La
aventura de las cinco semillas de naranja
Sir
Arthur Conan Doyle
Cuando reviso mis notas y memorias de los casos de
Sherlock Holmes en el intervalo del 82 al 90, me encuentro con que son tantos
los que presentan características extrañas e interesantes, que no resulta fácil
saber cuáles elegir y cuáles dejar de lado. Pero hay algunos que han conseguido
ya publicidad en los periódicos, y otros que no ofrecieron campo al desarrollo
de las facultades peculiares que mi amigo posee en grado tan eminente, y que
estos escritos tienen por objeto ilustrar.
Hay
también algunos que escaparon a su capacidad analítica, y que, en calidad de
narraciones, vendrían a resultar principios sin final, mientras que hay otros
que fueron aclarados sólo parcialmente, estando la explicación de los mismos
fundada en conjeturas y suposiciones, más bien que en una prueba lógica
absoluta, procedimiento que le era tan querido. Sin embargo, hay uno, entre
estos últimos, tan extraordinario por sus detalles y tan sorprendente por sus
resultados, que me siento tentado a dar un relato parcial del mismo, no
obstante el hecho de que existen en relación con él determinados puntos que no
fueron, ni lo serán jamás, puestos en claro.
El
año 87 nos proporciona una larga serie de casos de mayor o menor interés y de
los que conservo constancia. Entre los encabezamientos de los casos de estos
doce meses me encuentro con un relato de la aventura de la habitación Paradol,
de la Sociedad
de Mendigos Aficionados, que se hallaba instalada en calidad de club lujoso en
la bóveda inferior de un guardamuebles; con el de los hechos relacionados con
la pérdida del velero británico Sophy
Anderson; con el de las extrañas aventuras de los Grice Patersons, en la
isla de Ufa, y, finalmente, con el del envenenamiento ocurrido en Camberwell.
Se recordará que en este último caso consiguió Sherlock Holmes demostrar que el
muerto había dado cuerda a su reloj dos horas antes, y que, por consiguiente,
se había acostado durante ese tiempo..., deducción que tuvo la mayor
importancia en el esclarecimiento del caso. Quizá trace yo, más adelante, los
bocetos de todos estos sucesos, pero ninguno de ellos presenta características
tan sorprendentes como las del extraño cortejo de circunstancias para cuya
descripción he tomado la pluma.
Nos
encontrábamos en los últimos días de septiembre y las tormentas equinocciales
se habían echado encima con violencia excepcional. El viento había bramado
durante todo el día, y la lluvia había azotado las ventanas, de manera que,
incluso aquí, en el corazón del inmenso Londres, obra de la mano del hombre,
nos veíamos forzados a elevar, de momento, nuestros pensamientos desde la
diaria rutina de la vida, y a reconocer la presencia de las grandes fuerzas
elementales que ladran al género humano por entre los barrotes de su
civilización, igual que fieras indómitas dentro de una jaula. A medida que iba
entrando la noche, la tormenta fue haciéndose más y más estrepitosa, y el
viento lloraba y sollozaba dentro de la chimenea igual que un niño. Sherlock
Holmes, a un lado del hogar, sentado melancólicamente en un sillón, combinaba
los índices de sus registros de crímenes, mientras que yo, en el otro lado,
estaba absorto en la lectura de uno de los bellos relatos marineros de Clark
Rusell. Hubo un momento en que el bramar de la tempestad del exterior pareció
fundirse con el texto, y el chapoteo de la lluvia se alargó hasta dar la
impresión del prolongado espumajeo de las olas del mar. Mi esposa había ido de
visita a la casa de una tía suya, y yo me hospedaba por unos días, y una vez
más, en mis antiguas habitaciones de Baker Street.
—¿Qué
es eso?—dije, alzando la vista hacia mi compañero—. Fue la campanilla de la
puerta, ¿verdad? ¿Quién puede venir aquí esta noche? Algún amigo suyo, quizá.
—Fuera
de usted, yo no tengo ninguno —me contestó—. Y no animo a nadie a visitarme.
—¿Será
entonces un cliente?
—Entonces
se tratará de un asunto grave. Nada podría, de otro modo, obligar a venir aquí
a una persona con semejante día y a semejante hora. Pero creo que es más
probable que se trate de alguna vieja amiga de nuestra patrona.
Se
equivocó, sin embargo, Sherlock Holmes en su conjetura, porque se oyeron pasos
en el corredor, y alguien golpeó en la puerta. Mi compañero extendió su largo
brazo para desviar de sí la lámpara y enderezar su luz hacia la silla
desocupada en la que tendría que sentarse cualquiera otra persona que viniese.
Luego dijo:
—¡
Adelante!
El
hombre que entró era joven, de unos veintidós años, a juzgar por su apariencia
exterior; bien acicalado y elegantemente vestido, con un no sé qué de refinado
y fino en su porte. El paraguas, que era un arroyo, y que sostenía en la mano,
y su largo impermeable brillante, delataban la furia del temporal que había
tenido que aguantar en su camino. Enfocado por el resplandor de la lámpara,
miró ansiosamente a su alrededor, y yo pude fijarme en que su cara estaba
pálida y sus ojos cargados, como los de una persona a quien abruma alguna gran
inquietud.
—Debo
a ustedes una disculpa —dijo, subiéndose hasta el arranque de la nariz las
gafas doradas, a presión—. Espero que mi visita no sea un entretenimiento. Me
temo que haya traído hasta el interior de su abrigada habitación algunos rastros
de la tormenta.
—Deme
su impermeable y su paraguas —dijo Holmes—. Pueden permanecer colgados de la
percha, y así quedará usted libre de humedad por el momento. Veo que ha venido
usted desde el Sudoeste.
—Sí,
de Horsham.
—Esa
mezcla de arcilla y de greda que veo en las punteras de su calzarlo es
completamente característica.
—Vine
en busca de consejo.
—Eso
se consigue fácil.
—Y de
ayuda.
—Eso
ya no es siempre tan fácil.
