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Introducción
“La ambigüedad se mantiene hasta el final de la aventura:
¿realidad o sueño? ¿verdad o ilusión?”
Tzvetan Todorov, Introducción a
la Literatura Fantástica, 2006.
Según dice una antigua y ubicua tradición, cuando el dolor, el sufrimiento, el miedo y la humillación se concentran en un lugar determinado y el imaginario local, así como sus crónicas y testimonios, pueden dar cuenta de todo ello, lo más probable es que esa comunidad lo termine convirtiendo y etiquetando como un “lugar encantado o embrujado”.
Así, pues, castillos, hospitales, abadías, mansiones, hoteles, cementerios y campos de batallas, adquieren un status diferente y el misterio se transforma en el componente más importante y definitorio del lugar.
Desde que nacemos historias de este tipo convocan nuestro interés e imaginación; y tal vez sea el miedo a la muerte y a lo desconocido lo que alimenta la atención y la atracción por esos temas. Antes, transmitidos de boca en boca en torno a un fogón o a una sobremesa comunitaria. Hoy, frente a la pantalla de una computadora conectada a Internet, reeditando la vieja práctica, pero en una situación de individualismo total y absoluto. Casi alienante.
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Claro que el temor por esos “sitios encantados” es inversamente proporcional a su tamaño. Cuanto más grandes, más raros. Cuanto más grandes, más miedo. Característica ésta que ha sido profusamente explotada por la literatura y después por el cine de horror. Aunque hoy en día, los cultores del misterio, que son legiones en el mundo de la televisión, parecen haber reorientado su atención a sitios más pequeños (departamentos, complejos habitacionales de un solo ambiente, incluso casas de familia de clase media y baja) en un intento por llevar ese horror tan buscado a todos los sectores sociales (y ya no tan sólo a la aristocracia, que parecía tener el monopolio, especialmente durante el período victoriano). Claro que todo esto fue en detrimento de su impacto dramático; o al menos en un mayor esfuerzo literario por implantar lo sobrenatural en espacios que, de por sí, no “meten miedo”.
Convengamos que un amplio salón amueblado con mesas, sillones, arañas, alfombras y modulares de madera oscura y contextura pesada son mucho más efectivos que la cocina o el lavadero de un monoambiente en el que cuelgan, secándose a la vista de todos, repasadores, camisetas y bombachas de los dueños de casa.
El escenario lo es todo. El contexto genera significado. Ningún “paisaje” es neutro por completo. Son el producto de nuestro propio imaginario. Una construcción cultural. Por eso, los sitios abandonados, en ruinas, aislados e inmensos, convocan a mayor cantidad de fantasmas; y todo esto se constituye en un fenómeno cuyos tópicos ya los encontramos delineados en el mundo antiguo, en donde griegos y romanos trazaron para occidente sus primeras y más perdurables líneas argumentales.
Los fantasmas son entidades muy conservadoras, además de poco viajeras. Suelen aferrarse a un lugar de manera permanente. Tan conservadores son que se niegan a reconocer los cambios que se operan en sus escenarios tradicionales, insistiendo atravesar puertas, ventanas y pasillos sellados (o ya inexistente).
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Una sociedad conservadora genera fantasmas conservadores, por más que el profesor Louis Vax les atribuya también un rol subversivo (que lo tienen) al momento de atentar contra el modelo epistemológico vigente que tiene de la sociedad.
Los fantasmas y las casas encantadas son los paladines de la lucha contra el racionalismo moderno y, tal vez, los primeros síntomas (lejanos y tímidos) de una posmodernidad, hoy extendida en casi todos los campos; y apoyada fundamentalmente en la irracionalidad y el rechazo a toda explicación materialista.
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En la tradición literaria y oral, las casas encantadas y sus fantasmas, son reacios al cambio y los traslados, como ya dijimos. Hay mansiones que arrastran fama de estar embrujadas desde hace por lo menos doscientos años. Otras, muchísimo más. Sus encantamientos (hoy “técnicamente” llamados “infestaciones” o “cristalización de energías psíquicas”) rechazan las mudanzas. Las empresas de fletes no los tienen por buenos clientes. Tanto es así que los “actuales chamanes de lo paranormal” consideran con otra denominación al fenómeno (poco habitual, dicen) de “personas encantadas”, que trasladan con ellas a las secretas entidades que las atormentan. En estos casos se habla depoltergeist. Estos sí serían fantasmas viajeros. Espíritus juguetones que se mueven de una casa a otra y que los “especialistas” tienden a asociar con la adolescencia y los cambios físicos y psíquicos que se producen en esa etapa de crecimiento humano. Pero convengamos algo: si esa explicación suele ser vista como una racionalización de un fenómeno extraño (psicoquinesis, ruidos, levitación, etc.) también deberíamos decir que esos hechos serían tan misteriosos como la existencia misma de los fantasmas. Que nos parezca más verosímil no significa que sea verdad. De hecho, no lo es. No hay ninguna prueba fehaciente que lo haya probado de manera concluyente y definitiva.
