manzanas, rosas y cuernos de la abundancia los que triunfan, y son 
las guirnaldas de calaveras atadas con cintas de seda, y son las luchas 
de sátiros con hojas enormes, y son las grecas de cabezas distintas, 
entre las cuales el Santiago peregrino asoma su bordón...
Las ideas son todas de una extrañeza incomprensible... Por regla
 general estos sepulcros del Renacimiento toman forma de altares como la
 mayoría de los góticos por ser ésta la que más se presta a la riqueza 
ornamental... Todas las líneas encuadran a tableros llenos de figuras y 
flores.
En algunos plintos mujeres desnudas entre paños y guirnaldas de 
naranjas, sostienen con gran expresión de dolor canastos llenos de 
yedra, en otros hay cariátides fundidas con la pared, que tienen sobre 
sus cabezas despeinadas por un viento de acero toda la fábrica 
sepulcral..., en todos existen cabezas rotas de toro y león que llevan 
entre sus dientes los lazos de las guirnaldas que corren alrededor.
En unos se desarrollan los desnudos con toda su furia lujuriosa,
 en otros dentro del mismo impudor hay una tristeza silenciosa que 
trasciende a la religiosidad... Es un abad viejo al que sostienen su 
urna cineraria dos hombres completamente desnudos mostrando al aire sus 
sexos, pero en sus movimientos y en sus ojos entornados, hay toda la 
grandeza de una pureza infinita..., pero estas expresiones son las menos
 porque en los demás sepulcros hay rostros y contorsiones bellísimas que
 son la lujuria misma... 
Y para llenar huecos sin adornar, emplearon dragones con caras 
primorosas de línea correcta, mujeres con pies de águila y alas abiertas
 entre lluvias de hojas y cuernos, y chivos con los ojos abiertos, aves 
agoreras enlazadas entre rosas de cien hojas, ogros, bacantes dolorosas,
 cardos, acantos, y sobre toda esta sinfonía de ensueño tentador revive 
la majestuosa escena del Calvario sostenida por pirámides de ramas, o 
por las espaldas de algún hombre colosal... 
En los más avanzados del Renacimiento desaparece toda la riqueza
 de desnudo, para dar paso a los haces maravillosos de líneas y a los 
escudos, como únicos motivos de ornamentación...
II
Tenemos en toda la dolorosa historia de la humanidad un afán, un
 ansia grande de perpetuar vidas, o mejor dicho, unas vidas que quieren 
hablarnos eternamente por medio de lápidas y de arcos fúnebres... Un 
sepulcro es siempre una interrogación...
En la vanidad de los hombres hay negrura interior que les impide
 ver el más allá. La vanidad está siempre en presente. Un hombre amado 
de ella no puede nunca comprender que pasará su recuerdo y todo lo malo o
 lo bueno que hizo, y cuando piensa perpetuar su memoria, cree que él 
presenciará todos los posibles homenajes que se le hagan... o al menos 
siente todo eso en su imaginación...
Es causa de abatimiento espiritual el recorrer los claustros 
llenos de sepulcros mohosos cubiertos de polvo en los cuales el tiempo 
borró los nombres... ¿Qué se propusieron los que se mandaron labrar 
estas ricas tumbas? Nadie los mira con ese respeto supersticioso que 
ellos quisieran inspirar. Allí están y seguramente los trasladarán donde
 los arqueólogos puedan estudiarlos a su sabor... Todas las vanidades 
las mata el tiempo, y por mucho que voceen o quieran persistir, les 
contestan sarcásticos los grillos del silencio como el mar parodiaba los
 gritos de Prometeo... 
Seguramente la más fea de todas las pasiones es la vanidad. Es 
la que encierra en su arca a todos los hombres imbéciles... El hombre 
vanidoso es pueril pero muy ofensivo a los demás... Está en nosotros y 
no podemos arrancarle jamás el deseo al pasado, y al placer..., pero 
éstos y las tremendas pasiones del corazón son de una belleza 
abrumadora. Y todos lo sienten lo mismo porque la figura de Venus 
desnuda sobre un fondo de espuma y de azules tritones, es algo de 
nuestro cerebro... Y nadie, absolutamente nadie se librará de los 
pecados que tanta miel y tanta amargura tienen..., porque estamos 
formados con las esencias de ellos..., pero todo cabe bien en el hombre 
menos la vanidad después de la muerte. Y se piensa en aquellos señores 
que desde jóvenes se preparaban sus tumbas haciéndose esculpir sobre 
mármoles y sobre roca para que después los miraran y se aterraran ante 
ellos como se aterró nuestro amado Cervantes en la catedral de 
Sevilla...
Los vanidosos no pasarían en las generaciones pasadas del Egipto
 fúnebre, hoy todas truncadas y hechas añicos... [sic] Y llegaban a 
tanto sus deseos de inmortalidad, que huyendo de los cúmulos por ser de 
más fácil destrucción colocaron los sarcófagos sobre las paredes a 
manera de altares. Tal la arquitectura fúnebre de los góticos... Lo 
fúnebre es algo que siempre hace pensar y que llena de vacío a las 
almas... Cuando se mira un sepulcro, se adivina el cadáver en su 
interior sin encías, lleno de sabandijas como la momia de Becerra, o 
sonriendo satánicamente como el obispo de Valdés Leal... Y en estos 
pensamientos se enredan toda la fatuidad de los ramajes y florenzas que 
cubren la urna, y todo un espanto Rubeniano hacia la muerte... Al 
contemplar estos arcones pétreos de podredumbre asoma en lontananza toda
 la horrible cabalgata del Apocalipsis de San Juan... Es un pecado de 
las iglesias el permitir a la vanidad bajo sus naves... El hombre debe 
de volver, según Jesucristo, a la tierra de donde salió, o ponerlo 
desnudo sobre los campos para que sirva de comida a los cuervos y las 
aves de la muerte, como nos refieren las viejas tradiciones de la 
India... Nunca se debe conservar un cadáver porque en él no hay nada de 
devoción ni de fe, antes al contrario..., y los cadáveres de los santos 
debían ser los primeros en pagar su tributo de carne a la tierra como lo
 hicieron aquellos antiguos patriarcas, porque de esta manera le dan a 
la muerte toda su maravillosa serenidad y misterio... Por eso todos los 
relicarios que tienen huesos de vírgenes y de ascetas atormentados que 
vieron a Satanás bajo las formas de mil desnudos, y que se arrancaron el
 corazón por locura hacia lo ideal, debieran esparcirse por los campos 
de su nacimiento. No presentar a los hombres nunca lo que han de ser 
porque lo serán y en ello está su enseñanza, y si se quiere adorar a un 
hombre, adorad su espíritu con el recuerdo, nunca presentando una tibia 
suya envuelta en flores pasadas y en cristal... La carne es en la vida 
lo que manda, dejemos pues que en la muerte viva el alma... ¡Pero qué 
trágico y qué endemoniado es el tiempo!... En la mayoría de los 
sepulcros que contemplo ya no hay nadie... Los que en ellos dormían 
esperando la luz, fueron esparcidos por los suelos en esos momentos que 
el pueblo tiene de locura... En algunos aún existe una calavera, un 
hueso como un trozo de carbón, de plomo, y las arañas, que son las 
grandes amigas de la oscuridad y el silencio... y entonces no pensamos 
ya que aquel túmulo o altar que tenemos delante, sea un sepulcro; una 
vez que desapareció de allí el cuerpo perdió toda la salmodia funeral. 
¿Entonces es que el espíritu de las cosas lo formamos nosotros?... ¿O es
 que el cuerpo es el sepulcro?... Desde luego una vez roto, el misterio 
de la urna perdió todo su triste encanto, porque al no tener su origen y
 su pensamiento principal lo demás es muy secundario bajo el punto de 
vista de la primera impresión... 
Por eso los sepulcros en que hay un hombre recién muerto tienen 
ese miedo constante de media noche y ese morboso encanto del querer y no
 querer levantar la cubierta para contemplar y no contemplar el espanto 
de la putrefacción... 
En la solemnidad de un sepulcro románico se siente más al muerto
 que en los retablos yacentes del arte ojival, y una de las cosas que 
más influyen a alejar del ánimo la idea triste de la muerte es una 
estatua yacente viva como las que hicieron Fancelli y el Borgoñón..., o 
en aquellas estatuas de los reyes de Castilla, Juan I y su esposa 
colocados sobre una portada gótica y rodeados de apóstoles y de 
virtudes... La más fuerte idea en que se adivine el cadáver, la he visto
 en los sepulcros de la clausura de Santa María la Real de las Huelgas, 
verdaderos túmulos llenos de severidad medieval, cobijados por una cruz 
en que un Cristo viejo se retuerce gritando... Y no se sabe decir que 
quien allí entró con toda pompa y lloro sea un rey, ni se puede pensar 
que toda una fiereza de Alfonso VIII esté convertida en un muladar de 
piedras negras envueltas en papelotes de peticiones cándidas a su 
espíritu. Por eso la idea sepulcral es en sí un desmayo para el 
porvenir... Casi todos estos sepulcros de Burgos que tantas y tan 
magníficas ideas encierran están sin morador..., y hay sarcasmos de 
inscripciones colocadas sobre carteles de color apagado que hablan muy 
graves de indulgencias y de glorias del muerto que ya no existe ni en 
cenizas... y se siente gran extrañeza al contemplar los sepulcros vacíos
 de la Cartuja que encerraron en un ánfora las entrañas de Felipe el 
Hermoso y ante los cuales la ideal Juana la Loca, de pasión, lloró 
desgarradora ante el cuerpo de su alma como Brunilda ante Sigfrido en la
 epopeya de los Nibelungos... Por eso toda la frialdad de espíritu con 
que se miran los sepulcros sin cuerpo acompaña a la frialdad del pasado y
 al ir desgranando las cuentas del rosario imposible del ideal lejano...
 Hoy todo pasó para esos montones de piedras labradas que encierran un 
hueso o la asfixiante oscuridad... Únicamente al mirar sus pensamientos 
se nos dan visiones de aquellas épocas lejanas y nos hace descubrir 
ensueños pasados... pero sólo pensamos en lo tremendo de la vanidad 
humana, tan castigada y tan burlada por los siglos aplanadores..., y, 
sobre todo, el pensar que todo esto se acabará..., porque también el 
mundo y la eternidad son un sueño infinito...
...oooOOOooo...
Ciudad perdida
I
Baeza
A la señorita María del Reposo Urquía
Todas las cosas están dormidas en un tenue sopor..., se diría 
que por las calles tristes y silenciosas pasan sombras antiguas que 
lloraran cuando la noche media... Por todas partes ruinas color sangre, 
arcos convertidos en brazos que quisieran besarse, columnas truncadas 
cubiertas de amarillo y yedra, cabezas esfumadas entre la tierra húmeda,
 escudos que se borran entre verdinegruras, cruces mohosas que hablan de
 muerte... Luego un meloso sonido de campanas que zumba en los oídos sin
 cesar..., algunas voces de niños que siempre suenan muy lejos y un 
continuo ladrido que lo llena todo... La luz muy clara. El cielo muy 
azul en el que se recortan fuertemente los palacios y las casucas con 
oriflamas de jaramagos. Nadie cruza las calles, y si las atraviesa, 
camina muy despacio como si temiera despertar a alguien que durmiera 
delicadamente... Las yerbas son dueñas de los caminos y se esparcen por 
toda la ciudad tapando calles, orlando a las casas y borrando la huella 
de los que pasan. Los cipreses ponen su melancolía en el ambiente y son 
incensarios gigantes que perfuman el aire de la ciudad que 
constantemente se disuelve en polvo rojo... 
Hay fachadas desquiciadas con mascarones miedosos llenos de 
herrumbre, hay tímpanos rotos que son fuentes de humedad..., hay 
columnas empotradas en los muros que parece se retuercen para 
desprenderse de su prisión... Todo callado. Todo silencioso.
De noche los pasos se oyen palpitar perdiéndose en la 
oscuridad..., y uno y otro y otro..., y el aire que habla en los 
esquinazos..., y la luna dejando caer su luz que es plata fundida... Los
 patios de las casas están llenos de tulipanes, de bojes, de espuelas de
 caballero, de lirios de agua, de ortigas y de musgo... Huele a 
manzanilla, a mastranzo, a heno, a rosas, a piedra machacada, a agua, a 
cielo... Aun en las cosas más cuidadas está clavado el sello trágico del
 abandono.
En los tejados y en los balcones y dinteles hay aderezos de 
topacios, granates y esmeraldas de musgo. Rompiendo la gris monotonía 
chopos y palomas torcaces...
En las calles oscuras hay pasadizos románticos en que la luz es 
azul, con Cristos negruzcos y Vírgenes angustiadas, con faroles 
cubiertos de telarañas, que no se encienden ya.
Dominándolo todo el negro y solemne acorde de la catedral.
En algunos pardos torreones hay escaleras ahumadas que no se 
sabe dónde van, almenas arruinadas que son nidos de insectos y sombras 
que se ocultan cuando alguien llega.
De cuando en cuando palacios y casonas de un Renacimiento admirable, ornamentadas con figuras y rosetones primorosos...
Después de andar entre soportales y callejas de una gran 
fortaleza y carácter se da vista a una cuesta triste con moreras y 
acacias, que sirve de antesala al corazón cansado y melancólico de la 
ciudad. Siempre está solitaria y tristísima, únicamente la cruzan los 
canónigos que van pausados a rezar, y los pájaros que vuelan locamente 
de un lado para otro sin saber dónde posarse.
En un lado de esta plaza hay una casa triangular que casi se la 
traga la hierba y otras destartaladas cuyas puertas se caen aburridas. 
El suelo es de terciopelo verde. En su centro una fuente de severidad 
pagana, parece el cuerpo final de un arco de triunfo al que la tierra se
 hubiera tragado.
La catedral tapa a la plaza con su sombra, y la perfuma con su 
olor de incienso y de cera que se filtra por sus muros como recuerdo de 
santidad.
A lo lejos casas de piedra dorada, con los añejos vítores 
esfumados por tantos soles, y las ventanas marchitas con hierros mohosos
 y destartalados.
Hay un silencio íntimo y doloroso en esta plaza.....
El palacio del antiguo cabildo que está en una esquina es una 
masa negra y amarilla y verde y sin ningún color. Sus ventanas vacías 
miran extrañamente y sus escudos medio borrados parecen sombras.
Toda la fachada está bordada de cruces, de jaramagos que penden 
como lámparas votivas y de flores rojas apretadas entre las grietas.
Las campanas de la catedral llenan sus ámbitos de acero y 
dulzura diciendo la señorial melodía que las demás campanas de la ciudad
 acompañan con su suave plañir. 