—He
oído hablar de usted, señor Holmes. Le oí contar al comandante Prendergast cómo
le salvó usted en el escándalo de Tankerville Club.
—Sí,
es cierto. Se le acusó injustamente de hacer trampas en el juego.
—Aseguró
que usted se dio maña para poner todo en claro.
—Eso
fue decir demasiado.
—Que
a usted no lo vencen nunca.
—Lo
he sido en cuatro ocasiones: tres veces por hombres, y una por cierta dama.
—Pero
¿qué es eso comparado con el número de sus éxitos?
—Es
cierto que, por lo general, he salido airoso.
—Entonces,
puede salirlo también en el caso mío.
—Le
suplico que acerque su silla al fuego, y haga el favor de darme algunos
detalles del mismo.
—No
se trata de un caso corriente.
—Ninguno
de los que a mí llegan lo son. Vengo a ser una especie de alto tribunal de
apelación.
—Yo
me pregunto, a pesar de todo, señor, si en el transcurso de su profesión ha
escuchado jamás el relato de una serie de acontecimientos más misteriosos e
inexplicables que los que han ocurrido en mi propia familia.
—Lo
que usted dice me llena de interés —le dijo Holmes—. Por favor, explíquenos
desde el principio los hechos fundamentales, y yo podré luego interrogarle
sobre los detalles que a mí me parezcan de la máxima importancia.
El
joven acercó la silla, y adelantó sus pies húmedos hacia la hoguera.
—Me
llamo John Openshaw —dijo—, pero, por lo que a mí me parece, creo que mis
propias actividades tienen poco que ver con este asunto espantoso. Se trata de
una cuestión hereditaria, de modo que, para darles una idea de los hechos, no
tengo más remedio que remontarme hasta el comienzo del asunto. Deben ustedes
saber que mi abuelo tenía dos hijos: mi tío Elías y mi padre José. Mi padre
poseía, en Coventry, una pequeña fábrica, que amplió al inventarse las
bicicletas. Poseía la patente de la llanta irrompible Openshaw, y alcanzó tal
éxito en su negocio, que consiguió venderlo y retirarse con un relativo
bienestar. Mi tío Elías emigró a América siendo todavía joven, y se estableció
de plantador en Florida, de donde llegaron noticias de que había prosperado
mucho. En los comienzos de la guerra peleó en el ejército de Jackson, y más
adelante en el de Hood, ascendiendo en éste hasta el grado de coronel. Cuando
Lee se rindió, volvió mi tío a su plantación, en la que permaneció por espacio
de tres o cuatro años. Hacia el mil ochocientos sesenta y nueve o mil
ochocientos setenta, regresó a Europa y compró una pequeña finca en Sussex,
cerca de Horsham. Había hecho una fortuna muy considerable, y si abandonó
Norteamérica fue movido de su antipatía a los negros, y de su desagrado por la
política del partido republicano de concederles la liberación de la esclavitud.
Era un hombre extraño, arrebatado y violento, muy mal hablado cuando le
dominaba la ira, y por demás retraído. Dudo de que pusiese ni una sola vez los
pies en Londres durante los años que vivió en Horsham. Poseía alrededor de su
casa un jardín y tres o cuatro campos de deportes, y en ellos se ejercitaba,
aunque con mucha frecuencia no salía de la habitación durante semanas enteras.
Bebía muchísimo aguardiente, fumaba por demás, pero no quería tratos sociales,
ni amigos, ni aun siquiera que le visitase su hermano. Contra mí no tenía nada,
mejor dicho, se encaprichó conmigo, porque cuando me conoció era yo un
jovencito de doce años, más o menos. Esto debió de ocurrir hacia el año mil
ochocientos setenta y ocho, cuando llevaba ya ocho o nueve años en Inglaterra.
Pidió a mi padre que me dejase vivir con él, y se mostró muy cariñoso conmigo,
a su manera. Cuando estaba sereno, gustaba de jugar conmigo al chaquete y a las
damas, y me hacía portavoz suyo junto a la servidumbre y con los proveedores,
de modo que para cuando tuve dieciséis años era yo el verdadero señor de la
casa.
Yo
guardaba las llaves y podía ir a donde bien me pareciese y hacer lo que me
diese la gana, con tal que no le molestase cuando él estaba en sus habitaciones
reservadas. Una excepción me hizo, sin embargo; había entre los áticos una
habitación independiente, un camaranchón que estaba siempre cerrado con llave,
y al que no permitía que entrásemos ni yo ni nadie. Llevado de mi curiosidad de
muchacho, miré más de una vez por el ojo de la cerradura, sin que llegase a
descubrir dentro sino lo corriente en tales habitaciones, es decir, una
cantidad de viejos baúles y bultos. Cierto día, en el mes de marzo de mil
ochocientos ochenta y tres, había encima de la mesa, delante del coronel, una
carta cuyo sello era extranjero. No era cosa corriente que el coronel recibiese
cartas, porque todas sus facturas se pagaban en dinero contante, y no tenía
ninguna clase de amigos. Al coger la carta, dijo: «¡Es de la India! ¡Trae la estampilla
de Pondicherry! ¿Qué podrá ser?».
Al
abrirla precipitadamente saltaron del sobre cinco pequeñas y resecas semillas
de naranja, que tintinearon en su plato. Yo rompí a reír, pero, al ver la cara
de mi tío, se cortó la risa en mis labios. Le colgaba la mandíbula, se le
saltaban los ojos, se le había vuelto la piel del color de la masilla, y miraba
fijamente el sobre que sostenía aún en aun manos temblorosas. Dejó escapar un
chillido, y exclamó luego: «K. K. K. ¡ Dios santo, Dios santo, mis pecados me han
dado alcance!». «¿Qué significa eso, tío?», exclamé. «Muerte», me dijo, y
levantándose de la mesa, se retiró a su habitación, dejándome estremecido de
horror. Eché mano al sobre, y vi garrapateada en tinta roja, sobre la patilla
interior, encima mismo del engomado, la letra K, repetida tres veces. No había
nada más, fuera de las cinco semillas resecas. ¿Qué motivo podía existir para
espanto tan excesivo? Me alejé de la mesa del desayuno y, cuando yo subía por
las escaleras, me tropecé con mi tío, que bajaba por ellas, trayendo en una
mano una vieja llave roñosa, y en la otra, una caja pequeña de bronce, por el
estilo de las de guardar el dinero. «Que hagan lo que les dé la gana, pero yo
los tendré en jaque una vez más. Dile a Mary que necesito que encienda hoy
fuego en mi habitación, y envía a buscar a Fordham, el abogado de Horsham.»