Entonces, ¿qué se esconde detrás de las “casas encantadas”? ¿Por qué una posición escéptica como la nuestra encuentra tan fascinante el tema? ¿Qué se observa en las tradiciones que refieren a esos inmuebles malditos? En otras palabras, ¿para qué sirven? ¿Qué revelan? ¿Qué son?¿Qué las caracteriza?
En las siguientes páginas trataremos de responder éstas y otras cuestiones.
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PARTE 1
ENCANTOS Y DESENCANTOS
“Los fantasmas y los monstruos son
fáciles de pintar porque nadie nunca los ha visto.”
Máxima de un antiguo cuento chino
Reservorios de historias inciertas y sucesos no del todo comprobados, las casas encantadas dejan siempre abiertas cuestiones fundamentales de su devenir histórico. En ellas nunca hay una sola versión de “los hechos”. Tienden a convertirse en escenarios confusos, imprecisos, mal definidos; incluso en los aspectos más básicos de sus historias (fechas, nombres, cantidad de residentes, actividades que allí se practicaban, causas de los acontecimientos dramáticos ocurrido, motivos del abandono, etc.). Son verdaderos universos multisémicos, cambiantes y susceptibles de múltiples interpretaciones, en las que cada investigador agrega o quita según sus gustos o carga dramática que pretenda darle al relato.
Pocas veces la razón se define claramente en este tipo de historias. Es complicado, cuando no imposible, negar o admitir algo rotundamente respecto de ellas; y son esas ideas inacabadas las que alimentan el punto de partida de aquello que se ha dado en llamar “superstición” (es decir, un exceso tremendo de credulidad).
Cual embriones de sucesos extraordinarios (tan perseguidos en una mundo que se ha ido desencantando con el tiempo), las casas encantadas personifican ese romanticismo residual (¿neo-romanticismo?) en que se apoyan las grandes creencias. Aún sin que existan las pruebas.
En ocasiones, historias apócrifas se convierten en materia prima de leyendas que tienen como fundamento sucesos tan falsos como una moneda de madera, originando rumores que terminan “encantando” mansiones y palacios que, de hecho, jamás lo estuvieron en el genuino imaginario del lugar. Pero a veces, esas mentiras, a fuerza de repetirse una y otra vez, se terminan instalando en el discurso de la gente y pasan a formar parte del acervo “histórico” del edificio. El aspecto del mismo (su estructura, estilo, monumentalidad, señorío) contribuye a que esos “dimes y diretes” se acoplen, naturalizándose, a la historia del lugar.
Por lo general, las construcciones poco convencionales atraen sucesos también poco convencionales. Y así, un palacio majestuoso, en medio de un barrio de clase media trabajadora, en pleno corazón de la ciudad de Buenos Aires, tal vez sea lo más exótico que los vecinos tengan a mano para fantasear.
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El Palacio Díaz Vélez, en Barracas, es un claro ejemplo de lo que sostenemos, y su fantástica historia combina, de un modo maravilloso, oligarquía clasista, dinero, muerte, mentiras y, por supuesto, hipotéticos fantasmas.
Detengámonos unos minutos en él.
Como todas las viejas mansiones de fines del siglo XIX, ésta, construida por un influyente terrateniente bonaerense, don Eustoquio (con “o”) Díaz Vélez (h), despertó muchas suspicacias y rumores, entre otros motivos a causa de la ingente cantidad de estatuas de leones que decoraban su gigantesco parque perimetral.
Dicen que el millonario, amante obsesivo por ese tipo de felinos grandes (después de un viaje a África, allá por 1905 o 1906), se hizo traer de Europa dos ejemplares semi-domesticados que instaló en una “leonera” (jaula) en los fondos de su palacio (razón por la cual la propiedad empezó a ser popularmente conocida como la “Casa de los Leones”).
Cuenta la leyenda que los animales estaban bajo el cuidado de un mulato portugués, que trabajó para la familia durante algunos años, y que se movían libremente por el parque de la casa, bajo la atenta mirada del lusitano.
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Los años pasaron. Los leones crecieron, igual que Manuela (otra tradición la nombra como Mathilde), la hija de don Eustoquio, quien alcanzando la mayoría de edad decidió comprometerse con un acaudalado joven de la leudante oligarquía porteña, un tal Juan Aristóbulo Pittamiglio.