Esta plaza, formidable expresión romántica donde la antigüedad 
nos enseña su abolengo de melancolías, lugar de retiro, de paz, de 
tristeza varonil, se proyectaba profanarla cuando visité Baeza. El 
Alcalde había propuesto al consejo urbanizarla (tremenda palabrota), 
arrancando el divino yerbazal, cercando la fuente de jardinillos 
ingleses..., y quién sabe si pensando levantar en ella un monumento a 
don Julio Burell, o a don Procopio Pérez y Pérez, y en esa plaza 
soñadora y suavemente funeral, quizá algún día veremos un kiosco 
espantoso donde tocara la música pasodobles, cuplés de Martínez Abades, y
 habaneras del maestro Nieto. Derribarán el encanto viejo, y pondrán en 
su lugar edificios con cemento catalán. Es verdaderamente angustioso lo 
que pasa en España con estas reliquias arquitectónicas... Todo 
trastornado... pero con qué visión artística tan deplorable. 
Recordemos la gran plaza de Santiago de Compostela con el 
monumento al señor Montero. ¡Qué salivazo tan odioso a la maravilla 
churrigueresca de la portada del Obradoiro y al hospital grandioso! 
Recordemos la Salamanca ultrajada, con el palacio de Monterrey lleno de 
postes eléctricos, la casa de las Muertes con los balcones rotos, la 
casa de la Salina convertida en Diputación, y lo mismo en Zamora y en 
Granada y en León... ¡Esta monomanía caciquil de derribar las cosas 
viejas para levantar en su lugar monumentos dirigidos por Benlliure o 
Lampérez!... ¡Desgracia grande la de los españoles que caminamos sin 
corazón y sin conciencia!... Nuestra aurora de paz y amor no llegará 
mientras no respetemos la belleza y nos riamos de los que suspiran 
apasionadamente ante ella. ¡Desdichado y analfabeto país en que ser 
poeta es una irrisión! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 . . . . .
Si se anda un poco se cae en un pozo de oscuridades blandas y 
sobre una puerta achatada, plenamente mudéjar y sobre un ojo de la 
catedral, un santo muy antiguo que se murió viniendo de Granada en una 
tranquila mula, yace empotrado en la pared...
En las piedras se dibuja una figura lánguida y exhausta de ritmo
 bizantino que en la noche la luna da relieve, y los jaramagos juegos de
 sombra. Esta puerta se llama de la luna porque únicamente la luna la 
baña con su mística luz...
Si se anda más, los yerbazales son tan fuertes que se tragan a 
las piedras del suelo lamiendo ansiosamente los muros..., y si cruzamos 
unas callejas más, se contempla la majestuosa sinfonía de un espléndido 
paisaje. Una hoya inmensa cercada de montañas azules, en las cuales los 
pueblos lucen su blancura diamantina de luz esfumada. Sombríos y bravos 
acordes de olivares contrastan con las sierras, que son violeta profundo
 por su falda. El Guadalquivir traza su enorme garabato sobre la tierra 
llana. Hay ondulaciones fuertes y suaves en la tierra... Los trigales se
 estremecen al sentir la mano de los vientos. La ciudad se esconde en el
 declive huyendo de la bravura solemnísima del paisaje.
Pero por encima de todo hay no sé qué de tristezas y 
añoranzas... El aire es tan fresco y tan intensamente perfumado... Unos 
carros pasan a lo lejos con traqueteos quejumbrosos levantando 
nubarrones de polvo...
En algunas casas hay de vez en cuando llamaradas de flores rojas en los aleros del tejado.
Las calles empinadas sobre un cielo añil con plata de nubes, únicamente las pasea el sol.
Tiene esta callada ciudad rincones de cementerio con cruces 
tuertas, desgarbadas, y con portadas mudas de tanto hablar cosas 
muertas... Las canales derraman yerbas que tiemblan con la brisa.
Hay algunas calles que son verdaderamente andaluzas con las 
casas blancas, con ventanas salientes junto al alero... perdiéndose en 
un fondo de campo demasiado pleno de luz... En estas calles de los 
arrabales el silencio y la quietud son más inquietantes... Solamente se 
oye llorar a algún nene, chirriar de puertas o los acordes suaves del 
aire y del sol.
En una plaza serena, que tiene un palacito elegante pero 
mutilado y deshecho, un altar gracioso con flores de trapo junto a la 
seriedad aristocrática de un arco triunfal con aire guerrero, y una 
fuente con leones desdibujados en la piedra, un coro de niñas 
harapientas dicen muy mal la tierna canzoneta fundida en el crisol de 
Schubert melancólico:
Estrella del prado 
Al campo salir 
A coger las flores 
De Mayo y Abril...
Canción infantil de resoluciones agradables y conmovedoras... 
canción de intensa poesía, sobre todo cuando suena en las noches de luna
 de un verano pueblerino.
Siempre al recorrer estas calles se descubre algo 
interesante..., un capitel de dibujo caprichoso empotrado en la pared, 
una reja hecha como para una serenata enamorada, algún palacio 
destrozado y cubierto de cal..., pero todo está abandonado, 
despreciado..., y lo que han cuidado, tiene el gesto de la profanación 
artística.
Tiene una tranquilidad musical el crepúsculo visto desde estas 
alturas... En el regio horizonte hay nubes de ámbar azul... que ocultan 
la luz del sol, que es fresa cristal.
Después, un trémolo de luna y estrellas, como prólogo de la noche.
II
¡Melancolía infinita la de estas piedras antiguas llenas de herrumbre y oro!
Pesar grande de estas calles de cementerio por las que nadie pasa. ¡Borrachera espléndida de romanticismo! 
Por los aires pasan las golondrinas bordando en la plata de la 
luz... La catedral está como iluminada interiormente por un faro rojo. 
Los corazones de los que sueñan se oprimen o se ensanchan en busca de aire cálido o ideal bondadoso...
Al amparo de estas viejas ciudades las almas mundanas 
desconsoladas encuentran como un ambiente de triste fortaleza..., y los 
conflictos del sentimiento adquieren más vigor..., pero qué diferente 
sentido.
Al pasar sus secretos de oscuridad soñadora y sentirnos 
solitarios con el corazón lleno de ansia, se resuelven nuestras 
interrogaciones con más pena pero con más conformidad espiritual. A 
veces caemos en un nirvana adorable, y son nuestros cuerpos como las 
piedras de estos palacios antiguos durmiendo el sueño de la eternidad; 
otras veces reímos optimistas y otras abunda el gris sangre en nuestro 
corazón..., pero siempre entre estas piedras de oro se está borracho de 
romanticismo.
III
Un pregón en la tarde
Horas lujuriosas del mes de Junio. La calle solitaria. Las casas
 doradas con los vítores ininteligibles tienen una fortaleza y mutismo 
conventual. La calle está cubierta de hierbas. Junto a las casas 
señoriales se aprietan las acacias plenas de ramos blancos, ocultándose 
bajo los balcones huyendo del fuego solar. A veces mueven 
angustiosamente sus penachos como protestando de lo que las abruma. En 
la portada de una iglesia ciega la luz al chocar con las piedras... 
A lo lejos sonó el pregón. Era un grito doloroso, angustiante, 
como un lamento de alguien que se quejara artísticamente... Hay pregones
 graciosos, simpáticos, que llenan el ambiente en que suenan de alegría.
 Son cantares cortos, estribillos de la ciudad. Los mismos pregones de 
Granada con su melancólica alegría..., pero éste que sonó en Baeza a las
 tres de la tarde de un día de Junio encerraba una dolorosa lamentación.
 
Era la voz que lo cantaba potente, chillona.
Hubo un silencio y volvió a sonar.
Siempre el pregón ha sido una o más notas repetidas rítmicamente
 en un solo tono, casi siempre menor, sobre todo en los pregones 
andaluces..., pero éste que sonó en la ciudad olvidada tenía el acento 
de un canto wagneriano. Era primero una nota quejumbrosa, cansada, que 
vibraba como una campana en tono mayor brillantísimo, se repetía en un 
andante maestoso y hacía una pausa. Después volvía a decir el mismo 
tema, ya más quedo, y por último, para resolución, la voz tomaba timbre 
gutural, modulaba al tono menor, y dando una nota elevadísima caía 
lánguidamente en la nota inicial. Sonaba el pregón desfallecido y fuerte
 como una frase de trompa del gran Wagner...
Por el fondo de la calle que tenía un suave declive apareció la figura que lo cantaba.
Era una mujeruca encorvada, descalza, con los pelos canos, 
tiesos, cayéndole por la espalda, pitarrosa, con la cabeza inclinada, 
como sumida en una tremenda meditación. Llevaba una cesta llena de 
pellejos de conejos, de trastos viejos, de trapos inservibles... Dijo 
tres veces el doloroso pregón al pasar por la calle soleada. El ritmo 
raro y de hierro que tenía, hacía huir de la melodía como de una 
maldición. 
Hubo varios silencios mientras el pregón se perdía. Al fin la 
voz se dejó de oír, quedando la calle desierta y aburrida del calor 
fortísimo... 
Las acacias apenas se movían.
...oooOOOooo...
Los Cristos
Hay en el alma del pueblo una devoción que sobrepuja a todas las devociones: la de los crucificados.
Desde los tiempos más remotos las gentes sencillas se aterraron 
ante las caídas cabezas de Jesús muerto. Pero esta devoción y esta 
miedosa piedad la sintieron y la siente el pueblo en toda su trágica 
realidad, no en toda su espiritualidad y grandeza. Es decir, temen y 
compadecen a Cristo no por el mar sin orillas de su alma sino por los 
terribles dolores de su cuerpo, y se aterran ante sus cardenales y la 
sangre de sus llagas y lloran por las coronas de espinas, sin meditar y 
amar al espíritu de Dios sufriendo por dar el extremo consuelo.
Se observa que en todas las representaciones de Cristo en la 
cruz, los artistas exageran siempre los golpes, las lanzadas, la 
horrible contracción muscular..., porque de esta manera presentaban al 
pueblo todo el sufrimiento del hombre, única forma de enseñar a las 
multitudes el gran drama... Y las multitudes indoctas miraron y 
aprendieron pero sólo lo exterior... En ningún Calvario supieron los 
artistas presentar al Dios, solamente presentaron al hombre, y algunos 
como aquel famoso Matthias Grunewald, el pintor alemán que retrató más 
espantosamente la pasión de Jesús, lo hizo poniendo al hombre demasiado 
hombre, sin que se vean señales de la muerte de Dios.
Y es que nadie puede interpretar al Dios vencido pero glorioso, 
porque en ningún cerebro humano cabe dicha gigantesca concepción..., y 
por eso todos los Cristos son el hombre crucificado, con la misma 
expresión que otro ser cualquiera pusiera al morir de suplicio tan 
feroz... En los Cristos antiguos, esos que están rígidos con las 
cabezotas enormes y bárbara fisonomía, el escultor los concibió tan 
salvajes y férreos como los tiempos de epopeya en que se formaron..., 
pero tuvo siempre el cuidado de hacer resaltar, o la corona de espinas, o
 la llaga del costado, o el retorcimiento del vientre, para que la obra 
llegara al pueblo con todo su horror... Llegaba la posición angustiosa, 
los dedos crispados, los ojos desencajados de dolor... Los pueblos 
tuvieron la necesidad de la escena del Calvario para arraigar más la 
fe... Sintieron a Jesús en la Cruz al verlo con la cabeza sublime 
partida, con el pecho anhelante, con el corazón en el suelo, con espumas
 sangrientas en la boca, y lo lloraron al verlo así precisamente en el 
sitio en que sufrió menos, porque ya veía el fin, porque era Dios y 
estaba en la cruz ya consumado el sacrificio genial..., pero el pueblo 
nunca al pensar en el Jesús crucificado se acordó del Jesús del Huerto 
de los Olivos, con la amargura del temor a lo tremendo, ni se asombró 
ante el Jesús con amor de hombre de la última cena...
La tragedia, lo real, es lo que habla a los corazones de las 
gentes y por eso los artistas siempre que quisieron la gloria popular 
hicieron un Cristo lleno de pústulas moradas, y al hablar así fueron 
comprendidos..., y pasaron los primitivos con sus Cristos fríos y 
pasaron los románicos con sus efigies rígidas..., y empezaron a clarear 
los escultores y pintores que habían de dar la sensación de la 
realidad... Hicieron aquellos Cristos que hoy negros vemos guardados 
cuidadosamente, y se ideó ponerles cabelleras y darles color, y luego 
comenzaron a dar movimiento a las líneas y se llegó hasta la misma 
impresión de lo humano... Y entonces fue cuando aquellos coloristas 
españoles que tanto miraban a las agonías, hicieron los crucificados en 
que todo el cuerpo ajado y maltrecho de cardenales, se mostraba con una 
escalofriante verdad.
Los Cristos enérgicos, esos que sin ninguna llaga, muy blancos y
 gruesos están clavados de la cruz como podían estarlo de otra parte, 
ésos en que el artista sólo supo infundir una fría desnudez de modelo, 
no son nunca objeto de la devoción popular... La perfección no es nunca 
objeto de apasionamientos, lo interrogante y que inquieta a las 
multitudes es la expresión... La tragedia espantosa que el pueblo ve en 
algunos de sus crucificados es lo que los induce a amarlos..., pero el 
sentimiento de Dios lo sienten poco, lo grandioso los desconcierta, lo 
grandioso los aterra... Los que hicieron esos Cristos que vemos en 
algunas iglesias escondidos en una negra capilla que ilumina una luz 
rojiza, con los fuertes brazos retorcidos sobre la cruz, la cabeza 
escondida entre una cascada de cabellos quemados, y rodeados de exvotos 
entre un polvo viejo y pesado, esos Cristos ahumados y espantosos, los 
artistas que los hicieron tuvieron la gran inspiración y la altura de 
pensamientos. Ellos comprendieron al pueblo. Son muy malos 
artísticamente mirados, sus dimensiones son rarísimas, su ejecución es 
absurda, sus cabelleras son extrañamente impropias, pero dan la terrible
 impresión de horror y son los amados por las muchedumbres... Esto es 
una de las muchas pruebas de que el arte no sólo consiste en la técnica 
depurada sino que para hablar se necesita de la llama gigante y 
misteriosa de la inspiración... Y más en este arte de la escultura 
religiosa donde el artista únicamente se debe preocupar de hacer pensar y
 sentir a gentes la mayoría incultas..., porque en otras artes para 
comprender se necesita de una especial educación espiritual... Y bien 
que supieron poner espanto a las almas estos hacedores de Cristos viejos
 que muchos llaman malos...
El pueblo que tiene el instinto de lo genial y lo artístico 
llenó a estas imágenes de leyendas y fábulas sin fin..., y los coronaron
 de rosas de trapo y los cercaron de muletas, de ojos, y trenzas, y 
pusieron calaveras y serpientes al pie de la cruz, y la gente rezó, rezó
 aterrada ante aquel espanto de amor a los hombres. Por regla general 
estos Cristos sentidos se esconden en las capillitas pueblerinas donde 
son el orgullo de sus habitantes... Luego al llegar los escultores 
genios de España con más pensamientos y más idealidad hicieron sus 
calvarios poniendo su alma en la ejecución de los ojos. Y Mora y 
Hernández, y Juni y el Montañés, y Salzillo y Siloé, y Mena y Roldán, 
etc., etc., supieron decir con dulzura dramática los ojos de Jesús..., y
 los pusieron entornados, escalofriantes como Mora o mirando al suelo 
con vidriosa convulsión como Mena, o hacia arriba llamando a la 
eternidad como el Montañés o desencajados en su moribundez verdosa como 
Siloé en el Cristo de la Cartuja... Ya éstos supieron que aunque en el 
cuerpo una contorsión diga mucho, dicen mucho más unos ojos en la 
agonía..., y pusieron en los ojos todo el sufrimiento de aquel cuerpo 
ideal... Pero en todos los crucifijos hay ese algo de abandono a lo 
irremediable expresado en la colocación de las cabezas inclinadas, 
impregnadas de esa invisible blancura crepuscular que da la muerte, 
porque la muerte es siempre mística . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 . . . . . . . . . . . .