Hice lo que se me ordenaba y, cuando llegó el abogado, me pidieron que subiese
a la habitación. Ardía vivamente el fuego, y en la rejilla del hogar se
amontonaba una gran masa de cenizas negras y sueltas, como de papel quemado, en
tanto que la caja de bronce estaba muy cerca y con la tapa abierta. Al mirar yo
la caja, descubrí, sobresaltado, en la tapa la triple K, que había leído
aquella mañana en el sobre.
«John
—me dijo mi tío—, deseo que firmes como testigo mi testamento. Dejo la finca,
con todas sus ventajas e inconvenientes, a mi hermano, es decir, a tu padre, de
quien, sin duda, vendrá a parar a ti. Si conseguís disfrutarla en paz, santo y
bueno. Si no lo conseguís, seguid mi consejo, muchacho, y abandonadla a vuestro
peor enemigo. Lamento dejaros un arma así, de dos filos, pero no sé qué giro
tomarán las cosas. Ten la bondad de firmar este documento en el sitio que te
indicar, el señor Fordham.»
Firmé
el documento dónde se me indicó, y el abogado se lo llevó con él. Como ustedes
se imaginarán, aquel extraño incidente me produjo la más profunda impresión: lo
sopesé en mi mente, y le di vueltas desde todos los puntos de vista, sin
conseguir encontrarle explicación. Pero no conseguí librarme de un vago
sentimiento de angustia que dejó en mí, aunque esa sensación fue embotándose a
medida que pasaban semanas sin que ocurriese nada que túrbase la rutina diaria
de nuestras vidas. Sin embargo, pude notar un cambio en mi tío. Bebía más que
nunca, y se mostraba todavía menos inclinado al trato con nadie. Pasaba la
mayor parte del tiempo metido en su habitación, con la llave echada por dentro,
pero a veces salía como poseído de un furor de borracho, se lanzaba fuera de la
casa, y se paseaba por el jardín impetuosamente, esgrimiendo en la mano un
revólver y diciendo a gritos que a él no le asustaba nadie y que él no se
dejaba enjaular, como oveja en el redil, ni por hombres ni por diablos. Pero
una vez que se le pasaban aquellos arrebatos, corría de una manera alborotada a
meterse dentro, y cerraba con llave y atrancaba la puerta, como quien ya no
puede seguir haciendo frente al espanto que se esconde en el fondo mismo de su
alma. En tales momentos, y aun en tiempo frío, he visto yo relucir su cara de
humedad, como si acabase de sacarla del interior de la jofaina. Para terminar,
señor Holmes, y no abusar de su paciencia, llegó una noche en que hizo una de
aquellas salidas suyas de borracho, de la que no regresó. Cuando salimos a
buscarlo, nos lo encontramos boca abajo, dentro de una pequeña charca
recubierta de espuma verdosa que había al extremo del jardín. No presentaba
señal alguna de violencia, y la profundidad del agua era sólo de dos pies, y
por eso el Jurado, teniendo en cuenta sus conocidas excentricidades, dictó
veredicto de suicidio. Pero a mí, que sabía de qué modo retrocedía ante el solo
pensamiento de la muerte, me costó mucho trabajo convencerme de que se había
salido de su camino para ir a buscarla. Sin embargo, la cosa pasó, entrando mi
padre en posesión de la finca y de unas catorce mil libras que mi tío tenía a
su favor en un Banco.
—Un
momento—le interrumpió Holmes—. Preveo ya que su relato es uno de los más
notables que he tenido ocasión de oír jamás. Hágame el favor de decirme la
fecha en que su tío recibió la carta y la de su supuesto suicidio.
—La
carta llegó el día diez de marzo de mil ochocientos ochenta y tres. Su muerte
tuvo lugar siete semanas más tarde, en la noche del día dos de mayo.
—Gracias.
Puede usted seguir.