Como manda el protocolo, la familia organizó una fastuosa fiesta en el palacio, a la que concurrieron miembros de la aristocracia vernácula y europea. La reunión se llevó a cabo en completa normalidad hasta que Nero, el león macho, se escapó misteriosamente de la jaula.
Aristóbulo quiso hacer méritos y, con una red, pretendió atrapar a la fiera. Pero no pudo. El león se abalanzó sobre él y lo mató.
La tragedia no pudo ser mayor. Poco tiempo después, la infortunada novia se enteró, por chismes de viejas, que su prometido mantenía amoríos con la cocinera de la mansión y que ésta, despechada por la noticia del compromiso, había liberado al león para arruinar la fiesta.
Al dolor se le sumó la humillación de los cotilleos, que corrieron como reguero de pólvora por toda la alta sociedad porteña. Eso fue demasiado y la joven niña decidió quitarse la vida.
Destrozado, don Eustoquio se deshizo de los animales. El macho (cuentan) fue muerto de un tiro en la cabeza proveído por su dueño, y enterrado en alguna parte del parque. La hembra, por su parte, regalada a un circo ambulante llamado Gran Circo Atlas.
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Pero la obsesión de Eustoquio por los felino no cesó y (dicen que dicen) mandó a construir estatuas de leones, que ubicó en toda la casa, en especial en aquellos lugares que habían sido escenario del drama. Morboso el muchacho, ¿no?
Años después, en 1927, tras su muerte, el palacio pasó a manos de la famosa Casa Cuna y luego, mucho más tarde, a la asociación VITRA, que dispone del predio hasta el día de hoy.
La tradición oral empezó (como veremos no hace mucho) a hablar de fantasmas en el palacio. La mansión trasmutó (era de esperarse) en otra de las tanta casas encantadas de Buenos Aires; y cuenta la novel leyenda que, aquellos que la habitaron tras la tragedia, experimentaron por las noche extraños fenómenos: gritos de dolor, sollozos de mujer, inquietantes sonidos semejantes a rugidos o lucha entre animales y sombras fugaces recorriendo las dependencias; siempre acompañadas por los débiles deslices de garras sobre los pisos de madera europea.
El drama parecía reeditarse todas las noches, como si fuera una maldición. Manuela, sufriendo por el ingrato amor de su prometido, al que amaba. Éste siendo devorado por el león. Y Nero (la bestia) buscando infatigablemente a su víctima.
Pero, ¿qué hay de cierto detrás de toda esta historia? ¿Qué es lo que se esconde entre los pliegos de tan tremendo, exótico y cautivante relato?
La respuesta es contundente.
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Según la institución encargada de conservar y transmitir la memoria del palacio (Comisión Permanente de Homenaje al general don Eustoquio Díaz Vélez) no hay nada de cierto en toda la historia que transcribimos.
Nunca hubo una hija. Eustaquio (h) engendró únicamente varones (Carlos y Eugenio), por lo tanto jamás existió una mujer enamorada, ni novio atacado por un gran gato africano en pleno corazón de Barracas. Además, el propietario de la mansión nunca mató animal alguno, ni hubo leones deambulando libremente por el parque. Por otro lado, Eustoquio (h) murió en 1910, no en 1927, razón por la cual le habría sido imposible asistir al drama, fechado por el rumor en 1916.
El “desencanto” no podría ser mayor.
Pero, ¿por qué una fantasía de ese tipo, una mentira de cabo a rabo, arraigó de manera tan honda y duradera en el imaginario porteño? ¿De dónde salió todo ese delirio? Respuesta: de un libro publicado en España hace unos treinta años, Crónicas Absurdas de Buenos Aires (editorial Saritnem, 1987) y escrito por un tal Manuel Vasco da Fonseca. Según este autor, la historia de Manuela /Mathilde fue relatada por un testigo presencial, el Barón Adam Folkner, en su libro de memorias, publicado en 1939.
Un absurdo tras otro. El propio título de Fonseca lo indica sin pelos en la lengua. Una fantasía que alimenta más fantasías. Pero a las casas encantadas nada de esto les preocupa. Todo lo contrario. Encuentran en la exageración, en lo exótico, en los sucesos insólitos, su principal alimento. Y si éstos refieren, solapadamente, arraigados temores de clase (como el hecho de que sea una simple cocinera, un miembro de la servidumbre, el enemigo interno, la causante del desastre) tanto mejor.
PARTE 2
FANTASMAS DEL PASADO
“Fue entonces cuando me llegó otro sonido
que me costó descifrar, un grito o sollozo
aterrorizado que, espantado, me di cuenta
de que procedía de un niño, de un crío pequeño.”