...oooOOOooo...
Granada
I
Amanecer de verano
Los montes lejanos surgen con ondulaciones suaves de reptil. Las
 transparencias infinitamente cristalinas lo muestran todo en su mate 
esplendor. Las umbrías tienen noche en sus marañas y la ciudad va 
despojándose de sus velos perezosamente, dejando ver sus cúpulas y sus 
torres antiguas iluminadas por una luz suavemente dorada.
Las casas asoman sus caras de ojos vacíos entre el verdor, y las
 hierbas, y las amapolas y los pámpanos, danzan graciosos al son de la 
brisa solar.
Las sombras se van levantando y esfumando lánguidas, mientras en
 los aires hay un chirriar de ocarinas y flautas de caña por los 
pájaros.
En las distancias hay indecisiones de bruma y heliotropos de 
alamedas, y a veces entre la frescura matinal se oye un balar lejano en 
clave de fa.
Por el valle del Dauro, ungido de azul y de verde oscuro vuelan 
palomas campesinas, muy blancas y negras, para pararse sobre los álamos,
 o sobre macizos de flores amarillas.
Aún están dormidas las campanas graves, sólo algún esquilín albayzinero revolotea ingenuo junto a un ciprés.
Los juncos, las cañas, y las yedras olorosas, están inclinadas hacia el agua para besar al sol cuando se mire en ella...
El sol aparece casi sin brillo..., y en ese momento las sombras 
se levantan y se van..., la ciudad se tiñe de púrpura pálida, los montes
 se convierten en oro macizo, y los árboles adquieren brillos de 
apoteosis italiana.
Y todas las suavidades y palideces de azules indecisos se 
cambian en luminosidades espléndidas, y las torres antiguas de la 
Alhambra son luceros de luz roja..., las casas hieren con su blancura y 
las umbrías tornáronse verdes brillantísimos.
El sol de Andalucía comienza a cantar su canción de fuego que todas las cosas oyen con temor.
La luz es tan maravillosa y única que los pájaros al cruzar el aire son de metales raros, iris macizos, y ópalos rosa... 
Los humos de la ciudad empiezan a salir cubriéndola de un 
incendio pesado..., el sol brilla y el cielo, antes puro y fresco, se 
vuelve blanco sucio. Un molino empieza su durmiente serenata... Algún 
gallo canta recordando al amanecer arrebolado, y las chicharras locas de
 la vega templan sus violines para emborracharse al mediodía.
II
Albaicín
A Lorenzo Martínez Fuset, gran amigo y compañero.
Surgen con ecos fantásticos las casas blancas sobre el monte... 
Enfrente, las torres doradas de la Alhambra enseñan recortadas sobre el 
cielo un sueño oriental.
El Dauro clama sus llantos antiguos lamiendo parajes de leyendas morunas. Sobre el ambiente vibra el sonido de la ciudad.
El Albaizín se amontona sobre la colina alzando sus torres 
llenas de gracia mudéjar... Hay una infinita armonía exterior. Es suave 
la danza de las casucas en torno al monte. Algunas veces entre la 
blancura y las notas rojas del caserío, hay borrones ásperos y verdes 
oscuros de las chumberas... En torno a las grandes torres de las 
iglesias, aparecen los campaniles de los conventos luciendo sus campanas
 enclaustradas tras las celosías, que cantan en las madrugadas divinas 
de Granada, contestando a la miel profunda de la Vela.
En los días claros y maravillosos de esta ciudad magnífica y 
gloriosa el Albaizín se recorta sobre el azul único del cielo rebosando 
gracia agreste y encantadora. 
Son las calles estrechas, dramáticas, escaleras rarísimas y 
desvencijadas, tentáculos ondulantes que se retuercen caprichosa y 
fatigadamente para conducir a pequeñas metas desde donde se divisan los 
tremendos lomos nevados de la sierra, o el acorde espléndido y 
definitivo de la vega. Por algunas partes, las calles son extraños 
senderos de miedo y de fuerte inquietud, formadas por tapiales por los 
que asoman los mantos de jazmines, de enredaderas, de rosales de San 
Francisco. Se siente ladrar de perros y voces lejanas que llaman a 
alguien casualmente con acento desilusionado y sensual. Otras, son 
remolinos de cuestas imposibles de bajar, llenas de grandes pedruscos, 
de muros carcomidos por el tiempo, en donde hay sentadas mujeres 
trágicas idiotizadas que miran provocativamente...
Están las casas colocadas, como si un viento huracanado las 
hubiera arremolinado así. Se montan unas sobre otras con raros ritmos de
 líneas. Se apoyan entrechocando sus paredes con original y diabólica 
expresión. Aparte de las mutilaciones que ha sufrido por algunos 
granadinos (mal llamados así) este barrio único y evocador, lo demás 
conserva plenamente su ambiente característico... Al deambular por sus 
callejas surgen escenarios de leyendas.
Altares, rejas, casonas enormes con aires de deshabitadas, 
miedosos aljibes en donde el agua tiene el misterio trágico de un drama 
íntimo, portalones destartalados en donde gime un pilar entre las 
sombras, hondonadas llenas de escombros bajo los cubos de las murallas, 
calles solitarias que nadie las cruza y en donde tarda mucho una puerta 
en aparecer..., y esa puerta está cerrada, covachas abandonadas, 
declives de tierra roja en donde viven los pulpos petrificados de las 
pitas. Cavernas negras de la gente nómada y oriental.
Aquí y allá siempre los ecos moros de las chumberas... Y las 
gentes en estos ambientes tan sentidos y miedosos inventan las leyendas 
de muertos y de fantasmas invernales, y de duendes y de marimantas que 
salen en las medias noches cuando no hay luna vagando por las callejas, 
que ven las comadres y las prostitutas errantes, y que luego lo comentan
 asustadas y llenas de superstición. Vive en estas encrucijadas el 
Albaizín miedoso y fantástico, el de los ladridos de perros y guitarras 
dolientes, el de las noches oscuras en estas calles de tapias blancas, 
el Albaizín trágico de la superstición, de las brujas echadoras de 
cartas y nigrománticas, el de los raros ritos de gitanos, el de los 
signos cabalísticos y amuletos, el de las almas en pena, el de las 
embarazadas, el Albaizín de las prostitutas viejas que saben del mal de 
ojo, el de las seductoras, el de las maldiciones sangrientas, el 
pasional... 
Hay otros rincones por estas antigüedades, en que parece revivir
 un espíritu romántico netamente granadino... Es el Albaizín hondamente 
lírico... Calles silenciosas con hierbas, con casas de hermosas 
portadas, con minaretes blancos en los que brillan las verdes y grises 
mamas del adorno característico, con jardines admirables de color y de 
sonido. Calles en que viven gentes antiguas de espíritu, que tienen 
salas con grandes sillones, cuadros borrosos y urnas ingenuas con Niños 
Jesús entre coronas, guirnaldas y arcos de flores de colorines, gentes 
que sacan faroles de formas olvidadas al paso del Viático y que tienen 
sedas y mantones de rancio abolengo. 
Calles en que hay conventos de clausura perpetua, blancos, 
ingenuos, con sus campaniles chatos, con las celosías empolvadas, muy 
altas, rozando con los aleros del tejado..., donde hay palomas y nidos 
de golondrinas. Calles de serenata y de procesión con las candorosas 
vírgenes monjiles... Calles que sienten las melodías plateadas del Dauro
 y las romanzas de hojas que cantan los bosques lejanos de la 
Alhambra... Albaizín hermosamente romántico y distinguido. Albaizín del 
compás de Santa Isabel y de las entradas de los cármenes. El Albaizín de
 las fuentes, de las glorietas, de los cipreses, de las rejas 
engalanadas, de la luna llena, del romance musical antiguo, el Albaicín 
de la cornucopia, del órgano monjil, de los patios árabes, del piano de 
mesa, de los amplios salones húmedos con olor de alhucema, del mantón de
 cachemira, del clavel. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 . . . 
*
Al recorrer estas calles se van observando espantosos contrastes
 de misticismo y lujuria. Cuando se está más abrumado por el paseo 
angustioso de las sombras y las cuestas, se divisan los colores suaves y
 apagados de la vega, siempre plateada, llena de melancólicos tornasoles
 de color..., y la ciudad durmiendo aplanada entre neblinas, en las que 
descuella el acorde dorado de la catedral enseñando su espléndida girola
 y la torre con el ángel triunfador. 
Hay una tragedia de contrastes. Por una calle solitaria se oye 
el órgano dulcemente tocado en un convento... y la salutación divina de 
Ave María Stella dicha con voces suavemente femeninas... Enfrente del 
convento, un hombre con blusa azul maldice espantosamente dando de comer
 a unas cabras. Más allá unas prostitutas de ojos grandes, negrísimos, 
con ojeras moradas, con los cuerpos desgarbados y contrahechos por la 
lujuria, dicen a voz en cuello obscenidades de magnificencia ordinaria; 
junto a ellas, una niña delicada y harapienta canta una canción piadosa y
 monjil...
Todo nos hace ver un ambiente de angustia infinita, una maldición oriental que cayó sobre estas calles.
Un aire cargado de rasgueos de guitarras y de gritos calmosos de la gitanería.
Un sonido de voces monjiles y un runrún de zambra anhelante.
Todo lo que tiene de tranquilo y majestuoso la vega y la ciudad, lo tiene de angustia y de tragedia este barrio morisco.
Por todas partes hay evocaciones árabes. Arcos negruzcos y 
herrumbrosos, casas panzudas y chatas con galerías bordadas, covachas 
misteriosas con líneas del oriente, mujeres que parecen haber escapado 
de un harem... Luego una vaguedad en todas las miradas que parece que 
sueñan en cosas pasadas..., y un cansancio abrumador.
Si alguna mujer llama a sus hijos o a alguien, es un quejido 
lento lo que murmura y los brazos caídos y las cabezas despeinadas dan 
una impresión de abandono a la suerte, y una creencia en el destino 
verdaderamente musulmana. Hay siempre ritmos gitanos en el aire y 
canciones desesperadas o burlonas, con sonidos guturales. Por las 
callejas se ven los cerros dorados con murallas árabes. Hay heridas en 
las piedras manando agua clara que se arrastra serpeando calle abajo.
En las cocinas, las macetas de claveles y geranios se miran en 
las ollas y perolas de cobre, y las alacenas abiertas en la tierra 
húmeda se muestran repletas de los cacharros morunos de Fajalauza.
Hay perfumes de sol fuerte, de humedad, de cera, de incienso, de
 vino, de macho cabrío, de orines, de estiércol, de madreselva. Hay en 
los ambientes un gran barullo extraño, envuelto en los sonidos oscuros 
que lanzan las campanas de la ciudad. 
Un cansancio soleado y umbroso, una blasfemia eterna y una 
oración constante. A las guitarras y los jaleos de juerga en mancebía, 
responden las voces castas de los esquilines llamando a coro. 
Por encima del caserío se levantan las notas funerales de los 
cipreses, luciendo su negrura romántica y sentimental... Junto a ellos 
están los corazones y las cruces de las veletas que giran pausadamente 
frente a la majestad espléndida de la vega.
III
Canéfora de pesadilla
De una puerta negra con enormes desconchones en la madera y 
entre un incienso verde y húmedo, surge la figura espantosa cubierta de 
andrajos y con ojos amarillentos por la bilis... En el fondo hay un 
patio antiguo... patio en donde quizá los eunucos durmieran a la luz de 
la luna, patio empedrado de musgo, con sombras árabes en las paredes, y 
un gran aljibe miedoso y profundo... En sus carcomidas balaustradas se 
apoyan macetas marchitas de geranios, y en sus columnas renegridas se 
abrazan enredaderas tísicas... Más allá un muladar y en una de sus 
paredes un Cristo espantoso con falda de bailarina, adornado de flores 
de trapo... Un mareo ahogadizo de moscas y mil avispas zumbando 
amenazadoras. En el cielo muy azul, fuego de sol..., y de aquí surgió.
No sé si mis ojos la miraron bien, o no la miraron, porque lo espantoso produce en nosotros confusión de ideas.
Era un misterio repugnante la figura horrible que salía tambaleándose de la casa.
No había nadie en la calle melancólica y reposada en su muerte.
La figura monstruosa no se movía de la puerta. Poseía en su actitud, la fría interrogación de un friso egipcio. 
Tenía un vientre muy abultado como de eterno embarazo, sus 
brazos caídos sostenían unas manos viscosas y formidables de fealdad. En
 la cadera llevaba un cántaro desmochado, y sus cabellos canosos y 
fuertes, rodeaban aquella cara con un agujero por nariz. Sobre sus 
pómulos una pupa amarillenta mostraba toda su maloliente carroña, y un 
ojo horrible derramaba lágrimas sobre ella, que la figura atroz limpiaba
 con su manaza... Salía de aquella casa de vicios espantosos y lujurias 
extremas. 
Estaba envuelta en un hábito de impudor y bajeza de una 
degeneración sexual. Podía ser animal raro o hermafrodita satánico. 
Carne sin alma o medusa dantesca. Ensueño de Goya o visión de San Juan. 
Amada por Valdés Leal, o martirio para Jan Weenix... Era una carne 
verdosa y de muerte. Tose repetidas veces... y se cree oler a azufre...,
 bajo el peso de los espíritus del mal... La figura inquietante echó a 
andar. 
Llevaba unas zapatillas a medio meter que marcaban el ritmo 
lúgubremente; unas gargantillas de coral mugriento y una bolsa colgada 
al cuello, que sería algún amuleto infernal. 
Dentro de la casa se oía reír y entre palmas sensuales y ayes dolorosos, una voz aguardentosa cantaba obscenidades. 
El monstruo andaba como un lagarto en pie y con una mueca dura 
no se sabe si era risa o dolor de vivir... Otra vez tosió como si un 
perro aullase en un sótano, y siguió andando despidiendo olor de 
alhucema podrida y de tabaco. 