—Cuando
mi padre se hizo cargo de la finca de Horsham, llevó a cabo, a petición mía, un
registro cuidadoso del ático que había permanecido siempre cerrado. Encontramos
allí la caja de bronce, aunque sus documentos habían sido destruidos. En la
parte interior de la tapa había una etiqueta de papel, en la que estaban
repetidas las iniciales, y debajo de éstas, la siguiente inscripción: «Cartas,
memoranda, recibos y registro.» Supusimos que esto indicaba la naturaleza de
los documentos que había destruido el coronel Openshaw. Fuera de esto, no había
en el ático nada de importancia, aparte de gran cantidad de papeles y cuadernos
desparramados que se referían a la vida de mi tío en Norteamérica. Algunos de
ellos pertenecían a la época de la guerra, y demostraban que él había cumplido
bien con su deber, teniendo fama de ser un soldado valeroso. Otros llevaban la
fecha de los tiempos de la reconstrucción de los estados del Sur, y se referían
a cosas de política, siendo evidente que mi tío había tomado parte destacada en
la oposición contra los que en el Sur se llamaron políticos hambrones, que habían sido enviados
desde el Norte. Mi padre vino a vivir en Horsham a principios del ochenta y
cuatro, y todo marchó de la mejor manera que podía desearse hasta el mes de enero
del ochenta y cinco. Estando mi padre y yo sentados en la mesa del desayuno el
cuarto día después del de Año Nuevo, oí de pronto que mi padre daba un agudo
grito de sorpresa. Y lo vi sentado, con un sobre recién abierto en una mano y
cinco semillas secas de naranja en la palma abierta de la otra. Se había reído
siempre de lo que calificaba de fantástico relato mío acerca del coronel, pero
ahora veía con gran desconcierto y recelo que él se encontraba ante un hecho
igual. «¿Qué diablos puede querer decir esto, John?», tartamudeó. A mí se me
había vuelto de plomo el corazón, y dije: «Es el K. K. K.» Mi padre miró en el
interior del sobre y exclamó: «En efecto, aquí están las mismas letras. Pero
¿qué es lo que hay escrito encima de ellas?» Yo leí, mirando por encima de su
hombro: «Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol<» «¿Qué
documentos y qué reloj de sol?», preguntó él. «El reloj de sol está en el
jardín. No hay otro —dije yo—. Pero los documentos deben de ser los que fueron
destruidos», «¡Puf! —dijo él, aferrándose a su valor—. Vivimos aquí en un país
civilizado en el que no caben esta clase de idioteces. ¿De dónde procede la
carta?» «De Dundee», contesté, examinando la estampilla de Correos. «Algún
bromazo absurdo —dijo mi padre—. ¿Qué me vienen a mí con relojes de sol y con
documentos? No haré caso alguno de semejante absurdo.» «Yo, desde luego, me
pondría en comunicación con la
Policía», le dije. «Para que encima se me riesen. No haré
nada de eso.» «Autoríceme entonces a que lo haga yo.» «De ninguna manera. Te lo
prohíbo. No quiero que se arme un jaleo por semejante tontería.» De nadó valió
el que yo discutiese con él, porque mi padre era hombre por demás terco. Sin
embargo, viví esos días con el corazón lleno de presagios ominosos.
El
tercer día, después de recibir la carta, marchó mi padre a visitar a un viejo
amigo suyo, el comandante Freebody, que está al mando de uno de los fuertes que
hay en los altos de Portsdown Hill. Me alegré de que se hubiese marchado, pues
me parecía que hallándose fuera de casa estaba más alejado del peligro. En eso
me equivoqué, sin embargo. Al segundo día de su ausencia recibí un telegrama
del comandante en el que me suplicaba que acudiese allí inmediatamente. Mi
padre había caído por la boca de uno de los profundos pozos de cal que abundan
en aquellos alrededores, y yacía sin sentido, con el cráneo fracturado. Me
trasladé hasta allí a toda prisa, pero mi padre murió sin haber recobrado el
conocimiento. Según parece, regresaba, ya entre dos luces, desde Fareham, y
como desconocía el terreno y la boca del pozo estaba sin cercar, el Jurado no
titubeó en dar su veredicto de muerte
producida por causa accidental. Por mucho cuidado que yo puse en examinar
todos los hechos relacionados con su muerte, nada pude descubrir que sugiriese
la idea de asesinato. No mostraba señales de violencia, ni había huellas de
pies, ni robo, ni constancia de que se hubiese observado por las carreteras la
presencia de extranjeros. No necesito, sin embargo, decir a ustedes que yo estaba
muy lejos de tenerlas todas conmigo, y que casi estaba seguro de que se había
tramado a su alrededor algún complot siniestro. De esa manera tortuosa fue como
entré en posesión de mi herencia. Ustedes me preguntarán por qué no me
desembaracé de la misma. Les contestaré que no lo hice porque estaba convencido
de que nuestras dificultades se derivaban, de una manera u otra, de algún
incidente de la vida de mi tío, y que el peligro sería para mí tan apremiante
en una casa como en otra. Mi pobre padre halló su fin durante el mes de enero
del año ochenta y cinco, y desde entonces han transcurrido dos años y ocho
meses. Durante todo ese tiempo yo he vivido feliz en Horsham, y ya empezaba a
tener la esperanza de que aquella maldición se había alejado de la familia, y
que había acabado en la generación anterior. Sin embargo, me apresuré demasiado
a tranquilizarme; ayer por la mañana cayó el golpe exactamente en la misma
forma que había caído sobre mi padre.
El
joven sacó del chaleco un sobre arrugado, y volviéndolo boca abajo encima de la
mesa, hizo saltar del mismo cinco pequeñas semillas secas de naranja.
—He
aquí el sobre —prosiguió—. El estampillado es de Londres, sector del Este. En
el interior están las mismas palabras que traía el sobre de mi padre: «K. K. K.»,
y las de «Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol».
—¿Qué
ha hecho usted?—preguntó Holmes.
—Nada.
—¿Nada?
—A
decir verdad —y hundió el rostro dentro de sus manos delgadas y blancas— me
sentí perdido. Algo así como un pobre conejo cuando la serpiente avanza
retorciéndose hacia él. Me parece que estoy entre las garras de una catástrofe
inexorable e irresistible, de la que ninguna previsión o precaución puede
guardarme.
—¡Vaya,
vaya! —exclamó Sherlock Holmes—. Es preciso que usted actúe, hombre, o está
usted perdido. Únicamente su energía le puede salvar. No son momentos éstos de
entregarse a la desesperación.
—He
visitado a la Policía.
—¿y
qué?
—Pues
escucharon mi relato con una sonrisa. Estoy seguro de que el inspector ha
llegado a la conclusión de que las cartas han sido otros tantos bromazos, y que
las muertes de mis parientes se deben a simples accidentes, según dictaminó el
Jurado, y no debían ser relacionadas con las cartas de advertencia.
Holmes
agitó violentamente sus puños cerrados en el aire, y exclamó
—¡Qué
inaudita imbecilidad!
—Sin
embargo, me han otorgado la protección de un guardia, al que han autorizado
para que permanezca en la casa.
Otra
vez Holmes agitó furioso los cuños en el aire, y dijo:
—¿Cómo
ha sido el venir usted a verme? Y sobre todo, ¿cómo ha sido el no venir
inmediatamente?
—Nada
sabía de usted. Ha sido hoy cuando hablé al comandante Prendergast sobre el
apuro en que me hallo, y él me aconsejó que viniese a verle a usted.