Susan Hill, La Dama de Negro, 1983
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Todos los lugares tienen una doble dimensión. Una “real”, que es en la que se vive, se trabaja o se defiende de otros. Es ésta la dimensión del arquitecto, del ingeniero, de los ocupantes de carne y hueso que viven en ese espacio material, y cuyas paredes no pueden ser atravesadas por ninguna entidad extraña del Más Allá. Es la dimensión inmanente de los inodoros, de los calefones que, como bien dice el tango, encarnan el aspecto concreto, frío, matemático y desangelado de ese sitio.
La otra es la dimensión “imaginaria”. En ella sí es posible experimentar (“sentir”) la presencia evanescente de los antepasados y sus espíritus. Los recuerdos (imprecisos, como dijimos antes) definen este aspecto de la casa, que se carga de recuerdos, afectos y emociones, adoptando una identidad. De alguna forma, esta segunda dimensión es la del artista, la del escritor, la del creador de mitos. Por eso mismo, todos los lugares son, en cierto sentido, una invención históricamente determinada. Bajo esas coordenadas, cosas (casas) que no han sido concebidas como fantásticas así lo parecen. Como alguien dijo una vez: los constructores de mansiones, castillos y faros, se propusieron hacerlos formidables, no encantados.
La tradición oral y escrita conserva miles de sitios con estas características. Cualquier lector neófito en el tema se sorprendería de ver por Internet el infinito número de lugares y casas encantadas que florecen (y seguirán floreciendo) por todo el mundo. Casi no hay pueblo, comarca o gran ciudad, que no los tenga. Van desde los ya mencionados, construidos por el hombre, hasta aquellos que son producto de la naturaleza (bosques, cuevas, lagunas, cerros, árboles y campos “embrujados”). Muchos son los cuentos infantiles de origen medieval que testimonian lo dicho. Pero el romanticismo del siglo XIX retomó esa posta y supo explotar su gusto por la soledad, lo vetusto y el misterio. Pobló con fantasmas aquellos lugares que dieran con el tipo; y de ese modo, los jardines abandonados o las moradas desérticas se hallaron a disposición de los espíritus.
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Enfrentado a la arqueología, materialista por definición, el imaginario romántico hizo de las mansiones en ruinas lugares ideales donde poder captar (y superar) el evanescente paso del tiempo y la brevedad de la vida. Se resistió a ver únicamente la dimensión real de los edificios y los transformo en escenarios de tramas macabras, protagonizadas por fantasmas de muy distintos tipos.
Surgieron así historias prototípicas, como las que abundan en Inglaterra (“el país de las fantasmas”). Pero no sólo en Inglaterra. Todas las naciones del mundo tienen sus casas encantadas. Las tradiciones chinas, japonesas e hindúes (por citar escenarios más que diferentes al nuestro) las conservan dentro de su imaginario social desde hace siglos.
Por tanto, puede que cambie el plafón inmobiliario del drama, pero en esencia todas las historias parecen ser variaciones sobre un mismo y único tema, readaptado al espacio urbano e industrial de nuestro occidente capitalista. De alguna manera, los lugares encantados son el testimonio de una necesidad muy enraizada en el espíritu de los seres humanos.
Las mansiones con fantasmas viene entreteniendo nuestras noches de fogón desde hace siglos. Me pregunto si los primeros cazadores recolectores relataban historias de este tipo; y la verdad es que me extrañaría mucho que no lo hayan hecho.
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Por lo que sabemos, fueron los neandertales los primeros en practicar enterramientos voluntarios con sus muertos, y en maquillar los cadáveres con el color ocre de alguna piedras. La palidez, de seguro, les despertaba la misma impresión que nos sigue despertando a nosotros. Seguimos siendo, muy dentro nuestro, hombres prehistóricos, pero con tecnología digital.
¿Habrá habido cavernas encantadas? ¿Acaso las pinturas rupestres no señalan una dirección al respecto? No lo sabemos a ciencia cierta. Nunca lo sabremos. Sólo nos queda especular. Aunque en el campo de las casas encantadas, sí conocemos un origen cronológico muy lejano. No tanto como para irnos a la época de los primeros homo sapiens, pero sí (como dijimos en la introducción) a la antigüedad clásica. A la historia de Grecia y de Roma.
Durante los dos primeros siglos de la era cristiana, cuatro escritores fueron los que, desde occidente, aludieron directamente a la clásica figura del “fantasma”: Plinio el Joven (61-114 d.C.), en sus Epístolas(VII, 27, 5-11); Luciano de Samosata (121-181 d.C.), enPhilopseudeis; Flegón de Lidia (siglo II d.C.), en una extraña composición titulada Sobre los Hechos Maravillosos; y Valerio Máximo (siglo I a.C. – II d.C.), en su libro Dichos y Hechos Memorables.