Es horrible este bicho con enaguas y con senos flácidos... Es la
 que en la casa eternamente maldice y asusta a las buenas comadres. Es 
la que si pudiera nos besaría a todos para infestarnos de su mal. Es la 
eunuca de un harem de podredumbre. Si fuera hermosa sería Lucrecia, como
 es horrible es Belcebú. Si pudiera escoger amante, amaría a Neptuno o 
Atila..., y si pudiera llevar a cabo sus maldiciones sería como Hatto, 
el feroz obispo de Andernach . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
Estas mujeres, espantosas de pesadilla, se pasean algunas veces 
por el Albaizín. Ellas son las brujas que enredan en sus tramas 
cabalísticas a las pasionales muchachas de ojos negros. Ellas son las 
que preparan bebedizos hechos con víboras, con canela y con huesos de 
niños machacados al plenilunio. Ellas poseen en canuteros los espíritus 
del bien y del mal..., y por ellas las madres ignorantes y 
supersticiosas cuelgan a sus críos cuernos dorados y estampas benditas 
para librarlos del mal de ojo...
Pero esta pesadilla... ¡Qué gesto tan frío y tan inquietante el 
suyo al cruzar la calle llena de sol y olor de rosal! ¡Hetaira 
quitasueños!... Con el cántaro en la cadera y las manos por el suelo en 
las calles del Albaizín . . . . . .
IV
Sonidos
A María Luisa Egea. Bellísima, espléndida y genial... Con toda mi devoción
Desde los cubos de la Alhambra se ve el Albaizín con los patios,
 con galerías antiguas por las que pasan monjas. En las blancas paredes 
de los claustros están los vía crucis. Junto a las celosías románticas 
de los campaniles los cipreses mecen lánguidamente su masa olorosa y 
funeral... Son los patios soñadores y umbrosos...
En medio del gran acorde macizo del caserío los conventos ponen su ambiente de tristeza.
Es algo misterioso que atrae y fascina, la visión del Albaizín 
desde esta fortaleza y palacio de la media noche... Y el panorama, con 
ser tan espléndido y extraño, y tener esas voces potentes de 
romanticismo, no es lo que fascina. Lo que fascina es el sonido. Podría 
decirse que suenan todas las cosas... Que suena la luz, que suena el 
color, que suenan las formas.
En los parajes de intenso sonido como son las sierras, los 
bosques, las llanuras, la gama musical del paisaje tiene casi siempre el
 mismo acorde que domina a las demás modulaciones. En las faldas de la 
Sierra Nevada, hay unos recodos deliciosos de sonidos... Son unos sitios
 en donde de los declives macizos mana un sonido de perfume agreste 
melosamente acerado.
En los mismos bosques de pinos, entre el olor divino que 
exhalan, se oye el manso ruido del pinar, que son melodías de terciopelo
 aunque sople aire fortísimo, modulaciones mansas, cálidas, 
constantes..., pero siempre en la misma tesitura...
Eso es lo que no tiene Granada y la vega oídas desde la 
Alhambra. Cada hora del día tiene un sonido distinto. Son sinfonías de 
sonidos dulces lo que se oye... Y al contrario que los demás paisajes 
sonoros que he escuchado, este paisaje de la ciudad romántica modula sin
 cesar.
Tiene tonos menores y tonos mayores. Tiene melodías apasionadas y
 acordes solemnes de fría solemnidad... El sonido cambia con el color, 
por eso cabe decir que éste canta.
El ruido del Dauro es la armonía del paisaje. Es una flauta de 
inmensos acordes a la que los ambientes hicieran sonar. Desciende el 
aire con su gran monotonía cargado de aromas serranos y entra en la 
garganta del río, éste le da su sonido y lo entrecruza por las callejas 
del Albaizín por las que pasa rápido dando graves y agudos...; luego se 
extiende sobre la vega y al chocar con sus sones admirables y con las 
montañas lejanas y con las nubes, forma ese acorde de plata mayor que es
 como una inmensa nana que a todos nos duerme voluptuosamente... En las 
mañanas de sol hay alegrías de música romántica en la garganta del 
Dauro. Podría decirse que canta en tono mayor el paisaje... Hay mil 
voces de campanas que suenan de muy distinta manera. 
Algunas veces claman en tono grave las campanas sonoras de la 
Catedral, que llenan los espacios con sus ondas musicales... Éstas se 
callan y entonces les contestan varios campanarios albaizineros que se 
contrapuntan espléndidamente. Unas campanas vuelan como locas derramando
 pasión bronceada hasta fundirse a veces con el sonido del aire en un 
hipar anhelante... Otras, viriles, fugan sus sonidos con las 
lejanías..., y una más reposada y devotamente, llena de unción 
sacerdotal llama a rezar muy despacio, con aire cansado, con la 
filosofía de la resignación... Las otras campanas que volaban locas de 
apasionada alegría se callan de repente pero la campana reposada sigue 
con aire de reproche..., ella es la vieja que reza..., y riñe a las 
jóvenes por sus anhelos que nunca tendrán realidad... Seguramente 
aquellas campanas que habían sonado como locas de entusiasmo hasta 
morirse de sonido, las habían echado a volar, o los acólitos traviesos 
de las parroquias..., o las novicias juguetonas y asustadizas de algún 
convento, que tienen ansia de reír, de cantar..., y es casi cierto que 
esta campana que llama a rezar quejumbrosamente la tañe algún viejo 
sacristán lleno de manchas de cera..., o alguna monja que la muerte 
olvidó, que espera en el convento la herida de la guadañadora... Hay 
silencios magníficos en que canta el paisaje... Después claman otra vez 
las campanas de la Catedral, las otras glosan lo que dijo la maestra...,
 y como final de sinfonía hay un gracioso e infantil ritornello de 
esquilín..., que después de su melodía agudísima se va apagando poco a 
poco en un morendo delicado, como no queriendo terminar..., hasta que 
acaba en una nota rozada que apenas se oye. ¡Son magníficas, son 
maravillosas, son espléndidas y múltiples las sinfonías de campanas en 
Granada!
La noche tiene brillantez mágica de sonidos desde este torreón. 
Si hay luna, es un marco vago de sensualidad abismática lo que invade 
los acordes. Si no hay luna..., es una melodía fantástica y única lo que
 canta el río..., pero la modulación original y sentida en que el color 
revela las expresiones musicales más perdidas y esfumadas, es el 
crepúsculo... Ya se ha estado preparando el ambiente desde que la tarde 
media. Las sombras han ido cubriendo la hoguera alhambrina... La vega 
está aplanada y silenciosa. El sol se oculta y del monte nacen cascadas 
infinitas de colores musicales que se precipitan aterciopeladamente 
sobre la ciudad y la sierra y se funde el color musical con las ondas 
sonoras... Todo suena a melodía, a tristeza antigua, a llanto. 
Resbala una pena dolorosa e irremediable sobre el caserío 
albaizinero y sobre los soberbios declives rojos y verdes de la Alhambra
 y Generalife..., y va cambiando sin cesar el color y con el color 
cambia el sonido... Hay sonidos rosa, sonidos rojos, sonidos amarillos y
 sonidos imposibles de sonido y color... Después hay un gran acorde 
azul..., y empieza la sinfonía nocturna de las campanas. Es distinta de 
la de la mañana. El apasionamiento tiene gran tristeza... Casi todas, 
suenan cansadas, llamando al rosario... Canta muy fuerte el río. Las 
luces parpadeantes de las callejas albaizineras, ponen temblores dorados
 en las negruras de los cipreses... Lanza la Vela su histórica 
canción... En las torres, se ven lucecillas miedosas que alumbran a los 
campaneros...
Silba el tren a lo lejos.
V
Puestas de sol
1
Verano
Cuando el sol se oculta tras las sierras de bruma y rosa, y hay 
en el ambiente una colosal sinfonía de religioso recogimiento, Granada 
se baña de oro y de tules rosa y morados.
La vega, ya con los trigos marchitos, se duerme en un sopor 
amarillento y plateado, mientras los cielos de las lejanías tienen 
hogueras de púrpura apasionada y ocre dulzón.
Por encima del suelo hay ráfagas de brumas indecisas como aire 
saturado de humo o brumas fuertes como enormes púas de plata maciza. Los
 caseríos están envueltos en calor y polvo de paja y la ciudad se ahoga 
entre acordes de verdor lujurioso y humos sucios.
La sierra es color violeta y azul fuerte por su falda, y 
rosadamente blanca por los picachos. Aún quedan manchas de nieve que 
resisten briosas al fuego del sol.
Los ríos están casi secos y el agua de las acequias va tan 
parada, como si arrastrara un alma enormemente romántica cansada por el 
placer doloroso de la tarde.
En el cielo que hay sobre la sierra, un cielo azul tímido, asoma el beso hierático de la luna. 
En los árboles y en las viñas aún queda un resol extraño..., y 
poco a poco los montes azules, ceniza y verde sobre rosa, se enfrían y 
todo va tomando el color hipnótico de la luna.
Cuando ya casi no hay luz, adquiere la ciudad un matiz negro y 
parece dibujada sobre un mismo plano, las ranas empiezan sus raras 
fermatas, y todos los árboles parecen cipreses... Luego la luna besa a 
todas, las cosas, cubre de suavidad los encajes de las ramas, hace luz 
al agua, borra lo odioso, agranda las distancias y convierte los fondos 
de la vega en un mar... Después un lucero de una ternura infinita, el 
viento en los árboles, y un canto de aguas perenne y adormecedor. 
La noche muestra todos sus encantos con la luna. Sobre el lago azul brumoso de la vega ladran los perros de las huertas...
2
Invierno
Está la vega aplanada. Estos días tristes de invierno la convierten en campo de ensueño.
Las lejanías veladas por la niebla son plomo y violeta, y las 
alamedas marchitas son grandes rayas negras. El cielo es blanco y suave 
con ligeros toques negros, la luz azulada, vaga, delicadísima. Los 
caseríos brillan y se esfuman en la vaguedad del humo. El sonido es 
apagado y de nieve. 
Los primeros términos del paisaje se acusan con fuerza. Muchos 
olivos plata y verde, grandes álamos llorosos y lánguidos, y cipreses 
negros que se agitan dulcemente. Saliendo de la ciudad hay unos pinos 
con las cabezas inclinadas.
Todos los colores son pálidos y graves. El verde oscuro y el 
rojizo son los que dominan de cerca..., pero a medida que se van 
extendiendo por la llanura, la niebla los apaga y los borra..., hasta 
que en los fondos son indefinidos y somnolientos. Los ríos parecen 
cortes inmensos hechos en la tierra para que se viera el cielo que hay 
debajo. 
El sol al ocultarse se asomó entre las nubes..., y la vega fue 
como una inmensa flor que abriera de pronto su gran corola mostrándonos 
toda la maravilla de sus colores. Hubo una conmoción enorme en el 
paisaje. La vega palpitó espléndida. Todas las cosas se movieron. 
Algunos colores se extendieron fuertes y briosos.
En un monte cercano hay rasgaduras de azulín intenso... La nieve de la sierra se adivina entre las gasas de la niebla...
Las nubes se montan unas encima de otras, se muerden furiosas 
tornándose negras..., y la lluvia empieza a caer fuerte y sonora. En la 
ciudad hay un sonido metálico con ondulaciones secas, lo produce el agua
 al chocar con los tubos y canales de latón... En la vega es un ruido 
blando y muelle de agua que cae sobre agua y hierbas... La lluvia tiene 
al caer en los charcos acordes suavísimos y fuertes, al caer sobre las 
hierbas, desfallecimientos de sonidos. 
A lo lejos algún trueno apagado suena como un monstruoso timbal...
Los pueblos están encogidos y helados de frío..., los caminos 
están tapizados por grandes manchas de plata... Arrecia la lluvia 
amenazadora... La luz se hace oscura y la vaguedad se acentúa...
Una oscuridad y sopor llenan la vega...
Una línea fascinadora de luz blanca triunfa en el horizonte... 
Después, un manto de terciopelo negro bordado de granates cubre la 
llanura . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
...oooOOOooo...
Jardines
A Paquito Soriano. Espíritu exótico y admirable.
Son muy vagos los recuerdos de los jardines... Al pasar sus 
umbrías la melancolía nos invade... Todas las melancolías tienen esencia
 de jardín... La hora del crepúsculo, hace palpitar a los jardines con 
temblores de matices tenues que tienen toda la gama del color triste... 
Tras las marañas oscuras de la yedra, revive el espíritu de la mujer que
 nos persigue..., y entre la plata melosa de la fuente y la 
intranquilidad constante de las hojas pone nuestra fantasía las visiones
 espirituales de nuestro mundo interior que hace brotar la maga 
sugestión del ambiente. Parece que los jardines se hicieron para servir 
de relicario a todas las escenas románticas que pasaran por la tierra. 
Un jardín es algo superior, es un cúmulo de almas, silencios y colores, 
que esperan a los corazones místicos para hacerlos llorar. Un jardín es 
una copa inmensa de mil esencias religiosas. Un jardín es algo que 
abraza amoroso y un ánfora tranquila de melancolías. Un jardín es un 
sagrario de pasiones, y una grandiosa catedral para bellísimos pecados. 
En ellos se esconden la mansedumbre, el amor, y la vaguedad del no saber
 qué hacer...
Cuando adquieren las alfombras húmedas del musgo, y por sus 
calles no avanzan sombras de vida, los habitan las sabias serpientes 
bailarinas de las danzas orientales que andan voluptuosas por los 
macizos abandonados. ¡Cuando pasa el Otoño sobre ellos tienen un gran 
llanto desconocido!... ¡Jardines de tísicos que se morían de lejanías 
brumosas en los poemas de antiguos poetas fracasados!... Los otros 
jardines, los del amor galante, llenos de estatuas mórbidas, de espumas,
 de cisnes, de flores azules, de lujurias escondidas, de estanques con 
lotos rosa y verde, de cigüeñas perezosas y de visiones desnudas, 
encierran toda una vida de pasión y abandono al destino... ¡Jardines 
para el olvido, y para las almas sensuales!... y los que son un bloque 
verde con secretos negruzcos en donde las arañas tendieron sus palacios 
de ilusión..., con una fuente rota que se desangra lentamente por la 
seda podrida de las algas..... ¡Jardines para idilios de monjas 
enclaustradas con algún estudiante o chalán caminero! ¡Jardines para el 
recuerdo doloroso de algún amor desvanecido!
Todas las figuras espirituales que pasan por el jardín 
solitario, lo hacen pausadamente como si celebraran algún rito divino 
sin darse cuenta..., y si lo cruzan en el crepúsculo o en la luna, se 
funden con su alma. Las grandes meditaciones, las que dieron algo de 
bien y verdad, pasaron por el jardín. Las grandes figuras románticas 
eran jardín... La música es un jardín al plenilunio. Las vidas 
espirituales son efluvios de jardín. ¡El sueño! ¿Qué es sino nuestro 
jardín?...
En la vida que arrastramos de atareamiento y preocupaciones 
extrañas, pocos son los que se espantan de pena y delicadeza ante un 
jardín..., y los pocos que nacieron para el jardín son arrastrados por 
el huracán de la multitud. Van pasando los románticos que suspiran por 
la elegancia infinita de los cisnes... En los crepúsculos están solos 
los jardines. El sudario gris y rosado de la tarde los cubre, y contados
 son los que escuchan su canción.
I
Jardín conventual
Está mudo y silencioso. Todos los colores son tímidos y castos. 