—En
realidad han transcurrido ya dos días desde que recibió la carta. Deberíamos
haber entrado en acción antes de ahora. Me imagino que no poseerá usted ningún
otro dato fuera de los que nos ha expuesto, ni ningún detalle sugeridor que
pudiera servirnos de ayuda.
—Sí,
tengo una cosa más —dijo John Openshaw. Registró en el bolsillo de su chaqueta,
y, sacando un pedazo de papel azul descolorido, lo extendió encima de la mesa,
agregando—: Conservo un vago recuerdo de que los estrechos márgenes que
quedaron sin quemar entre las cenizas el día en que mi tío echó los documentos
al fuego eran de éste mismo color. Encontré esta hoja única en el suelo de su
habitación, y me inclino a creer que pudiera tratarse de uno de los documentos,
que quizá se le voló de entre los otros, salvándose de ese modo de la
destrucción. No creo que nos ayude mucho, fuera de que en él se habla también
de las semillas. Mi opinión es que se trata de una página que pertenece a un
diario secreto. La letra es indiscutiblemente de mi tío.
Holmes
cambió de sitio la lámpara, y él y yo nos inclinamos sobre la hoja de papel,
cuyo borde irregular demostraba que había sido, en efecto, arrancada de un
libro. El encabezamiento decía
«Marzo,
1869», y debajo del mismo las siguientes enigmáticas noticias
«4.
Vino Hudson. El mismo programa de siempre.
»7.
Enviadas las semillas a McCauley, Paramore, y Swain, de St. Augustine.
»9.
McCauley se largó.
»10.
John Swain se largó.
»12.
Visitado Paramore. Todo bien.»
—Gracias—dijo
Holmes, doblando el documento y devolviéndoselo a nuestro visitante—. Y ahora,
no pierda por nada del mundo un solo instante. No disponemos de tiempo ni
siquiera para discutir lo que me ha relatado. Es preciso que vuelva usted a
casa ahora, mismo, y que actúe.
—¿Y
qué tengo que hacer?
—Sólo
se puede hacer una cosa, y es preciso hacerla en el acto. Ponga usted esa hoja
de papel dentro de la caja de metal que nos ha descrito. Meta asimismo una
carta en la que les dirá, que todos los demás papeles fueron quemados por su
tío, siendo éste el único que queda. Debe usted expresarlo en una forma que
convenga. Después de hecho eso, colocará la caja encima del reloj de sol, de
acuerdo con las indicaciones. ¿Me comprende?
—Perfectamente.
—No
piense por ahora en venganzas ni en nada por ese estilo. Creo que eso lo
lograremos por el intermedio de la ley; pero tenemos que tejer aún nuestra tela
de araña, mientras que la de ellos está ya tejida. Lo primero en que hay que
pensar es en apartar el peligro apremiante que le amenaza. Lo segundo
consistirá en aclarar el misterio y castigar a los criminales.
—Le
doy a usted las gracias —dijo el joven, levantándose y echándose encima el
impermeable. Me ha dado usted nueva vida y esperanza. Seguiré, desde luego, su
consejo.
—No
pierda un solo instante. Y, sobre todo, cuídese bien entre tanto, porque yo no creo
que pueda existir la menor duda de que está usted amenazado por un peligro muy
real e inminente. ¿Cómo va a hacer el camino de regreso?
—Por
tren, desde la estación Waterloo.
—Aún
no son las nueve. Las calles estarán concurridas, y por eso confío en que no
corre usted peligro. Pero, a pesar de todo, por muy en guardia que esté usted,
nunca lo estará bastante.
—Voy
armado.
—Bien
está. Mañana me pondré yo a trabajar en su asunto.
—¿Le
veré, pues, en Horsham?
—No,
porque su secreto se oculta en Londres, y en Londres será donde yo lo busque.
—Entonces.
yo vendré a visitarle a usted dentro de un par de días, y le traeré noticias de
lo que me haya ocurrido con los papeles y la caja. Lo consultaré en todo.
Nos
estrechó las manos y se retiró. El viento seguía bramando fuera, y la lluvia
tamborileaba y salpicaba las ventanas. Aquel relato tan desatinado y extraño
parecía habernos llegado de entre los elementos desencadenados, como si la
tempestad lo hubiese arrojado sobre nosotros igual que un tallo de alga marina,
y que esos mismos elementos se lo hubiesen tragado luego otra vez.
Sherlock
Holmes permaneció algún tiempo en silencio, con la cabeza inclinada y los ojos
fijos en el rojo resplandor del fuego. Luego encendió su pipa, se recostó en el
respaldo de su asiento, y se quedó contemplando los anillos de humo azul que se
perseguían los unos a los otros en su ascenso hacia el techo.
—Creo
Watson —dijo, por fin, como comentario—, que no hemos tenido entre todos
nuestros casos ninguno más fantástico que éste.
—Con
excepción, quizá, del Signo de los
Cuatro.
—Bien,
sí. Con excepción, quizá, de ése. Sin embargo, creo que este John Openshaw se
mueve entre peligros todavía mayores que los que rodeaban a los Sholtos.
—Pero
¿no ha formado usted ninguna hipótesis concreta sobre la naturaleza de estos
peligro?
—Sobre
su naturaleza no caben ya hipótesis —me contestó.
—¿Cuál
es, pues? ¿Quién es este K. K. K., y por
qué razón persigue a esta desdichada familia?
Sherlock
Holmes cerró los ojos, y apoyó los codos en los brazos del sillón, juntando las
yemas de los dedos de las manos.
—Al
razonador ideal —comentó—debería bastarle un solo hecho, cuando lo ha visto en
todas sus implicaciones, para deducir del mismo no sólo la cadena de sucesos
que han conducido hasta él, sino también los resultados que habían de seguirse.