Si bien es cierto que existen tablillas cuneiformes de origen mesopotámico, con casi 4000 años de antigüedad, que hablan de “sombras” y “apariciones transparentes y errantes” asolando a los vivos, es el cuarteto arriba nombrado el principal responsable de delinear los rasgos típicos en un relato de casas encantadas. En sus textos (contenidos en el género de cartas, informes y banquetes) aparecen muy temprano los ya remanidos ruidos extraños, las cadenas que se arrastran en medio de la noche, los cuerpos insepultos que reclaman atención y recuerdo, y, naturalmente, el héroe culto que ve sacudida su cosmovisión, pero que es capaz de romper con los prejuicios del escéptico y termina creyendo.
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Plinio, por ejemplo, nos habla de “una casa espaciosa y amplia, pero desprestigiada y funesta” que había en Atenas. En ella, “en medio del silencio de la noche, se oía un sonido de hierros y un ruido de cadenas, primero más lejos, luego más cerca”. Seguidamente “aparecía un espectro, un anciano consumido por la delgadez y el abandono, de barba larga, cabellos erizados” que “ llevaba y sacudía grilletes en sus piernas y en las manos cadenas”. Estos acontecimientos impedían que la casa quisiera ser comprada o alquilada por nadie, razón la cual el filósofo Atenodoro, “tras escuchar su precio sospechosamente bajo”, decidió pasar la noche en ella y enfrentar al espectro que, como es lógico, se le apareció indicándole un sitio determinado en el patio. Al día siguiente, tras una excavación, se encontraron “huesos revueltos y metidos en hierro, que el cuerpo putrefacto había dejado desnudos y carcomido entre cadenas”. Cuenta Plinio que, una vez enterrados según los ritos tradicionales,”la casa quedó libre”.
Sorprende mucho que una historia tan “clásica” (y repetida hasta el hartazgo en centenares de películas de Hollywood) haya sido contada dos mil años atrás, casi sin variaciones sustanciales.
Por su parte, Luciano de Samosata nos habla de “la casa de Eubátides”, en la ciudad de Corinto, en la que otro filósofo, el pitagórico Arignoto, expulsó a un espíritu, “liberando la mansión”. El edificio tenía también ciertas características muy recurrentes en relatos posteriores: “era grande, se venía abajo y el techo de derrumbaba”. Las propiedades abandonadas asomaban la cabeza para convertirse en las vedette del género. En este caso, Luciano usa como “arma” ciertos conjuros egipcios para obligar al fantasma a revelar el sitio donde se ocultaba y, una vez más, un enterramiento clandestino sería el causante del encantamiento. “Les ordené cavar, dice, con azadas y picos, y después que lo hicieron, encontraron a una braza de profundidad un cadáver putrefacto compuesto en su figura solo por huesos. Los desenterramos, les dimos sepultura y a partir de entonces la casa dejó de ser molestada por fantasmas”.
El modelo se imponía y al parecer con mucho éxito. Tanto que permanece vigente desde hace dos milenios.
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También Valerio Máximo refiere en su libro sobre una casa encantada, esta vez en la ciudad de Megara, donde un militar romano fuera advertido por una aparición respecto de un crimen cometido a pocas cuadras de distancia. En este caso la casa se transformó en una especie de oráculo dispuesto a combatir los actos criminales de los vecinos. Otro lugar común en cuentos y filmes posteriores.
Finalmente, el texto de Flegón de Lidia, ubica la acción en Etolia, en la que un tal Policrito (importante magistrado de los etolios) muere, dejando a su esposa viviendo en la mansión que compartían. La mujer, embarazada al momento de quedar viuda, da a luz a un bebe hermafrodita. Ante semejante suceso, el pueblo se debatió en dos posturas: la de matarlo (junto con la madre) o dejarlo vivir. Es entonces que el fantasma del padre aparece y, sin poder mediar, lanza una maldición, llevándose a su hijo con él (lo devora). Tiempo después, los etolios sufrieron una “gran destrucción”.
Casas con espantos y fantasmas, con advertencias y maldiciones, con actos espectrales de agradecimiento y venganza, anuncios, temor y valentía. Un verdadero compendio a repetirse a lo largo del tiempo, aunque con variantes sustánciales según las épocas y el contexto religioso y cultural del momento. Tendremos que esperar a los escritos de los siglos XVIII y XIX para volver a verlos casi sin cambios en la novela gótica, inaugurada por Horace Walpolle, en 1764, y la romántica Ghost Story, enunciada tempranamente por Joseph Sheridan Le Fanu, en 1839. Serán ellos, y decenas de escritores posteriores, los que instalarán los tópicos antiguos sobre casas encantadas en nuestro imaginario contemporáneo.
Como vemos, “no hay nada nuevo bajo el sol”.