Entre las malezas descuidadas nacen margaritas menudas y flores 
silvestres... En las veredas que ha mucho tiempo nadie cruzó, las arañas
 tendieron sus hilos plateados... Algunas veces se levanta el suelo 
cubierto de manchas verdes, de musgos, y humedades semejando el lomo de 
algún gigante reptil... La fuente está rota y seca. En una esquina, 
entre hierbas oscuras y girasoles marchitos, mana el agua pausadamente, 
escurriéndose por el yerbazal hasta perderse al pie de los árboles. Este
 jardín retrata la gran tristeza del convento.
Por las galerías achatadas y pobres pasan las monjas con sus 
pardos sayales... Sólo hay un rosal en todo el recinto, que cuida una 
novicia que todavía no ha tenido tiempo de entristecerse... Está en una 
recacha del claustro, junto a un laurel. Sus rosas adornan la Virgen 
ingenua durante el mes de Mayo.
Hace tanto frío en el jardín que todo se seca...
Tiene calmas hermosas y eternas al ruido de los rezos gangosos y
 aflautados y al sonar del maravilloso órgano... El convento no tiene 
campanas... Es siempre otoño en este jardín. Las alegrías vibrantes de 
la primavera, y la fastuosidad brillante del verano, no entran en él.
La umbría fuente que le anima y el cielo de piedra que le 
abruma, hacen que el jardín esté siempre en la tristeza amarga del 
otoño. Si hay un color es un verde apagado, si hay flores son amarillas o
 ligeramente azules... No hay ventanas en el claustro... El jardín ve 
todas las procesiones de las religiosas. No hay tampoco ciprés. Las 
ramas del laurel penetran retorciéndose, por una ventana. Entre la 
hierba y cerca de donde mana el agua, se pudre la cándida escultura de 
un santo padre de la Iglesia, que las monjas arrumbaron por inservible. 
Dominando al jardín surge en los aires la monstruosa torre de la 
Catedral de la ciudad, que guarda y mira al convento. Unas enredaderas 
fuertes están bordando caprichosamente en las paredes del patio... Por 
la fría desnudez de los claustros pasa una monja sonando una campanilla.
II
Huertos de las iglesias ruinosas
A la salida de las sacristías húmedas donde hay altares 
derrumbados, cómodas negras, y espejos borrosos están los huertos 
humildes y desaliñados.
Casi siempre son cementerios antiguos cubiertos de hierba, en 
los cuales algún ama de cura plantó rosales y enredaderas. Son húmedos a
 pesar de tener sol. En los rincones viven reptiles. Por un ventanal 
roto de la iglesia, llega el vaho religioso del incienso. Nadie los 
cuida, y si los cuidara, la maldición antigua los llenaría de ortigas, 
de cicuta, de hongos, y de otras plantas venenosas... Todos ellos son 
grandes, con las paredes de piedras oscuras, por las que trepan rosales 
de té, madreselvas y enredaderas de yedra... Tienen bancos de capiteles 
medio enterrados, y sombrajes de arcos cubiertos de espigas y amapolas. 
Una fuente rota medio enterrada en las yerbas canta alguna vez, 
cuando hay exceso de agua en la ciudad. Están llenos de higueras, de 
manzanilla, de hinojos, de dompedros.
En algunos hay lápidas funerales con nombres borrados 
arrinconadas en algún sitio maloliente; en otros hay palomas de toca que
 cuidan los hijos del sacristán, y perros encadenados que quieren 
morder; en los más hay charcos de humedad y tapiales con guirnaldas de 
boca de león.
En los laureles hay hilos de plata casi invisibles, chorreones 
de agua incrustada..., y en las esquinas que nadie pisó, hay rosales 
blancos a medio secar.
En estos lugares de abatimiento, suele haber entre las tramas 
verdes de enredaderas, portadas antiguas, hoy tapiadas, que tienen en 
hornacinas deshechas, santos carcomidos que llevan sudarios de musgo, 
penachos de yerbas, y que bendicen rígidamente con una mano crispada. 
Algunos de estos huertos perdieron su carácter grave al cubrir 
sus paredes con enredaderas..., pero en otros que están completamente 
desnudos..., se ven dibujadas en las paredes las arquerías de los 
nichos, y alguna cruz de hierro enmohecida por los años, que se retrepa 
lánguidamente en las yerbas de los suelos.
Otros, de las iglesias de los arrabales, se abren a los campos 
vibrantes de color... En muchos, las yedras y los rosales se asoman 
ansiosos por las tapias, y caen después dulcemente... Entre las piedras 
se abrazan los beleños, las rudas, las adormideras, los lirios, las 
espigas del diablo...
Algunas veces la tierra eleva su desnudez de flores, para piedra
 con dibujos raros, quizá algún trozo de friso desaparecido, que se 
derrite plácidamente al sol...., y así todos... Raros serán los que 
tengan rosas frescas y lozanas, y fuentes limpias con peces de colores.
III
Jardín romántico
Se están perdiendo los jardines españoles. El parque inglés 
recortado y simétrico los suple... Sólo de vez en cuando, al pasear por 
un camino desierto que conduce a sitios humildes, nos encontramos uno de
 estos jardines desiertos y umbrosos.
Toda el alma romántica y galante del siglo dieciocho latente por
 las avenidas. El jardín quiere a la dama pálida y al caballero poeta. 
Jardines crepúsculos de aquella edad sentimental y dramática. Jardines 
nebulosos que tanto hacen sufrir a ese gran poeta de niebla que se llama
 Juan Ramón Jiménez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 . 
Estaba solo el jardín. Entre las olas verdes de los arrayanes 
descuidados, levantaban sus varas florecidas las malvarrosas rosas y 
blancas. En el centro del jardín se alzaba la cúpula verde de la 
glorieta cubierta con un rosal de té. En su interior una mesa de piedra 
negra está llena de hojas secas. Los bancos están hundidos en el suelo 
mojado, y una cascada de yedras quiere taparlos... Más allá y sobre su 
pedestal deshecho una estatua borrosa de Cupido lanza eternamente su 
flecha fatal, de la cual penden enredaderas y telarañas... En las 
esquinas del jardín están las fuentes. Son pequeñas y elegantes, con las
 tazas verdinegras por las que chorrean las algas como cabelleras de 
medusas ahogadas en el agua verde y podrida... Casi no se ven entre los 
arrayanes, que al no ser cuidados tomaron bríos salvajes... No suena 
nunca el agua en el jardín..., sólo en las noches las acequias de los 
campos cantan a lo lejos. No tiene pájaros el jardín, sólo algún búho 
legendario se ríe cuando no hay luna, sobre un limonero entre sombras.
En un rincón, junto a una fuente, se deshace una estatua de Apolo, que aterida de frío se tapa entre los rosales...
Hay un verdadero bosque de cipreses. Diríase a lo lejos que era 
aquello un cementerio viejo... Entre los macizos, entre las retamas de 
las gallumbas, en las avenidas cortas y tristes, los cipreses elevan sus
 tragedias melódicas... Hasta la lírica leyenda del ruiseñor perdió el 
jardín. ¡Hace tanto frío y hay tanta tristeza en el ambiente!... Luego 
la casa, porque el jardín tiene una casona al lado. ¡Qué pena tan 
intensa la fachada sin los cristales en los balcones para que el poeta 
los pueda cantar en los crepúsculos, cuando son espejos de rosas y 
granas! ¡Qué amargura la casona deshabitada con un jardín raro sobre el 
tejado!
En una esquina de la casa está el balcón de siempre, el balcón 
que hace años no se abrió, el balcón que todavía lloran los poetas que 
han dado en llamar cursis... No se siente ya el clave. Es otra luna la 
que ilumina el jardín.
Nota el poeta un derrumbamiento interior. No hay manos blancas 
sobre el teclado, ni palomas que se posen en los hombros de la eterna 
ella, ni escalas pendiendo del balcón, ni tempestades de amor en el 
jardín...
El poeta pasa sus manos por la cabeza y ve que ha perdido la 
melena, extiende los brazos entristecido y observa que lleva puños de 
charol.
El ensueño del jardín se está borrando. Se caen de viejos los 
eucaliptos, las divinas mimbres lloronas se han secado..., sólo los 
cipreses que son románticos testarudos guardan la virginidad antigua del
 jardín. En los tapiales se abren grandes rejas voladas que dan al 
camino. Las flores silvestres se mezclan entre los floripones 
distinguidos y aristocráticos.
Pronto desaparecerá el jardín. Hay que borrar las obras de los 
otros siglos... Es triste... Pero la fiesta galante cesó. Las carrozas 
frías de la muerte se llevaron a los caballeros y a las damas antiguas 
al otro reinado..., el estanque se cegó y los cisnes se los comieron 
fritos un día de hambre los sucesores de aquellas familias maravillosas.
 Son otros cisnes los de hoy... La barca de plata que surcaba el lago 
fantástico se hundió llevando a bordo una fiesta blanca de enamorados 
tímidos. Los pastores se convirtieron en bestias salvajes. La marquesa 
Eulalia cesó de reír. ¡Es irremediable! Primero desaparecieron las 
ninfas. Luego desaparecieron las marquesas y los abates, ahora quizá 
morirán los poetas ...
Las columnatas se deshicieron como se deshacen las glorietas y 
las estatuas junto a los rosales... La historia de la doncella raptada, 
que después se mete a monja en las Claras, se perdió para siempre . . . .
 . . . . . . . . . 
En una avenida del jardín y entre aperos de labranza, juegan 
unos niñitos preciosos, harapientos, haciendo pedazos un librote enorme 
que tiene pintados caballeros y señoras dieciochescos..., una parodia 
del martirio de San Bartolomé Huguesco..., más allá la madre cansada y 
deshecha por el hambre, remendaba la ropa sentada al sol. Había silencio
 en el jardín ...
Por la puerta principal entraron dos jóvenes. Uno de ellos 
comenzó a gritar entusiasmado. ¡Aquello era hermoso!... Él se sentaría 
allí a soñar un rato..., pero el otro joven que llevaba en la mano un 
odioso libro de estadística, exclamó extrañado: "¡Pero, quieres no ser 
tonto! ¡No comprendes que este sitio es muy antihigiénico!... 
Vámonos"..., y se fueron... No tiene remedio, la fiesta pasó ya por aquí
 y no volverá más... Se murió el madrigal cuando nació el ferrocarril. 
Los suspiros amorosos por alguna estrofa apasionada, los lemas galantes 
en las botonaduras, las serenatas de laúd, se fueron con su siglo... Las
 sedas, los encajes, los jarrones, los camafeos, se hundieron para 
siempre. Sólo nos quedó vivo de la época el jardín..., que es el 
cementerio de todo aquello..., guardado por cipreses..., con fuentes que
 aún conservan agua de la época, con estatuas que se están borrando por 
no contemplarnos..., con casas que tienen balcones cerrados . . . . . . .
 . . . . . . .
Pasó otro romántico por la ventana y se quedó mudo de 
admiración. Entornó los ojos como ensoñando sobre el jardín..., pero en 
seguida se fue. Tenía que ir a la oficina... Los niños de la avenida 
seguían en su obra destructora..., y su madre cantaba amablemente...
"¿Es de ustedes este jardín?"..., y ellos respondieron: "No 
señor, es de la señora marquesa..., pero como es tan buena nos lo ha 
dado para que plantemos una huerta". "¡Qué infamia! ¡Qué lástima de 
jardín!"..., exclamé yo..., "¡Cómo se ve, me dijo la madre, que usted 
está bien comido! ¡Si viera usted lo poco que ganamos!..., ya así, 
convirtiendo este jardín en huerta, venderemos lechugas y coles en la 
ciudad, y podrán comer algo más mis hijos"... Los niños, escuálidos, 
seguían su tarea..., la madre suspiró: "¡Qué ganas tengo que no se 
estile comer!"..., "¿Sabe usted lo que le digo? hablé yo, que está muy 
bien desaparecido el jardín"...
...Es irremediable, la fiesta pasó... Verlaine llora y Eduardo 
Dubus está sonando su violín negro... Pronto el arado estará en las 
maravillas umbrosas del jardín... Es irremediable.
IV
Jardín muerto
Cae lluviosa la mañana sobre el jardín... Al final de una cuesta
 fangosa y junto a una cruz verde y negra por la humedad, está la puerta
 de madera carcomida, que da entrada al recinto abandonado. Más allá hay
 un puente de piedra gris, y en la distancia brumosa una montaña nevada.
 En el fondo del valle y entre peñas, corre el río manso tarareando su 
vieja canción. 
En una covacha que hay junto a la puerta, dos viejos con capas 
rotas se calientan a la lumbre de unos tizones mal encendidos... El 
interior del recinto es angustioso y desolado. La lluvia acentúa más 
esta impresión. Se resbala con facilidad. En el suelo hay grandes 
troncos muertos... Las paredes altas y amarillentas están cruzadas de 
grietas enormes, por las que salen las lagartijas, que pasean formando 
con sus cuerpos arabescos indescifrables. En el fondo hay un resto de 
claustro con yedra y flores secas, con las columnas inclinadas. En las 
rendijas de las piedras desmoronadas hay flores amarillas llenas de 
gotas de lluvia; en los suelos hay charcos de humedad entre las hierbas .
 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
No quedan más que las altas paredes donde hubo claustros 
soberbios que vieron procesiones con custodias de oro entre la magnífica
 seriedad de los tapices... 
Una columna se derrumbó sobre la fuente, y al celebrar sus bodas
 de piedra el musgo amoroso los cubrió con sus finos mantos. Por los 
huecos de un capitel yacente asoman hierbas menudas de verde luminoso. 
Las plantas se abrazan unas con otras, la yedra cubre a las 
viejas columnas que aún se tienen en pie, el agua que rebosa de la 
fuente, lame al suelo de piedra que hay a su alrededor y después se 
entrega a la tierra que se la bebe con asco... La restante se pierde por
 un agujero negro que se la bebe con avidez.
Hay cortinas recias de telarañas, los helechos cubren los bancos
 de piedra... Se oye un continuo gotear..., es el agua que llora las 
tristezas de nuestro jardín. Nada hay nuevo en el recinto..., hasta el 
agua es siempre la misma..., penetra por el suelo y vuelve a salir por 
el mascarón de la fuente.
No se puede andar porque las plantas trepadoras se enredan en 
los pies..., parece como si el genio oculto del jardín, quisiera retener
 algo vivo entre tanta desolación y muerte... Detrás del resto de 
claustro hay un panteón. Han desaparecido los sepulcros..., sólo entre 
penumbra y telarañas unas letras borrosas hablan una inscripción en 
latín... No se distinguen más que dos palabras, una que dice Requiescit y
 otra Mortuos...
La lluvia arrecia y cae sobre el jardín produciendo ruido sordo y
 apagado... Unas hojas grandes se estremecen suavemente y entre ellas 
asoma su cabeza aplastada un gran lagarto..., que sale corriendo a 
esconderse entre unas piedras. Deja el rabo fuera y después se introduce
 del todo... Las hierbas que el peso del lagarto inclinó, vuelven 
perezosamente a ocupar su primitiva posición... Con el aire todas las 
flores amarillas tiemblan y se sacuden del agua que tienen entre sus 
pétalos... Hay caracoles pegados en los muros... El tiempo fue 
despiadado con este jardín; secó sus rosales y cinamomos y en cambio dio
 vida a plantas traidoras y malolientes . . . . . . . 