De la misma manera que Cuvier sabía hacer la descripción completa de un animal
con el examen de un solo hueso, de igual manera el observador que ha sabido
comprender por completo uno de los eslabones de toda una serie de incidentes,
debe saber explicar con exactitud todos los demás, los anteriores y los
posteriores. No nos hacemos todavía una idea de los resultados que es capaz de
conseguir la razón por sí sola. Podríamos resolver mediante el estudio ciertos
problemas cuya solución ha desconcertado por completo a quienes la buscaron por
medio de los sentidos. Sin embargo, para alcanzar en este arte la cúspide,
necesitaría el razonador saber manejar todos los hechos que han llegado a
conocimiento suyo. Esto implica, como fácilmente comprenderá usted, la posesión
de todos los conocimientos a que muy pocos llegan, incluso en estos tiempos de
libertad educativa y de enciclopedias. Sin embargo, lo que no resulta imposible
es el que un hombre llegue a poseer todos los conocimientos que le han de ser
probablemente útiles en su labor, esto es lo que yo me he esforzado por hacer
en el caso mío. Usted, si mal no recuerdo, concretó, en los primeros días de
nuestra amistad, los límites precisos de esos conocimientos míos.
—Sí
—le contesté, echándome a reír—. Hice un documento curioso. En filosofía,
astronomía y política le puse a usted cero, lo recuerdo. En botánica,
irregular; en geología, profundo en lo que toca a manchas de barro cogidas en
una zona de cincuenta millas alrededor de Londres; en química, excéntrico; en
anatomía, asistemático; en literatura, sensacionalista, y en historia de
crímenes, único; y además, violinista, boxeador, esgrimista, abogado y
autoenvenenador por medio de la cocaína y del tabaco. Esos eran, si mal no recuerdo,
los puntos más notables de mi análisis.
Holmes
se sonrió al escuchar la última calificación, y dijo
—Digo
ahora, como dije entonces, que toda persona debería tener en el ático de su
cerebro el surtido de mobiliario que es probable que necesite, y que todo lo
demás puede guardarlo en el desván de su biblioteca, donde puede echarle mano
cuando tenga precisión de algo. Ahora bien: al enfrentarnos con un problema
como el que nos ha sido sometido esta noche, necesitamos dominar todos nuestros
recursos. Tenga usted la bondad de alcanzarme la letra K de esta enciclopedia norteamericana que hay en ese estante que
tiene a su lado. Gracias. Estudiemos ahora la situación y veamos lo que de la
misma puede deducirse. Empezaremos con la firme presunción de que el coronel
Openshaw tuvo algún motivo importante para abandonar Norteamérica. Los hombres,
a su edad, no cambian todas, sus costumbres, ni cambian por gusto suyo el clima
encantador de Florida por la vida solitaria en una ciudad inglesa de
provincias. El extraordinario apego a la soledad que demostró en Inglaterra
sugiere la idea de que sentía miedo de alguien o de algo; de modo, pues, que
podemos aceptar como hipótesis de trabajo la de que fue el miedo lo que le
empujó fuera de Norteamérica. En cuanto a lo que él temía, sólo podemos
deducirlo por el estudio de las tremendas cartas que él y sus herederos
recibieron. ¿Se fijó usted en las estampillas que señalaban el punto de
procedencia?
—La
primera traía el de Pondicherry; la segunda, el de Dundee, y la tercera, el de
Londres.
—La
del este de Londres. ¿Qué saca usted en consecuencia de todo ello?
—Pues
que se trata de puertos de mar, es decir, que el que escribió las cartas se
hallaba a bordo de un barco.
—Muy
bien. Ya tenemos, pues, una pista. No puede caber duda de que, según toda
probabilidad, una fuerte probabilidad, el remitente se encontraba a bordo de un
barco. Pasemos ahora a otro punto. En el caso de la carta de Pondicherry
transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su cumplimiento, en el de Dundee
fueron sólo tres o cuatro días. ¿Nada le indica eso?
—Que
la distancia sobre la que había de viajar era mayor.
—Pero
también la carta venía desde una distancia mayor.
—Pues
entonces, ya no le veo la importancia a ese detalle.
—Existe,
por lo menos, una probabilidad de que la embarcación a bordo de la cual está
nuestro hombre, o nuestros hombres, es de vela. Parece como si hubiesen enviado
siempre su extraño aviso, o prenda, cuando iban a salir para realizar su
cometido. Fíjese en el poco tiempo que medió entre el hecho y la advertencia
cuando ésta vino de Dundee. Si ellos hubiesen venido desde Pondicherry en un
barco de vapor habrían llegado casi al mismo tiempo que su carta. Y la realidad
es que transcurrieron siete semanas. Yo creo que esas siete semanas representan
la diferencia entre el tiempo invertido por el vapor que trajo la carta y el
barco de vela que trajo a quien la escribió.
—Es
posible.
—Más
que posible. Probable. Comprenderá usted ahora la urgencia mortal que existe en
este caso, y por qué insistí con el joven Openshaw en que estuviese alerta. El
golpe ha sido dado siempre al cumplirse el plazo de tiempo imprescindible para
que los que envían la carta salven la distancia que hay desde el punto en que
la envían. Pero como esta de ahora procede de Londres, no podemos contar con
retraso alguno.
—¡Santo
Dios! —exclamé—. ¿Qué puede querer significar esta implacable persecución?
—Los
documentos que Openshaw se llevó son evidentemente de importancia vital para
la. persona o personas que viajan en el velero. Yo creo que no hay lugar a duda
que éstas son más de una. Un hombre aislado no habría sido capaz de realizar
dos asesinatos de manera que engañase al Jurado de un juez de instrucción.
Debieron de intervenir varias personas en los mismos, y, fueron hombres de
inventiva y de resolución. Se proponen conseguir los documentos, sea quien sea
el que los tiene en su poder. Y ahí tiene usted cómo K. K. K. dejan de ser las
iniciales de un individuo y se convierten en el distintivo de una sociedad.
—Pero
¿de qué sociedad?
Sherlock
Holmes echó el busto hacia adelante, y dijo bajando la voz
—¿No
ha oído usted hablar nunca del Ku Klux Klan? ,
—Jamás.