Ya todo estaba inventado.
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PARTE 3
EL NEGOCIO DEL MIEDO
“Lo malo de que los hombres hayan
dejado de creer en Dios
no es que ya no crean en nada, sino que
están dispuestos a creer en todo.”
Gilberto K. Chesterton (1874-1936)
Si como el valiente filósofo Atenodoro de Atenas quisiéramos alquilar o comprar una casa realmente encantada, deberíamos asegurarnos de poder encontrar en ella toda una batería de fenómenos anómalos, que los “especialistas” en estos menesteres (es obvio que no nos referimos a los agentes inmobiliarios) denominan “técnicamente” bajo el pomposo rótulo de “actividad paranormal”.
Claro que para no ser embaucados en una operación de bienes raíces de este tipo (todos sabemos lo costosas que son) tendríamos que conocer de qué fenómenos estamos hablando. Para ello bastaría con revisar cualquier novela gótica o relato romántico de la ghost story (recomendamos muy especialmente la compilación realizada por Eduardo Berti, en su libro Fantasmas, de Editorial AH, 2009) o es su defecto, meterse en Internet y consultar cualquiera de los miles de sitios Web, en los que se agrupan estos “tecnificados vendedores de humo” de principios del siglo XXI: los autodenominados “cazadores de fantasmas”.
En principio, habría que averiguar si la casa concentra fenómenos lumínicos poco habituales. No nos referimos a cortes de luz programados por la compañía eléctrica, sino a misteriosos destellos sin causa física aparente; bolas de luz desplazándose por todos lados, como si estuvieran guiadas por una inteligencia invisible e incorpórea (llamadas, en el mundillo de los parapsicólogos, “orbs” y que suelen ser interpretadas como plasmaciones de auras, espíritus, ángeles, seres de energía, etc.); o informes siluetas luminosas atravesando paredes.
Si ha podido captar algo de todo esto, va por buen camino.
Pero hay más.
En segundo lugar, el potencial comprador (o inquilino) debería confirmar la presencia de fenómenos olfativos.
Como sabían bien los grandes demonólogos del siglo XVII, las casas o lugares encantados no necesitan aromatizadores de ambiente. En ellos lo más “común” es experimentar misteriosos olores, agradables o desagradables, que anunciarían el carácter moral o sexual de los espectros. Según los “expertos”, las “entidades fantasmales” pueden ser reconocidas por el olfato y, a partir de él, catalogarlas. Dicen que las fragancias de flores indican la presencia de un fantasmas femenino o niños. Que el aroma floral fresco sería la manifestación de un espíritu amigo. Que los olores fuertes corresponderían a un hombre, y si son desagradables (olor a podrido o a heces) se estaría en presencia de un espectro disgustado o enojado.
Claro que nuestro profundo individualismo (y el temor a perderlo tras la muerte) no puede ser dejado de lado y se manifiesta también a través nuestras fosas nasales. Muchos son los que afirman que los fantasmas emiten olores que los caracterizaron en vida: un perfume, la marca de su cigarrillo predilecto o el aroma de su comida favorita. Claro que si lo que se detecta es el famoso “olor a santidad”, le recomendamos que investigue. Lo más probable es que usted esté alquilando o comprando una vieja abadía medieval.
De todos, los fenómenos físicos, pueden resultar los más confirmatorios (y aterradores). El desplazamiento de objetos, el movimiento de muebles, los sacudones de las cortinas, las puertas y ventanas que se abren y cierran solas, incluso la levitación, son alertas efectivas de que entramos en una “haunted mansion”.
Unidos a éstos misterios tenemos los fenómenos sonoros: “raps” (forma elegante y esotérica de decir “ruidos”); psicofonías (voces del más allá captadas en cintas o grabadores digitales) y mimofonías (imitación de un ruido que en realidad no se produce por el contacto de objetos materiales). También están los cambios de temperatura, que constituyen otro indicador de que la casa esta “habitada”. Todo comprador o inquilino avezado en estas lides debería saber que experimentar “zonas frías” en un ambiente calefaccionado es un señal muy clara de activad paranormal. Las bajas temperaturas, la muerte y los fantasmas se llevan muy bien (tanto como con la noche y los lugares abandonados).
Dejamos para lo último a los dos fenómenos más traumáticos: los “aportes” y las “apariciones” propiamente dichas.
Con el término “aporte”, los cazafantasmas hacen referencia a la materialización de objetos que no había en la casa (fenómeno éste muy ligado a la mítica sustancia llamada ectoplasma, que causó furor en las creencias espiritistas de fines del siglo XIX). En cuanto al término “aparición”, existe una larga clasificación con la que se pretende diferenciar fenómenos que el vulgo toma como sinónimos (fantasma, espectro, espanto, alma en pena, espíritu, alma descarnada, etc.) pero que en pocas palabras no sería otra cosa que la materialización, esta vez, de una figura humana, captada con el sentido en el que más confiamos: la vista.