No cesa la lluvia de caer.
V
Jardines de las estaciones
Son raros y pobres. Tienen acacias y están cercados de 
empalizadas negras... Quieren ser estos jardines sitios de reposo 
agradable y de quietud..., ¡pero cuántas miradas inquietas y nerviosas 
se posaron sobre ellos!... Siempre el jardín ha sido un lugar de 
melancolía reposada. El eterno silencio de los jardines que cantan los 
poetas..., pero un jardín de estación es un estío de inquietud. Pasan 
muy rápidos por nuestros ojos y nosotros siquiera los miramos... Cuando 
se viaja se tiene puesta la imaginación en un sitio muy lejos y no nos 
llaman la atención. Todas las plantas están mustias. Los bojes recortan 
los macizos, de donde salen enredaderas de campanillas que trepan por la
 pared... El verde general del jardín tiene un marcado matiz negruzco...
 El humo fue dando sus tonalidades sombrías a los ramajes. En algunos 
hay un parral raquítico sostenido por alambres.
Al lado está la cantina. Todos los restos alcohólicos de ella se
 vuelcan en el jardín. Estas flores están regadas con vino maloliente.
Pasan los trenes rápidos y el jardín que sueña con una soledad 
de sonidos agradables oye los silbatos potentes de las locomotoras, el 
resoplar solemne del vapor y el chirriar de cadenas y ruedas. Estas 
flores y estas acacias, no están en el ambiente que sueña su forma.
El jardín ve pasar muchos ojos parados y soñadores que lo 
contemplan inconscientemente. Se mueven las plantas dulcemente con las 
ráfagas fuertes de las locomotoras.
Por las noches unos faroles de luz amarillenta perdida, los alumbran fúnebremente.
Uno de estos jardinillos humildes y encarbonados tenía un rosal 
de té. Era casi un milagro de elegancia floral aquella planta en medio 
de la desolación que la rodeaba..., pero las rosas delicadísimas al 
abrir la maravilla topacio de su color, el carbón y los humos las 
envolvían, poniéndoles negros disfraces. 
Sin embargo, se notaba que aquello era un rosal de té... Pero un
 día al pasar por la estación, estaba el rosal transformado. Unas 
manchas negras horribles, cubrían las flores delicadas y olorosas..., 
era que la cantinera había volcado sobre el rosal los restos de haber 
hecho café... Una niña me preguntó sorprendida: "¿Qué flores son 
aquéllas?"..., y yo le contesté tristemente: "¡Rosas! Hija mía, 
¡rosas!"... Después el tren se puso en marcha.
...oooOOOooo...
Temas
Muchas veces al caminar por estos sitios de leyendas lejanas 
observamos parajes solitarios donde nuestra alma quisiera reposar 
siempre... Tienen el encanto de que pasamos corriendo por sus formas y 
no nos damos cuenta de sus misterios. ¡Hay estados sentimentales tan 
raros! Al encontrarnos en un paraje agradable quisiéramos estar en él 
toda la vida recreándonos en su belleza... Pero nos marchamos sin que ni
 nosotros mismos sepamos por qué... Al viajar van desfilando una serie 
interminable de cuadros naturales, de tipos, de colores, de sonidos, y 
nuestro espíritu quisiera abarcarlo todo y quedarse con todo retratado 
en el alma para siempre, pero somos muy pequeños y sin querer olvidamos.
 Antes de contemplar una maravilla ya teníamos de ella noticias y 
fantaseamos su forma soñándola, soñándola hasta hacerla un imposible...,
 por eso nos vemos defraudados casi siempre al contemplar un monumento 
del que habíamos oído hablar. Pasamos a través de los campos, a través 
de las ciudades sin habernos detenido casi nada y nuestros ojos siempre 
abiertos pretenden retratar todo, y sentirlo todo, pero nos viene el 
sueño y el cansancio y el hastío.
Luego, cuando hemos reposado, todas las impresiones se van 
revelando, una con todo el esplendor que tenían, otras vagamente, 
confusamente, algo en que los recuerdos tienen tintas de crepúsculo ya 
casi muerto, una neblina azulada sobre las cosas que vimos... Luego unas
 impresiones borran a las otras y forman una confusión de la que 
sobresale algo que nos hizo mucha mella..., una cara de mujer..., una 
torre con sol..., el mar...
...oooOOOooo...
Ruinas
A Fernando Vílchez, artista todo bondad y simpatía.
El viajero se detiene emocionado ante las ruinas.
Contempla las antiguas visiones de fortalezas deshechas y siente
 un cansancio abrumador. Sobre los arcos rotos, en las puertas que 
entran a recintos alfombrados con ortigas y capiteles yacentes, en las 
altas paredes solitarias, la esencia de mil colores tristes se esparció 
entre los mantos reales de las yedras.
La visión decorativa de una ruina es magnífica... La luz entra 
por los techos derrumbados, y no tiene dónde reflejarse..., sólo en las 
covachas de una galería abierta a los campos, o en un claustro, penetra 
modulando tonalidades sombrías. 
El contraste de los colores verdes, y los dorados bajo la 
caricia dulce de la luz, forma una gama admirable de apagamiento y 
amargura.
Otro de los encantos de las ruinas son los ecos.
Los ecos perdidos en los campos anidaron en las esquinas desmoronadas, en las bodegas llenas de plantas salvajes. 
En las ruinas de las llanuras hay ecos hasta en los sitios más 
escondidos. En la amplia soledad de las llanuras no tienen estos 
geniecillos parajes donde reposar, y cuando el vetusto edificio se 
derrumbó, ellos penetraron en sus muertas estancias para hacer burla de 
todo sonido, repetir la risa, y el grito desconsolado, multiplicar las 
pisadas, y confundir las conversaciones en un mareo de palabras. 
Las ruinas se van hundiendo lentamente en el terreno hasta que 
quedan sepultadas del todo, las figuras invisibles que las habitaron se 
marchan, y los ecos vuelven a danzar otra vez por las llanuras para 
dormirse en espera de despertar. Se hunde el escenario y se acaba la 
leyenda. Los pájaros vuelan a otro sitio más agradable, los reptiles 
huyen a otras madrigueras más ocultas, y al hundirse la ruina en la 
tierra acabó la tragedia histórica . . . . . . . . . . . . . . . . 
Antes que el prestigio romántico, decorativo y artístico, tienen las ruinas el prestigio miedoso.
Huyeron los frailes, o los señores que habitaban los castillos, 
pero en el tiempo una noche, un campesino rezagado que volvía tarde al 
poblado, ve entre las malezas una gran figura blanca, con dos ojos 
verdosos que miraban pausadamente, después oye gritos de tortura 
infinita en los sótanos del castillo y arrastrar de cadenas por las 
naves deshabitadas... Huye el campesino, cuenta lo que ha visto y todo 
el pueblo se revoluciona... ¡Hay fantasmas en las ruinas! Ya nadie va a 
visitarlas y adquieren brillo sombrío... Una vieja del pueblo, una noche
 de tormenta, al calor de la lumbre y después de ordenar a los niños que
 se marchen, cuenta a los vecinos una historia pasada que a ella le 
contó su bisabuela. Una historia de amor y de duendes que pasó cuando 
estaba habitada la ruina... Aquella fantasma blanca que se había 
aparecido, sería la señora que se metió a monja después de matar a su 
marido..., y todos se santiguan... Luego otra noche otro vecino vio con 
la luz tibia de la luna, al fantasma que bogaba en el río... Después 
hubo tormenta...
Todas las ruinas tienen una historia miedosa. Unas se conocen, otras ya las han olvidado.
La ruina evoca baladas miedosas de almas en pena.
Toda la literatura romántica puso sus figuras fantásticas en las
 ruinas..., porque el alma de la ruina es eso: un fantasma blanco muy 
grande, muy grande, que llora por las noches desmoronando piedras y 
oculto entre las yedras, al son meloso del agua que pasa por las 
acequias.
...oooOOOooo...
Fresdelval
El paisaje es tranquilo y reposado. Montes con encinas. Ambiente
 rojo y gris. Serpientes verdes de carreteras que trepan los montes 
lejanos, y amplitud de soledad.
Recostado en un declive del monte y cercado con la negra verdura
 de los olmos se asienta el monasterio derruido. Tiene en sus 
alrededores declives suavísimos de yerbas marchitas y promontorios que 
son casi colinas, desde donde se divisa la esplenditud bronceada del 
panorama. 
Los primeros montes son ásperos y rojos; las lejanías son 
manchas de alamedas entre neblinas opacas... Entre los olmos serenos 
asoman las ventanas ciegas del convento antiguo. Tiene una esplendidez 
legendaria religiosa. Es de abolengo aristocrático de reyes y príncipes.
 Una figura principal de la leyenda es un cautivo moro converso al 
cristianismo..., pero el ambiente de las leyendas desapareció de estos 
lugares. Hay arcos elegantísimos que aún se tienen en pie soportando las
 greñas verdes de las yedras. Hay medallones sin cabeza. Hay rosetones 
góticos que dejan pasar la luz suavemente. Yerbas y flores salvajes 
cubren la ruina... En el claustro gótico se extiende una gran humedad 
verde y gris... Hay un rincón de abolengo castellano que pudiera servir 
de fondo a una figura de capote y ojos marchitos..., es un resto de 
claustro Renacimiento de una gran sencillez. Columnas fuertes, arcos 
chatos, y un gran alero. El fondo es negro, y el suelo de yerbas, 
delante hay un carro abandonado y unos pesebres de madera podrida, más 
allá una puerta desvencijada con un esquilín, y yedras y saúcos... Muy 
cerca, una columna rota se mira en un estanque... Todo está quieto en la
 tarde. Hay castidades hondas en el paisaje.
...oooOOOooo...
Un pueblo
En el silencio de la tarde al pasar por el pueblo castellano, el
 sol ponía sus notas doradas en la torre lánguida de la iglesia y en las
 casitas humildes. Unos viejos están sentados junto a la portada. Son 
como figuras de piedra que estuvieran en una ceremonia de gran 
religiosidad. Alguna vez uno mueve una mano. Las puertas están 
cerradas... Nacen unas colmenas entre flores... Una mujeruca da de comer
 a un lechón. Por las tapias de los corralones asoman largos palos 
abandonados. Son las lanzas que esperan. A la salida del pueblo hay 
toros bebiendo en un remanso, donde está el agua casi podrida... De los 
fondos empiezan a salir las nieblas rojas del atardecer.
...oooOOOooo...
Una ciudad que pasa
Cielo azul. Tranquilidad solar. Por las encías de las murallas 
pasan ovejas blanquísimas dejando nubes de plata vaporosa. La ciudad 
deja sonar sus trompas de suavidad metálica como miel infinita.
Hierro... Estallidos de solemnidad. A lo largo y entre los humos
 del caserío se dibujan los triunfos románticos de las iglesias 
señoriales, severas, distinguidas, un poco chatas, con sus campanas 
paradas, con sus veletas que son cruces, corazones, sierpes, con sus 
colores de oros perdidos en verduras mohosas... Hay ópalos amarillos 
sobre las garras monstruosas de los montes. Hay sobre la ciudad medieval
 temblores de luz... Hay un reposo musical de las cosas... La mañana 
está clara.
...oooOOOooo...
Un palacio del Renacimiento...
Plaza amplia y desierta..., hay árboles viejos y corpulentos. En
 una blanca fachada un pilar carcomido y deshecho cuyos caños hace mucho
 tiempo no sintieron la caricia del agua... El suelo está cubierto de 
yerbas. En una esquina hay una hornacina vacía... En el fondo de la 
plaza está el palacio.
Es una rara impresión encontrarse esta magnificencia 
aristocrática junto a las casucas pobres de este rincón muerto... El 
palacio es hermosamente dorado... Tiene balcones amplios y señoriales, 
con serpientes enroscadas en sus columnas, medusas espantadas y tritones
 fantásticos.
En los frisos hay comitivas de locura llenas de gracia y 
movimiento, pero que se pierden entre la piedra a medida que pasa el 
tiempo. 
En estas cabalgatas hombres musculosos van desnudos, apretando 
guirnaldas de rosas que cubren sus sexos, y las mujeres llevan las bocas
 abiertas lujuriosamente y sus brazos son serpientes que se retuercen 
para convertirse en hojas de acanto y lluvias de bolitas. Las marchas 
las cortan monstruos marinos con cuernos de árboles y manos de flores, 
que abriendo sus bocas hacen huir a las demás figuras. Algunas vuelan 
absurdamente y otras descansan muy serias con las manos sobre los senos.
 Cobija este bosque decorativo de flores y figuras un gran alero 
primorosamente labrado, sostenido por grandes zapatas en las que hay 
hombrotes destartalados, perrazos enormes, caras de noble expresión, 
entre ramajes de rostrillos, de margaritas, de puntas de diamante, y de 
cabecitas de chivo... Coronando el palacio hay una veleta que tiene 
forma de corazón, a su lado se eleva un ciprés.
...oooOOOooo...
Procesión
Y sobre el altar de los sacros martirios, en donde descansan 
aquellos que fueron sangre y llamas por amor a Jesús, y sobre el arca de
 plata teñida de cielo por los vidrios místicos, el sacerdote vestido de
 luz y de grana destapó el cáliz antiguo, y haciendo una reverencia 
comulgó... El órgano lloró sus notas de melancolía con Gounod. El 
incienso hacía gestos mimosos y en el aire se sentía una campana pausada
 entre un hueco arrastrar de pies... El palio, esencia de la solemnidad,
 y la cruz de oro con enormes esmeraldas se mecían lentamente entre la 
tragedia de los versos latinos, mientras el órgano seguía diciendo un 
poema de pasión y desfallecimiento... La procesión descendió del ara 
sagrada, hubo un gran suspiro en la luz y los sacerdotes de manos 
blancas sostenían cirios fuertes, y caminaban al son de una melodía de 
un siglo lejano... Los sochantres gritaban profundos y sentenciosos, los
 seises ponían sus notas agudas sobre los medios puntos, los pertigueros
 golpeaban el suelo con sus varas, y los incensarios dulces al atravesar
 el aire entrechocaban sus cadenas... Todo esto envuelto entre una 
vaguedad gris de incienso y un aliento frío de humedad... Atravesaron 
unas grandes verjas de bronce que se llenaron de topacios con los 
cirios, y abriendo una puerta tallada por manos ingenuas, salieron al 
claustro que estaba rebosante de colores apagados... En las paredes 
había estatuas bizantinas con ojos de azabache, carteras empolvadas que 
rezan alguna bula u oración pasada, sepulcros fríos con caballeros 
armados en mármol y damas rígidas con leones a los pies... La comitiva 
penetró en el claustro al melodioso y fúnebre grito del fagot y a la 
rítmica ensoñación gregoriana...