Holmes
fue pasando las hojas del volumen que tenía sobre sus rodillas, y dijo de
pronto: .
—Aquí
está: «Ku Klux Klan. Nombre
que sugiere una fantástica semejanza con el ruido que se produce al levantar el
gatillo de un rifle. Esta terrible sociedad secreta fue formada después de la
guerra civil en los estados del Sur por algunos ex combatientes de la Confederación, y se
formaron rápidamente filiales de la misma en diferentes partes del país,
especialmente en Tennessee, Luisiana, las dos Carolinas, Georgia y Florida. Se
empleaba su fuerza con fines políticos, en especial para aterrorizar a los
votantes negros y para asesinar u obligar a ausentarse del país a cuantos se
oponían a su programa. Sus agresiones eran precedidas, por lo general, de un
aviso enviado a la persona elegida, aviso que tomaba formas fantásticas, pero
sabidas; por ejemplo: un tallito de hojas de roble, en algunas zonas, o unas
semillas de melón o de naranja, en otras. Al recibir este aviso, la víctima
podía optar entre abjurar públicamente de sus normas anteriores o huir de la
región. Cuando se atrevía a desafiar la amenaza encontraba la muerte indefectiblemente,
y, por lo general, de manera extrañó e imprevista. Era tan perfecta la
organización de la sociedad y trabajaba ésta tan sistemáticamente, que apenas
se registra algún caso en que alguien la desafiase con impunidad, o en que
alguno de sus ataques dejase un rastro capaz de conducir al descubrimiento de
quienes lo perpetraron. La organización floreció por espacio de algunos años, a
pesar de los esfuerzos del Gobierno de los Estados Unidos y de las clases
mejores de la comunidad en el Sur. Pero en el año mil ochocientos sesenta y
nueve, ese movimiento sufrió un súbito colapso, aunque haya habido en fechas
posteriores algunos estallidos esporádicos de la misma clase.»
—Fíjese
—dijo Holmes, dejando el libro— en que el súbito hundimiento de la sociedad coincide
con la desaparición de Openshaw de Norteamérica, llevándose los documentos.
Pudiera muy bien tratarse de causa y efecto. No hay que asombrarse de que
algunos de los personajes más implacables se hayan lanzado sobre la pista de
aquél y de su familia. Ya comprenderá usted que el registro y el diario pueden
complicar a alguno de los hombres más destacados del Sur, y que es posible que
haya muchos que no duerman tranquilos durante la noche mientras no sean
recuperados.
—De
ese modo, la página que tuvimos a la vista...
—Es
tal y como podíamos esperarlo. Decía, si mal no recuerdo: «Se enviaron las
semillas a A, B y C»; es decir, se les envió la advertencia de la sociedad. Las
anotaciones siguientes nos dicen que A y B se largaron, es decir, que
abandonaron el país, y, por último, que se visitó a C, con consecuencias
siniestras para éste, según yo me temo. Creo, doctor, que podemos proyectar un
poco de luz sobre esta oscuridad, y creo también que, entre tanto, sólo hay una
probabilidad favorable al joven Openshaw, y es que haga lo que yo le aconsejé.
Nada más se puede decir ni hacer por esta noche, de modo que alcánceme mi
violín y procuremos olvidarnos durante media hora de este lastimoso tiempo y de
la conducta, más lastimosa aún, de nuestros semejantes los hombres.
A la
mañana siguiente había escampado, y el sol brillaba con amortiguada luminosidad
por entre el velo gris que envuelve a la gran ciudad. Cuando yo bajé, ya Holmes
se estaba desayunando.
—Discúlpeme
el que no le espere —me dijo—. Preveo que se me presenta un día atareadísimo en
la investigación de este caso del joven Openshaw.
—¿Qué
pasos va usted a dar? —le pregunté.
—Dependerá
muchísimo del resultado de mis primeras averiguaciones. Es posible que, en fin
de cuentas, me llegue hasta Horsham.
—¿No
va usted a empezar por ir allí?
—No,
empezaré por la City. Tire
de la campanilla, y la doncella le traerá el café.
Para
entretener la espera, cogí de encima de la mesa el periódico, que estaba aún
sin desdoblar, y le eché un vistazo. La mirada mía se detuvo en unos titulares
que me helaron el corazón.
—Holmes
—le dije con voz firme—, llegará usted demasiado tarde.
—¡Vaya!
—dijo él, dejando la taza que tenía en la mano—. Me lo estaba temiendo. ¿Cómo
ha sido?
Se
expresaba con tranquilidad, pero vi que la noticia le había conmovido
profundamente.
—Me
saltó a los ojos el apellido de Openshaw y el titular Tragedia cerca del puente de Waterloo.
He aquí el relato: «Entre las nueve y las diez de la pasada noche, el guardia
de Policía Cook, de la sección H, estando de servicio cerca del puente de
Waterloo, oyó un grito de alguien que pedía socorro, y el chapaleo de un cuerpo
que cae al agua. Pero como la noche era oscurísima y tormentosa, fue imposible
salvar a la víctima, no obstante acudir en su ayuda varios transeúntes. Dióse,
sin embargo, la alarma, y pudo ser rescatado el cadáver más tarde, con la
intervención de la Policía
fluvial. Resultó ser el de un joven, como se dedujo de un sobre que se le halló
en el bolsillo, que se llamaba John Openshaw, que tiene su casa en Horsham. Se
conjetura que debió de ir corriendo para alcanzar el tren último que sale de la
estación de Waterloo, y que, en su apresuramiento y por la gran oscuridad, se
salió de su camino y fue a caer al río por uno de los pequeños embarcaderos destinados
a los barcos fluviales. El cadáver no mostraba señales de violencia, y no cabe
duda alguna de que el muerto fue víctima de un accidente desgraciado, que
debería servir para llamar la atención de las autoridades acerca del estado en
que se encuentran las plataformas dé los embarcaderos de la orilla del río.»