Si usted, después de experimentar todos o alguno de estos fenómenos, sigue interesado en el inmueble, firme sin dudar el contrato de alquiler o boleto de compra-venta porque, efectivamente, su casa está encantada.
Bruce M. Hood plantea en su libro (Sobrenatural Por qué creemos en lo increíble, Ed. Sefirá, 2009) una pregunta que resulta ser clave a la hora de tratar un tema como el que nos convoca (casa encantadas): ¿podría usted vivir en una casa donde alguna vez se cometió un crimen?
La respuesta por lo general es “no”; a tal punto que, en ocasiones, en muchos lugares del mundo esas propiedades literalmente son demolidas.
Hasta no hace mucho tiempo atrás, las casas con historiales truculentos se devaluaban y dejaban de ser parte del negocio inmobiliario; por tanto resultaba mucho más sencillo tirarlas abajo. Un expediente por demás exagerado, pero dado que la gente se negaba a adquirirlas, lo que implicaba una pérdida económica importante, algunos agentes inmobiliarios empezaron a ocultar los sucesos que impregnaban esas paredes. Pero la artimaña no duró mucho. Hubo quejas, juicios, y los gobiernos locales debieron tomar carta en el asunto. En Estados Unidos, por ejemplo, las leyes de divulgación de información varían dependiendo del estado. “En Massachusetts”, dice Hood, “si uno no pregunta sobre la historia de la casa, no tienen que decírselo. En Oregon, los vendedores no tienen que revelar nada, mientras que en Hawai los agentes están legalmente obligados a poner de manifiesto cualquier cosa que pueda afectar el valor de un inmueble, hasta los fantasmas”.
En Inglaterra ningún requisito obliga revelar el historial criminal o sobrenatural de una casa a un potencial comprador; pero si el “boca a boca” se difunde sin contención alguna, el negocio puede terminarse.
Pero todo esto está cambiando. En los últimos tiempos los agentes inmobiliarios están observando un sorprendente interés por adquirir inmuebles en los que ocurrieron crímenes y suicidios.
¿A qué se debe esto?
Puede que haya un móvil puramente económico puesto que una “casa estigmatizada” puede bajar su valor original en un 20% a un 40 % (nada malo si es la primera que una pareja de recién casados adquiere).
El otro motivo es mucho más interesante ya que implicaría un cambio en el comportamiento; una modificación cultural más profunda. De “casa estigma” se operaría un cambio a “casa amuleto” o “casa reliquia”; lo que podría significar dos cosas opuestas: o un mayor escepticismo a la famosa “cristalización de energía” de la que nos hablan los parasicólogos, o la naturalización a convivir con lo fantástico (cosa que nos acercaría al universo maravilloso de la Edad Media del que nos habló el historiador Jacques Le Goff). Puede que ambos procesos se estén dando al mismo tiempo, sin olvidar destacar cierta actitud lúdica e irónica, muy propia de la posmodernidad.
¿Estamos, entonces, frente al ocaso del miedo que generan las casas encantadas?
No lo creemos.
Basta con que caiga la noche para que todos nuestros fantasmas internos se reactiven, despertando a los de afuera. No olvidemos aquella definición que diera Ambrose Bierce (1842-1913) en su famoso Diccionario del Diablo: “Fantasma: signo exterior e invisible de un temor interior”. Y temor/miedo tendremos siempre. De hecho vivimos en una cultura atravesada por él. El miedo ha sido y es un enorme negocio, tanto económico como político. Basta con observar un noticiero de televisión para darse cuenta de eso, u observar (desde lo crematístico) las fortunas que generan, especialmente en EE.UU., las llamadas “Houses of Shock”, sitios en los que la gente paga un promedio de 30 dólares para ser aterrorizada por unos pocos minutos. La revista Haunteworld informa que esta “industria del horror” produce 2 mil millones de dólares por año. Y esto nos conecta con otra industria sin chimeneas: la del turismo.
En Buenos Aires, Bogotá, Dublín, Oxford (incluida su famosa universidad), Santiago de Chile, Edimburgo, Lima y tantísimas otras grandes ciudades del mundo, se han puesto de moda desde hace unos años los llamados “Ghost Tour” o recorridos fantasmales; en los cuales la gente busca conocer mansiones, castillos, cementerios, hoteles, barcos (como el Queen Mary), etc., que supuestamente están encantados.
Es el terror comercializado al más alto nivel. Dramatizado. Puesto en escena.