Al pasar por los sepulcros se detienen y claman graves los 
responsos, que resuenan por las bóvedas como un eco de terror... Ahora 
se paran a rezar a un obispo yacente. Dicen todos una canción fúnebre y 
se callan... En ese momento el oficiante, que va el último, canta con 
voz lejana un versículo atroz... El incienso da claridad lechosa y vaga,
 la procesión vuelve a ponerse en marcha rezando en voz baja y entre el 
ruido de pies que se arrastran se oye el alma de la Catedral gemir 
alocada... El altar solitario, rodeado de cirios grandes y de golpes de 
plata repujada, espera al oficiante que haga ver sus encantos 
espirituales... Una Virgen sentada en un trono aguarda la oración del 
ministro del Señor, y la hostia está en la nada hasta que se pronuncie 
el conjuro... Los maceros, con peluca rubia y sayales de damasco avanzan
 sobre el altar, pasan las filas de sacerdotes vestidos de telas 
riquísimas, y por último asoma el obispo, que es el que lleva las 
reliquias... Al llegar al altar las músicas se callan, el que viste de 
morado musita algo ininteligible. Unas campanas suenan, las gentes se 
arrodillan, y entre el plomo y la seda del incienso se eleva una urna de
 cristal y cobre, que encierra una tibia negruzca y reseca. El reloj de 
la ciudad da las doce y los monstruos del coro sonríen siempre con una 
eterna expresión.
...oooOOOooo...
Amanecer castellano
No han roto las nieblas de la noche. Por el horizonte se va 
abriendo una ráfaga de luz blanca que llena de claridad sombría a los 
pardos terronales. Sobre las acequias hechas espejos de verde azul, se 
miran los álamos quietos y fríos. 
Hay una paz armoniosa en todo el paisaje. Las sierras lejanas 
tienen suavidades moradas y negras, las tierras se ocultan entre las 
nubes bajas de la niebla, de los cielos sin color está cayendo una 
llovizna de rocío . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Va tomando un tinte rojo y rosado el abismo crepúsculo... Un 
pueblo deja ver su torre que mira sobre el rosa del fondo. El viento 
empieza a danzar en la llanura... Silba un tren muy lejano, y entre los 
barbechos largos, surge un arado clavado en la tierra y abandonado...
...oooOOOooo...
Monasterio
Fuera de la ciudad está el convento. Le sirve de pórtico la 
tristeza de un compás. Compás este como todos, lleno de malvarrosas, de 
jazmines blancos que no huelen por no pecar, de yedras aristocráticas. 
Lugar de meditación, de melancolía monjil. Una campana suena grave y 
chillona al mismo tiempo, anunciando al visitante. 
De ahí se pasa al locutorio humilde como el cuarto de una 
muchacha pueblerina, con sus santos de barro, con sus cromos negros en 
que hay Vírgenes con sombra de bigote a causa de las tintas viejas, y 
que están roídos por la polilla. Las monjas examinan al viajero con gran
 curiosidad, le preguntan, le aconsejan, enseñan todas las reliquias que
 poseen, y ríen, ríen. 
Dan dulces rellenos de cabello de ángel, y cuentan una escena de
 la vida interior... Los sábados por las noches se reúnen todas a la luz
 del único quinqué que poseen, y sentadas en el suelo sobre corchos, 
hilan sus vestidos en ruecas legendarias. Alguna cuenta algo y las demás
 escuchan santamente... Mientras, los miedos y la leyenda cruzan los 
claustros y los patios despertando a los ecos y azuzando al viento para 
que suene su fagot en fa profundo.
...oooOOOooo...
Campos
Es media tarde y el sol brilla con fuertes apasionamientos. 
Tarde de Julio llena de fortaleza y de trigos maduros... Por el amarillo
 rojizo de los trigales se ve correr la brisa suavemente..., alguna vez 
brilla una guadaña... En los ribazos verdes, hay amapolas, en las 
colinas con olmos hay ovejas. Hay algunos sembrados con avenas de plata.
 En el cielo anda casi invisible la luna en creciente... Por un monte se
 recorta la figura de un viejo pastor, y al religioso ambiente el sol va
 dando oros transparentes y llena de misticismo a las azuladas 
lejanías... Unos bueyes con los ojos dulcemente entornados caminan 
majestuosos al vaivén lánguido de la carreta. El aire estaba preñado de 
olores de trigo y de sol. Toda la maravilla de la tarde está en los 
fondos tornasolados. Alguna vez se descubre a lo lejos un torreón de 
piedra coronado de golondrinas que pían y pían, y pueblos sin color que 
surgen de pronto entre las colinas como cosa de encantamiento.
...oooOOOooo...
Medidodía de agosto
En el campo inmenso no se oye nada más que la chicharra que muere borracha de luz y de su canto.
Es mediodía. Se ve moverse el aire agitado de calor. Detrás de 
la inmensa ráfaga de fuego que cubre los campos, se distinguen las 
verdinegruras de las alamedas. El campo está desierto. Los labradores 
duermen en sus casas. Las acequias cuchichean misteriosas unas con 
otras. Las espigas de los trigales, agitadas por la brisa se frotan 
entre sí produciendo sonido de plata. Un campo de amapolas se está 
secando falto de agua. La gran sinfonía de la luz impide abrir los ojos.
Sonó la queda en el silencio de la paz campesina, cargada de volptuosidad... Era una interrogación de la carne... 
Las mujeres del pueblo se bañan en el río. Chillan de placer al 
sentir el frescor del agua lamiendo sus vientres y sus senos. Los mozos,
 como faunos, se esconden entre las malezas para verlas desnudas. La 
naturaleza tiene deseos de una cópula gigante. Las abejas zumban 
monótonas. Los mozos se revuelcan entre las flores y el saúco, al ver a 
una mozuela que sale desnuda, con los senos erguidos, y que se tuerce el
 pelo mientras las demás maliciosas le arrojan agua al vientre . . . . .
 . . 
La codorniz canta en el trigal.
En las eras comienzan el trabajo. Hace aire. Los bieldos lanzan 
la paja a gran altura. El grano de oro cae en el suelo, la paja se la 
lleva el aire y después cae tapizando todas las cosas. Los mulos corren 
veloces por la era. El paisaje es borroso y sofocante, se borran los 
montes de los fondos entre mares de temblores blancos. Unos niños 
desnudos con carne de bronce se bañan en la acequia, y al salir de ella 
se revuelcan con placer en el polvo caliente de la carretera. Los carros
 llegan, cabeceando llenos de espigas... Huele a mies seca.
...oooOOOooo...
Una visita romántica
Santa María de las Huelgas
Y el encanto marfileño se abrió y la ensoñación sentimental 
estaba presente; parecía una cosa así como un cuento oriental... Allí 
estaban las monjas vestidas de blanco con los velos negros, las caritas 
sonrosadas y plácidas, rodeadas del elegantísimo turbante. Tenían por 
fondo una galería, y en ella un Cristo atormentado... Toda una 
aristocracia medieval está encerrada en los claustros antiguos y 
señoriales... Huele a limpieza de blanco paño y a suave humedad.
El patio solitario lleno de hierbas, con las ventanas 
entornadas, tiene bajo la tarde de Julio una rumorosa tranquilidad 
soleada. Bajo las dulces y azuladas labores góticas del claustro 
entierran a las monjas... En la sala capitular, que recuerda a la de 
Poblet, están los retratos de las abadesas antiguas, figuras esbeltas y 
aristocráticas, cuyas manos admirables de blancura y distinción 
sostienen los báculos, que son como inmensas flores de plata... Por las 
lejanías del claustro cruzan monjas presurosas, arrastrando las largas 
colas. Alguna vez relucen labores orientales por las galerías.
Comenzó la visita, y al conjuro de la música monjil surgió una 
época brumosa de España, época de leyendas y de hechos maravillosos 
desconocidos, guardada con fe y amor devoto por aquellas mujeres... 
surgió Alfonso VIII y San Fernando, y doña Berenguela y Sancho el 
Deseado..., y princesas y niños y caballeros, todos colocados en 
sencillos sepulcros arrimados a las paredes, y surgieron leyendas de 
monjas infantas que murieron en olor a santidad..., y apareció la 
batalla de las Navas y la cruz que llevaba el arzobispo don Rodrigo..., y
 llegamos al coro, donde está el corazón de la casa...
Es amplio y monumental..., allá en el fondo un calvario lleno de
 espanto cubre de piedad a las sombras... La esfuman las lejanías de las
 bóvedas con sus ventanales rasgados... En las paredes hay tapices en 
rosa y azul claro, que explican a los emperadores romanos . . . . . . . .
 . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Todo lo que dicen las monjas de los muertos que allí tienen lo 
pronuncian con una verdadera unción de agradecimiento. Parece que 
Alfonso el de las Navas es un santo para ellas..., y enseñan tristes el 
vacío sepulcro de Alfonso el Sabio, y se maravillan ingenuamente ante la
 tumba de la infanta Berenguela, que un día fatal para el convento se la
 encontraron sentada en una escalera del coro... La melancólica figura 
de la abadesa declamaba cariñosa y consejera los milagros que les había 
hecho la momia de la infanta medioeval... Pasamos por el patio románico 
color oro viejo con una fuente llena de arabescos de sol y flores 
sencillas..., y volvimos al gran coro, donde vimos vírgenes deliciosas 
con su candor casi monjil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 . . . . . . . . . .
Luego, una religiosa soltó su cola para parecer un pavo real, 
enorme como la "Manzana de anís" de Francis Jammes, y salí del convento 
cuando las campanas tocaban a la oración... Unas vacas de leche pasaron 
sonando sus esquilas... El agua de las acequias no se movía y de los 
trigales llegaba vaho saludable..., entonces entró en el corazón un 
aplanamiento devoto por la tarde.
...oooOOOooo...
Otro convento
Siempre me acerco a los conventos lleno de ilusión religiosa y 
de tristeza... En estas ciudades olvidadas son ellos la nota más fuerte 
de olvido. Seguramente todo el problema que late en estas grandes 
casonas es el olvidar...
En todos nosotros una ilusión constante es el buscar un algo 
espiritual o lleno de belleza para descargar nuestra alma de su dolor 
principal..., y corremos siempre animados con el deseo de esa imposible 
felicidad... Casi nunca lo conseguimos porque sólo es la forma lo que 
varía, la esencia es inmutable.
Las monjas en su debilidad infantil, se encerraron en el 
convento tapiándose el camino del olvidar... Lo que quieren olvidar, lo 
convierten en presente de su alma.
Por los ámbitos de la iglesia palpita un gran fracaso sentimental... El corazón impera sobre todas las cosas.
Las fuentes cristalinas de unos labios lejanos manan muchas 
veces en las imaginaciones castas de las monjas... Al entrar en la 
iglesia las religiosas que rezan tranquilas, huyen como palomas 
asustadas por el coro para contemplarme. ¡Qué tristeza! Las tocas se ven
 como esfumaciones blancas y el coro achatado parece que se quiere 
hundir... Alguna tose... En las paredes hay grandes cuadros que no se 
sabe de quién son, tienen vírgenes morenas muy hermosas con aires de 
Rubens, y fondos cálidos de nubes anaranjadas... En los altares hay 
flores monjiles de color rabioso, y en todo el ambiente flota un sensual
 y religioso perfume de celindas . . . .
Luego, pasando por unos corredores donde hay un vía crucis y 
urnas relucientes, se llega al locutorio... En él son las monjas como 
caras sin cuerpos que hablan castamente con voces de olor intenso y 
diluido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
La reja del locutorio tiene fuertes pinchos de hierro que 
quisieran saltar nuestros ojos... Se nombran las monjas las unas a las 
otras... La madre Amor..., la madre Corazón . . . .
Sobre un bargueño hay una maceta de claveles rojos...; más allá una jaula con un canario.
...oooOOOooo...
Crepúsculo
La luz va dejando que se abran las cosas al color admirable del 
momento... El campo que antes había resistido toda la fuerza sin igual 
del mediodía de Junio, va reposando sus matices delicados y enseñándolos
 melódicamente, apianadamente. Las montañas ya se ven azules por su 
falda, por las cimas rocosas aún están blanquecinas... Va modulando la 
luz tonos con espíritu de piedra preciosa, hasta llegar a una expresión 
fantástica rosa y fuego, que poco a poco va tornándose en polvo amarillo
 de suavidades topacio. No hay más verde que las alamedas y los labios 
de las acequias... El sol solemne y bueno, recortado en el azul del 
cielo, se hunde vagamente en un terso ombligo del monstruoso vientre 
serrano.
Hay temblores augustos en el aire..., después una dulce luz lo 
invade todo... Por los ribazos vienen las espigadoras cantando 
alegremente... Suena el ángelus tocado por las campanas cascadas y 
viejas de la ermita... Empiezan a brillar las estrellas. Entre los 
encinares toscos pasa el crescendo acerado de un tren... Se oyen ladrar 
los perros y el chocar de ruedas de las carretas que pasan a lo lejos . .
 . . . . La noche. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 . . . . .
...oooOOOooo...
Tarde dominguera en un pueblo grande
En las primeras horas mucho silencio y quietud, una paz 
inefable..., sólo se oían chirriar a los pájaros sobre las acacias o 
alguna carreta que pasaba por la calle desierta... Luego, cuando el sol 
se quería hundir en el fondo del paisaje se fueron las puertas abriendo y
 se asomaron a ellas muchachas con flores en las cabelleras y empolvadas
 graciosamente..... 	
Por una calleja salieron unos niños con sus trajes nuevecitos, 
que ellos por no estropear ni siquiera movían los brazos, por el centro 
de la calle iban las niñas paseando, cogiditas del brazo con los 
pañuelos en la mano... En el paseo del pueblo había gran animación. Bajo
 los altos álamos se retenía el polvo que levantaban los paseantes... 
Las muchachas negruzcas, coloradotas, fresconazas, se pavoneaban ufanas 
de sus blusas de sedas chillonas, de sus cadenas de oro falso, de sus 
senos enormes y temblorosos. Los muchachos las seguían con miradas 
incitantes entornando los ojos y echándose los sombreros sobre las 
caras. 
Eran las muchachas ramplonas y hermosotas, de labios frescos y 
sensuales, de cabelleras negras y espléndidas... Los caños de la fuente 
hacían hervir al agua parada y mansa de las tazas. En los cielos 
comenzaban los albores divinos del crepúsculo. Sobre las nubes había 
suavidades de rosas transparentes... En un esquinazo del paseo, entre 
rosales blancos y grandes matas de dompedros, unos novios se hablaban 
juntando las cabezas con ansia visible de besarse... Algunas mozuelas 
los miraban envidiosas de reojo... ¡Bien merecía la tarde cargada de 
lujurias celestes, un beso apasionado de aquellos amantes!... En un 
banco de piedra gris con brillos de espejo, una vieja apergaminada y 
roñosa entretenía a un bebé rubio que manoteaba ansiosamente queriendo 
cortar una rosa que temblaba serena entre el ramaje... Más allá un grupo
 de niñas se abrazaron por la cintura y cantaron desafinadamente un 
viejo romance de guerra y amor... Había un gran mareo de conversaciones 
que flotaba zumbón en el aire... Entonces desde un viejo kiosco de 
maderas carcomidas la banda de música comenzó a tocar... Eran raros y 
graciosos los músicos: uno de ellos no tenía uniforme, los demás lo 
tenían en estado lamentable... Una habanera de zarzuela española vibró 
en el ambiente... Era cursi y melancólica, y sentimental, y odiosa... 