Permanecimos
callados en nuestros sitios por espacio de algunos minutos. Nunca he visto a
Holmes más deprimido y conmovido que en esos momentos. Y dijo, por fin:
—Esto
hiere mi orgullo, Watson. Es un sentimiento mezquino, sin duda, pero hiere mi
orgullo. Este es ya un asunto mío personal y, si Dios me da salud, he de echar
mano a esta cuadrilla. ¡Pensar que vino a pedirme socorro y que yo lo envié a
la muerte!
Saltó
de su silla y se paseó por el cuarto poseído de una excitación incontrolable,
con las enjutas mejillas cubiertas de rubor, y abriendo y cerrando sus manos
largas y delgadas. Por último, exclamó
—Tiene
que tratarse de unos demonios astutos. ¿Cómo consiguieron desviarlo de su
camino y que fuese a caer al agua? Para ir directamente a la estación no tenía
que pasar por el Embankment. Aun en
una noche semejarte, estaba, sin duda, el puente demasiado concurrido para sus
propósitos. Ya veremos, Watson, quién gana a la larga. ¡Voy a salir!
—¿Va usted
a la Policía?
—No;
me constituiré yo mismo en policía. Cuando tenga tejida la red podrán arrestar
a esos hábiles pajarracos, pero no antes.
Mis
tareas profesionales me absorbieron durante todo el día, y era ya entrada la
noche cuando regresé a Baker Street; Sherlock Holmes no había vuelto aún. Eran
ya cerca de las diez cuando entró con aspecto pálido y agotado. Se acercó al
aparador, arrancó un trozo de la hogaza de pan y se puso a comerlo con
voracidad, ayudándolo a pasar con un gran trago de agua.
—Está
usted hambriento —dije yo.
—Muriéndome
de hambre. Se me olvidó comer. No probé bocado desde que me desayuné.
—¿Nada?
—Ni
una miga. No tuve tiempo de pensar en la comida.
—¿Tuvo
éxito?
—Sí.
—¿Alguna
pista?
—Los
tengo en el hueco de mi mano. No tardará mucho el joven Openshaw en verse
vengado. Escuche, Watson, vamos a marcarlos a ellos con su propia marca de
fábrica. ¡Es cosa bien pensada!
—¿Qué
quiere usted decir?
Holmes
cogió del aparador una naranja, y, después de partirla, la apretó, haciendo
caer las semillas encima de la mesa. Contó cinco y las metió en un sobre. En la
parte interna de la patilla escribió: «S.H. para J.C.» Luego lo lacró y puso la
dirección: «Capitán James Calhoun, barca Lone
Star. Savannah, Georgia.»
—Le
estará esperando cuando entre en el puerto —dijo, riéndose por lo bajo—. Quizá
le quite el sueño. Será un nuncio tan seguro de su destino como lo fue antes
para Openshaw:
—Y
¿quién es este capitán Calhoun?
—El
jefe de la cuadrilla. También atraparé a los demás, pero quiero que sea él el
primero.
—Y
¿cómo llegó usted a descubrirlo?
Sacó
del bolsillo una gran hola de papel, toda cubierta de fechas y de nombres, y
dijo
—Me
he pasado todo el día examinando los registros del Lloyd y las colecciones de
periódicos atrasados, siguiendo las andanzas de todos los barcos que tocaron en
el puerto de Pondicherry durante los meses de enero y febrero del año ochenta y
tres. Fueron treinta y seis embarcaciones de buen tonelaje las que figuraban en
esos seis meses. La llamada Lone Star atrajo inmediatamente mi atención
porque, aunque se señalaba a Londres como puerto de procedencia, se conoce con
ese nombre de Estrella Solitaria a uno de los estados de la Unión.
—Creo
que al de Tejas.
—Sobre
ese punto, ni estaba ni estoy seguro; pero yo sabía que el barco tenía que ser
de origen norteamericano.
—¿Y
luego?
—Repasé
las noticias de Dundee, y cuando descubrí que la barca Lone Star se
encontraba allí el mes de enero del ochenta y cinco, mis sospechas se
convirtieron en certeza. Luego hice investigaciones acerca de los barcos
actualmente en el puerto de Londres.
—Y
¿qué?
—El Lone Star
llegó al mismo la pasada semana. Bajé hasta el muelle Albert, y me encontré con
que había sido remolcada río abajo con la marea de esta mañana, y que lleva
viaje hacia su puerto de origen, en Savannah. Telegrafié a Gravesend,
enterándome de que había pasado por allí algún rato antes. Como el viento sopla
hacia el Este, estoy seguro de que se halla ahora más allá de los Goodwins, y
no muy lejos de la isla de Wight.
—Y
¿qué va a hacer usted ahora?
—¡Oh,
le he puesto ya la mano encima! El y los dos contramaestres son, según he
sabido, los únicos norteamericanos nativos que hay a bordo. Los demás son
finlandeses y alemanes. Me consta, asimismo, que los tres pasaron la noche en
tierra. Lo supe por el estibador que ha estado estibando su cargamento. Para
cuando su velero llegue a Savannah, el vapor correo habrá llevado esta carta, y
el cable habrá informado a la
Policía de dicho puerto de que la presencia de esos tres
caballeros es urgentemente necesaria aquí para responder de una acusación de
asesinato.
Sin
embargo, hasta el mejor dispuesto de los proyectos humanos tiene siembre una
rendija de escape, y los asesinos de John Openshaw no iban a recibir las
semillas de naranja que les habría demostrado que otra persona, tan astuta y
tan decidida como ellos mismos, les seguía la pista. Las tempestades
equinocciales de aquel año fueron muy persistentes y violentas. Esperamos
durante mucho tiempo noticias de Savannah del Lone Star, pero no nos
llegó ninguna. Finalmente, nos enteramos de que allá, en pleno Atlántico, había
sido visto flotando en el seno de una ola el destrozado codaste de una lancha y
que llevaba grabadas las letras L. S. Y eso es todo lo que podremos saber ya
acerca del final que tuvo el Lone Star.
No hay comentarios:
Publicar un comentario