Ya quedó en el pasado la inocencia del “tren fantasma” del Italpark (famoso parque de diversiones de Buenos Aires). Lo que ahora se busca es adrenalina en estado más puro; y se consigue a través de una vivencia aparentemente “más real”, apoyada en la tradición oral, el imaginario colectivo, la leyenda urbana y también en alguna que otra historia mal documentada o enigmática.
Observamos, pues, una renovada inclinación por protagonizar en carne propia experiencias que antes se veían únicamente en series de televisión, cuya temática paranormal impactaron fuertemente en el concepto de realidad de muchos televidentes (y que empresas editoriales, aprovechando el éxito, convertían en libros de corte pseudo científicos, en los que hacían pasar fantasías por realidades).
¿Qué es lo que explota, entonces este nuevo tipo de turismo, tan amigo de las casas y lugares encantados?
Partamos de la base de que el objetivo primordial, tanto de la propaganda como de las guías turísticas que se editan, es atraer turistas. Los medios de comunicación que publicitan estas prácticas (y cobran por ello) están obligados a mostrar siempre algo sorprendente. La gente quiere morbo, experiencias fuertes, aventura, historias macabras de alto impacto, miedo; y qué mejor que una mansión embrujada para conseguir todo eso.
Los imaginarios turísticos están cambiando. Los lugares tienen que despertar curiosidad, romper con lo cotidiano, ir más allá de lo corriente, aunque en el proceso la calidad quede postergada por lo extraordinario y la verdad disfrazada de atractivas mentiras. Lo mismo sucede con las producciones de series documentales que pasan por televisión (incluidas las de National Geographic o el History Channel).
Todo vale a la hora de vender. De eso viven comunidades enteras.
El espectáculo debe continuar, convertido ahora en anécdotas, historias y leyendas fantasmagórica. Por eso es lógico que muchos las crean, quieran y sientan como verdaderas (tendencia más que acentuada desde la segunda mitad del siglo XX).
PALABRAS FINALES
Si tuviéramos que hacer un listado, mas o menos completo, de todas las mansiones encantadas y sitios emblemáticos relacionados con el tema, la tarea sería tan pesada como infructuosa y poco práctica. Son tantos los lugares que existen con estas características desperdigados por el mundo, que el catálogo sería tan o más grueso que el Diccionario Webster.
Pero esto no nos quita el sueño.
Los relatos de fantasmas (y los de sus escenarios) tienen una particularidad: son por demás repetitivos. Y, como en toda repetición, cuando se abusa de ella, aburre.
¿Cuántos ruidos de cadenas en la noche estamos dispuestos a escuchar antes de cansarnos? ¿Cuántas descripciones de figuras etéreas, caminando por pasillos o sótanos, podemos soportar sin perder el asombro? ¿Cuántas casonas victorianas, aisladas, tapadas por la niebla y con decoración tenebrosa, pueden despertar nuestros temores más profundos?
No muchas.
Este ha sido el motivo por el cual omitimos llenar el texto con ejemplos infinitos. Hemos leído mucha de producción publicada sobre la temática y creemos que los detalles menores de cada uno de los casos divulgados no son especialmente importantes cuando el abordaje que pretendimos hacer es estructural e interpretativo.
Aquellos que busquen una historia de las casas encantadas un tanto más positivista o acontecimiental, le sugiero consultar alguno de los libros que se citan en la bibliografía que hay al final de este ensayo (en especial la muy completa Enciclopedia de los Fantasmas de Daniel Cohen).
Los cuentos y leyendas sobre casas encantadas nacen, en gran medida, de la noche, del aislamiento, de lo antiguo y del abandono, de los miedos ancestrales y del inquietante misterio que produce todo lo sobrenatural, todo aquello que rompe con las leyes de la “normalidad”.
Son también signos estéticos, que muchos escritores supieron pintar con maestría, persiguiendo esa sensación de horror, de miedo visceral, a todo aquello que está más allá de las explicaciones lógicas.
Pero también, detrás de las leyendas de las casas encantadas, se esconden datos que, a la postre, terminan revelando un determinado orden social, una identidad y toda una escala de valores.
Sus historias, truculentas, morbosas, siempre dicen más de lo que aparentan. Expresan conflictos y sirven para ordenar el caos afectivo y emocional de muchas personas (una especie de catarsis); al tiempo que aseguran aspectos de la memoria colectiva.
Son el imaginario de una comunidad convertido en ladrillos, en tejas, en senderos tenebrosos y pasillos alfombrados. Una radiografía de sus fobias, aspiraciones, pulsiones, miedos y sueños.
Un patrimonio cultural intangible, rico y sugerente, que creemos nos seguirá acompañando por mucho tiempo.
FJSR
Febrero de 2012
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