Pasan por nuestra alma muchas melodías que nos hieren la emoción con 
estos contrastes... La tuba y los bombardinos llevaban el ritmo lánguido
 y casi oriental... A veces había en el sonido de dichos instrumentos 
fracasos de aire y de técnica... El clarinete daba horrorosamente 
carcajadas expresivas remontando los aires con notas estrambóticas y 
difíciles... ¡Trabajaban verdaderamente los pobres músicos! Alguno 
sudaba fatigadísimo... Sólo el redoblante serio y grave daba de cuando 
en cuando un golpe seco en su instrumento..., y miraba al público como 
muy satisfecho de lo que hacía... El director, hombre maduro con los 
bigotes tiesos y de vientre abultado, dirigía muy expresivo moviendo los
 brazos al compás de la habanera, dirigiéndose imperativamente al del 
timbal cuando tenía que dar algún golpe de efecto, arqueando las cejas 
pobladas, y hundiendo los ojos en blanco cuando modulaba la melodía al 
tono menor para repetir el tema... Cerca del maestro estaba el que 
tocaba la flauta, que era un hombre bajito excesivamente grueso, y de 
mirada viva y penetrante... Soplaba con gran brío y abría 
desmesuradamente los ojos... Hizo solo unos compases largos y 
arrastrados, a los que el maestro entornó los ojos con inmenso agrado y 
que la gente escuchó religiosamente... Un vejete sucio y harapiento que 
había cerca de mí exclamó mirándome: "Ese es el mejor músico de tos...; 
le viene por herencia, lo tiene en la masa de la sangre, ¿no se ha fijao
 usted?"... Me fijé en el pobre músico, y era causa de gran regocijo ver
 aquella bola de carne con ojos de ratón que movía con placer, y causaba
 gran extrañeza ver la flauta en sus manos. El instrumento galante y 
distinguido, ese tubo aristocrático y literario, hermano de la lira y la
 siringa, cuyo prestigio confirmó el siglo del encaje y del clavicordio 
estaba sostenido por unas manazas de piedra cubiertas de vello y arrugas
 que herían torpemente los registros . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 . . . . . . . . . . . La habanera no acababa nunca..... Las niñas la 
cantaban con una letra en que el sol, el lirio y la palma, rubia, salían
 a relucir...; los muchachos la silbaban con fuerza. . . . . . . . . . .
 . . . . . . .
Sentado en una silla y con las manos en los bolsillos, un pollo 
bien que desentonaba con el conjunto, contemplaba a la gente con gesto 
de idiotez y superioridad... Algunas muchachas se reían de verlo con los
 pelos laminados y una trincha apretándole la cintura...
Iba la tarde cayendo, paró la banda de tocar y el paseo se fue 
quedando desierto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Comenzó la campana de la iglesia a llamar al rosario . . . . . .
 . . . . . Tocó la banda otras cosas más, y la gente se fue retirando a 
sus casas... Las veletas estaban rojas por la luz del atardecer, lo 
demás estaba ya en sombra... 
Empezaron a entrar en el pueblo los trabajadores, venían 
cansados y harapientos, andando pausadamente con las azadas al hombro y 
las cabezas bajas... Detrás de ellos llegaron los rebaños dulces y 
reposados, dejando estelas polvorientas al son de las esquilas..., y 
llegaron las piaras de mulas retozonas haciendo correr asustadas a las 
niñas, y los potrillos suaves y lanudos, que relinchaban presintiendo la
 cálida gratitud del establo... Todo el aire se llenó de esquilas y 
cencerros broncos de balidos y relinchos... Y por último, entraron en el
 pueblo los cerdos, dando feroces gruñidos y corriendo a sus casas 
seguidos de sus dueñas, que van detrás de ellos con un cuartillo relleno
 de habas o de maíz para fascinarlos y meterlos en las zahurdas... Otra 
vez quedó el pueblo en silencio... Por el paseo solitario cruzó el señor
 cura, que iba a los rezos de la tarde. Un niño pasó silbando con una 
alcuza en la mano. 
Sobre unos tapiales blanquísimos con reflejo de crepúsculo 
muerto, se recortan los negros garabatos retorcidos de dos viejas que 
van devotamente a rezar el rosario..., y que al fin se hunden en la boca
 profunda de la puerta de la iglesia... En las casas preparan las 
cenas... Por una calle que da a los campos vienen lentamente dos vacas 
grandes, rubias y simpáticas, arrastrando sus tetas por el camino... 
Detrás dos niños las azuzan con varas. . . . . . . . . . . . . . . . . .
 . Luego se oye una guitarra y un piano viejo de la casa de un rico que 
dice a Czerny monótonamente.
...oooOOOooo...
Iglesia abandonada
En los arrabales de la ciudad muerta se levanta la iglesia que 
hace tiempo no recibió las dulces caricias del órgano y del incienso... 
Está ruinosa y el culto en ella es imposible... Las fiestas solemnes en 
que el palio se mecía entre nubes olorosas, y las casullas ricas 
brillaban en las sombras, se fueron de la iglesia. Hoy tan sólo la 
habitan unos cuantos santos desdichados y malaventurados, que dejaron 
allí por inservibles... En el retablo del altar mayor sólo queda una 
escultura de San Marcos, que tiene al toro sin cuernos... Es la iglesia 
fría, y espantosa por los santos sucios y despintados con caras 
sarcásticas... Es tremendo estos templos llenos de figuras tristes e 
inexpresivas, retrepadas en las paredes, con carnes acardenaladas y 
podridas y con bocas que tienen gestos de inferioridad . . . . . . . . .
 . . . . . . . . .
Lo único que hay bello en la iglesia es un medallón olvidado, en
 que una Virgen griega bendice con la mano rota, mientras enseña al Niño
 que la mira amorosamente.
Es hermoso el medallón... Tiene el alabastro matices de oros 
perdidos... Rodeando el edificio hay entre las hierbas crecidas, 
higueras, malvas silvestres y rosales antiguos de pitiminí... En una 
puerta están las guardianas de la iglesia, que son dos mujeres sucias 
con los ojos legañosos, que tienen aire misterioso de sibylas.
...oooOOOooo...
Pausa
Bajo el árbol del romanticismo, la flor preciosa de nuestro 
corazón se abrirá hacia una infinita tranquilidad después de la 
muerte... El silencio no puede darnos nunca las llaves del inmenso 
sendero... En la tonalidad desfallecida de una orquesta muriente quizá 
nuestro corazón aprenderá a sufrir con elegancia su calvario 
desconocido.
El silencio tiene su música, pero el sonido tiene la esencia de 
la música del silencio... El pavoroso problema lo tiene que resolver el 
corazón... Ante la espléndida visión de los campos desiertos y sonoros 
el alma adivina algo de su soledad. Por el camino rojo de la imaginación
 pasan las mujeres con las cabelleras en desorden. Nos sonríen, son 
nuestras en sus bocas, escanciamos nuestras almas y sonreímos con la 
tranquilidad inquietante del soñar.
Serán nuestras, pero nosotros seremos después piedras, y flores,
 y nuestro pensamiento... ¡Ah nuestro pensamiento!... Toda el alma 
quiere extenderse por los campos y posarse en los pinares lejanos entre 
el terciopelo negro de sus músicas... Pasa a lo lejos un rebaño con las 
esquilas cansadas, y un viejo de ojos hundidos. En el cielo hay nubes 
como bloques inmensos de mármoles extraños..., y la imaginación loca nos
 abre un camino de dolores amables . . . . . . . . . . .
La luna sale majestuosa entre montes. ¡Salud, compañera del 
viajero enamorado y sensual. Salud, vieja amiga y consoladora de los 
tristes. Auxilio de los poetas. Refugio de pasionales. Rosa perversa y 
casta. Arca de sensualidad y de misticismo. Artista infinita del tono 
menor. Salud, sereno faro de amor y llanto! ¡Ah los campos! Cómo renacen
 a otro mundo con la luna...
El silencio sólo está en el pensamiento doloroso y en la 
muerte... El tremendo camino se abre ante nosotros y por fuerza hemos de
 pasar por él...
...oooOOOooo...
Un hospicio de Gaalicia
Es el otoño gallego, y la lluvia cae silenciosa y lenta sobre el
 verde dulce de la tierra. A veces entre las nubes vagas y soñolientas 
se ven los montes llenos de pinares. La ciudad está callada. Frente a 
una iglesia de piedra negriverdosa, donde los jaramagos quieren prender 
sus florones, está el hospicio humilde y pobre... Da impresión de 
abandono el portalón húmedo que tiene... Ya dentro, se huele a comida 
mal condimentada y pobreza extrema. El patio es románico... En el centro
 de él juegan los asilados, niños raquíticos y enclenques, de ojos 
borrosos y pelos tiesos. Muchos son rubitos, pero el tinte de la 
enfermedad les fue dando tonalidades raras en las cabezas... Pálidos, 
con los pechos hundidos, con los labios marchitos, con las manos 
huesudas pasean o juegan unos con otros en medio de la llovizna eterna 
de Galicia... Algunos, más enfermos, no juegan y sentados en recachas 
están inmóviles, con los ojos quietos y las cabecitas amagadas. Otro hay
 cojito, que se empeña en dar saltos sobre unos pedruscos del suelo... 
Las monjas van y vienen presurosas al son de los rosarios. Hay un rosal 
mustio en un rincón.
Todas las caras son dolorosamente tristes...; se diría que 
tienen presentimientos de muerte cercana... Esta puerta achatada y 
enorme de la entrada, ha visto pasar interminables procesiones de 
espectros humanos que pasando con inquietud han dejado allí a los niños 
abandonados... Me dio gran compasión esta puerta por donde han pasado 
tantos infelices..., y es preciso que sepa la misión que tiene y quiere 
morirse de pena, porque está carcomida, sucia, desvencijada... Quizá 
algún día, teniendo lástima de los niños hambrientos y de las graves 
injusticias sociales, se derrumbe con fuerza sobre alguna comisión de 
beneficencia municipal donde abundan tanto los bandidos de levita y 
aplastándolos haga una hermosa tortilla de las que tanta falta hacen en 
España... Es horrible un hospicio con aires de deshabitado, y con esta 
infancia raquítica y dolorosa. Pone en el corazón un deseo inmenso de 
llorar y un ansia formidable de igualdad...
Por una galería blanca y seguido de monjas avanza un señor muy 
bien vestido, mirando a derecha e izquierda con indiferencia... Los 
niños se descubren respetuosos y llenos de miedo. Es el visitador... Una
 campana suena... La puerta se abre chillando estrepitosamente, llena de
 coraje... Al cerrarse, suena lentamente como si llorara... No cesa de 
llover...
...oooOOOooo...
Romanza de Mendelssohn
Quieto está el puerto. Sobre la miel azul del mar las barcas 
cabecean soñolientas. A lo lejos se ven las torres de la ciudad y las 
pendientes rocosas del monte... Es la hora crepuscular y empiezan a 
encenderse las luces de los barcos y de las casas... Se ve el caserío 
invertido en las aguas en medio de los ziszás dorados y temblorosos de 
los reflejos. Hay un agradable y suave color de luna sobre las aguas... 
Se queda el muelle desierto y silencioso..., sólo pasan dos hombrotes 
vestidos de azul que hablan acaloradamente... De un piano lejano llegó 
la romanza sin palabras... Romanza maravillosa llena del espíritu 
romántico del 1830... Empezó lentamente con aire rubato delicioso y 
entró después con un canto rebosante de apasionamientos. A veces la 
melodía se callaba mientras los graves daban unos acordes suaves y 
solemnes... Llegaba sobre el puerto la música envolviéndolo todo en una 
fascinación de sonido sentimental. Las olas encajonadas caían lamiendo 
voluptuosamente las gradas del embarcadero... Seguía el piano la romanza
 cuando se hizo de noche. Sobre las aguas verdes y plomizas pasó una 
barca blanca como un fantasma al compás lento de los remos.
...oooOOOooo...
Calles de ciudad antigua
Las calles sucias con yerbas secas, casas desconchadas, gárgolas
 arrancadas, santos sin cabeza y hechos un montón de piedras. Hay 
portadas con columnas repujadas, con medallones carcomidos, con 
guirnaldas romanas... En una calle oscura hay un pilar que bucea entre 
flores de color pálido.
En otra hay soportales achatados con arcos desvencijados donde 
hay mujeres tristes y herrerías húmedas... Muchos balcones se derrumban 
de margaritas y geranios que son luces cegadoras con el sol potente del 
verano... Conchas en las fachadas... Palacios pequeños sin ventanas con 
llamadores de lunas.
Casas blancas sin cristales en los balcones. Iglesias 
ornamentadas espléndidamente con blandones severos de piedra dorada, con
 guirnaldas de calaveras recortando los altares, con portadas suntuosas y
 complicadas en las que hay hombres robustos luchando con toros alados, 
canastos de hojas raras por las que asoman mancebos con las caras de 
entrecejo fruncido, con capiteles dorados que tienen hombres y animales 
naciendo entre acantos. Paramentos desbordantes de adornos de donde 
surgen niños con lenguas de serpiente dándose las manos deformes, 
matronas desarrolladas y lujuriosas que sostienen entre sus brazos 
musculosos columnas llenas de lemas latinos y fechas memorables, 
bayaderas de gestos incitantes, cimeras frías y burlonas, angelotes 
voladores sobre grifos y cariátides, rostros tristes con los ojos 
cerrados...
Al pasar por las plazas desiertas y melancólicas... llegan 
rumores de escuela... En una, los niños dicen con sonsonete: "... los 
santos padres que estaban esperando el santo 
advenimiento....."................... 
Al final de las calles vibran los campos bajo el sol terrible del mediodía veraniego.
...oooOOOooo...
El Duero
Pasa el río por Zamora, verde y manso. La enorme calva bizantina
 del cimborrio se mira en las aguas profundas... Pasan lentas las barcas
 sobre las ondas. 
A lo lejos, entre las pardas modulaciones del terreno, asoman 
los montes pobres de color... Las iglesitas románicas descienden por las
 callejas hasta el río... Éste va lentamente arrastrando su gran 
prestigio de evocaciones históricas al sonido grave y suave que 
produce...
Terminó la antigua historia romántica del río... No queda nada 
de lo que antes viera el agua... La historia está quieta... Pero todavía
 el viejo y solemne Duero sueña y ve combatiendo borrosamente a las 
grandes figuras de su romance.
...oooOOOooo...
Envio
	A mi querido maestro D. Martín D[omínguez] Berrueta y a mis queridos 
compañeros Paquito L[ópez] Rodríguez, Luis Mariscal, Ricardo G[ómez] 
Ortega, Miguel Martínez Carlón y Rafael M[artínez] Ibáñez, que me 
acompañaron en mis viajes.
...oooOOOooo...
TELÓN.
 
 
 
          
      
 
  
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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